viernes, 13 de mayo de 2022

 LA MANSA, de F. M. Dostoyevski


Breves reflexiones acerca del relato «La mansa», de Fiodor Mijailovich Dostoyevski

 

ENRIQUE CASTAÑOS

 

 

 

Dostoyevski incluyó «La mansa» en las páginas de Diario de un escritor correspondientes a noviembre de 1876. El título en ruso es «Krotkaya» («Krotkaïa» transcriben los franceses). Me remito a la traducción, directamente del ruso, de Rafael Cansinos Asséns para la legendaria edición de Aguilar de las Obras Completas del inmortal novelista, publicada por vez primera en 1936. He manejado la edición de 1961, donde aparece en el tercer y último tomo, con una extensión de treinta páginas, que vendrían a ser unas noventa en una edición normal. El título de esta breve narración ha sido traducido en otros idiomas como «La dulce», «La tímida» o «La sumisa». Me atengo, insisto, a la versión del eximio literato y polifacético traductor sevillano. Estas interpolaciones estrictamente literarias, ocurren otras tres veces en el Diario: «Bobock. Anotaciones de cierto individuo», publicado originalmente en 1876, en el nº 6 de la revista El Ciudadano; «El campesino Marei», de febrero de 1876, un entrañable y conmovedor recuerdo de infancia del propio novelista; y «Sueño de un hombre ridículo», de abril de 1877, otra indiscutible obra maestra como «La mansa», en esta ocasión una reveladora alegoría en torno al pecado original y al mito de la caída, así como al de la Edad de Oro, en consonancia con la profunda fe evangélica del escritor.

El propio autor nos advierte al principio, en una a modo de introducción, que ha querido hacer una excepción respecto de los habituales contenidos del monumental Diario, en el que vertía sus opiniones personales sobre la actualidad política y cultural, junto con numerosos y extensos artículos de sagaz y aguda crítica literaria. Dice que ha estado trabajando en la «novelita» el mes entero, que es tanto como afirmar que la ha elaborado muy concienzudamente, considerando también necesario justificar o explicar sucintamente por qué la ha subtitulado «Relato fantástico», donde fantástico no alude tanto al fondo de la historia como al modo en que está escrita, alterando libremente las nociones espacio-temporales y otorgando prioridad absoluta a la visión subjetiva, de manera similar a como procedió Víctor Hugo en su obra maestra El último día de un sentenciado a muerte, de 1829.

La mansa está narrada en primera persona por el protagonista varón de la historia, convirtiéndose en un dilatado y pormenorizado monólogo que transcurre ante el cuerpo amortajado, colocado sobre una mesa, de su jovencísima esposa, quien se ha suicidado, arrojándose por la ventana, seis horas antes de ese mismo domingo por la mañana en que el marido comienza a cavilar sombríamente, sentado en una silla, al lado del cadáver de quien está convencido haber amado, tratando de encontrar una explicación lógica a tan fatal e incomprensible desenlace. En ningún momento sabemos cuál es el nombre de ambos esposos, riguroso anonimato que ya había hecho suyo Dostoyevski como aspecto inseparable de la técnica narrativa en su imprescindible Memorias del subsuelo (1864).

La pregunta fundamental que se hace el marido, y con él el lector, es por qué su mujer se ha matado. Quizá sea ésta la narración dostoyevskiana, a pesar de su reducido tamaño y de que muchos podrían juzgarla como una obra muy menor, donde de manera deliberada se omite de modo más contundente una respuesta satisfactoria, una explicación racional, quiero decir, donde más persiste el enigma existencial cuando hemos terminado su lectura. El arcano del suicidio de la muchacha es, en más de un aspecto, consecuencia de la reserva que envuelve ambas personalidades. Eso no quiere decir que Dostoyevski no ahonde con casi intolerable profundidad en los abismos del alma de cada uno de los esposos, pero lo hace manteniendo zonas en penumbra, recodos dificilísimos de atisbar, secretos que permanecen escondidos en la más oculta intimidad. De ahí las múltiples interpretaciones a que se presta no sólo el espantoso suceso, sino también la vida interior de los cónyuges, una palmaria incógnita. El lector permanece, después de haber leído el relato, con un extraño y amargo sabor de boca, pues deberá hallar por sí mismo la solución a un acertijo, si es que tal solución verdaderamente es posible, y sin olvidar que el acertijo está construido en relación a un problema moral, vital, existencial, puramente individual, en ningún caso social.

André Gide, en su libro Dostoievski, publicado originalmente en 1923 (Barcelona, José Janés, 1950), decía que el escritor ruso sigue siendo el hombre «del que nadie sabe cómo valerse», y que nos damos cuenta, al despertar de la lectura de sus grandes obras, que acaba de hacer blanco en algún punto secreto «que pertenece a nuestra verdadera vida», explicación del porqué, a juicio del controvertido autor francés, en nombre de la cultura occidental, algunos hombres inteligentes recusan el genio de Dostoyevski. No debemos, pues, sorprendernos del sinnúmero de rechazos que el inabarcable novelista suscita. La razón aducida por Gide es muy sólida en este aspecto concreto que tiene que ver con el lector. Dostoyevski nos resulta incómodo, demasiado incómodo. Hurga en grado extremo, casi con morbosidad, por entre los intersticios de nuestra alma a través de los de sus personajes, incluso por aquellos que no queremos reconocer ante nosotros mismos, que nos espanta el siquiera pasar de lejos ante ellos. Nos desnuda por completo. Nos deja inermes. Nos obliga a encarar con decisión y dignidad quiénes somos. De otro lado, la vida íntima es más importante que las relaciones de los hombres entre sí. A juicio de Gide ésta sería otra de las causas de las afinidades y rechazos que provoca la lectura de su obra.

Algo de esto se desprende de nuestra «novelita». El marido es un hombre de cuarenta y un años, orgulloso, que ejerce como prestamista. Semejante actividad no es que le entusiasme, pero se ha visto obligado a ella por un desagradable incidente que tuvo lugar en su regimiento, pues la vida militar había sido su sincera vocación desde la juventud. Lo que ocurrió no fue más que un malentendido. Los compañeros de regimiento creyeron sin fundamento alguno que no los había representado dignamente, que no los había defendido con gallardía, cuando un teniente de un regimiento de húsares, estando borracho, los había desacreditado delante del público y de otros oficiales. Es más, nuestro hombre había abandonado el local sin proferir ninguna palabra, siendo él también un oficial. A modo de descargo, los camaradas del regimiento le conminaron a batirse en duelo con el provocador, único modo de resarcir la afrenta sufrida. Pero él se niega, no por cobardía, sino porque no acepta imposiciones de nadie. Además, el asunto, estima él, no le concierne en absoluto. Ante la hostilidad de sus compañeros, decide incorporarse a la vida civil.

Este hombre conoce a la que luego se convertiría en su mujer en su tienda de empeño, una amplia estancia que es aneja a la vivienda. Cuando la muchacha acude por vez primera al establecimiento, no tiene más que quince años y nueve meses. Desde el primer instante se hace visible su extremada reserva, su timidez, su carácter huidizo y asustadizo. No obstante, es orgullosa y no le falta voluntad, determinación. De cabello rubio, es menuda, bien proporcionada y de hermoso rostro. Sus grandes ojos son «azules» y «pensativos». Regresa varias veces, siempre con idéntico propósito: empeñar baratijas, aunque para ella poseen un elevado valor sentimental. Durante un tiempo, el prestamista lleva a cabo ciertas pesquisas sobre la joven, averiguando que es huérfana de padre y de madre desde tres años atrás, y que vive con dos tías carnales, hermanas entre sí, la mayor una viuda con seis hijos y la menor una «solterona feísima». En la casa hay una criada, Lukeria [Gliceria], muy fiel a la muchacha, hasta el punto de irse a vivir con los recién casados cuando el matrimonio eclesiástico tenga lugar. El lector también sabrá, a través del monólogo del prestamista, que la joven es tratada peor que una sirvienta en casa de sus tías, que está malnutrida, incluso que ha sido maltratada físicamente. Debe desempeñar los trabajos más onerosos, como fregar arrodillada el suelo a mano. Hasta la obligan a impartir lecciones a sus díscolos e impertinentes primitos. Pero todo esto, aun siendo grave, no es lo peor. El novelista pasa como de puntillas sobre un hecho decisivo, si bien el prestamista lo explicita con claridad meridiana: «De todo lo cual resultó que la pobre muchacha decidió sencillamente venderse». Lo que encierra la frase no se vuelve a mencionar nunca más, de tal manera que pareciera algo que nada tuviese que ver con nuestra historia, como si fuese un hecho por completo intrascendente y ajeno al curso de los acontecimientos. Pero el lector atento no puede olvidar esa frase escueta, sorprendente, imprevista, que golpea la conciencia. Supone que la angustia, la desesperación, la indigencia de la joven la han conducido a prostituirse, aunque haya sido alguna vez, muy esporádicamente, casi como ocurre con una estrella fugaz que atraviesa el firmamento sin que podamos apenas percatarnos de ello. Sin embargo, no cabe duda que ese hecho ha debido dejar una huella profunda, imborrable, en la muchacha; más aún, que ha depositado en su alma un atormentado sentimiento de culpa. Fijémonos bien. La mansa es inequívocamente pura, honesta, pudorosa, hasta un grado ilimitado. Pero esta pureza sin mácula no es óbice para haber pecado. Puede parecer una paradoja, pero gracias a haber pecado puede uno redimirse. Sólo los pecadores se redimen. Por desgracia, la mansa no se redime, o, más bien, está convencida en lo más profundo no ser posible para ella redimirse. Dostoyevski no ve necesario en este caso insistir en tan delicada cuestión, hasta el punto de que un lector descuidado puede olvidarse fácilmente de ella. No obstante, la mansa es una hermana espiritual menor de esas sublimes encarnaciones dostoyevskianas, únicas en toda la literatura universal, que son, por poner los tres ejemplos más señeros, Sonia Marmeladov, Nastasia Filíppovna y Katerina Nikoláyevna, esas prostitutas de corazón puro, de alma limpia, de increíble integridad moral, que encontramos entre las páginas de Crimen y castigo, de El idiota y de El adolescente. En el caso concreto de Katerina, no es exactamente una prostituta, ni siquiera ocasional, aunque mantiene relaciones ilícitas con Versílov, el padre biológico de Arkadii, el adolescente. Puede haber quien piense que lo que acabo de decir sea una contradicción, una paradoja, pero así son esas criaturas dostoyevskianas que nos mueven a la piedad y a la compasión; mejor aún, con las que nos identificamos plenamente, pues siempre que surgen estas encarnaciones femeninas en la novelística de Dostoyevski remiten inexcusablemente a María Magdalena, su modelo inigualable e imperecedero para el corazón de los hombres. El novelista no insiste en esta ocasión, no se recrea en tan problemático aspecto; de ahí que haya dicho que la mansa sería una hermana menor de aquellas otras tres supremas personificaciones, tan complejas las dos últimas.

Desde el primer momento en que tiene trato con ella, el prestamista está decidido a alcanzar un ascendiente sobre la mansa, a mantener una relación de superioridad, a triunfar «sobre la pobre chica». Se complacía en imponerse a ella, en agigantarse «a sus ojos». Ya hemos recordado que era orgullosa. Sobre esta faceta tan destacada del carácter en las mujeres, piensa él: «Las orgullosas están particularmente bien cuando…, bueno, cuando no podemos dudar de nuestro ascendiente sobre ellas». Finalmente, se decide a desposarse con la muchacha. Ésta tiene por entonces un pretendiente que la acecha desde hace un año, un comerciante cincuentón que posee dos tiendas de ultramarinos, un individuo repulsivo y lascivo que ha enviudado dos veces, con hijos de ambas mujeres, a las que maltrató hasta que ellas murieron. Todo este plan de matrimonio interesa particularmente a las tías de la mansa, quienes presuponen que pueden obtener algún beneficio económico de ello, aunque aparenten hipócritamente un leve desagrado. De hecho, el prestamista las compensará con unos pocos centenares de rublos, a fin de evitar cualquier oposición. Ahora bien, ¿qué piensa de todo esto la joven?; ¿desea verdaderamente casarse? El prestamista es insistente, forzando de una manera suave, aunque sin dejar, al fin y al cabo, de apremiar, que elija entre uno de los dos, que tome una resolución definitiva. La chica, que quizás carezca aún de suficiente madurez, que está en cierto modo bloqueada, que malvive junto a sus insensibles tías, que sufre interiormente, acaba cediendo, optando, como si dijéramos, por el mal menor, a saber, por el prestamista, de quien, ni mucho menos, está enamorada. Tampoco él parece estarlo, sino que todo apunta a que se casa por conveniencia, por estabilizar su vida, por no continuar estando solo. Dostoyevski elude conscientemente hablar de motivaciones groseramente carnales, sensuales. No cabe duda alguna, en este sentido, que el prestamista respeta en todo momento a la muchacha, que la trata con educación, que es considerado. Pero, y esto no puede ser desdeñado si queremos esclarecer mínimamente las causas del suicidio de la mansa, no sólo está aquella cuestión decisiva de querer imponerse a su esposa, mostrar una suerte de superioridad moral, «hacer el papel de un salvador», lo cual conlleva inexorablemente una humillación hacia la joven, sino que, de manera a todas luces insólita, ha decidido que ella debe descubrir, por sí misma, quién es él, qué secretos guarda su corazón, qué idea tiene de la existencia. Es como si quisiera domarla, poseerla anulando la propia personalidad de la moza. Al lector le cuesta comprender los oscuros y retorcidos propósitos del esposo: «Yo notaba muy bien que ella estaba todavía terriblemente triste, pero … agravé aún más, con toda intención, la cosa»; adviértele que no ha de faltarle nunca de comer, pero que de ir al teatro o a bailes, esto es, de divertirse, por ahora nada: «Aquel tono severo me encantaba». Él odiaba en realidad la tienda de préstamos, y, de algún modo, quería «vengarse de la sociedad». La mansa lo ha adivinado, más por intuición que por neta inteligencia. La facultad de la intuición vinculada a la experiencia vital no sólo es fundamental en el propio Dostoyevski respecto de la pretendida superioridad del encumbrado conocimiento racional, sino también en muchos de sus más consumados personajes. Sobre esta cuestión, abordada por multitud de críticos, se detiene particularmente el pensador y teólogo laico ruso Pablo Evdokimov en su librito Introducción a Dostoyevsky (en torno a su ideología), escrito a principios del decenio de 1940 (Cartagena, Murcia, Athenas Ediciones, 1959). El caso es que la apesadumbrada muchacha lo ha intuido, y ha acertado, como no tiene por menos que admitir su esposo: «De suerte que su aguda observación de aquella tarde sobre si yo me vengaba, no había estado tan fuera de lugar».

Cuando ella, al principio de hacerse novios, se sinceraba con él, le hablaba de sus padres, mostraba algún tipo de emoción, el prestamista respondía de modo distante, desapacible: «Pero yo echaba inmediatamente un jarro de agua fría sobre su entusiasmo. Precisamente en eso estribaba mi plan. A sus primeros arrebatos respondía yo con mi silencio». Ansiaba «parecerle un enigma». Pero, ante el cadáver de la desgraciada, reconoce tímidamente su error: «Para obligarla a adivinar este enigma, no pude yo acaso hacer gala de mayor necedad. En primer término, seriedad …». Aspecto esencial del comportamiento del prestamista ante la muchacha es el silencio, el cual derivaba directamente de su orgullo. El silencio entendido como un arma de dominación, de sumisión, de anonadamiento. Durante los iniciales ejemplos consecutivos de semejante actitud del esposo, ella le contradecía, le contestaba, pero, al poco tiempo, «fue callando paulatinamente, hasta terminar por no decir nada». En la inicial rebeldía de la joven jugaba un papel importante la «puerca tacañería» del esposo, la suma importancia que éste concedía al dinero, ejerciendo un férreo control sobre la contabilidad doméstica. Había establecido rígidamente el gasto diario, tan sólo un rublo, al que, como una benevolente concesión añadió de propina treinta copeicas [el kopek o kopeika era entonces y es todavía la centésima parte del rublo]. La más destacada muestra de rebelión ocurrió en cierta ocasión en que, habiéndose quedado ella al cuidado de la tienda, pues él confiaba en que habría de seguir a rajatabla las instrucciones dadas respecto del comportamiento con los clientes, accedió a entregar más dinero del permitido a una mujer que vino a cambiar un objeto personal previamente empeñado. La esposa había estado presente cuando el marido negóse a semejante canje, y, no obstante, habiéndose ausentado accidentalmente aquél, y dado que la mujer había vuelto, la mansa actuó por su cuenta, apiadándose, quién sabe, de esa desconocida, de la que había podido observar su previo estado de zozobra. El hombre no reaccionó con especial severidad, cosa que, por lo demás, nunca hacía, pero sí la apartó de esa tarea.

Hemos mencionado, y no es baladí, la proverbial mezquindad del marido. Sin embargo, en este aspecto, como en muchos otros, mostraba una ostensible contradicción. Ésta se puso claramente de manifiesto durante la grave enfermedad de ella, que la tuvo postrada seis semanas en la cama, con mucha fiebre, lo que la hacía delirar, temiéndose seriamente por su vida. No se apartó apenas de su lado, cuidándola como si fuera su hija, haciéndose relevar únicamente por Lukeria, que le profesaba un entrañable cariño a su señorita. No reparó en gastos. Hizo llamar a un médico alemán de cierta notoriedad, un tal Schröder, a quien abonaba por cada visita a la enferma la cantidad de diez rublos.

Pero antes de la enfermedad, la rebelión de la esposa manifestóse en un asunto muy concreto que deterioró notablemente unas relaciones ya de por sí difíciles, sin contar con la independencia mostrada unilateralmente en la tienda respecto del valor concedido a los objetos que empeñaban los clientes. El caso fue que la chica conoció a aquel teniente del regimiento de húsares contra quien habíase negado el prestamista a batirse en duelo cuando era aún oficial. Se lo hizo saber. Estaba confundida. Creía ingenuamente que su marido se había comportado como un cobarde. No acertaba a comprender por qué no se había sincerado con ella, ocultándole el incidente desde el noviazgo. Él le expresó con rotundidad que se equivocaba, que la valentía había consistido precisamente en no entrar al trapo, en perseverar en su autonomía de criterio, aunque ello le hubiese obligado a abandonar el servicio y vivir miserablemente durante tres años, hasta que heredó de su madrina tres mil rublos, parte de los cuales invirtió en abrir la casa de empeños.

La chica se las arregló para concertar una cita con aquel individuo, el susodicho teniente, un tal Yefímovich. Pero el marido no se quedó atrás. Logró esconderse, sin duda con la ayuda de alguna patrona, en la habitación contigua a la de la entrevista, pudiéndolo oír todo. En los encendidos elogios que él, en su monólogo, dirige a su esposa en relación con esta cita secreta, en la que se dejan traslucir las lúbricas intenciones del despreciable Yefímovich, volvemos a estrellarnos de nuevo con las irracionales contradicciones de un hombre enigmático y oscuro. Dice que, durante una hora, asistió «a la lucha interior de una mujer, la más noble y casta de este mundo, con el ser más corrompido y depravado», que aquella a quien él había tenido hasta entonces por una «pazguata», una «inocentona» y una «inexperta», se condujo con «aquel santo desprecio que a la criatura dotada de pureza inspira el vicio». Concluye afirmando «que pude cerciorarme de la aversión que me tenía; pero también pude comprobar hasta qué punto era inocente y pura». Sale él de su escondite, el degenerado queda desconcertado, profiere algunas palabras con tintes de bravuconería fatua, y los esposos regresan silenciosos a casa. ¿Cómo se compadecen semejantes encarecimientos con el hecho de que esa noche fuese la primera en que no se acostaron ambos cónyuges en la misma cama, terminando ella por echarse en un diván situado junto a la pared? Bien es verdad que la decisión fue de la chica, pero ¿por qué no trató él de disuadirla?; ¿por qué ese lacerante silencio?; ¿por qué no le comunicaba con toda franqueza que la estimaba, incluso que la amaba, pudiendo libremente disponer ella de su persona, aunque fuera para abandonarlo? Esto último, la verdad sea dicha, siempre se lo concedió él. Si ella permanecía a su lado era por su propia voluntad, sin coacción de ningún tipo.

Asimismo, con anterioridad a la enfermedad, aconteció un hecho decisivo, el auténtico punto de inflexión de toda la historia, pues si algo lo caracteriza es que pudieron ambos, en secreto, delante el uno del otro, pero sin revelar nada de sus pensamientos más íntimos, medir sus respectivas fuerzas, sus escondidas intenciones, sus individuales capacidades, en suma, hasta dónde estaba dispuesto a llegar cada uno. En realidad, el lector nunca tendrá la certeza absoluta del conocimiento que, de la casi inverosímil situación creada, cada uno de los esposos poseerá respecto de los propósitos del otro, especialmente ella, que es posible que siempre permanezca en la duda sobre si él finge o no. ¿O lo había descubierto todo, es decir, había calado hasta lo más recóndito esa supuesta personalidad enigmática del marido, guardando para sí tan revelador hallazgo? El prestamista acabará por admitir esto último, y el lector, posiblemente, asentirá con él.

El caso es que un día, sobre las ocho de la mañana, estando él todavía en la cama, aunque despierto, abrió por un instante los ojos y vio a su esposa de pie en la habitación con un revólver en la mano, el mismo que el prestamista había adquirido para protegerse en la tienda y que previamente había mostrado sin tapujos a su mujer. Él cerró los ojos de nuevo, simulando continuar dormido, pero al pronto sintió el frío del acero del cañón del arma sobre una de sus sienes. Transcurrieron unos minutos. De improviso, él abrió sus ojos, encontrándose con los de ella durante un segundo. Otra vez volvió a cerrarlos, decidido a no volverlos a abrir, ocurriese lo que ocurriese. ¿Pudo ella pensar que en realidad estaba dormido y que los abrió mecánicamente, como en un sueño? La tensión llegó a un límite extremo. Se trataba de un desafío mutuo, particularmente por parte de él, a fin de hacerle comprender de una vez por todas que no era un cobarde. Ella disponía ahora de plena libertad para apretar o no el gatillo. Al fin retiró el arma. Cuando él volvió a abrir los ojos, su esposa había desaparecido ya de la estancia. ¿Adivinó ella el fingimiento del marido? ¿Llegó a estar resuelta, aunque fuera fugacísima o incluso inconscientemente, a deshacerse de él? Más importante aún que estas preguntas es el nefasto efecto que el suceso produjo en el alma de la chica, pues, a diferencia de lo que el prestamista creyó como lo verdaderamente relevante, a saber, que había dado muestras de su inequívoca valentía, en realidad había producido una desastrosa humillación en la muchacha. Él, ni mucho menos es ajeno a ello. Todo lo contrario. Actuó muy conscientemente. Las palabras de su monólogo lo confirman: «… suponiendo que hubiese ella adivinado la verdad y supiese que yo no dormía, tenía yo que humillarla, que anonadarla con mi prontitud a dejarme matar … ¿Qué me importaba ya la vida a mí después de haber visto que la criatura que yo adoraba me había puesto en la sien el revólver? … ¡He vencido, he vencido…, y la he domado para siempre!» Más aún: «Al aguantar yo el cañón del revólver contra mi sien me vengué de todo mi sombrío pasado. Y aunque no lo supiera nadie, ella sí lo supo, y eso lo era todo para mí…». Ese mismo día compró una cama de hierro para ella y un biombo, colocándolos en la alcoba, con el fin de consumar la ruptura, aunque fuese temporalmente. Aunque no le dijo nada, «aquella cama vino a decirle que yo lo había visto y lo sabía todo». Por la noche volvió a colocar el revólver encima de la mesita. Ella se acostó en la cama de hierro: «… nuestro matrimonio estaba deshecho; estaba vencida, pero todavía no se la podía perdonar». Démonos cuenta del intrincado e inasequible modo de razonar del prestamista. Advertimos ciertos paralelismos con la irracionalidad, con la ausencia de lógica que guía el pensamiento del anónimo personaje de Memorias del subsuelo. ¿Qué pretendía demostrar con su actitud ante una muchacha de dieciséis años? Si era cierto que la quería, que la consideraba pura y casta, ¿a qué ese inextricable y sinuoso proceder? La única explicación plausible era algo ya señalado: que anhelaba conquistar una superioridad moral sobre la chica, domeñarla, inducirla a que poco menos que lo reverenciase. Pero, al no tener en cuenta los íntimos y sagrados sentimientos de ella, al no reparar en que tenía delante un ser más maduro, más emancipado, más silenciosamente rebelde de lo que él pudiera nunca sospechar, originó un enrarecimiento en la relación, una desconfianza, un inconfesable sufrimiento que desembocaría en un trágico final.

Después de este penoso y capital incidente en el hilo narrativo, aconteció la grave enfermedad de la esposa, durante mes y medio del primer invierno desde el casamiento. Pasó el invierno y llegó la primavera, y con ella el mes de abril. Fue precisamente a mediados de abril cuando todo se quebró. Cuando se restableció de su dolencia, comenzaron ambos a mirarse a hurtadillas. Él continuaba con su obsesivo y fijo juicio: «… el pensamiento de su humillación me resultaba, a pesar de todo, decididamente grato». Y ello a pesar de que «a veces me inspiraba compasión». Un mes antes de mediados de abril «había notado en ella una cavilosidad extraña», no sólo «taciturnidad, sino ensimismamiento profundo». Un día de abril púsose, inesperadamente, ella a cantar en su presencia, aunque, como confesó Lukeria, solía hacerlo cuando su marido se ausentaba. Éste interpretó aquello como una prueba evidente de que lo había olvidado por completo, que se había desentendido de él. Pero, de nuevo vuelven a surgir aproximaciones efímeras entre ambos, de todo punto incomprensibles, por la ternura que descubren, como cuando él le susurra que la quería mucho, que se conforma sólo con besarle la ropa, que lo único que desea es adorarla, provocando en ella, paradójicamente, un susto ingobernable, que la hace prorrumpir en «sollozos y tiritones», presa de «un ataque de nervios terrible». Al conducirla él hasta la cama, es ahora ella quien le ruega que se tranquilice, que no se atormente, echándose de nuevo a llorar. Él no sabe cómo consolarla. Le confiesa la firme decisión de traspasar la tienda, de marcharse juntos, por una larga temporada, a la localidad francesa de Boulogne-sur-Mer, junto al Paso de Calais, aprovechando los consabidos tres mil rublos de la herencia de la madrina, y, al regresar, comenzar una nueva vida. Ella continuaba llorando. Sin embargo, le confiesa: «¡Y yo que pensaba que tú me ibas a dejar sencillamente!» Pero él está seguro de que ha dicho esto «contra su voluntad».

El domingo del suicidio, todo ocurrió muy rápido. Lukeria estaba sola con su señorita. No le perdía ojo. A cada momento echaba una mirada al dormitorio. Parecióle oír un ruido extraño y se acercó sin tardanza. No había sido nada. Al poco rato, al volver a mirar, vio a la joven de pie, echada sobre el muro, junto a la ventana, con la mano sobre la mejilla, pensativa, tanto, que no se dio cuenta de su presencia. Estaba completamente absorta en sus propios pensamientos. Lukeria se tranquilizó. Pero no había hecho más que volver a la cocina, cuando de nuevo escuchó otro ruido. Esta vez sí. La mansa se había subido al alféizar de la ventana, de espaldas a la habitación, apretando con fuerza sobre su pecho un icono que representaba a la Virgen María. Lukeria gritó. La mansa hizo un ademán para volverse, pero se arrojó al vacío, «con el icono apretado contra el pecho». Eso fue todo. Al regresar el marido, que se culpaba de no haberlo hecho cinco minutos antes, encontróse con el cuerpo inerte de su esposa sobre la acera. Es en estos momentos cuando asoma el Dostoyevski asombrosamente capaz de describir los más nimios detalles, de manera tan escrupulosa que se nos hacen insufribles, causándonos una desazón muy honda, moviéndonos a esa clase de compasión que no acertamos a explicar. Como cuando insiste una y otra vez en la observación de un vecino, el cual repite pertinazmente que tan sólo había junto a la cabeza de la suicida «una cucharada de sangre». El bello rostro de la mansa no había padecido ningún rasguño, manteniéndose incólume, sin la más mínima deformación.

Dejemos que el marido se exprese ante el cadáver de su esposa yacente sobre una mesa: «¿Por qué se ha matado ella?... Siempre quedará por resolver esa cuestión. Mi amor la asustó; ella se preguntó concienzudamente: “¿Debo o no debo aceptarlo?”, y no pudo sufrir esa pregunta y optó por la muerte … había prometido demasiado, se asustó; temió no poder cumplirlo…». ¿Quiere decirnos con esto el marido que ella se ha matado por creer que no era capaz de amar como se debe amar verdaderamente? Y continúa: «Pero ella era demasiado honrada, demasiado pura, para contentarse con un amor como el que necesitaba el tendero; no quería engañarme de ese modo … No sabría decir si me estimaba o despreciaba … Yo la atormenté hasta causarle la muerte; eso es todo».

A veces pensamos que pretende justificarse; otras, que se considera sencillamente culpable. No sabemos con qué carta quedarnos. ¿Es que hay que elegir inexcusablemente una? Es posible que se matase por pura desesperación, por no encontrar ninguna salida, por tener que vivir junto a un hombre que no ama, ella, una muchacha que ha sufrido mucho, pobre, desamparada, sola. La soledad, ésa es la auténtica desdicha, concluye finalmente el novelista a través del monólogo de su inaccesible personaje. Pero aún más impenetrable es la mansa. ¿Se puede, en verdad, entrar en los recovecos más secretos del alma? Dostoyevski lo ha conseguido con muchos de sus más conspicuos personajes. En esta ocasión, sin embargo, pareciera como si dejara premeditadamente una interrogatio a la que no es posible responder.

Málaga, 13 de mayo de 2022, festividad de Nuestra Señora de Fátima.

 


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