sábado, 25 de septiembre de 2021

 LAS REVELACIONES DE LA MUERTE, de León Chestov



Resumen de Las revelaciones de la muerte, de León Chestov [Lev Shestov] (Kiev, 12 de febrero de 1866 – París, 19 de noviembre de 1938). Buenos Aires, Ediciones Sur, 1938. No especifica el nombre del traductor, aunque puede tratarse de David J. Vogelmann. La traducción al español se hizo a partir del texto en francés. El texto en ruso fue redactado por vez primera en 1902. Otra nueva redacción es de 1921. La edición original francesa, que puede considerarse la definitiva, es de 1923.

 

 

*La I Parte del ensayo está dedicada a Dostoyevski, titulándose «La lucha contra las evidencias», esto es, el titánico esfuerzo llevado a cabo por el gran escritor ruso por poner en tela de juicio el dominio de la razón pura entre los hombres, la preeminencia de la experiencia, la sumisión ante los límites de la experiencia, ante el conocimiento científico, la ética y las leyes establecidas.

Dostoyevski es una persona dotada no sólo con la visión normal, la que poseen la inmensa mayoría de los hombres, sino que posee el don de una doble visión, una visión que penetra en arcanos muy profundos, una visión que le permite rebelarse contra la verdad científica, contra la verdad matemática supuestamente incontestable. En el frontispicio de esta I Parte, coloca Chestov unas palabras de Eurípides: «Quién sabe, puede que la vida sea la muerte, y la muerte, la vida», palabras que podría haber suscrito Dostoyevski. Quien posee esa doble visión, ve cosas extrañas y nuevas, de tal manera que tales cosas existen para él no necesariamente, sino libremente, lo cual significa que son y al mismo tiempo no son, que aparecen cuando desaparecen y desaparecen cuando aparecen. Esta doble visión es considerada por la mayoría como algo ilegal, ridículo, fantástico, como algo propio de una imaginación desarreglada. Para Chestov, como para Dostoyevski, la certidumbre no es el predicado de la verdad; mejor aún, la certidumbre no tiene con la verdad absolutamente nada en común. Siguiendo a Eurípides, certidumbre y verdad existen cada una por su lado.

Las Memorias de la casa muerta es, para Chestov, una obra aparte en la producción de Dostoyevski, que no se parece en nada a lo escrito antes o después. Relatan sus cuatro años de vida en el presidio. Todo es en ella muy real. Pero lo mismo que esa vida en el penal no es «toda la vida», tampoco ese rinconcito de cielo que puede verse por encima de los muros de la cárcel no es «todo» el cielo. La vida verdadera no existe más que allí donde el hombre tiene sobre su cabeza toda la bóveda del cielo, allí donde se extiende un espacio infinito y la libertad es ilimitada.

Si aceptásemos íntegramente el principio de no contradicción de Aristóteles, no podríamos transigir con la coexistencia de la vida y de la muerte en el universo. No obstante, para desesperación del pensamiento humano, que ignora dónde comienza la vida y dónde comienza la muerte, aunque ambas se excluyan, coexisten en el cosmos.

Nuestro escritor también tuvo que transigir en otra cuestión fundamental. De pronto, súbitamente, Dostoyevski, gracias a esa doble visión que le ha sido otorgada, y de la que hace uso una vez ha salido del penal siberiano, descubre que el cielo y los muros del presidio, los ideales y las cadenas, no se contradicen en modo alguno, según pensaba cuando estaba allí encerrado, sino que son idénticos. Sólo hay un «horizonte», bajo y limitado.

Esta «visión» nueva es el tema de otra obra suya, las Memorias del subsuelo, decisiva para comprender todas sus grandes novelas posteriores, de las que Chestov dice que únicamente son un comentario a ese breve, denso, extraño y casi inasimilable escrito. En alguna parte están viviendo seres miserables, enfermos, anormales, castigados de la suerte, que, en el rapto de su furia impotente, llegan a los extremos límites de la negación. Esos seres, semejantes al anónimo hombre del subsuelo, no son más que el producto de nuestra época. El hombre del subsuelo dostoyevskiano dice: «Sí, el hombre del siglo diecinueve debe ser, está moralmente obligado a ser, un individuo sin carácter; el hombre de acción debe ser un espíritu mediocre. Tal es la convicción de mi cuarentena».

También Plotino había afirmado que el hombre de acción es siempre un mediocre, que la esencia misma de la acción es una limitación. Para el gran neoplatónico, quien no quiere «pensar», «contemplar», ese «actúa» [acordémonos de Pericles, de Alejandro, de Julio César].

A Dostoyevski le ocurrió en su subsuelo lo mismo que a Platón en su caverna: sus nuevos ojos se abrieron [la mencionada doble visión] y el hombre no descubrió más que sombras y fantasmas allí donde «todos» veían la realidad; entrevió la verdadera, la única realidad en aquello que para «todos» ni siquiera existía. Dostoyevski, en sus Memorias del subsuelo, expresó sus visiones en forma tal que todos retrocedieron espantados con horror del hombre del subsuelo.

El hombre, piensa Chestov, está oprimido por un sentimiento torturante de la nada.

Lo que Dostoyevski llama «omnitud» es la conciencia común, el «todos los hombres» de Platón. Para Chestov, en aquel sentimiento torturante de la nada hay una sensación muy nítida de que el estado de equilibrio, el estado de perfecta consumación, de satisfacción completa considerada por la conciencia común como el ideal del pensamiento humano, es absolutamente insoportable.

La Historia, con un arte admirable, consciente, borra el rastro de cuanto en el mundo sobreviene de extraño, de extraordinario. Dostoyevski no podía más que terminar enfrentándose con la Historia, desautorizándola, negándola. Para los historiadores, todo se cumple en el universo «naturalmente», según «razones suficientes». Lo que existía de específicamente «socrático» en Sócrates, no existía a los ojos del historiador.

La visión normal, la visión propia de los historiadores, de los hombres de ciencia, la cambió por completo Dostoyevski cuando adoptó la doble visión. Él llegó a buscar la soledad para evadirse o tratar de evadirse del subsuelo (la «caverna» de Platón), donde todos deben vivir, que todos consideran como el único mundo posible, es decir, justificado por la razón.

El enemigo mayor de Dostoyevski es esa «omnitud» o «conciencia común», apartándose de la cual no pueden los hombres concebir la existencia.

El hombre puede volverse bestia salvaje, pero no puede volverse Dios.

Chestov reproduce párrafos enteros de las Memorias del subsuelo, cuidadosamente elegidos. Compara al hombre del subsuelo con diversos santos, tales como Ignacio de Loyola, Juan de la Cruz o Teresa de Ávila, quienes también sintieron el horror de su nada y de sus propios defectos. Toda la significación del cristianismo y esa sed de redención que fue el móvil principal de la vida espiritual del Medioevo, derivan de aquella intuición, esto es, sentir la propia nada, sentirse innoble y mezquino. Chestov trae a colación el célebre texto de San Anselmo de Canterbury titulado Cur Deus homo?, es decir, ¿Por qué Dios se hizo hombre?, que aborda el insondable misterio de la Encarnación. Porque de otro modo, responde Chestov, era imposible salvar al hombre y redimir su horror, su villanía. Esta misma fe de los santos, esta visión, fue la que también tuvo Dostoyevski. Él no sólo no leyó, sino que no tuvo necesidad alguna de leer a Kant ni a Comte. Los llamados «límites de la experiencia», que Kant y el pensamiento positivista del siglo XIX consideran como la revelación suprema del pensamiento científico, no son a los ojos de Dostoyevski más que el recinto de una prisión construida para nosotros por un desconocido.

Según Chestov, en general, no existen gentes «resueltas»; no hay más que grandes resoluciones, imposibles de comprender porque no se fundan en nada y excluyen todo motivo. Ellas no se someten a ninguna regla: son «resoluciones» y «grandes resoluciones» justamente porque están fuera de todas las reglas, y, por consiguiente, de todas las explicaciones posibles. En el presidio, Dostoyevski no se daba cuenta todavía de eso; creía, como todo el mundo, que la experiencia humana tiene sus límites, los cuales se hallan determinados por principios intangibles, eternos. Pero una verdad nueva se le presentó en el «subsuelo»: esos principios eternos no existen, y la ley de la razón suficiente en que se apoyan no es más que una sugestión del hombre que adora su propio límite y se prosterna ante él.

La verdadera Crítica de la razón pura no la escribió Kant, sino Dostoyevski. Lo que Kant escribió fue una apología de la razón pura. Aunque Kant, gracias a Hume, libera a la razón de su sueño dogmático, plantea el problema de la razón pura en los siguientes términos: las matemáticas existen, las ciencias naturales existen: ¿puede existir una ciencia metafísica cuya estructura lógica sea idéntica a la de las ciencias positivas ya suficientemente justificadas? A eso es a lo que Kant llama «criticar», «despertarse del sueño dogmático». Pero si verdaderamente hubiera querido despertarse y criticar, habría planteado, ante todo, la cuestión de saber si las ciencias positivas se hallan justificadas por el éxito, es decir, por los servicios que han prestado a los hombres. Si la metafísica quiere existir, según Kant, debería ante todo requerir la sanción y la bendición de las matemáticas y de las ciencias naturales.

Ya se sabe lo demás, continúa Chestov: las ciencias que el «éxito» justificaba no habían adquirido ese carácter científico sino gracias a la serie de principios, reglas, juicios sintéticos a priori disponibles, reglas inmutables, generales, necesarias, de las que ningún despertar, según Kant, puede librarnos. Ahora bien, al no poder esas reglas ser aplicadas más que dentro de los «límites de la experiencia posible», la metafísica, que tiende (según Kant) a sobrepasar esos límites, es imposible.

En Dostoyevski no son las ciencias positivas las que juzgan a la metafísica, sino ésta quien las juzga a ellas. El propio catolicismo, que se apoya en la revelación, afirma que Dios no exige lo imposible (Deus impossibilia non jubet), según consta en la Sesión VI, capítulo 11, del Concilio de Trento [bajo el pontificado de Pablo III]. El hombre del subsuelo, esto es, Dostoyevski, en cambio, afirma lo contrario: Dios exige lo imposible. Dios no exige más que lo imposible. Ese Dios que no exige lo imposible, no es Dios, sino un vil ídolo.

Está también el impulso interior, esto es, el «residuo irracional» que está más allá de los límites de la experiencia posible.

Para Kant, el principio, la regla, la ley, reinan sobre todas las cosas. Su pensamiento hubiera podido ser expresado así: No son ni la naturaleza ni el hombre quienes dictan las leyes, sino que las leyes son dictadas al hombre y a la naturaleza por las leyes mismas. Dicho de otro modo: en el comienzo fue la ley.

La ciencia presupone, como condición necesaria, eso que Dostoyevski llamaba la «omnitud», es decir, la existencia de juicios unánimemente admitidos. La ciencia no tiene necesidad alguna de hechos particulares (tales como: esta piedra ha sido calentada por el sol; este trozo de madera flota en el agua; este trago de agua sacia mi sed); ni siquiera le interesan. La ciencia busca aquello que transforme milagrosamente el hecho particular en «experiencia» (esto es: el sol calienta siempre la piedra; la madera no se hunde jamás en el agua; el agua sacia siempre la sed).

Los conocimientos científicos de Dostoyevski, muy escasos, le vinieron principalmente del estudio de los textos de Claude Bernard (1813 – 1878), médico y fisiólogo francés, considerado padre de la medicina experimental.

Al igual que San Agustín en sus Confesiones (Libro VIII, capítulo 8), Dostoyevski se ve obligado a gritar: Surgunt indocti et rapiunt celum («Surgidos de no se sabe dónde, aparecen ignorantes que arrebatan al cielo» / la traducción de Pedro Rodríguez de Santidrián dice: «Levántanse los indoctos y arrebatan el cielo»)[1]. Para arrebatar al cielo es necesario renunciar al saber, a los primeros principios que absorbimos con la leche materna.

Para que haya gozo sublime, es menester que haya atroz terror.

A la pregunta: ¿Qué es la filosofía?, responde Plotino: «lo que importa más».

La ciencia es la vida ante el tribunal de la razón.

El hombre del subsuelo hállase privado de la protección de las leyes en nombre de la razón.

Si queréis comprender a Dostoyevski, os debéis acordar siempre de su tesis fundamental: dos más dos son cuatro es un principio de muerte.

Dostoyevski aborrecía la satisfacción y todos los beneficios que el «orden» procura al hombre.

Dostoyevski, en todas sus grandes novelas, no nos habló más que de sí mismo, que es de lo único que puede hablar un hombre honrado.

En el Diario de un escritor podemos leer estas palabras de Dostoyevski: «Yo declaro que el amor por la humanidad es una cosa inconcebible, incomprensible y de todo punto imposible, sin la fe en la inmortalidad del alma». Y en su novela El idiota, el príncipe Mischkin le dice a Rogochin: «Ningún razonamiento puede alcanzar la esencia del sentimiento religioso; se trata de otra cosa diferente, se trata de otra cosa sobre la que se deslizarán siempre los ateos sin penetrarla» (II Parte, cap. IV).

Pero el propio Dostoyevski no podía vivir en permanente lucha contra la razón, contra las evidencias. Es entonces cuando se vuelve de las visiones sobrenaturales para regresar a la armonía, tan necesaria a los hombres. Esto es lo que reconcilia al lector con sus obras: casi todas sus novelas se terminan por un perfecto acorde mayor que deja triunfalmente resueltas las torturantes dudas surgidas en el curso de la obra.

Dostoyevski se encontraba abocado a un problema insoluble, que intenta resolver en Los hermanos Karamazov: las transformaciones lentas y graduales son posibles, pero no conducen a una nueva vida. Ésta se produce siempre de manera súbita, y conserva su extraño y enigmático carácter en el seno de los acontecimientos cuyo curso hállase sometido a la vieja ley.

A fin de ofrecer el planteamiento opuesto a Dostoyevski, Chestov reproduce una cita de la Ética de Spinoza [la cita, en latín, está notablemente alterada; nosotros la reproducimos correctamente, siguiendo la traducción de Vidal Peña García]: «Todos los prejuicios que intento indicar aquí dependen de uno solo, a saber: el hecho de que los hombres supongan, comúnmente, que todas las cosas de la naturaleza actúan, al igual que ellos mismos, por razón de un fin, e incluso tienen por cierto que Dios mismo dirige todas las cosas hacia un cierto fin, pues dicen que Dios ha hecho todas las cosas con vistas al hombre, y ha creado al hombre para que le rinda culto. Consideraré, pues, este solo prejuicio, buscando, en primer lugar, la causa por la que le presta su asentimiento la mayoría, y por la que todos son tan propensos, naturalmente, a darle acogida. Después mostraré su falsedad, y, finalmente, cómo han surgido de él los prejuicios acerca del bien y el mal, el mérito y el pecado, la alabanza y el vituperio, el orden y la confusión, la belleza y la fealdad, y otros de este género. […] Y de ahí que [los hombres] afirmasen como cosa cierta que los juicios de los dioses superaban con mucho la capacidad humana, afirmación que habría sido, sin duda, la única causa de que la verdad permaneciese eternamente oculta para el género humano, si la Matemática, que versa no sobre los fines, sino sólo sobre las esencias y propiedades de las figuras, no hubiese mostrado a los hombres otra norma de verdad…» (Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico. Madrid, Tecnos, 2007, Parte I, Apéndice, págs. 111-112 y 115-116).

Resulta imposible fijar exactamente la idea fundamental de cualquiera de las novelas de Dostoyevski. El mismo tema es tan complicado, denso y apretado, que no es posible determinar lo que precisamente quiere el autor. Sin embargo, todos sus relatos tienen un rasgo común. Sus personajes no saben actuar, no saben crear, ni siquiera lo desean, según parece; la destrucción y la muerte los siguen paso a paso, quizás con el propósito de no conceder al lector ni siquiera la ilusión de concluir. Mischkin tampoco es una excepción: pese a todos sus esfuerzos, no sólo no llega a ayudar a nadie, sino que parece prestar su apoyo a todas las malas iniciativas.

Lutero podría haber ilustrado con las escenas de tales novelas su escrito contra Erasmo titulado De servo arbitrio [que se ha traducido de maneras diversas: «Acerca de la voluntad esclavizada» / «Que el libre albedrío es una nada» / «La voluntad determinada»].

En estas novelas reina la lógica de Tertuliano:

Crucifixus est Dei Filius, non pudet, quia pudendum est;

et mortuus est Dei Filius, prorsus credibile est, quia ineptum est;

et sepultus resurrexit, certum est, quia impossibile.

(De Carne Christi, V, 4).

 

[El Hijo de Dios fue crucificado; no hay vergüenza, porque es vergonzoso;

y el Hijo de Dios murió; es por eso por lo que se cree, porque es absurdo;

y sepultado y resucitado; es cierto porque es imposible].

Atención especial presta Chestov a la tremenda «Declaración» que hace el personaje de Ippolit Teréntiev, en El idiota, «Mi explicación indispensable» la llama ese joven tísico nihilista, que escribe y lee él mismo [III Parte, capítulos V, VI y VII], dentro de la cual se encuentra un insuperable comentario sobre una reproducción del Cristo muerto yacente de Hans Holbein el Joven (1521), del Museo de Basilea, reproducción que ha visto en casa de Rogochin [III Parte, cap. VI].

Para León Chestov, el alma de la novela Demonios es el ingeniero Aléksieyi Nilich Kirillov [Kirillo es Cirilo en ruso; existe, además, en Rusia, a orillas del lago Blanco, el célebre monasterio Kirillov o Kirillo-Belozersky, fundado en 1397 por San Cirilo Belozersky], pues, a través de él, se transparenta lo «inexpresable». Kirillov «proclama su propia voluntad». Chestov lo compara con los ascetas antiguos, los estilitas, aunque hay una diferencia fundamental: Kirillov se suicida.

También subraya con entusiasmo Chestov dos relatos de Dostoyevski que se entrelazan, ambos insertos en el Diario de un escritor. Se trata de «La mansa [La dulce]», publicado en noviembre de 1876, y de «El sueño de un hombre ridículo», de abril de 1877. El protagonista de este segundo relato se casa con la muchacha que había protagonizado «La mansa», si bien ésta, al poco, se suicida, arrojándose por una ventana con un icono en una mano. «El sueño de un hombre ridículo» nos revela la psicología de aquel a quien todo es indiferente.

Antes de Dostoyevski, en la Antigüedad, sólo Platón y Plotino comprendieron que, si queremos ver la verdad, hay que renunciar al conocimiento científico. La verdad y la ciencia son inconciliables. Si Dostoyevski habla de la «revelación» de la verdad, es porque la verdad le ha sido revelada. Esta verdad está consignada en los Evangelios.

Los esfuerzos de Dostoyevski se dirigen principalmente a intentar descifrar un misterio indescifrable: el misterio del pecado original. Está en la esencia de ese misterio el no poder ser develado, y la verdad no puede ser entrevista más que en tanto que no aspiremos a apoderarnos de ella.

Otro buen ejemplo de personalidad opuesta a la de Dostoyevski es la del historiador del cristianismo Adolf von Harnack (1851 – 1931), teólogo luterano alemán que, en su Historia del Dogma (Dogmengeschichte, III, 81), de 1893, escribe: «No ha habido nunca fe religiosa, por fuerte que fuera, que no se apoyara, en el momento supremo, decisivo, sobre una autoridad exterior y que extrajera exclusivamente su fuerza de los estados interiores … La vida y la historia nos demuestran que la fe no puede ser activa y fecunda si no invoca una autoridad exterior y no posee plena conciencia de su poder». Ese «nunca», para Chestov, ya que resulta imposible que Harnack conozca todos los instantes, individuos y acontecimientos de la historia universal, sólo puede apoyarse en su firme convicción de que su tesis coincide con la razón y los principios de la ciencia. Para el historiador, y Harnack puede servirnos de ejemplo, la fe que no se apoya en ninguna autoridad externa, la fe que no ha dejado rastro, es como si no hubiese nunca existido. Para Chestov, lo que los hombres, esto es, la «conciencia común», llaman «fe poderosa», no se parece en nada a la fe que poseía Jesús, pues aquella fe no es más que un conjunto de reglas y de principios a los que todos obedecen y veneran, porque nadie sabe de dónde provienen; los hombres no tienen necesidad de la fe de Jesús, sino que aspiran a la autoridad y al orden, orden tanto más inconmovible cuanto más incomprensible es su origen.

Chestov reproduce parte del párrafo en el que Dostoyevski describe las indescriptibles sensaciones de Alioscha, el hermano pequeño de Iván Karamazov, cuando sale de la celda en la que acaba de morir el stárets Zósima: «Alioscha, de pie, permaneció sumido en contemplación; luego, súbitamente, se abatió, como arrasado. No comprendía por qué estrechaba con sus brazos la tierra, de dónde provenía ese deseo irresistible de abrazarla toda; pero la abrazaba llorando, la mojaba con sus lágrimas y juraba, en éxtasis, amarla, amarla hasta el fin de sus días. ¿Por qué lloraba? En medio de su entusiasmo, lloraba pensando en esas estrellas que lucían en el abismo, y no se avergonzaba de su éxtasis. Era como si los hilos que enlazaban entre sí los innumerables mundos del Señor, hubiéranse reunido todos de pronto en su alma, que temblaba íntegra al contacto de esos universos desconocidos».

En esa visión de los mundos desconocidos consiste probablemente la fe cuya posibilidad negaba Harnack, la fe que no invoca ninguna autoridad superior, que la historia se niega a comprobar, que no ha dejado rastros, la fe que no se preocupa de las obras, que no ha dado nada a la humanidad y que la historia ha considerado, en consecuencia, inexistente.

La idea de la «infalibilidad» de la Iglesia y del potestas clavium [el poder de las llaves; el poder de atar y desatar tanto en la tierra como en el cielo] consiste, justamente, en lo que los filósofos han llamado y llaman todavía «razón», esa razón que no admite ninguna autoridad fuera de ella y que exige ser adorada.

Spinoza es ese mismo anciano cardenal que habría entrevisto ya, a la edad de treinta y cinco años, ese terrible secreto de que habla en la Leyenda del Gran Inquisidor, dirigiéndose a Dios [Jesús], eternamente silencioso, un viejo de noventa años, en el fondo de una prisión subterránea. ¡Qué ardiente sed de libertad había en Spinoza! Pero, con qué implacable rigor proclamaba esa necesidad, ley única, a la que están sometidos Dios y el hombre.

No es posible sostener que el hombre no sea libre; pero el hombre teme, por encima de todo, la libertad; por eso busca el conocimiento; por eso aspira a una autoridad incontestable a cuyos pies todos pueden prosternarse juntos.

«Mira lo que has hecho obstinadamente en nombre de la libertad -continúa reprochando el viejo cardenal-. Te aseguro que el hombre no tiene preocupación más torturante que la de encontrar alguien a quien poder restituir lo más rápidamente posible el don de la libertad, que ese ser miserable trae con su nacimiento. Pero … en lugar de apropiarte de la libertad del hombre, tú [Tú] la ensanchas todavía más. En lugar de darle principios sólidos a fin de apaciguar de una vez por todas la conciencia de la humanidad, tú has acumulado todo lo que era extraordinario, problemático, tú has acumulado todo lo que era superior a las fuerzas humanas».

Los sabios antiguos lo atestiguan: no se puede decir de Dios que existe, porque al decir «Dios existe», se le pierde inmediatamente.

Quien quiera adquirir una influencia «histórica» deberá renunciar a la libertad y someterse a la necesidad. Así, el Espíritu Maligno, el gran tentador, dice a Cristo: Si quieres tenerlo «todo», poseer el mundo, ¡adórame! Aquel que se niegue a postrarse de hinojos ante el «dos más dos son cuatro» no podrá convertirse en el dueño del mundo.

A Dios no se le puede demostrar. No se le puede buscar en la historia. Está fuera de la historia.

 

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*La II Parte del ensayo está dedicada a Tolstói, llevando por título «El Juicio Final (las últimas obras de Tolstói)».

Si el ensayo sobre Dostoyevski se iniciaba con una cita de Eurípides, ahora comienza con una de Platón en el Fedón (64 A): «Esto constituye, para todos, un misterio: quien se consagra enteramente a la filosofía, ese no aspira más que a prepararse para la muerte, más que a morir».

Chestov piensa que a Tolstói le fue otorgado un extraño don: oír y comprender el enigmático lenguaje de la muerte; no de lo que hay más allá de la muerte, sino del tránsito que lleva de la vida a la muerte, de la agonía, de la tensión extrema que envuelve al individuo cuando se aproxima verdaderamente la muerte. A Tolstói parece que le fueron reveladas las imposibilidades de la muerte, la conversión de tales imposibilidades en posibilidades. Esas imposibilidades no podemos comprenderlas con nuestra ordinaria razón, con nuestras ideas ordinarias. Contradiciendo el sentido común, la muerte exige del hombre lo imposible, y, en contradicción con Aristóteles, lo arranca al común universo de todos.

A Chestov le interesan especialmente, para sostener su tesis, algunos relatos escritos por Tolstói después de la publicación de Anna Karénina en 1878. Comienza con las Memorias de un loco y continúa con Después del baile, el drama La luz brilla en las tinieblas, El padre Sergio, La muerte de Iván Ilich y El amo y el sirviente. Entremedias, introduce reveladoras observaciones sobre el pensamiento de Descartes y el de Henri Bergson.

Recordemos que las Memorias de un loco [también conocido como Diario de un loco o Las memorias de un demente], según opinión del crítico literario esloveno Janko Lavrin (1887 – 1986), es un relato escrito por Tolstói en 1884, en el que narra una extraña experiencia vivida una noche de agosto de 1869 en la ciudad de Arzamas, en la provincia de Nizhni Novgorod, unos 410 km al E de Moscú. Se publicó póstumamente en 1912. También Chestov se refiere explícitamente a ese viaje y a ese extraño suceso, y para ello reproduce el fragmento de una carta dirigida por Tolstói a su mujer, dándole cuenta de lo acaecido. Todo coincide. El propio escritor viajaba, como el protagonista del relato, para adquirir una propiedad agraria.

Chestov, que precisa el hecho de que se trate de un relato inconcluso, resume su sencillo argumento. Lo importante es destacar que el protagonista, un rico propietario que se ha desplazado a la gobernación de Penza [Penza es una ciudad situada a unos 625 km al SE de Moscú] a fin de comprar un trozo de tierra, una noche, mientras se alojaba en una fonda, de manera inesperada, súbitamente, se siente acosado por una angustia atroz e insoportable. Las respuestas que le habían servido hasta entonces, son ahora inútiles. Sólo lo dominan las interrogaciones y sus perpetuos acompañantes: la inquietud, la duda y el terror irracional, corrosivo e incoercible, esto es, que no puede refrenarse. Quiere conciliar el sueño, pero le asalta el espanto, la ansiedad, el temor y el miedo. Miedo ¿a qué? A la muerte; más exactamente, a la vida agonizante, cuando la vida y la muerte parecen confundirse.

Esta sensación es la que, en opinión de Chestov, atormenta a Tolstói durante los últimos quince o veinte años de su vida. A pesar de los reconocimientos y distinciones, Tolstói es cada vez más infeliz, está convencido de que se ha vuelto loco, o, al menos, que las certezas racionales, las evidencias, no le sirven ya de nada. Se siente fuera del universo común de los hombres, de las creencias sólidas, de las verdades eternas. Este breve relato de las Memorias de un loco, en el que Tolstói nos narra en el fondo el terror que lo embarga, el sinsentido de lo que ha hecho hasta ese momento, es para Chestov una de las claves más importantes de toda la obra del gran escritor ruso. Tolstói no era un espíritu que olvidase. Todo lo acaecido durante su infancia, adolescencia y juventud lo recordará siempre.

Las verdades son necesarias para el biógrafo, para el escritor, en cuanto pueden ser útiles a la acción, no en sí mismas. Así piensa Chestov, y pone como ejemplo una estremecedora carta dirigida a Tolstói por Nikolai Nikolaievich Strajov (1828 – 1896), el primer biógrafo de Dostoyevski, publicada en 1913, y en la que da cuenta de la sórdida personalidad moral, según él, del autor de Demonios, si bien no habló nunca de ello en su biografía. Strajov se apoya no sólo en sus directos conocimientos de primera mano, sino en valiosos testimonios, como el que le proporcionó Pavel Alexandrovich Viskovatov (1842 – 1905), destacado Profesor de Literatura de la Universidad de Dorpat, hoy Tartu, en Estonia. Para Strajov, Dostoyevski ofrece parecido con personajes de tan baja catadura moral como Arkadi Ivanovich Svidrigailov, de Crimen y castigo, con el hombre del subsuelo y con Nikolai Vsevolodovich Stavroguin, de Demonios. El propio editor Mijaíl Katkov (1818 – 1887) resistióse a publicar una de las escenas de Stavroguin, aunque Dostoyevski se la leyó a muchos.

No tiene nada de extraño que el Diario de un loco de Tolstói repita el mismo título de una conocida obra de Nikolai Gogol. El protagonista del Diario de un loco de Gogol, Avksenty Ivanovitch Poprichtchine (Poprishchin), es un alma completamente desequilibrada. Otra obra de Gogol en la misma línea es su relato Viejos propietarios, también titulada Terratenientes del viejo mundo, cuyos protagonistas son Afanasi Ivanovich y Puljeria Ivanovna. En esta narración se nos muestra nítidamente, como en Almas muertas, la fascinación que embriagaba a Gogol respecto del horror de los cuentos populares y de los mitos, viviendo tanto en la esfera real como en la de lo fantástico y alucinatorio. A Gogol tampoco se le puede aprehender acudiendo a las modernas teorías de la conciencia, esas que pretenden trazar los límites entre el sueño y la vigilia, entre la realidad y la fantasía.

Plotino, en las Enéadas, dice: «Corramos, corramos hacia nuestra cara patria. ¿Pero, hacia dónde correr? ¿Cómo escapamos de aquí? […] Nuestra patria es la región de donde hemos venido: la región donde mora nuestro Padre» (Libro I, tratado 6, cap. 8). De igual modo que Plotino pensaba Gogol: tan sólo la muerte y la demencia de la muerte son capaces de despertar a los hombres de la pesadilla de la existencia. Esta misma es la conclusión a la que llega Tolstói en toda la obra posterior que escribe a la publicación de Anna Karénina. En 1868, en un artículo publicado en la revista Archivo ruso y titulado «Algunas palabras en torno al libro ‘La guerra y la paz’», Tolstói se halla todavía invadido por las ideas aristotélicas. Para él, la verdad no ordenada, la verdad que sale al encuentro de las necesidades vitales de la humana naturaleza, esa verdad, es peor que la mentira. Por eso, a quienes le reprocharon que no hablaba en Guerra y paz de las penosas condiciones de existencia de los campesinos ante el poder despótico de los terratenientes, el gran escritor contestó diciendo que la visión que pretende abarcarlo todo es una visión inútil. Tal visión trastornaba e incluso destruía ese ordo et connexio rerum [el orden y la interconexión entre todas las cosas], trastornaba el universo común a todos, fuera del cual sólo hay locura y muerte. Así pensaba Tolstói por entonces. Pero después, a partir de principios del decenio de 1880, lo que de verdad le interesaba y le importaba eran la grosería, crueldad y bajeza de la clase superior, así como la realidad de la muerte.

En un relato de 1903, Después del baile, Tolstói confronta sus antiguas y sus nuevas visiones. A pesar de su brevedad, está dividido en dos partes nítidamente diferenciadas: la alegría, elegancia y diversión de un baile maravilloso, y, un rato después de concluido el baile, la lacerante realidad de una escena cruel: el azote en plena calle de un desertor tártaro, castigo ordenado por el padre de la deliciosa muchacha de la que se había enamorado y con la que había bailado gran parte de la noche el narrador. Ese amor inicial fue desvaneciéndose hasta desaparecer después del episodio del tártaro. Este corto relato podría servirnos de metáfora de toda la vida de Tolstói. Durante su juventud y su época de madurez, describió la vida bajo el aspecto de un baile encantador [no creemos que fuese exactamente así, aunque podemos admitirlo en un sentido muy general]; más tarde, cuando envejeció, la describió bajo el aspecto de un castigo a latigazos. Costumbres, tradiciones, incluso la propia familia, se le hacen insoportables al viejo Tolstói. También él mismo se rechazaba. Es como si se cumpliesen en él las palabras de la Escritura: renunciar a tu padre, a tu madre, a tus hermanos y a ti mismo. Esa parece ser que es la única vía permitida a quien ha sido destituido del universo común a todos.

Aunque el propio Tolstói afirmase que la autobiografía es el mejor género literario, lo cierto, según Chestov, es que es la novela el género donde el individuo puede expresarse con entera libertad, pues, lo que realmente es, lo revela a través de los personajes que inventa. La verdad sólo puede conocerse a través de la lectura de determinadas obras literarias. Dostoyevski y Tolstói están de manera sobresaliente entre quienes escribieron ese tipo de obras. Cuando Tolstói, en su Diario de un loco, le hace decir a su personaje: «Ellos han declarado que yo estaba sano de espíritu, pero yo sé que estoy loco», nos está revelando aspectos muy recónditos de su vida íntima. Tenía miedo de su locura, más todavía que de la muerte, pero al mismo tiempo odiaba y despreciaba con toda su alma su estado normal.

En el curso de los últimos años de su vida, Tolstói muestra una poderosa actividad filosófica. Todo lo que hacía no tenía más que un solo significado, un único objetivo: desatar los vínculos que lo retenían en el universo común a todos los hombres.

En un drama en cinco actos póstumo [1912] de Tolstói, La luz brilla en las tinieblas [Y la luz brilla en las tinieblas], comenzado en 1880 y nunca terminado, el héroe, Nikolai Ivanovich Saryntsev, es acusado por dos mujeres: su propia esposa y la madre de un joven príncipe, Boris Čeremšanov [Ceremsanov / Tcheremissov], que va a morir por profesar la doctrina cristiana de Saryntsev, que le conduce a incumplir su servicio militar. Esa doctrina puede ser admitida en abstracto, pero cuando se trata de aplicarla a la vida real, resulta inhumana. Aquella madre acabará asesinando al héroe. Saryntsev no es otro que el propio autor, quien retrata en este drama su propia situación familiar y social al final de su vida. Dos verdades se oponen: de un lado, Si quis mundum ad Dei gloriam conditum esse negaverit, anatema sit [Si alguno niega que el mundo fue creado para la gloria de Dios, sea anatema]; de otro, Si quis dixerit, mundum ad Dei gloriam conditum esse, anatema sit [Si alguno dice que el mundo ha sido creado para la gloria de Dios, sea anatema]. Expresado de otro modo: ¿El universo existe para Dios o para los hombres? La respuesta nos la da Tolstói a través de un diálogo entre Saryntsev y un sacerdote: éste último piensa que cada uno posee su propia razón; Saryntsev, esto es, Tolstói, que la razón es idéntica en todos los hombres y es siempre igual a sí misma. Tolstói se rebela contra la razón comúnmente admitida. Esa razón que nos proporciona verdades incontrovertibles, tales como que «dos y dos son cuatro» o que «nada se produce sin causa», no sólo es incapaz de justificar y de explicar los nuevos terrores e inquietudes de Tolstói, sino que los condena inexorablemente como irracionales, arbitrarios, irreales. Pero estos terrores irracionales darán lugar al nacimiento de un coraje igualmente irracional. Este coraje es el que anima a Saryntsev. Morir no es terrible; lo que es terrible es nuestra estúpida e inepta existencia. Nuestra vida es la muerte, nuestra muerte es la vida, o bien la introducción a la vida. Otra vez nos recuerda Chestov las palabras de Eurípides. Esa misma sentencia es la que Tolstói dice a quienes lo rodean, los cuales no la comprenden ni podrán comprenderla nunca. Pero, se pregunta Chestov, ¿puede comprenderse esto?; ¿lo comprendía, acaso, el mismo Tolstói?

A medida que Tolstói era más viejo, su fama crecía en todo el mundo, aunque, al mismo tiempo, él era consciente de su impotencia y de su nulidad. Si buscaba la gloria, era para tener la posibilidad de pisotearla. No la gloria ilusoria del falso héroe, sino hasta la verdadera gloria del sabio es deseable para poder renunciar a ella. Sobre esta cuestión nos habla el relato titulado El padre Sergio [terminado en 1898 y publicado en 1911].

El protagonista es el príncipe Stepan Kasatski [Kasatsky], brillante oficial de la Guardia imperial. Un profundo desengaño amoroso, cuyos responsables han sido no sólo la mujer que ama, sino también el hombre al que sirve con verdadero fervor, el propio zar, amante de esa mujer, conducen al príncipe a tomar una decisión radical: hacerse monje. Cambia su nombre por el de Sergio y lleva una vida de penitencia y oración, si bien las tentaciones de la carne nunca desaparecerán por completo, de igual modo que su fe en Dios ofrece dudas y puntos vulnerables. En vez de vivir en un convento en compañía de los otros monjes, Sergio, pasados unos años, decide llevar una vida eremítica y solitaria, en una apartada cabaña. Su combate interior es muy intenso, tal como lo revela la tentación que se le presenta en forma de una hermosa mujer, con una moral muy laxa, quien pretende vencer la resistencia del adusto monje, todavía atractivo y con un porte caballeresco. Al no conseguirlo, esa mujer, pasado un tiempo, ingresa en un convento. La vida del padre Sergio, entregada a la oración, así como la supuesta curación de un muchacho de catorce años por intercesión suya, acrecientan de tal manera su fama que, venidos incluso de comarcas lejanas, acuden multitud de enfermos y de devotos, con el propósito de que él los cure o aconseje. Pero nuestro personaje, que no es otro que el propio Tolstói, está cada vez más descontento de su vida, a medida que se hace más viejo. Un día accede a curar a la joven hija, de unos veintidós años y con un cierto retraso mental, de un hombre acomodado. Pero, una vez que se queda a solas con la muchacha, pasando la noche con ella, supuestamente rezando, le acomete una incontrolable pasión carnal y mantiene relaciones sexuales con la mujer, sin duda un horrible crimen y un pecado mortal. Después de este suceso, Sergio abandona sin que nadie lo sepa el lugar donde vive, asqueado de su comportamiento, pues, en vez de entregarse más a su vida interior y a Dios, está más pendiente de la exterior y de las alabanzas de los hombres, además de haber abusado de una boba sin capacidad de discernimiento. Ha cedido a eso que los católicos llaman sancta superbia, al legítimo orgullo, apartándose así de Dios. Se convierte en un peregrino, algo muy común en Rusia, en un hombre errante, que va de un lugar a otro pidiendo limosna. Por fin, después de recorrer una gran distancia, llega a un lugar donde vive una mujer de cierta edad a la que conoció en su juventud. Se detiene en casa de ella, quien le ofrece, a pesar de su pobreza, toda su hospitalidad. Comprueba que esa mujer, Praskovia, a la que él llama familiarmente Pashenka, tiene que trabajar duro como profesora de música para sacar adelante su familia, compuesta por su hija casada, su yerno, que no trabaja, y sus tres nietos. Aunque reza poco y acude con escasísima frecuencia a los oficios religiosos, Pashenka está entregada verdaderamente a Dios por el modo en que atiende a los demás, abnegadamente, desinteresadamente, mientras que él, Sergio, ahora de nuevo Stepan, no se entregaba verdaderamente a Dios cuando era monje, pues, como él mismo ha comprendido, su actitud para con el prójimo tenía mucho de impostada, de mera apariencia, es decir, no era sentida en lo más íntimo de su ser. Pashenka le ha dado una profunda lección. Abandona la casa de ésta, que le ha entregado algunas provisiones, y continúa su camino. Conocerá un gran secreto espiritual: cuanta menos importancia tenía la opinión de los hombres, tanto más intensamente dejaba sentir su presencia Dios. Finalmente, lo detuvieron por vagabundo sin documentación alguna, lo desterraron a Siberia, estableciéndose allí como empleado de un rico propietario, dedicándose a trabajar en el huerto, enseñar a los hijos de ese acaudalado señor y visitar a los enfermos. Así termina este esclarecedor relato.

Chestov hace a continuación un importante interludio para criticar frontalmente el cogito, ergo sum de Descartes, esto es, el racionalismo, el poder de la razón. Descartes se olvidó del cogito y del sum; sólo atendió al ergo, el único capaz de poder violentar los espíritus. Según Chestov, debería haber dicho: sum cogitans, es decir, «existo pensando», esencia de toda su ciencia nueva. Lo que Descartes descubrió fue que existía realmente. Esta revelación era contradictoria con los principios de la razón; la razón que dudaba de todo se puso a dudar también de la existencia de Descartes. Esa razón no es otra que la razón supraindividual, la razón pura, la «conciencia en general», fuera de la cual es imposible el conocimiento objetivo. Pero estos argumentos razonables son incapaces de disipar las dudas de la razón. Para Chestov está claro: existe en la vida algo superior a la razón; la vida brota de una fuente más alta que la razón. Lo que la razón no puede concebir no tiene por qué ser imposible (en esto coincide con Tertuliano). Allí donde la razón establece un vínculo necesario, puede producirse una ruptura. Lo que nos muestra el «descubrimiento» de Descartes es cuán poco nos da el conocimiento de las leyes.

Lo que pensaba Tolstói cuando predicaba a los hombres la sumisión a la razón, era: cogito, sum; certum est quia impossibile («pienso, soy; es cierto porque es imposible»). Con ello se rebela Tolstói contra las convenciones establecidas, contra la omnipotencia de la razón.

Según Aristóteles, está en la naturaleza de los hombres aspirar al conocimiento.

En cuanto a Henri Bergson (1859 – 1941), el pensar está unido al obrar. La inteligencia se plasma en el molde de la acción. La especulación es un lujo, pero la acción es una necesidad.

Aunque Aristóteles estaba más cerca de la verdad que Bergson, éste vio con claridad que la sed por conocer del hombre se ha visto deformada después de la caída y del pecado. El hombre antes de la caída no necesitaba obrar. Por lo general, se contempla con cierto desdén y se considera no científica la idea de anamnesis en Platón, a saber, la capacidad del alma para recordar los conocimientos que ha olvidado al entrar en un nuevo cuerpo. La intuición de la que habla Bergson es hija de la razón, y, como tal, ha heredado todos los vicios de la madre. En su libro La evolución creadora, Bergson demuestra, con argumentos proporcionados por la razón, que la idea de orden es fundamental y que la idea de caos es contradictoria. La razón recobra sus derechos soberanos. A Bergson le ocurrió lo que ya le había sucedido a Descartes. La luz de la verdad brilló ante sus ojos; pero quiso entregar la verdad a los hombres, viéndose así forzado a olvidar lo que había entrevisto. La verdad no soporta la posesión en común; la verdad se disipa cuando se quiere obtener de ella alguna utilidad, obligándola a penetrar en el universo común. Bergson terminó dándose cuenta de que sólo los grandes artistas, libres del compromiso de las ideas generales, son capaces de captar y describir la vida interior del hombre. Nuestro «yo» es ya algo común a todos, es la conciencia en general, esto es, la razón después de la caída, cuya impotencia fuera de sus funciones, limitadas sub specie aeternitatis [bajo el aspecto de la eternidad], nos ha mostrado el mismo Bergson con una fuerza implacable. Bergson no debía haber olvidado la verdad que entrevió una vez: que la ausencia de toda razón es, en ciertos casos, la mejor de las razones.

Chestov se muestra convencido de que sólo puede saber y pensar quien se halla expulsado del universo común a todos; entonces, solo y abandonado a sus propias fuerzas, descubre de golpe que la verdad, por su misma naturaleza, no puede ser necesaria, obligatoria y universal.

Otro de los relatos más estremecedores de Tolstói es La muerte de Iván Ilich (1886). Trata de un funcionario que, a los cuarenta y cinco años, como consecuencia probablemente de una caída en la que se da un golpe en el costado contra el pomo de una puerta, ve cómo se deteriora progresivamente su salud a marchas forzadas, hasta entrar en un periodo de agonía que desembocará en la muerte. Precisamente todo este fatal proceso se desencadena cuando Iván Ilich ha sido ascendido en el escalafón de la judicatura de provincias, percibiendo un suculento sueldo. A los pocos meses de casarse, ya comenzó a deteriorarse la relación con su mujer, que, durante veinte años de matrimonio, ha ido atravesando diversos altibajos, aunque, por lo general, la convivencia ha sido difícil. Él ha cumplido siempre escrupulosamente con su deber, y, en este sentido, no puede achacársele nada. Pero, de otro lado, ha querido, en connivencia con su esposa, relacionarse con la clase alta y vivir un poco por encima de sus posibilidades. Su mujer, Praskovia [Paulina], tiene intereses vulgares, así como su hija mayor, que está prometida. Su otro hijo cursa aún el bachillerato. Tampoco Iván Ilich tiene aspiraciones intelectuales. Su principal pasatiempo es jugar al whist con los amigos. Lo que a Tolstói le interesa es describir la transformación que va operándose en Iván Ilich a medida que avanza su deterioro físico. La relación con su mujer se agria cada vez más, en parte debido a que Iván Ilich se ha vuelto más irascible y más insoportable en el trato. Tampoco su hija está pendiente de la enfermedad de su padre. Sólo piensa en divertirse y continuar con su vida vacía como si nada. El único que acusa lo que está ocurriendo es el hijo adolescente. Iván Ilich creía que vivía en un mundo completamente seguro, pleno de certezas, un universo racional donde cada cosa ocupaba el lugar que le correspondía. No le cabe en la cabeza que a él haya podido sucederle una cosa así, esto es, contraer una enfermedad que le conducirá inexorablemente a la muerte. Su primera reacción es de rebeldía, de incomprensión, de ciega y egoísta intolerancia ante un fatal desenlace. Consulta a los médicos más eminentes. Ninguno puede proporcionarle una certeza absoluta de que se curará. Al principio aún posee un buen depósito de esperanza, pero ésta se irá desvaneciendo poco a poco, hasta desaparecer por completo. Su aislamiento será progresivo, tanto respecto de los amigos como de la propia familia. Sólo hay un fiel sirviente, joven, fuerte y bueno, con el que tolera estar. Este sirviente lo acompaña cada vez más, lo ayuda como si se tratase de un abnegado enfermero. Iván Ilich tiene tiempo de hacer balance de su propia vida. Al principio de su enfermedad no cree en absoluto que se merezca lo que le está sucediendo. La razón, que, hasta hace poco, él mismo invocaba como la causa única de la justicia y de la sabiduría, le ha vuelto la espalda. Pero esa misma razón sigue siendo válida y justa para sus parientes y conocidos. Poco a poco, sin embargo, especialmente cuando tome conciencia del carácter irreversible de la enfermedad, acabará invadiéndole una progresiva resignación. Pero cuando la muerte se acerca verdaderamente, cuando entra en una fase agónica, que durará tres días, gritará desesperadamente, tanto que, ni con las puertas cerradas de la casa, dejarán de escucharse sus gritos lastimeros, desesperados, horribles. Esta situación provoca una reacción en su esposa y en su hija, hasta el punto de desear que cuanto antes acabe todo. Con anterioridad a esos tres terribles días finales, hubo de enfrentarse y mirar cara a cara a lo que la narración denomina ella, esto es, a la idea de la muerte, una realidad extraña a la razón, al orden racional del universo. El relato insiste mucho sobre este pensamiento, asimismo enfatizado por Chestov. La soledad, la imposibilidad de hacer algo, eran algo nuevo, absurdo, fantástico, que se le había revelado de pronto a Iván Ilich.

Para Tolstói, en el universo común es imposible vivir sólo con la fe; en este universo no se estiman sino las «obras», y los hombres no se justifican por la fe, sino por las obras.

Iván Ilich acabará siendo consciente de que el nuevo juicio final borra toda distinción entre el bien y el mal. No es posible luchar contra la muerte. Tampoco se puede comprender el porqué de la muerte. En el juicio final, en opinión de Chestov, que interpreta así la de Tolstói, la legalidad y la regularidad, como también las conveniencias, serán condenadas como pecados mortales. Serán condenadas por su autonomía, porque, habiendo sido creadas por el hombre, han tenido la audacia de pretender la eternidad. La muerte corta todos los hilos sensibles que nos atan a nuestros prójimos. La condición primera, el comienzo de la regeneración de un alma humana, es la soledad. Sus méritos pasados no le servirán de nada a Iván Ilich en el juicio, como tampoco al padre Sergio. Tendrán que renunciar a esos méritos, confiarlo todo al azar bienhechor, creador, que la razón común a todos rechaza desdeñosamente. Iván Ilich se da cuenta de que toda su vida ha sido una enorme mentira, como también lo comprendió así el padre Sergio. Pero, a pesar de ello, Iván Ilich teme renunciar a esa vida falsa, y ese temor se sustenta en que lo que de verdad teme es al porvenir desconocido, al después de la muerte. De igual modo que el paso de la no existencia a la existencia tiene lugar sin nuestra intervención, pues depende de un fiat [¡hágase!] enigmático, el tránsito de la vida a la muerte supone también una ruptura inconcebible del orden establecido de nuestra existencia.

Chestov no se detiene en ello, pero, aproximadamente una hora antes de morir, Iván Ilich se reconcilia con lo que habría de venir de una manera inminente. Fue como si de pronto se hundiese en un enorme agujero, al final del cual se iluminó algo. En ese instante, penetró el hijo en la habitación del moribundo. Cesó de gritar poco después. El grito dejó paso al sollozo. Iván Ilich «se hundió, divisó la luz y descubrió que su vida no había sido lo que debía, pero que aún estaba a tiempo de remediarlo ... De pronto vio con claridad que lo que le acongojaba sin encontrar salida, salía todo de una vez … Buscó su habitual miedo a la muerte y no lo encontró. ¿Dónde está? ¿Cómo es la muerte? No tenía miedo de ninguna clase, porque tampoco ella existía. En vez de la muerte había luz»[2].

En 1895, en la revista El Mensajero del Norte, publicó Tolstói el relato El amo y el sirviente [Amo y criado, en Alba Editorial]. Su protagonista es un rico comerciante, Vasili Andreievich Brejunov, un hombre orgulloso de su inteligencia y de la fortuna que ha ido acumulando. Está convencido que se ha hecho a sí mismo. Desprecia a los que no han conseguido trazarse un camino en la vida. Brejunov tiene un servidor, Nikita [Nicetas], de unos cincuenta años, al que le hace creer que le debe dinero, cuando, en realidad, es Brejunov quien le debe una cantidad mayor a Nikita. Ambos, acompañados de un caballo de tiro, Mujorti, partirán de viaje por motivos comerciales, encontrando la muerte en una tormenta de nieve el amo y el caballo. Por dos veces se pierden en el camino, topando en ambas ocasiones con la misma aldea, distinta del lugar al que se dirigen. A pesar de que un conocido le ofrece a Brejunov hospedaje para pasar la noche con su criado, Brejunov, obsesionado con el ventajoso trato que va a realizar, decide salir por tercera vez. Pero ahora sí se perderán definitivamente. La actitud de cada uno ante la dramática situación es, en un principio, totalmente distinta. Brejunov, cuando cree que la situación es desesperada, se dispone a abandonar a su criado, motivado tanto porque considera que éste no habrá de lamentar su propia muerte debido a lo desgraciada que es su vida, como por el hecho de que él, Brejunov, un hombre de voluntad decidida, no se resigna a morir, sino que ha de combatir las circunstancias adversas con todas sus energías. Nikita, en cambio, se dispone a morir resignadamente, obedeciendo a las leyes eternas, con tranquilidad semejante a como ha vivido. Al final, el único que muere es Brejunov, puesto que Nikita vuelve a la vida, gracias a los desvelos que le prodiga su amo, cuya actitud cambiará por completo. Al principio de la desventura, Brejunov, un hombre absolutamente racional, no acepta el hecho de la muerte. Ni siquiera sospecha que la muerte nos pueda aguardar en cada esquina. Para él, el trabajo duro y su recompensa son el único bien sobre la tierra. Pero ahora, en tan grave situación, las respuestas que le han servido durante toda su vida son en esta ocasión inútiles. Hasta ese momento se ha enfrentado a enemigos visibles, tangibles, a los que podía mirar a la cara; ahora el enemigo es invisible, huidizo, inaprensible. ¿Dónde está la verdad? ¿Dónde se halla la realidad? ¿Durante la vida transcurrida hasta entonces, o en este preciso momento, cuando le acecha implacable la muerte? Brejunov se sume en el ensueño. Hace cálculos sobre el futuro, a fin de disipar la conciencia del peligro ineluctable. Pero el miedo irá apoderándose poco a poco de su alma. No puede evitarlo. Por el contrario, Nikita no sabía exactamente si se estaba durmiendo, congelado por el frío, o se estaba muriendo. El sueño y la muerte se confunden en su consciencia. La vida lo había acostumbrado a no ser dueño de sí. Ni había comprendido antes ni comprende ahora. En cambio, Brejunov es un hombre que únicamente ha creído en sí mismo. Por eso no acepta lo desconocido, el carácter inevitable de la muerte. Después de haber dado vueltas desorientado, de haberse visto obligado a dejar que su caballo se alejase, de haber luchado inútilmente contra lo que la razón no puede controlar ni dominar, incluso de haber rezado en vano, Brejunov llega al mismo lugar donde había dejado a Nikita. Es entonces, como en el caso de Iván Ilich una hora antes de morir, cuando se produce en Brejunov un cambio súbito, inesperado. Comprende, por fin, que Nikita está frente a la muerte inevitable, lo mismo que lo está él. Bruscamente toma la resolución de romper con todo su pasado. ¿De dónde viene esta decisión y qué significa?, se pregunta Chestov, quien nos dice a continuación que Tolstói no nos lo explica, y hace bien, porque no puede admitirse ninguna explicación de este hecho. No se puede establecer ninguna relación entre el impulso del hombre hacia lo desconocido y el conjunto de los hechos conocidos. En Brejunov se produce una huida, una huida fuera de los límites del universo conocido, y toda explicación, en la medida en que procure restablecer los vínculos rotos, no es más que la expresión del deseo que nos posee de mantener las cosas en su sitio y de impedir así al hombre que cumpla su destino. Brejunov, de pronto, se sacó su abrigo de piel y se impuso el deber de reanimar a Nikita, ya casi helado. Brejunov desciende de golpe de las alturas de su gloria para calentar a Nikita, ese ser inservible. Se tumba encima de su criado, en el interior del trineo, para calentarle el cuerpo con el suyo. Es decir, aún queda algo del remoto Brejunov: necesita hacer algo para no tener que mirarla a ella a los ojos, a saber, a la muerte, o a la idea de la muerte. Aún tiene miedo de dejar la potestas clavium. «… Tenía un nudo en la garganta. “He tenido miedo, pensó, y soy muy débil”. Pero esta debilidad no era desagradable: provocaba en él una alegría particular, que no había conocido hasta entonces». Brejunov se regocija de su debilidad, de haberse desprendido por fin de la potestas clavium, del poder de atar y desatar, de las leyes del universo común. Esta alegría, provocada por la debilidad, señala el principio de la transformación milagrosa, inconcebible, enigmática, que llamamos la muerte. Desde ese instante sólo reina en él la alegría de su debilidad, de su libertad. Ya no teme a la muerte, como no la temió en el instante supremo Iván Ilich. La fuerza que Brejunov había poseído hasta entonces, sí que tiene miedo de la muerte; la debilidad no conoce ese miedo. La debilidad oye el llamado, el llamado que viene del lugar donde encontrará, después de haber sido perseguida y despreciada, el refugio supremo. Y es entonces cuando se le revela un misterio admirable. «Voy, voy –decía alegremente emocionado todo su ser. Y sentía que era libre y que nada lo retenía». Y fue, o, mejor dicho, voló sobre las alas de su debilidad, sin saber adónde lo llevaban; subió en la noche eterna, terrible, incomprensible para los hombres. Al amanecer, unos mujiks, gracias a que los desgraciados habían colocado una señal a modo de bandera construida con una vara y un pañuelo, los encontraron a los tres, sepultados por la nieve. Brejunov y el caballo estaban muertos, pero Nikita, aunque casi congelado, aún vivía, gracias a la protección del cuerpo de su amo, quien había sollozado amarga y sinceramente cuando comprobó en el mal estado en que se hallaba el criado. Nikita vivió todavía veinte años más, y, aunque le amputaron tres dedos congelados, aún pudo trabajar como vigilante nocturno hasta el final de sus días.

El final de El amo y el sirviente resultó una profecía respecto del propio final de la vida de Tolstói, quien lo abandonó todo, anduvo errabundo, renunció a su pasado y murió de neumonía en una oscura, pobre y remota estación de ferrocarril, en la humilde casa del encargado.

Chestov concluye su ensayo reproduciendo de nuevo las palabras de Plotino: «Huyamos hacia nuestra querida patria … de allá hemos venido, allá también se encuentra nuestro Padre» (Enéadas, I, 6, 8)[3].

 

 

 

 

 

 

 

 

 



[1]Podrían recordarse aquí unas palabras de la pensadora francesa Simone Weil en su texto La persona y lo sagrado (redactado entre diciembre de 1942 y abril de 1943): «Un idiota de pueblo, en el sentido literal de la palabra, que ama realmente la verdad, aun cuando tan sólo emitiera balbuceos, es en cuanto al pensamiento infinitamente superior a Aristóteles».

[2] León Tolstói. La muerte de Iván Ilich. El padre Sergio. Después del baile. Barcelona, Bruguera, 1981, págs. 93-95. La traducción directa del ruso es de Augusto Vidal Roget.

[3] La traducción de Jesús Igal Alfaro (Editorial Gredos), dice así: «Huyamos, pues, a la patria querida … Pues bien, la patria nuestra es aquella de la que partimos, y nuestro Padre está allá».


domingo, 12 de septiembre de 2021

LA IDEA RUSA


LA IDEA RUSA (Piotr Chaadaev, Vladimir Soloviev, Nikolay Berdiaev). Granada, Nuevo Inicio, 2009.

 

 

Piotr Chaadaev. «Primera carta filosófica a una dama». Texto finalizado en Moscú el 1 de diciembre de 1829. Publicado por vez primera en la revista moscovita Teleskop en 1836. Traducción de Marcelo López Cambronero.

*Reivindicación del supremo principio de la unidad: «Padre, te ruego que sean uno como nosotros somos uno». El mejor medio de conservar el sentimiento religioso es respetar todos los usos prescritos por la Iglesia. La única excepción a esta regla se encuentra en las creencias de un orden superior, que elevan el alma a la fuente misma de donde manan todas nuestras certezas. Hay un régimen para el alma, como hay un régimen para el cuerpo.

*Los rusos nunca hemos avanzado con el resto de pueblos: no somos ni de Occidente ni de Oriente. No nos ha alcanzado la educación universal del género humano. Pareciera como si en Rusia todo el mundo estuviese viajando, en tránsito, sin poseer una esfera de existencia, sin buenos hábitos ni ninguna regla. Ni siquiera existe el hogar, nada que permanezca. Parecemos extraños en nuestras casas y nómadas en las ciudades.

*Primero tuvimos una barbarie brutal, luego una superstición grosera, y después una dominación extranjera, envilecedora, de la que más tarde heredó el espíritu nuestro poder nacional. No hemos tenido esa actividad exuberante, ese juego exaltado que ha distinguido las morales de los pueblos. No disponemos ni de un solo monumento venerable que nos hable con fuerza del pasado [Chaadaev es aquí demasiado severo; al menos, podrían mencionarse cuatro monasterios: el Monasterio de las Cuevas de Kiev, el Monasterio de Optina Pustynia en la ciudad de Kozelsk, el Monasterio de la Santísima Trinidad y San Sergio (Troitse-Sérguieva Lavra) en la antigua ciudad de Zagorsk, y el Monasterio de Kirillov en el lago Blanco].

*Nuestros primeros años, transcurridos en un embrutecimiento inmóvil, no han dejado huella en nuestros espíritus y no tenemos nada propio sobre lo que asentar nuestro pensamiento. Los pueblos sólo existen por las fuertes huellas que dejan en ellos las épocas pasadas y por las impresiones que otros pueblos dejan en su espíritu. Nosotros, en cambio, somos extranjeros para nosotros mismos. A medida que avanzamos la luz se nos escapa sin posibilidad de retorno. Es la consecuencia de una cultura de importación y de imitación. Carecemos de un desarrollo propio; de ahí que la huella inefable que un movimiento progresivo de ideas graba en los espíritus, dotándoles de fuerza, no surca nuestras inteligencias. Somos como niños a los que se les ha impedido reflexionar por ellos mismos. Nuestro saber es superficial y volcado al exterior.

*Los pueblos, como los individuos, son seres morales. A los pueblos los educan los siglos. Rusia es un destino. Somos una nación que sólo existe para dar al mundo una gran lección.

*En comparación con nosotros, los pueblos de Europa poseen una fisonomía común, un aire de familia, un lazo común que los vincula. Hasta no hace mucho Europa era todavía la Cristiandad [este dibujo de Europa ya estaba disolviéndose al redactar Chaadaev esta Carta, como admitió antes que él Novalis, y hoy, a comienzos del siglo XXI es una patética sombra; los efectos disolventes arrancan de la época del Renacimiento, pero se acentúan extraordinariamente como consecuencia del materialismo ateo de algunos pensadores de la Ilustración]. Os hablo, no del estudio ni de la lectura, sino del contacto de las inteligencias, de esas ideas que se aprenden desde la más tierna edad y penetran en el tuétano de los huesos, conformando el ser moral del hombre europeo. Esas ideas son las de Deber, Justicia, Derecho y orden. Esta es la atmósfera de Occidente: más que Historia y más que psicología; es la fisonomía del hombre europeo. Las mejores ideas han quedado paralizadas en las mentes de los rusos. El hombre se pierde cuando no puede unir lo precedente y lo consecuente. Todo en nuestras cabezas es individual, fluctuante e incompleto. La audacia suele incapacitarnos para profundizar y perseverar. Lo que nos hace indiferentes a los riesgos de la vida nos hace también indiferentes al bien, al mal, a la verdad, a la mentira, evitando situarnos en el camino del perfeccionamiento. ¿Dónde están nuestros sabios y nuestros pensadores? ¿Quién ha pensado, quién piensa por nosotros? No le hemos dado nada al mundo ni nada hemos tomado de él. No hemos contribuido al progreso, y lo que hemos recibido de ese progreso lo hemos desfigurado. Para hacernos notar hemos tenido que extendernos desde el estrecho de Bering hasta el río Oder. Parece como si llevásemos algo en la sangre que repudia el progreso. Hoy por hoy somos una laguna en el orden intelectual. Guiados por un destino fatal hemos buscado en la miserable Bizancio el código moral que debía educarnos. Relegados en nuestro cisma, nada de lo que pasaba en Europa llegaba a nosotros. Aunque cristianos, el fruto del cristianismo no maduraba para nosotros. La religión cristiana no es sólo un sistema moral, sino un poder divino, eterno, que se agita universalmente en el mundo intelectual, y cuya acción visible debe ser para nosotros una enseñanza perpetua.

*Las naciones europeas han avanzado a lo largo de los siglos cogidas de la mano. Aunque hagan hoy cosas para separarse, se encuentran siempre sobre la misma ruta [esta opinión es discutible, y, a principios del siglo XXI, está además sumida en una crisis muy profunda, quizás irreversible]. Durante quince siglos, los pueblos de Europa sólo han tenido un solo idioma para hablar con Dios, una sola autoridad moral, una sola convicción [pero hace muchos decenios que los europeos ya no hablan con Dios]. Esta esfera en la que viven los europeos, y que es la única en la que la especie puede llegar a su destino final, es el resultado de la influencia de la religión [Chaadaev escribe esta Carta antes de la Revolución liberal de 1830, bajo la influencia de la nostalgia romántica por el pasado cristiano medieval, que aún predomina en Europa como reacción al racionalismo ilustrado; después de 1848, la fractura será insalvable]. Es necesario reanimar nuestras creencias y darnos un impulso auténticamente cristiano, pues ha sido el cristianismo quien lo ha hecho todo en Occidente. Esto es lo que quiero decir cuando afirmo que es necesario recomenzar a educarnos como género humano [bajo la órbita cristiana, claro está; éste sí es un proyecto de futuro por parte de Chaadaev]. La educación sólo ha avanzado por el pensamiento. Las ideas siempre han precedido a los intereses, del mismo modo que han precedido a las opiniones. Todas las revoluciones políticas fueron al principio revoluciones morales [opinión que suscribo y que muy poco después será rechazada por Carlos Marx, para quien todo está determinado por la economía]. La nación con una fisonomía más característica, cuyas instituciones son las más marcadas por el espíritu moderno, Inglaterra, hablando con propiedad, no tiene más historia que la religiosa. A pesar de todo lo que haya de vicioso en Europa, no es menos cierto que el Reino de Dios se encuentra de alguna manera realizado, porque ella contiene el principio de un progreso indefinido [progreso moral], y posee en germen y en sus elementos todo lo necesario para que se establezca un día definitivamente sobre la tierra [demasiado optimista se muestra aquí Chaadaev]. Jesús ha venido al mundo sin ningún propósito de atentar contra la libertad del hombre, sin querer paralizar ninguna de las fuerzas de su naturaleza, sino incrementando su intensidad y exaltando hasta el infinito todo lo que esas fuerzas tienen de propio [Jesús ha venido a traer al mundo la auténtica libertad: así lo entrevió Dostoyevski en la Leyenda del Gran Inquisidor].

*Es necesario reemplazar la necesidad material por la necesidad moral. La razón cristiana no sufre ningún tipo de ceguera, y menos todavía la del prejuicio nacional, que es la que más divide a los hombres.

 

 

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Vladimir Soloviev. La Idea Rusa. París, 23 de mayo de 1888. Traducción de Olga Tabatadze.

*Se interroga sobre el sentido de la existencia de Rusia en la historia universal. La idea de la nación no es lo que ella misma piensa sobre sí en el tiempo, sino lo que Dios piensa sobre ella en la eternidad.

*Contra el nacionalismo burdo y excluyente. Ni un solo pueblo puede vivir en sí, a través de sí y para sí, sino que su vida representa sólo una participación concreta en la vida común de la humanidad. La función orgánica que se le encarga a una nación es su verdadera idea nacional, establecida antes de todos los tiempos en el plan de Dios. Las naciones, como los individuos, son seres morales. La idea que determina su existencia en el pensamiento de Dios nunca aparece con el carácter de una necesidad material, sino sólo bajo la forma de una obligación moral. Para un ser moral, el pensamiento de Dios es, sencillamente, el deber. El ser moral nunca puede eximirse del poder de la idea divina, que es el sentido de su existencia, pero de él mismo depende si llevarla en su corazón y en su destino como bendición o como maldición.

*Para saber los verdaderos intereses de una nación y su real misión histórica, el único medio seguro es preguntarle al pueblo de esa nación qué opina sobre ello. Ahora bien, este medio empírico es inaplicable allí donde la opinión de la nación se fragmenta (que es lo habitual). Esta opinión, en Rusia, en 1888, es, como mínimo, triple: a) la del presente, esto es, la oficial; b) la del pasado, es decir, la de los «viejos creyentes»; c) la del futuro, o sea, la de los nihilistas.

*Antes de hablar de Rusia y de su destino, detengámonos un instante en recordar la vocación de Israel y su idea mesiánica, pues ambas nociones están estrechamente relacionadas con la idea cristiana. El rechazo por parte de Israel a la idea divina que llevaba en sus entrañas, es decir, la aparición de Dios encarnado en Cristo, nos indica que no es lícito decir que la opinión pública de la nación lleva siempre razón o que el pueblo nunca puede errar en su verdadera vocación.

*En el primordial pensamiento de Dios las naciones no existen fuera de su unidad orgánica y viva, fuera de la humanidad. Si esto es así para Dios, así tiene que ser para las naciones, ya que desean realizar su verdadera idea, esto es, la imagen de su existencia en el eterno pensamiento de Dios. El sentido de la existencia de las naciones no está en ellas mismas, sino en la humanidad en su conjunto. Antes de la aparición de Cristo, en realidad sólo existían los disjecta membra [miembros separados] del hombre pleno y de las naciones, aislados o unidos parcialmente por una fuerza exterior. La verdadera idea substancial de la humanidad era entonces sólo una idea profética. Esta idea se encarnó cuando el centro absoluto de todos los seres se abrió en Cristo. Desde ese momento, la gran unidad humana, el cuerpo universal de Dios-hombre, existe realmente en la tierra. Desde ese momento, la humanidad ya no es una abstracción, sino que su forma substancial se realiza en la Iglesia Universal. La única misión verdadera de todo pueblo es colaborar en la vida de la Iglesia Universal. Cuando Cristo, en su última palabra a los apóstoles, reconoce la existencia y la predestinación de todas las naciones («… haced discípulos a todas las gentes…»: Mt 28, 19), no se dirigió Él mismo ni envió a ningún discípulo a ninguna nación en particular, pues para Él todas las naciones existían sólo en su unión moral y orgánica, como los miembros vivos de un solo cuerpo espiritual y real. La verdad cristiana, pues, afirma el derecho a la nacionalidad, pero reprueba el nacionalismo, que, para una nación, es lo mismo que el egoísmo para un individuo: convierte las diferencias en división y las divisiones en antagonismo.

*En cuanto a Rusia, uno debe preguntarse qué es lo que debe hacer en nombre del principio cristiano. La institución oficial no es la parte viva de la verdadera Iglesia universal, fundada por Cristo.

*En el pensamiento eslavófilo de Iván Aksakov (1823-1886) hay sin duda aspectos positivos. Su posición se dirige contra la estatalización de la Iglesia. En lugar del ideal de la Iglesia, nos hemos encontrado, opina Aksakov, con el ideal estatal, y la verdad interior de la Iglesia ha sido reemplazada por la verdad formal, exterior. La cosmovisión del mundo estatal ha penetrado en la mente y en el alma del mundo eclesiástico. Dice, con razón, Aksakov, en referencia a la Iglesia ortodoxa rusa: «Allí, donde no hay una viva unidad interior ni integridad, allí la apariencia de unidad e integridad de la Iglesia pueden sostenerse con la violencia y el engaño». Aksakov, y esta es otra idea que comparte plenamente Soloviev, también se muestra claramente contrario a cualquier forma de persecución religiosa: «… justificar la ortodoxia con el presidio, significa atentar contra el fundamento más esencial de la santa fe, el fundamento de la sinceridad y la libertad…La mitad de los miembros de la Iglesia ortodoxa… se mantienen en ella sólo por el miedo al castigo estatal…».  En ninguna parte, continúa diciendo Aksakov, se teme tanto a la verdad y se emplea tanto la «santa mentira», como en el ámbito de la dirección de la Iglesia ortodoxa. Pero la Iglesia, añade Aksakov, es un ámbito en el que no puede ser admitida ninguna distorsión del fundamento moral. La Iglesia tiene que ser fiel al precepto de Cristo. Si la Iglesia recurre a instrumentos no espirituales, a la violencia material, entonces deja de ser Iglesia y se convierte en una institución estatal, es decir, en el reino de este mundo, condenándose a sí misma al destino de los reinos terrenales, condenándose a la mortalidad. «En Rusia sólo la conciencia rusa no es libre». «¡El espíritu de la verdad, el espíritu del amor, el espíritu de la vida, el espíritu de la libertad… la Iglesia rusa tiene necesidad de su corriente salvadora!»

*Si la Iglesia es abandonada por el Espíritu de la verdad, entonces no puede ser la verdadera Iglesia de Dios. Lo único que tenemos que sacrificar a causa de la verdad es la institución pseudo-eclesiástica, basada en el servilismo y el interés material, que actúa mediante el engaño y la violencia. La liberación social no puede limitarse al ámbito material. Sólo con su cuerpo y con el trabajo material, no puede Rusia realizar su misión histórica ni revelar su verdadera idea nacional. La liberación religiosa e intelectual de Rusia es un asunto capital y prioritario del momento presente. Las cualidades internas del pueblo ruso no podrán manifestarse mientras imperen la violencia y el oscurantismo. Hay un temor a la verdad porque es católica, esto es, universal. Se quiere conservar la Iglesia rusa, una Iglesia imperial. Pero los que sacrifican la verdad universal a su egoísmo nacional no son propiamente cristianos. Haría falta recibir un segundo bautismo con el espíritu de la verdad y el fuego del amor. El nacionalismo es una nueva forma de idolatría: la nación adora su propia imagen en vez de adorar a Dios.

*Es preciso reconciliarnos con el hermano que tiene algo contra nosotros, es decir, con Polonia. Debemos sacrificar nuestro egoísmo nacional en el altar de la Iglesia universal. Entre la política sentimental y la del egoísmo, está la política del deber moral y de la justicia. Los intentos de rusificación de Polonia atacan gravemente la existencia nacional polaca, el alma de Polonia; esa rusificación es como matar a la nación polaca. Esta rusificación tiránica es un pecado nacional que pesa sobre la conciencia de Rusia. Incluso la fuerza victoriosa es estéril cuando no la dirige una conciencia limpia. Hemos sido parados, por nuestro pecado histórico, ante los muros de Constantinopla; hemos sido humillados en el Congreso de Berlín de 1878 [nuevo reparto político de los Balcanes]; se nos ha echado de Serbia y de Bulgaria, a quienes queríamos proteger, mientras seguíamos oprimiendo a Polonia. La libertad de los eslavos no puede sustentarse en la opresión de los polacos, ni prohibiendo la libertad religiosa de los cismáticos rusos o los derechos civiles de los judíos. [Repárese en el pensamiento religioso totalmente ecuménico de Soloviev].

*Para que Rusia pueda revelarse al mundo y realizar su verdadera idea nacional, tiene que arrepentirse de sus pecados históricos, satisfacer las exigencias de la justicia, rechazar el egoísmo nacional y la rusificación de Polonia, conceder la libertad religiosa a todos los pueblos que hay dentro de sus fronteras. La idea nacional rusa no es una idea abstracta, sino un deber moral, un cierto aspecto de la idea cristiana, que sólo nos será clara cuando entendamos el verdadero sentido del cristianismo.

*El reino ideal de la hermandad y del amor perfecto tiene que asumir el pasado de la Iglesia universal. Cristo es el Hijo de Dios que, a diferencia de la mitología griega, como ocurre en el caso de la mutilación de Urano por su hijo Cronos, no es el rival de su Padre, sino que habla por boca del Padre y glorifica al Padre (Evangelio de San Juan). El pasado y el futuro son imprescindibles en la Iglesia universal, no deben excluirse. Las tres esenciales fuerzas activas de la humanidad social e histórica, esto es, su unidad pasada, su pluralidad presente y su integridad futura, tienen que conectarse indisolublemente entre sí a través de la piedad, la justicia y la misericordia, excluyendo toda envidia y toda rivalidad. La Iglesia universal no puede excluir la existencia de la diversidad de las naciones y Estados. Tampoco puede autorizar la rivalidad entre las naciones como un estado definitivo de la sociedad humana. La Iglesia verdadera rechazará siempre este nuevo paganismo del nacionalismo, de que no hay nada por encima de la nación, convertida en una divinidad suprema y que supone sustituir la religión por un falso patriotismo. La Iglesia universal respeta el poder del Estado, pero lucha contra su absolutismo, contra la autocracia. Aunque las diferencias nacionales hayan de persistir hasta el final de los tiempos y los pueblos sean miembros separados del organismo universal, la unidad humana debe encarnarse en un visible cuerpo social cuyas fuerzas centrípetas deben oponerse a las centrífugas que desgarran a la humanidad. Hay que trabajar en pro de la hermandad universal que brota de la patria universal a través de la incesante filiación moral y social.

*En la verdadera vida de la Iglesia universal se presentan simultáneamente los tres miembros de la existencia social: la autoridad espiritual del Sumo Pontífice; el poder laico del soberano nacional; el servicio libre del profeta (la inspirada cabeza de la sociedad humana en su totalidad. Es decir, la perfecta unión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Estos tres órdenes principales de la sociedad teocrática tienen que ser completamente solidarios entre sí [Soloviev está bajo la influencia del mismo pensamiento que le llevó a escribir en 1889, asimismo en francés, su libro Rusia y la Iglesia Universal, en el que defiende la idea de una sociedad teocrática, aunque empleando este término con las especiales connotaciones que estamos observando en este breve ensayo de 1888, es decir, sin la más mínima sombra de tiranía o despotismo sacerdotal; antes al contrario, se trata de una sociedad basada en el ecumenismo religioso, la justicia social, el amor, la fraternidad, la misericordia, la piedad y la libertad]. La Rusia cristiana, imitando al mismo Cristo, tiene que someter el poder del Estado (el poder regio del Hijo) a la autoridad de la Iglesia universal (el sacerdocio del Padre) y conceder un lugar apropiado a la libertad social (la acción del Espíritu). La Idea Rusa consiste en reconstruir en la tierra la imagen de la Santísima Trinidad. Para la realización de esta Idea, Rusia no tiene que luchar contra otras naciones, sino luchar con ellas y para ellas. Porque la Verdad es solamente la forma del Bien, y el Bien no conoce la envidia.

 

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Nikolay Berdiaev. «La cuestión de Oriente y Occidente en el pensamiento religioso de Vladimir Soloviev». En O Vladimire Solovieve, Put’, Moskva, 1911, págs. 104-128. Traducción de Artur Mrówczynski – Van Allen.

*Había en Soloviev cierta etérea ligereza, una ruptura con todas las preocupaciones terrenales. En su libro La justificación del bien alcanza la máxima maestría en la justificación de todo lo que compone el elemento orgánico del paso de los acontecimientos de la historia. Lo más extraordinario en él es su universalismo, resultándole extraño cualquier tipo de sectarismo. Sólo existía para él Rusia, la humanidad, el alma del mundo, la Iglesia y Dios. Siempre se debatirá si era eslavófilo u occidentalista, ortodoxo o católico, conservador o liberal. Pero era tan polifacético que sabía unir y poder de acuerdo las posturas más dispares.

*La autoafirmación nacional rusa había nacido de la reflexión sobre la cuestión de Oriente y de Occidente. El mesianismo ruso en Soloviev nacía del deseo de la unidad de las confesiones. En esta unión ve el gran destino de Rusia. En este punto los caminos de Dostoyevski (junto con los eslavófilos) y de Soloviev se separan. La cuestión eslavófila de Oriente-Occidente se convirtió para Soloviev en fundamental. Todo lo que ha sido grande y vital en el movimiento eslavófilo ha pasado por Dostoyevski y por Soloviev, hasta el punto de que ese movimiento sólo ha crecido de verdad en ellos. Ahora bien, la actitud de Soloviev hacia Occidente y hacia el catolicismo es por completo distinta de la de los eslavófilos. Soloviev se acerca en este punto a Piotr Chaadaev. Los eslavófilos no sentían la necesidad de unir el mundo oriental-ortodoxo con el mundo occidental-católico. Mantenían que sólo en Rusia era posible una cultura cristiana superior, ya que la occidental era para ellos racionalista, falsa, anticristiana, podrida. Para ellos sólo Rusia tenía futuro como único país realmente cristiano. Esta postura la rechazaba Soloviev, pues sintió el peligro de la autoafirmación nacionalista de los eslavófilos. La identificación entre la Iglesia ortodoxa y el nacionalismo ruso le parecían algo monstruoso a Soloviev. La cuestión sobre Oriente y Occidente era para él la cuestión de la unidad, de la complementariedad mutua de las dos verdades unilaterales en la plenitud de la verdad superior. Admiraba el carácter activo del catolicismo y rechazaba la pasividad de la Iglesia ortodoxa. Cuando hablaba de guerra santa, se refería a la espada sobre todo de un modo simbólico, esto es, como la valentía en la lucha contra el mal y en la defensa de la verdad. Ve en el Oriente la supremacía de un dios inhumano y en el Occidente la del hombre impío.

*Pero en el cristianismo oriental, enfatiza Berdiaev, perdura la supremacía de lo divino sobre lo humano, mientras que en el occidental la de lo humano sobre lo divino. Sin embargo, la religión de Cristo representa la perfecta unión de lo divino y de lo humano. Esta unidad de lo humano y de lo divino, que encuentra su plenitud en la persona de Cristo, debe cumplirse en lo humano. Este es el contenido de las lecciones de Soloviev acerca de la Teohumanidad [conferencias dictadas por primera vez entre enero y marzo de 1878, en el Museo de Artes Aplicadas de Moscú]. Cristo sería el Divinohumano; la Iglesia, la Divinohumanidad (Teohumanidad). Antes de Cristo el mundo se encaminaba hacia Cristo, es decir, hacia el Divinohumano; después de Cristo, hacia la Teohumanidad. El cristianismo no salva individuos, sino a todos los hombres. En el Oriente ve Soloviev la religiosidad contemplativo-orativa, mientras que en Occidente la activo-constructiva. El principal error de Soloviev, según Berdiaev, fue el de conceder demasiada importancia a los acuerdos entre las jerarquías eclesiales, a los convenios entre las autoridades eclesiales y estatales de Rusia con el Vaticano. En su importante libro Rusia y la Iglesia universal [escrito en francés, en París, y terminado en el otoño de 1888], escribe que la unión de las iglesias Oriental y Occidental supone sobre todo la unión del zar cristiano con el Sumo sacerdote cristiano (el Papa de Roma), esto es, una unificación teocrática entre lo imperial y lo sacerdotal. Sin embargo, en lo más profundo de su experiencia mística, Soloviev mostrará que pertenecía a la Iglesia universal, que era ortodoxo y católico, y que su concepción se dirigía hacia la Iglesia venidera. En una carta inédita dirigida por Soloviev a Lyov P. Nikiforov [de hacia 1893], muestra ya su desinterés por las opiniones vertidas en ese libro [puede consultarse el libro de Paul M. Allen titulado Vladimir Soloviev: Russian Mystic. Nueva York, Rudolf Steiner Publications, 1978, capítulo 5].

*Alexéi Stepánovich Jomiakov (1804-1860) había afirmado, y tenía razón, que la unidad en la Iglesia era imposible. Para Berdiaev, la división entre católicos y ortodoxos refleja el pecado del hombre. Ahora bien, la unidad de la Iglesia, como cuerpo de Cristo, no posee signos formales. La Iglesia nunca se ha dividido y no se puede dividir. La de Oriente y la de Occidente es la misma Iglesia. Son los hombres los que se han dividido y los que tienen que unirse. Soloviev se equivocaba aceptando la posibilidad de la unión, pero su gran verdad residía en su actitud de amor hacia el mundo católico. También lleva razón al aceptar la posibilidad de desarrollo dogmático de la Iglesia, viendo en ella el proceso dirigido hacia la Divinohumanidad. Suponer que la Iglesia ortodoxa ha llegado a su perfección era para él una blasfemia contra el Espíritu Santo. Su inspiración profética hace que anuncie a todas las criaturas la llegada del Reino de Dios. Aquí radica su nueva conciencia religiosa. La unificación de las Iglesias sólo es posible en el amor recíproco de ambos mundos, en la convivencia y compenetración de dos formas de experiencia religiosa. Amor mutuo frente a acuerdos formales. La unión afecta a lo más profundo de la mística eclesial, no a aspectos superficiales. Lo que separa al mundo ortodoxo del católico no es la cuestión del Filioque [1], ni el Purgatorio, ni la Inmaculada Concepción de la Virgen María, ni el Papa, sino su divergente experiencia religiosa, su distinta actitud hacia Cristo, su mística también distinta. Sin embargo, en Soloviev no hay ninguna penetración atenta en la mística católica, del mismo modo que entendió mal y apreció poco la mística oriental. La cumbre de la cristiandad oriental, San Serafín de Sarov[2], que es también la llave para comprender el secreto de la misión mística de la Rusia ortodoxa, no se menciona en Soloviev cuando habla de Oriente. El Occidente católico no es sólo Pedro, no es sólo una estructura militante o una jerarquía, sino también San Francisco de Asís, Santa Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz. Del mismo modo, el Oriente ortodoxo no es sólo la pasividad de la jerarquía eclesial, la subordinación de la Iglesia al Estado o el conservadurismo, sino también San Isaac el Siríaco[3], San Macario de Egipto[4], San Máximo el Confesor[5] o San Serafín de Sarov.

*En el catolicismo, Dios es un objeto, está fuera y por encima del hombre. Éste se eleva hacia Dios. En esta elevación hay hambre y angustia. La mística católica tiene carácter sensual, hay en ella la dulzura del sufrimiento, el éxtasis por la Pasión del Señor. Sólo cuando Cristo es concebido como objeto es posible la imitación de la Pasión, el enamoramiento de Cristo. Esta mística se lanza en el hambre y en la pasión. En la mística católica hay algo femenino, sensual, muy evidente en Santa Teresa. Los místicos católicos hablan de la dulzura, de la fatiga, de la pasión en la experiencia en el seguimiento de Cristo. Es una mística antropológica, que hace vibrar el elemento humano, lo tensa, llegando el hombre, en esa elevación hacia Dios, a un estado de éxtasis embriagador. Lo refleja muy bien la catedral gótica. De la experiencia religiosa de la época del gótico nace toda la cultura católica occidental. El amor hacia el objeto, hacia Dios, es un amor creativo y dinámico. Más que los esponsales del hombre con Dios, se trata de su enamoramiento de Dios. Estamos ante el descubrimiento de la verdad mística sobre el amor como poder creador. A este enamoramiento que se siente hacia el objeto está unida la caballeresca fuerza del Occidente cristiano.

*En cambio, en el Oriente ortodoxo, Dios es sujeto, está dentro del hombre. Éste no se eleva hacia Dios, sino que se abre a Dios. En el tempo ortodoxo es Dios el que baja a los hombres; de ahí su mayor calidez. No hay enamoramiento de Dios. La mística ortodoxa es voluntarista, de una gran sobriedad espiritual. El tipo de relación con Dios es más masculino, no femenino. Las relaciones del hombre con Dios quizá sean más profundas en el mundo ortodoxo. En Occidente han predominado las relaciones con el mundo y con la humanidad. En la mística ortodoxa se consuma el matrimonio con Dios. La plenitud mística del Oriente ortodoxo deifica la naturaleza humana, pero esta deificación no tiene nada que ver con el panteísmo hindú.

*Las diferencias que hemos señalado entre el Oriente y el Occidente son quizás imposibles de comprender. Se trata de un misterio de la libertad del hombre y de la Gracia de Dios. Hay que intentar entender estas diversas experiencias y aproximar posiciones. Hay que evitar la enemistad.

*Hacia el final de su vida, cambió la visión de Soloviev respecto del problema del Oriente y del Occidente. El matiz racionalista se trastoca en apocalíptico y profético. Aparece en él un verdadero terror hacia el avance del mal. Sintió que el final del proceso histórico no sería el reino de la verdad de Cristo, sino el reino de la mentira del anticristo. Desconfía ahora de que pueda realizarse la unión entre las Iglesias dentro del tiempo histórico. Tampoco ve factible la realización de la teocracia como la había formulado en Rusia y la Iglesia universal. La idea de la teocracia se deshace en Soloviev. La función imperial de la teocracia pasa ahora al anticristo. El reino será ahora del anticristo. En su Relato sobre el anticristo (1900) el staretz Juan es el resultado final y bendito del camino religioso del Oriente ortodoxo. De igual modo, el para Piotr II es el resultado final y bendito del camino religioso católico de Occidente. Para Soloviev, pues, la tradición ortodoxa refleja el cristianismo de Juan (el Evangelista), y el catolicismo el cristianismo de Pedro. El staretz Juan destaca por su clarividencia mística. Sin el cristianismo del Oriente el anticristo no puede ser reconocido. Ambos personajes encuentran la unión en su reconocimiento del anticristo y en su anatematización. Sólo ahora es cuando Soloviev comprende el mesianismo ruso. El terror apocalíptico que le invade está relacionado con su terror hacia el panmongolismo de Asia. Esta amenaza del panmongolismo es el castigo que espera a Rusia y a Europa por su pecado, por haber traicionado a Cristo y la revelación cristiana sobre el hombre. Sólo la unión de una Rusia y una Europa verdaderamente cristianas puede detener esa terrible amenaza. Pero el elemento oriental-mongólico de la impersonalidad ha penetrado en Occidente a través de la nivelación que se detecta en Estados Unidos. Dos enormes peligros, pues: panmongolismo y nivelación. Sólo la cultura ecuménica cristiana puede hacer frente al tartarismo. Estamos asistiendo a una superación de la tensión entre eslavófilos y occidentalistas en este último escrito de Soloviev. La religión cristiana tiene para Soloviev no sólo su lado sacerdotal, sino profético. Al igual que Dostoyevski, sintió que Rusia se encuentra en el centro del mundo, que por ella el mundo puede avanzar hacia una nueva época cósmica. Esta nueva forma de conocimiento religioso que advertimos en Soloviev supone sentir el alma del mundo, la feminidad eterna. Pero todavía de un modo más profundo que Soloviev, mostró Dostoyevski al mundo el misterio de la libertad (En la Leyenda del Gran Inquisidor). Como la Ortodoxia no ha mezclado el reino de Dios con la Ciudad de Dios, como la jerarquía ortodoxa no pretendía convertirse en un reino humano ni construir la Ciudad, por eso mismo en el Oriente ortodoxo nace el deseo de la Ciudad Futura, el conocimiento apocalíptico [«apocalipsis» = «revelación»]. Toda la vida de Soloviev, concluye Berdiaev, toda su obra, se dirigían hacia la Ciudad Futura. Ante este hecho profético de su existencia, sus errores de conocimiento pierden importancia.

 

 

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Artur Mrówczynski – Van Allen. La Idea Rusa y su interpretación (2009).

*Es la misma dimensión religiosa que se formó en Rusia alrededor del siglo XIX la que hace posible la explosión del ateísmo militante ruso de principios del siglo XX. No puede entenderse el fenómeno antirreligioso ruso sin haber comprendido antes su interna estructura religiosa. Alasdair Chalmers MacIntyre (Escocia, 1929) ha insistido en la línea de Berdiaev: el marxismo no se encuentra enfrentado al cristianismo en una relación antagónica, sino que más bien representa una transformación de la versión hegeliana secularizada de la teología cristiana. Más que ser una doctrina atea, el marxismo se revela como una herejía cristiana (Alasdair MacIntyre, Marxismo y cristianismo, Granada, Nuevo Inicio, 2007).

El pensamiento de Marx fue rusificado y orientalizado. Ese pensamiento, para los bolcheviques, fue una filosofía y una religión, y no sólo una lucha por cambiar la dimensión político-social de la vida. En Rusia convergerán dos mesianismos: el mesianismo nacional ruso y el de la clase proletaria.

La «Idea Rusa» no es otra cosa que el descubrimiento de que el hombre no está solo, de que su futuro no es esclavo de la muerte, de que forma parte única e irreemplazable de una Comunidad.

*En la Carta filosófica de Chaadaev hay un profundo debate intelectual por la definición del hombre (narración antropológica), por la sociedad que crea o deba crear (narración historiosófica), y por la dimensión universal (narración eclesiológica) que enmarca a las dos anteriores. Al hablar de la idea sobre Rusia está hablando de la idea de Europa, de la idea de la humanidad y de la persona individual. En Chaadaev la percepción de Dios y la visión de la Iglesia adquieren un papel preponderante. En su libro La idea rusa, afirma Berdiaev que la cuestión del socialismo es un problema religioso, un problema de Dios y de la inmortalidad.

La vertiente antropológica encuentra sus más profundas raíces en la mística existencial del Pseudo Dionisio Areopagita, llamado por Benedicto XVI (el 14 de mayo de 2008) «el teólogo de la Eucaristía». Es en la Eucaristía donde en grado supremo lo ontológico in-forma a lo antropológico. Este es el punto central, esto es, ontológico de la Idea Rusa, que no es otro que el centro existencial de la sacralidad y de la sacramentalidad.

En cuanto a la vertiente historiosófica, en el Prefacio de su libro El sentido de la Historia [6], afirma Berdiaev que «el pensamiento ruso durante el siglo XIX se ha ocupado sobre todo de los problemas de la Filosofía de la Historia… La construcción de la Filosofía religiosa de la Historia se convirtió en la vocación del pensamiento filosófico ruso». Lo que fundamentalmente nos abre el camino hacia la interpretación teológica de la Historia es el modo cristiano de entender el sufrimiento. El cristianismo, como advirtió Karl Löwith (en su libro Historia del mundo y salvación: los presupuestos teológicos de la filosofía de la historia, Madrid, Katz Barpal, 2006), no cayó en la trampa de la ilusión moderna de que la Historia es un progresivo proceso de desarrollo capaz de resolver el problema del mal y el del sufrimiento por medio de su gradual eliminación.

La última vertiente, la eclesiológica, recoge la idea y la praxis de la Iglesia. Alasdair John Milbank (Londres, 1952), teólogo cristiano, Profesor en Nottingham, afirma en su libro Teología y teoría social. Más allá de la razón secular, que no puede negarse la influencia de Joseph de Maistre (1753-1821) y de Louis de Bonald (1754-1840) en el pensamiento de Augusto Comte y en el del conde de Saint-Simon, precursor del socialismo. Por su parte, Henri de Lubac, en su libro El drama del humanismo ateo, contrapondrá a Augusto Comte la figura profética de Dostoyevski. Apoyándose en Romain Rolland (1866-1944), Milbank nos habla del nuevo culto totémico, dentro de la Nación-Estado del siglo XIX, a la sacralidad de la libertad y la elección individual, de tal forma que se nos obliga a participar en las instituciones y en la educación laica, es decir, que, como comprendió Charles Péguy, esta situación es el triunfo de un papado positivista que supone la secular transformación de una nueva y perversa teología.

*Vladimir Soloviev inscribe, por su parte, la Idea Rusa en el plano soteriológico e historiosófico y demuestra que no conlleva ninguna carga nacionalista, sino que supone un nuevo aspecto de la idea cristiana, un boceto de la realización de la plenitud de la vida.

El ensayo de Soloviev La idea rusa está formado por el texto de la conferencia que dictó en París el 23 de mayo de 1888 a modo de presentación de su libro Rusia y la Iglesia Universal, terminado en esa ciudad en el otoño del mismo año. El famoso libro se compone de tres partes: a) «Estado religioso de Rusia y el Oriente cristiano», donde se inclina por que el verdadero poder instaurado por Cristo se encuentra en el Occidente; b) «La monarquía eclesiástica fundada por Jesucristo», donde intenta demostrar que, desde el principio, la Iglesia imita el modelo estructural del Imperio romano, así como defiende el dogma de la infalibilidad del Papa; c) «El principio trinitario y su aplicación social», donde concibe la Iglesia Universal como encarnación de la Sabiduría (Sophia) divina y reflejo de la Santísima Trinidad: el Padre (el Papa), el Hijo (el monarca cristiano), el Espíritu Santo (el profeta). Sólo éste último une a los dos primeros.

El libro también está penetrado de la convicción de la íntima unidad entre la fe y la razón, Dios y el mundo, Cristo y el hombre.

A diferencia de Berdiaev, sobre este libro de Soloviev opina Hans Urs von Balthasar[7] que en él el pensador ruso aparece como «heredero universal» de la historia de Europa y de su pensamiento.

En la Introducción a Rusia y la Iglesia Universal, nos dice Soloviev que la Revolución francesa ha fracasado en el intento de crear un orden social basado en la justicia. Ésta es sólo la aplicación de la verdad, por lo que el punto de partida del movimiento revolucionario era falso. El hombre abstracto se transformó en un ciudadano no menos abstracto. El proton pseudos («mentira primordial») de la Revolución francesa consistió en que partía del principio de considerar al hombre individual como un ser completo, un ser en sí y para sí. La humanidad ha creído que profesando la divinidad de Cristo quedaba dispensada de tomar en serio sus palabras…El triunfo de la caridad evangélica en la sociedad humana tiene como condiciones el conocimiento de la verdad y la práctica de la justicia…La ley de este mundo es la división y el aislamiento de las partes del Gran Todo… Manifestado primero para nosotros y luego por nosotros, el Reino de Dios debe revelarse por último en nosotros con toda su perfección intrínseca y absoluta, como amor, paz y gozo en el Espíritu Santo… La unión sacerdotal forma la Iglesia propiamente dicha…La unión real, el Estado cristiano, es la Iglesia como cuerpo vivo de Dios…La unión profética es aquella en la que lo divino y lo humano se compenetran de una manera libre y pacífica, formando la sociedad cristiana perfecta (la Iglesia como Esposa de Dios). La base moral de la unión sacerdotal es la fe; la unión real del Estado cristiano está fundada en la ley y en la justicia; el elemento propio de la unión profética es la libertad y el amor [8].

*Soloviev aparece como el depositario privilegiado del legado patrístico, la espiritualidad ortodoxa rusa y el pensamiento clásico. Su obra, según Urs von Balthasar, es «la creación especulativa más universal de la Edad Moderna», y «su sistema de ética y teorética global apunta a consumarse y culminar en una estética teológica universal del Dios que se hace mundo, en una estética con la que Soloviev dice la última palabra contra el formalismo kantiano-hegeliano». «El mismo movimiento de pensamiento universal que en Hegel; pero en vez de la dialéctica protestante que, transcendiendo sin parar toda forma finita, arriba al espíritu absoluto, es figura fundamental del pensamiento de Soloviev la integración católica de toda posición y forma parcial de actuación en una totalidad orgánica, que anulando, sublima (afheben) mucho más auténticamente que en Hegel, y coloca en el punto de partida la Encarnación de Dios como verdadero centro organizador del mundo y de las relaciones del mundo con Dios. Se garantiza el eterno núcleo ideal de cada persona integrada en la totalidad del Cuerpo cósmico de Dios y se garantiza también su figura corpórea real. Al término no hay absorción de todo en un sujeto espiritual absoluto, sino resurrección de los muertos… si Dios se hizo hombre en Cristo, el Reino de Dios no irrumpe unilateralmente desde arriba o desde fuera, sino que florece y crece…desde dentro» [9].

El texto de La idea rusa de mayo de 1888, indica ya el paso de Soloviev de su concepción teocrática a su concepción escatológica. La Divinohumanidad es la respuesta de Soloviev a la pregunta sobre el mal en el mundo. El problema del mal era para Soloviev, en el contexto de la Idea Rusa, un problema social, político y óntico. A diferencia de lo ocurrido en Occidente, donde se aprecia una incapacidad del pensamiento para superar el problema del mal, en Rusia, según Jan Krasicki (nacido en 1954 y Profesor del Instituto de Filosofía de la Universidad de Wroclaw), ese problema siempre perteneció intrínsecamente a la visión universal y escatológica de la Historia de la humanidad.

*En 1900 aparece su genial obra profética titulada Tres diálogos. Corta narración sobre el anticristo, un «Apocalipsis» en palabras de Soloviev, y obra clave para descifrar su pensamiento. Se da cuenta de que existe un denominador común para todas las «parodias de la Ciudad de Dios» que es la semilla y el fruto de la evolución comprendida dentro de un doble proceso de secularización de la Iglesia y de sacralización del Estado. Este denominador común no es otro que el intento desesperado de evadirse del «maldito problema» (en palabras de Dostoyevski) de la existencia del mal, de la muerte. ¿Qué es el mal?, se pregunta Soloviev. ¿Sólo un defecto de la naturaleza, una imperfección que se desvanece al crecer el bien, o, por el contrario, una fuerza real que domina nuestro mundo mediante sus seducciones de forma que, para derrotarlo, es necesario tener un punto de apoyo en otro orden del ser? El ensayista católico ruso Konstantin Vasüyevitch Mochulsky (1892-1948) ha mostrado que en la primera etapa de la vida de Soloviev, la Redención permanecía tapada por la Encarnación, como si fuese su apéndice. Es como si olvidase la misión sumosacerdotal de Cristo, único que no tiene pecado y carga con los pecados del mundo. La Redención se reduce para Soloviev en esa fase de su vida a la victoria sobre las tres tentaciones. Casi no menciona la lucha en Getsemaní y en el Gólgota, donde de forma real el Salvador acoge los pecados de todos, muere y vence a la muerte. Sobre la Resurrección casi tampoco habla. Sólo en el decenio de 1890, después de una aguda crisis espiritual, Soloviev se libera de su teosofía optimista y llega a la trágica percepción de la historia del mundo. Su visión se convierte en apocalíptica.

Es entonces cuando el mal se le presenta en todo su terrorífico realismo. Si antes no había creído en el diablo, ahora cree, actitud que, en vez de oscurecer su alma, la hace más luminosa. Se da cuenta que surgen fuerzas que quieren crear una sociedad pseudocristiana, esto es, basada en principios que nacen con el cristianismo, pero que rechaza a la Persona de Cristo como su centro. En 1899, en el periódico Mir isskustva («El mundo del arte»), publica Soloviev un artículo titulado «La idea del Superhombre[10]» («Ideia Svierjcheloveka»), en el que indica las tres ideas que a su parecer conforman el mundo moderno: el materialismo económico de Carlos Marx (presente), el moralismo abstracto de Lev Tolstoi (el día de mañana) y el demonismo del Superhombre (Übermensh) de Federico Nietzsche (pasado mañana y más adelante). En mayo de 1875, Soloviev, que cuenta con veintidós años, es invitado a Yasnaia Poliana, ejerciendo una clara influencia en Tolstoi, como reconoció el propio conde en una carta al crítico literario Nikolay Strájov (1828-1896) fechada el 25 de agosto de ese año. En 1881 vuelven a encontrarse Soloviev y Tolstoi, esta vez en la casa del conde en Moscú, pero la conversación muestra que son claros adversarios. Les separaba sobre todo el esfuerzo de Tolstoi de construir un cristianismo sin Cristo Hijo de Dios, sin Cristo Encarnado y Resucitado, un cristianismo basado en una moral abstracta. Soloviev captó el peligro de este idealismo abstracto, como había captado el del materialismo. En una carta del 28 de julio de 1894 dirigida a Tolstoi, escribe Soloviev: «Cristo resucitó entero». Y en las Cartas pascuales (Listy paschalne), que han sido publicadas en Poznan en 1988, subraya de nuevo Soloviev: «Cristo es más que el espíritu… es el Espíritu encarnado por los siglos, toda la muerte ha sido vencida por los siglos y definitivamente»[11].

*En su escrito postrero, Tres diálogos y corta narración sobre el anticristo, Soloviev intenta la definitiva superación de la idea teocrática. Su respuesta se encuentra en total unión con el kerigma hipostático (kerigma: proclamación de fe de los primeros cristianos después de la Resurrección). Tolstoi reduce a Cristo al Sermón de la Montaña, equiparándolo con Buda, Confucio, Lao-Tsé o Sócrates. Se trata de una actitud pasiva ante el mal en la que persiste la falsedad justificada por razones humanas. Esta actitud de Tolstoi está encarnada por la figura del príncipe en los Tres diálogos. En cambio, en Soloviev, el enaltecimiento de Dios conlleva el enaltecimiento del hombre. El hecho de que para Soloviev, como recordaba el cardenal Josef Ratzinger, lo verdaderamente decisivo sea la Encarnación (la unión de Dios y el hombre)[12], significa que la humanidad también alcanzó un nuevo grado de deificación en su historia, una Theosis, en Cristo, alcanzando su cumbre. Si en la Encarnación, como ha recordado el teólogo ruso Pavel Nikolayevich Evdokimov (1901-1970), «Dios no es solamente Dios, sino Dios y hombre a la vez», entonces, en la confrontación con el mal, este acontecimiento tiene consecuencias. Después de la Encarnación, el hombre ya no es el mismo de antes, en su lucha contra el mal, como creía Tolstoi, ya no es sólo una subjetiva conciencia moral, sino que el hombre se enfrenta al mal como un ser teándrico, es decir, Divinohumano, y no como aislada conciencia moral. En la lucha contra el mal más grande, contra la muerte, no basta una ética humanista. Es necesario el Poder de la Palabra Encarnada, el Poder del Amor.

A pesar de sus innegables diferencias, hay un denominador común en Marx, en Nietzsche y en Tolstoi que no puede aceptar Soloviev: la negación de lo que pertenecía al más íntimo centro de su conciencia filosófica, la Verdad sobre la Divinohumanidad y Resurrección de Jesucristo. La civilización occidental era para Soloviev, en más de un aspecto, ajena a la religión. El Positivismo y el Socialismo pretenden ocupar el lugar vacío dejado por la religión, pero no pueden enfrentarse al misterium iniquitatis, al problema del mal, a la cuestión de la muerte.

En el mencionado artículo de 1899, «La idea del Superhombre», escribe Soloviev: «La parte incongruente del nietzscheanismo salta a la vista. El desprecio a la humanidad débil y enferma, la mirada pagana a la fuerza y a la belleza, la apropiación de antemano de cierto significado exclusivo sobrehumano  —en primer lugar, individualmente, y luego, colectivamente, como la minoría elegida de los ‘mejores’, es decir, más fuertes, más dotados, soberanos o ‘señores’, unas naturalezas para las que todo está permitido, puesto que su voluntad es la ley suprema para otros—; éste es el error evidente del nietzscheanismo». El Superhombre de Nietzsche, pues, se convierte para Soloviev en una caricatura del verdadero Superhombre [si es que puede hablarse así], de Jesucristo, Dios-Hombre que venció a la muerte y que ofreció gratuitamente los frutos de su victoria a todos los hombres. La Resurrección es la victoria definitiva sobre la muerte, sobre el mal absoluto, además de ser testimonio de la divinidad de Cristo. En contra de lo que pregonaba Nietzsche, después de la «muerte de Dios y del hombre», Dios vive y el hombre aún no ha nacido.

*La Idea Rusa no es más que el intento de poner en práctica la respuesta ante la muerte. El reino que construye el anticristo en la última obra de Soloviev, es el reino de Marx, de Nietzsche y de Tolstoi. Aunque aparentemente veamos la unión del sacerdote y del rey, falta el Profeta. El reino de la muerte, nos dice Soloviev, puede engañar al sacerdote y al rey, pero no puede engañar al Espíritu (el Espíritu Santo). El cardenal Giacomo Biffi, en su catequesis de Cuaresma de finales de febrero de 2007, ha dicho que una de las grandes enseñanzas de Soloviev es que el cristianismo no puede ser reducido a un conjunto de valores. En el centro de ser cristianos está el encuentro personal con Jesucristo. Si, para abrirse al mundo, el cristiano diluye el hecho salvífico, entonces se cierra a la relación personal con Jesús y se pone del lado del anticristo.

*Cuando en mayo de 1900 Soloviev terminó su lectura pública de su Corta narración sobre el anticristo, dijo al recoger las hojas: «He escrito esto para enseñar definitivamente mi punto de vista ante la pregunta por la Iglesia». Éste es el mensaje de la Idea Rusa: no estamos condenados a la esclavitud en el reino de la muerte del anticristo, en el reino del Estado moderno, sino que Jesucristo nos ofrece continuamente la posibilidad de vivir como seres libres, siendo el espacio de esta libertad la Comunidad de la Iglesia.

Las notas al pie y ciertas aclaraciones, como todas las que hay entre corchetes, son de Enrique Castaños. Málaga, verano de 2014.



[1] Suscitada porque en el Credo de Nicea, según los latinos, el Espíritu Santo «procede del Padre y del Hijo», lo que fue interpretado por la teología ortodoxa como una minusvaloración de la Tercera Persona de la Trinidad.

[2] San Serafín de Sarov (1759-1833); ver, Helen Iswolsky, El alma de Rusia, Buenos Aires, Emecé, 1954, págs. 104-107; ver también, Divo Barsotti, Cristianismo ruso, Salamanca, Sígueme, 1966, págs. 97-125.

[3] Isaac de Nínive o Isaac el Sirio (Isaac de Sirine) (640-700). Monje, asceta, místico y teólogo nestoriano (las dos personas de Cristo, la divina y la humana, eran completas pero independientes), proclamado santo por la Iglesia ortodoxa. El personaje de Smerdiakov, de la novela Los hermanos Karamazov, es un asiduo lector de este teólogo. Los nestorianos defendían que María fuese considerada Christotokos (madre de Cristo), mientras que los partidarios de Cirilo, que terminaron imponiéndose en el Concilio de Éfeso de 431, defendían que María fuese Theotokos, es decir, madre de Dios.

[4] San Macario el Viejo, San Macario de Egipto o San Macario el Grande (300-390). Asceta, presbítero y monje, abad del monasterio de Scete, en Egipto. Su vida como asceta, dedicado a la oración y a un ayuno extremo, se prolongó durante sesenta años.

[5] San Máximo el Confesor, San Máximo de Constantinopla, Máximo de Crisópolis o San Máximo el Teólogo (580-662). Nacido en Palestina o en Constantinopla, fue un monje, teólogo y erudito cristiano que llegó a estar al servicio del basileus Heraclio, pero acabó dedicándose a la vida monástica. Se opuso a la doctrina monotelista (monotelismo: doble naturaleza en Cristo, pero una única voluntad) defendida por el emperador de Bizancio. En 662, al no retractarse, fue torturado, se le cortó la lengua y también la mano derecha, siendo desterrado a una región de la moderna Georgia, donde murió el 13 de agosto. Padre de la Iglesia. En español hay publicadas unas Meditaciones sobre la agonía de Jesús y los Tratados espirituales, ambas obras en la Editorial Ciudad Nueva.

[6] Hay edición española, que no incluye el Prefacio: Barcelona, Araluce, 1936. Sí lo incluye la edición electrónica: http://www.laeditorialvirtual.com.ar/pages/Berdiaev_Nicolas/SentidoHistoria_01.html

[7] Hans Urs von Balthasar. Gloria. Una estética teológica. 3. Estados laicales. Dante, Juan de la Cruz, Pascal, Hamann, Soloviev, Hopkins, Péguy. Madrid, Encuentro, 1976, pág. 286.

[8] Vladimir Soloviev, Rusia y la Iglesia Universal, Madrid, Ediciones y Publicaciones Españolas, 1946, págs. 58-60.

[9] Hans Urs von Balthasar, Gloria, págs. 286-289.

[10] Superhombre = Übermensh.

[11] La crítica social ejercida por Tolstoi atrae a los revolucionarios, y los terroristas se encuentran muy cómodos con la moral tolstoiana. Posteriormente, el régimen comunista soviético promocionó a Tolstoi como profeta de la revolución. Los revolucionarios de Narodnaia Volia («La voluntad del pueblo», organización terrorista cuyo acto más relevante fue el asesinato del zar Alejandro II en 1881) y los Demonios de Dostoyevski se apoyan ideológica y económicamente en el tratado religioso de Tolstoi.

[12] Josef Ratzinger, Introducción al cristianismo, Salamanca, Sígueme, 2001, página 193.