LA MANSA, de F. M. Dostoyevski
Breves
reflexiones acerca del relato «La mansa», de Fiodor Mijailovich Dostoyevski
ENRIQUE
CASTAÑOS
Dostoyevski incluyó «La mansa» en las páginas de Diario de un escritor correspondientes a
noviembre de 1876. El título en ruso es «Krotkaya» («Krotkaïa» transcriben los
franceses). Me remito a la traducción, directamente del ruso, de Rafael
Cansinos Asséns para la legendaria edición de Aguilar de las Obras Completas del inmortal novelista,
publicada por vez primera en 1936. He manejado la edición de 1961, donde
aparece en el tercer y último tomo, con una extensión de treinta páginas, que
vendrían a ser unas noventa en una edición normal. El título de esta breve
narración ha sido traducido en otros idiomas como «La dulce», «La tímida» o «La
sumisa». Me atengo, insisto, a la versión del eximio literato y polifacético traductor
sevillano. Estas interpolaciones estrictamente literarias, ocurren otras tres
veces en el Diario: «Bobock.
Anotaciones de cierto individuo», publicado originalmente en 1876, en el nº 6
de la revista El Ciudadano; «El
campesino Marei», de febrero de 1876, un entrañable y conmovedor recuerdo de
infancia del propio novelista; y «Sueño de un hombre ridículo», de abril de
1877, otra indiscutible obra maestra como «La mansa», en esta ocasión una
reveladora alegoría en torno al pecado original y al mito de la caída, así como
al de la Edad de Oro, en consonancia con la profunda fe evangélica del
escritor.
El propio autor nos advierte al principio, en una a
modo de introducción, que ha querido hacer una excepción respecto de los
habituales contenidos del monumental Diario,
en el que vertía sus opiniones personales sobre la actualidad política y
cultural, junto con numerosos y extensos artículos de sagaz y aguda crítica
literaria. Dice que ha estado trabajando en la «novelita» el mes entero, que es
tanto como afirmar que la ha elaborado muy concienzudamente, considerando
también necesario justificar o explicar sucintamente por qué la ha subtitulado
«Relato fantástico», donde fantástico
no alude tanto al fondo de la historia como al modo en que está escrita,
alterando libremente las nociones espacio-temporales y otorgando prioridad
absoluta a la visión subjetiva, de manera similar a como procedió Víctor Hugo
en su obra maestra El último día de un
sentenciado a muerte, de 1829.
La
mansa está narrada en primera persona por el protagonista
varón de la historia, convirtiéndose en un dilatado y pormenorizado monólogo
que transcurre ante el cuerpo amortajado, colocado sobre una mesa, de su
jovencísima esposa, quien se ha suicidado, arrojándose por la ventana, seis
horas antes de ese mismo domingo por la mañana en que el marido comienza a
cavilar sombríamente, sentado en una silla, al lado del cadáver de quien está
convencido haber amado, tratando de encontrar una explicación lógica a tan fatal
e incomprensible desenlace. En ningún momento sabemos cuál es el nombre de
ambos esposos, riguroso anonimato que ya había hecho suyo Dostoyevski como
aspecto inseparable de la técnica narrativa en su imprescindible Memorias del subsuelo (1864).
La pregunta fundamental que se hace el marido, y con
él el lector, es por qué su mujer se ha matado. Quizá sea ésta la narración
dostoyevskiana, a pesar de su reducido tamaño y de que muchos podrían juzgarla
como una obra muy menor, donde de manera deliberada se omite de modo más contundente
una respuesta satisfactoria, una explicación racional, quiero decir, donde más
persiste el enigma existencial cuando hemos terminado su lectura. El arcano del
suicidio de la muchacha es, en más de un aspecto, consecuencia de la reserva
que envuelve ambas personalidades. Eso no quiere decir que Dostoyevski no
ahonde con casi intolerable profundidad en los abismos del alma de cada uno de
los esposos, pero lo hace manteniendo zonas en penumbra, recodos dificilísimos
de atisbar, secretos que permanecen escondidos en la más oculta intimidad. De
ahí las múltiples interpretaciones a que se presta no sólo el espantoso suceso,
sino también la vida interior de los cónyuges, una palmaria incógnita. El
lector permanece, después de haber leído el relato, con un extraño y amargo
sabor de boca, pues deberá hallar por sí mismo la solución a un acertijo, si es
que tal solución verdaderamente es posible, y sin olvidar que el acertijo está
construido en relación a un problema moral, vital, existencial, puramente
individual, en ningún caso social.
André Gide, en su libro Dostoievski, publicado originalmente en 1923 (Barcelona, José
Janés, 1950), decía que el escritor ruso sigue siendo el hombre «del que nadie
sabe cómo valerse», y que nos damos cuenta, al despertar de la lectura de sus
grandes obras, que acaba de hacer blanco en algún punto secreto «que pertenece
a nuestra verdadera vida», explicación del porqué, a juicio del controvertido
autor francés, en nombre de la cultura occidental, algunos hombres inteligentes
recusan el genio de Dostoyevski. No debemos, pues, sorprendernos del sinnúmero
de rechazos que el inabarcable novelista suscita. La razón aducida por Gide es
muy sólida en este aspecto concreto que tiene que ver con el lector.
Dostoyevski nos resulta incómodo, demasiado incómodo. Hurga en grado extremo,
casi con morbosidad, por entre los intersticios de nuestra alma a través de los
de sus personajes, incluso por aquellos que no queremos reconocer ante nosotros
mismos, que nos espanta el siquiera pasar de lejos ante ellos. Nos desnuda por
completo. Nos deja inermes. Nos obliga a encarar con decisión y dignidad
quiénes somos. De otro lado, la vida íntima es más importante que las
relaciones de los hombres entre sí. A juicio de Gide ésta sería otra de las
causas de las afinidades y rechazos que provoca la lectura de su obra.
Algo de esto se desprende de nuestra «novelita». El
marido es un hombre de cuarenta y un años, orgulloso, que ejerce como
prestamista. Semejante actividad no es que le entusiasme, pero se ha visto
obligado a ella por un desagradable incidente que tuvo lugar en su regimiento,
pues la vida militar había sido su sincera vocación desde la juventud. Lo que
ocurrió no fue más que un malentendido. Los compañeros de regimiento creyeron
sin fundamento alguno que no los había representado dignamente, que no los
había defendido con gallardía, cuando un teniente de un regimiento de húsares,
estando borracho, los había desacreditado delante del público y de otros oficiales.
Es más, nuestro hombre había abandonado el local sin proferir ninguna palabra,
siendo él también un oficial. A modo de descargo, los camaradas del regimiento
le conminaron a batirse en duelo con el provocador, único modo de resarcir la
afrenta sufrida. Pero él se niega, no por cobardía, sino porque no acepta
imposiciones de nadie. Además, el asunto, estima él, no le concierne en
absoluto. Ante la hostilidad de sus compañeros, decide incorporarse a la vida
civil.
Este hombre conoce a la que luego se convertiría en su
mujer en su tienda de empeño, una amplia estancia que es aneja a la vivienda.
Cuando la muchacha acude por vez primera al establecimiento, no tiene más que
quince años y nueve meses. Desde el primer instante se hace visible su extremada
reserva, su timidez, su carácter huidizo y asustadizo. No obstante, es
orgullosa y no le falta voluntad, determinación. De cabello rubio, es menuda,
bien proporcionada y de hermoso rostro. Sus grandes ojos son «azules» y
«pensativos». Regresa varias veces, siempre con idéntico propósito: empeñar
baratijas, aunque para ella poseen un elevado valor sentimental. Durante un
tiempo, el prestamista lleva a cabo ciertas pesquisas sobre la joven,
averiguando que es huérfana de padre y de madre desde tres años atrás, y que
vive con dos tías carnales, hermanas entre sí, la mayor una viuda con seis
hijos y la menor una «solterona feísima». En la casa hay una criada, Lukeria
[Gliceria], muy fiel a la muchacha, hasta el punto de irse a vivir con los
recién casados cuando el matrimonio eclesiástico tenga lugar. El lector también
sabrá, a través del monólogo del prestamista, que la joven es tratada peor que
una sirvienta en casa de sus tías, que está malnutrida, incluso que ha sido
maltratada físicamente. Debe desempeñar los trabajos más onerosos, como fregar
arrodillada el suelo a mano. Hasta la obligan a impartir lecciones a sus
díscolos e impertinentes primitos. Pero todo esto, aun siendo grave, no es lo
peor. El novelista pasa como de puntillas sobre un hecho decisivo, si bien el
prestamista lo explicita con claridad meridiana: «De todo lo cual resultó que
la pobre muchacha decidió sencillamente venderse». Lo que encierra la frase no
se vuelve a mencionar nunca más, de tal manera que pareciera algo que nada
tuviese que ver con nuestra historia, como si fuese un hecho por completo
intrascendente y ajeno al curso de los acontecimientos. Pero el lector atento
no puede olvidar esa frase escueta, sorprendente, imprevista, que golpea la
conciencia. Supone que la angustia, la desesperación, la indigencia de la joven
la han conducido a prostituirse, aunque haya sido alguna vez, muy
esporádicamente, casi como ocurre con una estrella fugaz que atraviesa el
firmamento sin que podamos apenas percatarnos de ello. Sin embargo, no cabe duda
que ese hecho ha debido dejar una huella profunda, imborrable, en la muchacha;
más aún, que ha depositado en su alma un atormentado sentimiento de culpa.
Fijémonos bien. La mansa es inequívocamente pura, honesta, pudorosa, hasta un
grado ilimitado. Pero esta pureza sin mácula no es óbice para haber pecado.
Puede parecer una paradoja, pero gracias a haber pecado puede uno redimirse.
Sólo los pecadores se redimen. Por desgracia, la mansa no se redime, o, más
bien, está convencida en lo más profundo no ser posible para ella redimirse. Dostoyevski
no ve necesario en este caso insistir en tan delicada cuestión, hasta el punto
de que un lector descuidado puede olvidarse fácilmente de ella. No obstante, la
mansa es una hermana espiritual menor de esas sublimes encarnaciones
dostoyevskianas, únicas en toda la literatura universal, que son, por poner los
tres ejemplos más señeros, Sonia Marmeladov, Nastasia Filíppovna y Katerina
Nikoláyevna, esas prostitutas de corazón puro, de alma limpia, de increíble
integridad moral, que encontramos entre las páginas de Crimen y castigo, de El
idiota y de El adolescente. En el
caso concreto de Katerina, no es exactamente una prostituta, ni siquiera
ocasional, aunque mantiene relaciones ilícitas con Versílov, el padre biológico
de Arkadii, el adolescente. Puede haber quien piense que lo que acabo de decir
sea una contradicción, una paradoja, pero así son esas criaturas
dostoyevskianas que nos mueven a la piedad y a la compasión; mejor aún, con las
que nos identificamos plenamente, pues siempre que surgen estas encarnaciones
femeninas en la novelística de Dostoyevski remiten inexcusablemente a María
Magdalena, su modelo inigualable e imperecedero para el corazón de los hombres.
El novelista no insiste en esta ocasión, no se recrea en tan problemático
aspecto; de ahí que haya dicho que la mansa sería una hermana menor de aquellas
otras tres supremas personificaciones, tan complejas las dos últimas.
Desde el primer momento en que tiene trato con ella,
el prestamista está decidido a alcanzar un ascendiente sobre la mansa, a
mantener una relación de superioridad, a triunfar
«sobre la pobre chica». Se complacía en imponerse a ella, en agigantarse «a sus
ojos». Ya hemos recordado que era orgullosa. Sobre esta faceta tan destacada
del carácter en las mujeres, piensa él: «Las orgullosas están particularmente
bien cuando…, bueno, cuando no podemos dudar de nuestro ascendiente sobre
ellas». Finalmente, se decide a desposarse con la muchacha. Ésta tiene por
entonces un pretendiente que la acecha desde hace un año, un comerciante
cincuentón que posee dos tiendas de ultramarinos, un individuo repulsivo y
lascivo que ha enviudado dos veces, con hijos de ambas mujeres, a las que
maltrató hasta que ellas murieron. Todo este plan de matrimonio interesa
particularmente a las tías de la mansa, quienes presuponen que pueden obtener
algún beneficio económico de ello, aunque aparenten hipócritamente un leve
desagrado. De hecho, el prestamista las compensará con unos pocos centenares de
rublos, a fin de evitar cualquier oposición. Ahora bien, ¿qué piensa de todo
esto la joven?; ¿desea verdaderamente casarse? El prestamista es insistente,
forzando de una manera suave, aunque sin dejar, al fin y al cabo, de apremiar,
que elija entre uno de los dos, que tome una resolución definitiva. La chica,
que quizás carezca aún de suficiente madurez, que está en cierto modo
bloqueada, que malvive junto a sus insensibles tías, que sufre interiormente,
acaba cediendo, optando, como si dijéramos, por el mal menor, a saber, por el
prestamista, de quien, ni mucho menos, está enamorada. Tampoco él parece
estarlo, sino que todo apunta a que se casa por conveniencia, por estabilizar
su vida, por no continuar estando solo. Dostoyevski elude conscientemente
hablar de motivaciones groseramente carnales, sensuales. No cabe duda alguna,
en este sentido, que el prestamista respeta en todo momento a la muchacha, que
la trata con educación, que es considerado. Pero, y esto no puede ser desdeñado
si queremos esclarecer mínimamente las causas del suicidio de la mansa, no sólo
está aquella cuestión decisiva de querer imponerse
a su esposa, mostrar una suerte de superioridad moral, «hacer el papel de un
salvador», lo cual conlleva inexorablemente una humillación hacia la joven,
sino que, de manera a todas luces insólita, ha decidido que ella debe
descubrir, por sí misma, quién es él,
qué secretos guarda su corazón, qué idea tiene de la existencia. Es como si
quisiera domarla, poseerla anulando
la propia personalidad de la moza. Al lector le cuesta comprender los oscuros y
retorcidos propósitos del esposo: «Yo notaba muy bien que ella estaba todavía
terriblemente triste, pero … agravé aún más, con toda intención, la cosa»; adviértele
que no ha de faltarle nunca de comer, pero que de ir al teatro o a bailes, esto
es, de divertirse, por ahora nada: «Aquel tono severo me encantaba». Él odiaba
en realidad la tienda de préstamos, y, de algún modo, quería «vengarse de la
sociedad». La mansa lo ha adivinado, más por intuición que por neta
inteligencia. La facultad de la intuición vinculada a la experiencia vital no
sólo es fundamental en el propio Dostoyevski respecto de la pretendida
superioridad del encumbrado conocimiento racional, sino también en muchos de
sus más consumados personajes. Sobre esta cuestión, abordada por multitud de
críticos, se detiene particularmente el pensador y teólogo laico ruso Pablo
Evdokimov en su librito Introducción a
Dostoyevsky (en torno a su ideología), escrito a principios del decenio de
1940 (Cartagena, Murcia, Athenas Ediciones, 1959). El caso es que la
apesadumbrada muchacha lo ha intuido, y ha acertado, como no tiene por menos
que admitir su esposo: «De suerte que su aguda observación de aquella tarde
sobre si yo me vengaba, no había
estado tan fuera de lugar».
Cuando ella, al principio de hacerse novios, se
sinceraba con él, le hablaba de sus padres, mostraba algún tipo de emoción, el
prestamista respondía de modo distante, desapacible: «Pero yo echaba
inmediatamente un jarro de agua fría sobre su entusiasmo. Precisamente en eso
estribaba mi plan. A sus primeros arrebatos respondía yo con mi silencio».
Ansiaba «parecerle un enigma». Pero, ante el cadáver de la desgraciada,
reconoce tímidamente su error: «Para obligarla a adivinar este enigma, no pude
yo acaso hacer gala de mayor necedad. En primer término, seriedad …». Aspecto
esencial del comportamiento del prestamista ante la muchacha es el silencio, el
cual derivaba directamente de su orgullo. El silencio entendido como un arma de
dominación, de sumisión, de anonadamiento. Durante los iniciales ejemplos
consecutivos de semejante actitud del esposo, ella le contradecía, le
contestaba, pero, al poco tiempo, «fue callando paulatinamente, hasta terminar
por no decir nada». En la inicial rebeldía de la joven jugaba un papel
importante la «puerca tacañería» del esposo, la suma importancia que éste
concedía al dinero, ejerciendo un férreo control sobre la contabilidad
doméstica. Había establecido rígidamente el gasto diario, tan sólo un rublo, al
que, como una benevolente concesión añadió de propina treinta copeicas [el
kopek o kopeika era entonces y es todavía la centésima parte del rublo]. La más
destacada muestra de rebelión ocurrió en cierta ocasión en que, habiéndose
quedado ella al cuidado de la tienda, pues él confiaba en que habría de seguir
a rajatabla las instrucciones dadas respecto del comportamiento con los
clientes, accedió a entregar más dinero del permitido a una mujer que vino a
cambiar un objeto personal previamente empeñado. La esposa había estado
presente cuando el marido negóse a semejante canje, y, no obstante, habiéndose
ausentado accidentalmente aquél, y dado que la mujer había vuelto, la mansa
actuó por su cuenta, apiadándose, quién sabe, de esa desconocida, de la que
había podido observar su previo estado de zozobra. El hombre no reaccionó con
especial severidad, cosa que, por lo demás, nunca hacía, pero sí la apartó de
esa tarea.
Hemos mencionado, y no es baladí, la proverbial
mezquindad del marido. Sin embargo, en este aspecto, como en muchos otros,
mostraba una ostensible contradicción. Ésta se puso claramente de manifiesto
durante la grave enfermedad de ella, que la tuvo postrada seis semanas en la
cama, con mucha fiebre, lo que la hacía delirar, temiéndose seriamente por su
vida. No se apartó apenas de su lado, cuidándola como si fuera su hija,
haciéndose relevar únicamente por Lukeria, que le profesaba un entrañable
cariño a su señorita. No reparó en gastos. Hizo llamar a un médico alemán de
cierta notoriedad, un tal Schröder, a quien abonaba por cada visita a la
enferma la cantidad de diez rublos.
Pero antes de la enfermedad, la rebelión de la esposa
manifestóse en un asunto muy concreto que deterioró notablemente unas
relaciones ya de por sí difíciles, sin contar con la independencia mostrada
unilateralmente en la tienda respecto del valor concedido a los objetos que
empeñaban los clientes. El caso fue que la chica conoció a aquel teniente del
regimiento de húsares contra quien habíase negado el prestamista a batirse en
duelo cuando era aún oficial. Se lo hizo saber. Estaba confundida. Creía
ingenuamente que su marido se había comportado como un cobarde. No acertaba a
comprender por qué no se había sincerado con ella, ocultándole el incidente
desde el noviazgo. Él le expresó con rotundidad que se equivocaba, que la
valentía había consistido precisamente en no entrar al trapo, en perseverar en
su autonomía de criterio, aunque ello le hubiese obligado a abandonar el
servicio y vivir miserablemente durante tres años, hasta que heredó de su
madrina tres mil rublos, parte de los cuales invirtió en abrir la casa de
empeños.
La chica se las arregló para concertar una cita con
aquel individuo, el susodicho teniente, un tal Yefímovich. Pero el marido no se
quedó atrás. Logró esconderse, sin duda con la ayuda de alguna patrona, en la
habitación contigua a la de la entrevista, pudiéndolo oír todo. En los
encendidos elogios que él, en su monólogo, dirige a su esposa en relación con esta
cita secreta, en la que se dejan traslucir las lúbricas intenciones del
despreciable Yefímovich, volvemos a estrellarnos de nuevo con las irracionales
contradicciones de un hombre enigmático y oscuro. Dice que, durante una hora,
asistió «a la lucha interior de una mujer, la más noble y casta de este mundo,
con el ser más corrompido y depravado», que aquella a quien él había tenido
hasta entonces por una «pazguata», una «inocentona» y una «inexperta», se
condujo con «aquel santo desprecio que a la criatura dotada de pureza inspira
el vicio». Concluye afirmando «que pude cerciorarme de la aversión que me
tenía; pero también pude comprobar hasta qué punto era inocente y pura». Sale
él de su escondite, el degenerado queda desconcertado, profiere algunas
palabras con tintes de bravuconería fatua, y los esposos regresan silenciosos a
casa. ¿Cómo se compadecen semejantes encarecimientos con el hecho de que esa
noche fuese la primera en que no se acostaron ambos cónyuges en la misma cama,
terminando ella por echarse en un diván situado junto a la pared? Bien es
verdad que la decisión fue de la chica, pero ¿por qué no trató él de
disuadirla?; ¿por qué ese lacerante silencio?; ¿por qué no le comunicaba con
toda franqueza que la estimaba, incluso que la amaba, pudiendo libremente
disponer ella de su persona, aunque fuera para abandonarlo? Esto último, la
verdad sea dicha, siempre se lo concedió él. Si ella permanecía a su lado era
por su propia voluntad, sin coacción de ningún tipo.
Asimismo, con anterioridad a la enfermedad, aconteció
un hecho decisivo, el auténtico punto de inflexión de toda la historia, pues si
algo lo caracteriza es que pudieron ambos, en secreto, delante el uno del otro,
pero sin revelar nada de sus pensamientos más íntimos, medir sus respectivas
fuerzas, sus escondidas intenciones, sus individuales capacidades, en suma,
hasta dónde estaba dispuesto a llegar cada uno. En realidad, el lector nunca
tendrá la certeza absoluta del conocimiento que, de la casi inverosímil
situación creada, cada uno de los esposos poseerá respecto de los propósitos
del otro, especialmente ella, que es posible que siempre permanezca en la duda
sobre si él finge o no. ¿O lo había descubierto todo, es decir, había calado
hasta lo más recóndito esa supuesta personalidad enigmática del marido, guardando para sí tan revelador hallazgo? El
prestamista acabará por admitir esto último, y el lector, posiblemente, asentirá
con él.
El caso es que un día, sobre las ocho de la mañana,
estando él todavía en la cama, aunque despierto, abrió por un instante los ojos
y vio a su esposa de pie en la habitación con un revólver en la mano, el mismo
que el prestamista había adquirido para protegerse en la tienda y que
previamente había mostrado sin tapujos a su mujer. Él cerró los ojos de nuevo,
simulando continuar dormido, pero al pronto sintió el frío del acero del cañón
del arma sobre una de sus sienes. Transcurrieron unos minutos. De improviso, él
abrió sus ojos, encontrándose con los de ella durante un segundo. Otra vez
volvió a cerrarlos, decidido a no volverlos a abrir, ocurriese lo que
ocurriese. ¿Pudo ella pensar que en realidad estaba dormido y que los abrió
mecánicamente, como en un sueño? La tensión llegó a un límite extremo. Se
trataba de un desafío mutuo, particularmente por parte de él, a fin de hacerle
comprender de una vez por todas que no era un cobarde. Ella disponía ahora de
plena libertad para apretar o no el gatillo. Al fin retiró el arma. Cuando él
volvió a abrir los ojos, su esposa había desaparecido ya de la estancia.
¿Adivinó ella el fingimiento del marido? ¿Llegó a estar resuelta, aunque fuera
fugacísima o incluso inconscientemente, a deshacerse de él? Más importante aún
que estas preguntas es el nefasto efecto que el suceso produjo en el alma de la
chica, pues, a diferencia de lo que el prestamista creyó como lo verdaderamente
relevante, a saber, que había dado muestras de su inequívoca valentía, en
realidad había producido una desastrosa humillación en la muchacha. Él, ni
mucho menos es ajeno a ello. Todo lo contrario. Actuó muy conscientemente. Las
palabras de su monólogo lo confirman: «… suponiendo que hubiese ella adivinado
la verdad y supiese que yo no dormía, tenía yo que humillarla, que anonadarla
con mi prontitud a dejarme matar … ¿Qué me importaba ya la vida a mí después de
haber visto que la criatura que yo adoraba me había puesto en la sien el
revólver? … ¡He vencido, he vencido…, y la he domado para siempre!» Más aún:
«Al aguantar yo el cañón del revólver contra mi sien me vengué de todo mi
sombrío pasado. Y aunque no lo supiera nadie, ella sí lo supo, y eso lo era
todo para mí…». Ese mismo día compró una cama de hierro para ella y un biombo,
colocándolos en la alcoba, con el fin de consumar la ruptura, aunque fuese
temporalmente. Aunque no le dijo nada, «aquella cama vino a decirle que yo lo había visto y lo sabía todo». Por
la noche volvió a colocar el revólver encima de la mesita. Ella se acostó en la
cama de hierro: «… nuestro matrimonio estaba deshecho; estaba vencida, pero todavía no se la podía perdonar». Démonos
cuenta del intrincado e inasequible modo de razonar del prestamista. Advertimos
ciertos paralelismos con la irracionalidad, con la ausencia de lógica que guía
el pensamiento del anónimo personaje de Memorias
del subsuelo. ¿Qué pretendía demostrar con su actitud ante una muchacha de
dieciséis años? Si era cierto que la quería, que la consideraba pura y casta,
¿a qué ese inextricable y sinuoso proceder? La única explicación plausible era
algo ya señalado: que anhelaba conquistar una superioridad moral sobre la
chica, domeñarla, inducirla a que poco menos que lo reverenciase. Pero, al no
tener en cuenta los íntimos y sagrados sentimientos de ella, al no reparar en
que tenía delante un ser más maduro, más emancipado, más silenciosamente
rebelde de lo que él pudiera nunca sospechar, originó un enrarecimiento en la
relación, una desconfianza, un inconfesable sufrimiento que desembocaría en un
trágico final.
Después de este penoso y capital incidente en el hilo
narrativo, aconteció la grave enfermedad de la esposa, durante mes y medio del
primer invierno desde el casamiento. Pasó el invierno y llegó la primavera, y
con ella el mes de abril. Fue precisamente a mediados de abril cuando todo se
quebró. Cuando se restableció de su dolencia, comenzaron ambos a mirarse a
hurtadillas. Él continuaba con su obsesivo y fijo juicio: «… el pensamiento de
su humillación me resultaba, a pesar de todo, decididamente grato». Y ello a
pesar de que «a veces me inspiraba compasión». Un mes antes de mediados de
abril «había notado en ella una cavilosidad extraña», no sólo «taciturnidad,
sino ensimismamiento profundo». Un día de abril púsose, inesperadamente, ella a
cantar en su presencia, aunque, como confesó Lukeria, solía hacerlo cuando su
marido se ausentaba. Éste interpretó aquello como una prueba evidente de que lo
había olvidado por completo, que se había desentendido de él. Pero, de nuevo
vuelven a surgir aproximaciones efímeras entre ambos, de todo punto
incomprensibles, por la ternura que descubren, como cuando él le susurra que la
quería mucho, que se conforma sólo con besarle la ropa, que lo único que desea
es adorarla, provocando en ella, paradójicamente, un susto ingobernable, que la
hace prorrumpir en «sollozos y tiritones», presa de «un ataque de nervios
terrible». Al conducirla él hasta la cama, es ahora ella quien le ruega que se
tranquilice, que no se atormente, echándose de nuevo a llorar. Él no sabe cómo
consolarla. Le confiesa la firme decisión de traspasar la tienda, de marcharse
juntos, por una larga temporada, a la localidad francesa de Boulogne-sur-Mer,
junto al Paso de Calais, aprovechando los consabidos tres mil rublos de la
herencia de la madrina, y, al regresar, comenzar una nueva vida. Ella
continuaba llorando. Sin embargo, le confiesa: «¡Y yo que pensaba que tú me
ibas a dejar sencillamente!» Pero él está seguro de que ha dicho esto «contra
su voluntad».
El domingo del suicidio, todo ocurrió muy rápido.
Lukeria estaba sola con su señorita. No le perdía ojo. A cada momento echaba
una mirada al dormitorio. Parecióle oír un ruido extraño y se acercó sin
tardanza. No había sido nada. Al poco rato, al volver a mirar, vio a la joven
de pie, echada sobre el muro, junto a la ventana, con la mano sobre la mejilla,
pensativa, tanto, que no se dio cuenta de su presencia. Estaba completamente
absorta en sus propios pensamientos. Lukeria se tranquilizó. Pero no había
hecho más que volver a la cocina, cuando de nuevo escuchó otro ruido. Esta vez
sí. La mansa se había subido al alféizar de la ventana, de espaldas a la
habitación, apretando con fuerza sobre su pecho un icono que representaba a la
Virgen María. Lukeria gritó. La mansa hizo un ademán para volverse, pero se
arrojó al vacío, «con el icono apretado contra el pecho». Eso fue todo. Al
regresar el marido, que se culpaba de no haberlo hecho cinco minutos antes,
encontróse con el cuerpo inerte de su esposa sobre la acera. Es en estos
momentos cuando asoma el Dostoyevski asombrosamente capaz de describir los más
nimios detalles, de manera tan escrupulosa que se nos hacen insufribles,
causándonos una desazón muy honda, moviéndonos a esa clase de compasión que no
acertamos a explicar. Como cuando insiste una y otra vez en la observación de
un vecino, el cual repite pertinazmente que tan sólo había junto a la cabeza de
la suicida «una cucharada de sangre». El bello rostro de la mansa no había
padecido ningún rasguño, manteniéndose incólume, sin la más mínima deformación.
Dejemos que el marido se exprese ante el cadáver de su
esposa yacente sobre una mesa: «¿Por qué se ha matado ella?... Siempre quedará
por resolver esa cuestión. Mi amor la asustó; ella se preguntó
concienzudamente: “¿Debo o no debo aceptarlo?”, y no pudo sufrir esa pregunta y
optó por la muerte … había prometido demasiado, se asustó; temió no poder
cumplirlo…». ¿Quiere decirnos con esto el marido que ella se ha matado por
creer que no era capaz de amar como se debe amar verdaderamente? Y continúa:
«Pero ella era demasiado honrada, demasiado pura, para contentarse con un amor
como el que necesitaba el tendero; no quería engañarme de ese modo … No sabría
decir si me estimaba o despreciaba … Yo la atormenté hasta causarle la muerte;
eso es todo».
A veces pensamos que pretende justificarse; otras, que
se considera sencillamente culpable. No sabemos con qué carta quedarnos. ¿Es
que hay que elegir inexcusablemente una? Es posible que se matase por pura
desesperación, por no encontrar ninguna salida, por tener que vivir junto a un
hombre que no ama, ella, una muchacha que ha sufrido mucho, pobre, desamparada,
sola. La soledad, ésa es la auténtica desdicha, concluye finalmente el
novelista a través del monólogo de su inaccesible personaje. Pero aún más
impenetrable es la mansa. ¿Se puede, en verdad, entrar en los recovecos más
secretos del alma? Dostoyevski lo ha conseguido con muchos de sus más
conspicuos personajes. En esta ocasión, sin embargo, pareciera como si dejara
premeditadamente una interrogatio a
la que no es posible responder.
Málaga, 13 de mayo de 2022, festividad de Nuestra
Señora de Fátima.
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