lunes, 29 de marzo de 2021

 FÄHRMANN MARIA (1936)


Fährmann Maria (Frank Wysbar, 1936)

En los dominios de la imaginación y el sentimiento

 

ENRIQUE CASTAÑOS

 

 

La película Fährmann Maria («La barquera María»), dirigida por el realizador alemán Frank Wysbar (1899 – 1967), fue rodada entre mediados de agosto y octubre de 1935 en escenarios naturales de la Baja Sajonia, concretamente en la landa de Luneburgo, cerca de los municipios de Schneverdingen y de Soltau. Fue estrenada en la localidad sajona de Hildesheim, donde se encuentra la célebre iglesia abacial románica de San Miguel, el 7 de enero de 1936. Con un guión de Hans-Jürgen Nierentz, música de Herbert Windt, decorados de Bruno Lutz, fotografía de Franz Weihmayr y producción de Eberhard Schmidt, el montaje se debe a la editora Lena Neumann. Tres años antes, en 1933, había dirigido Wysbar otro de sus más importantes filmes, Anna und Elisabeth, que buceaba en lo irracional y en el sentimiento religioso deformado por la histeria, abordando la minusvalía física como consecuencia de frustraciones individuales y complejos problemas psicológicos, la intransigencia fanática, la bondad sencilla y el suicidio que halla su causa en la incapacidad de aceptar la realidad tal como es, sometiéndola a un grado de exacerbación que no es más que el resultado de una percepción extremadamente subjetiva e incluso egoísta, ajena a la idiosincrasia de las personas que nos rodean. Pero también Anna und Elisabeth aprovecha la inusual empatía que ya habían mostrado las eminentes actrices Dorothea Wieck y Hertha Thiele en un extraordinario film de sutilísimas y elegantísimas resonancias lésbicas, Mädchen in Uniform («Muchachas de uniforme»), conducido con mano maestra por la realizadora Leontine Sagan en 1931.

En 1938, como consecuencia de los violentos pogromos llevados a cabo en la noche del 9 al 10 de noviembre por la dictadura nacional-socialista en toda Alemania (eufemísticamente, Kristallnacht o «Noche de los cristales rotos»), Frank Wysbar emigró a los Estados Unidos, ya que su esposa, de soltera Eva Krojanker, no era considerada suficientemente aria.

En Fährmann Maria no se cumple en absoluto la penetrante observación del conde Hermann Keyserling (Europa. Análisis espectral de un continente, 1928) de que una de las principales características del alma alemana es la objetividad (Sachlichkeit), ejemplificada en la afirmación de Johann Gottlieb Fichte según la cual ser alemán es ver en el objeto un fin en sí mismo. Este «primado de la cosa», raíz psicológica del Idealismo filosófico, no aparece ni en el filme que nos ocupa ni en el mencionado Anna und Elisabeth. Tampoco se verifica el correlato que se deriva de lo anterior: la primacía de la representación sobre la realidad, esto es, el hecho de que el alemán, al vivir en una esfera propia puramente para sí, hace del conocimiento algo que no es inmediatamente vivo, sino elaborado, no pudiendo así entrar en contacto con la realidad personal y con la realidad externa.

Wysbar, por el contrario, se encuentra más cerca de Goethe, un alemán completamente atípico, en el que se da una plena y serena simbiosis entre pensamiento y sentimiento, y alguien a quien los grandes temas que verdaderamente le preocupaban eran la naturaleza, el arte y la vida. Como señaló Friedrich Meinecke, el eximio profesor de Berlín, en Los orígenes del historicismo (1936), Goethe concibe la Naturaleza como el eterno seno maternal de las fuerzas terrestres, divinas y demoníacas.

También apreciamos en Wysbar una influencia de aquella característica del pensamiento de Novalis aprendida de Friedrich Schiller: la estrecha vinculación entre belleza y vida moral. Novalis, asimismo, bebió en las fuentes proporcionadas por Friedrich Wilhelm Schelling y por el holandés Frans Hemsterhuis: la concepción del cuerpo como instrumento del alma, que aspira a unirse con el objeto deseado, una unión que no es otra cosa que recomposición de lo disperso.

La película presenta un tema de indudable raíz romántica. El amor y la muerte son los protagonistas. El primero, precisamente por ser verdadero, vence a la segunda. La cosmovisión goethiana se entremezcla con la estrictamente romántica y cristiana de Novalis. La Mujer como fuente principal del Amor. Comunión con la Naturaleza. La religión no puede disociarse de los puros elementos naturales, que resplandecen en toda su virginal inocencia durante la primavera y el verano. Lo sobrenatural queda en cierta medida diluido por una religión natural cuya raigambre se encuentra en el aparentemente impasible genio olímpico de Weimar.


                                                  Sybille Schmitz en una escena del filme


El argumento es sencillo. Una joven mujer, María (Sybille Schmitz), se interesa y consigue el humilde oficio de barquera en un pequeño pueblo campesino. Al poco de comenzar su trabajo, ayuda a un soldado fugitivo, «el hombre de la otra orilla» (Aribert Mog), a quien da cobijo en su propia cabaña. Lo esconde de sus perseguidores, seis misteriosos jinetes ataviados con capas negras y montados en rutilantes caballos blancos. María y el desconocido, que al principio se halla muy inquieto y agitado, incluso con atisbos de delirio, terminan enamorándose. Pero, cuando la relación entre ambos empieza a fraguar, aparece de improviso la Muerte (Peter Voss), a fin de llevarse al huido. Precisamente, la película se inicia con la Muerte arrebatándole la vida al viejo barquero (Karl Platen), ese que María sustituirá. Resulta muy significativa esa presencia de la Muerte encarnada en un hombre alto y vigoroso, enteramente vestido de negro, con un ancho cinturón bien ceñido, grave, adusto, enigmático, muy parco en palabras. Esta figura tiene, en el cine germano-sueco, una memorable antecesora y otra aún más destacada encarnación postrera. La primera, es la Muerte (Bernhard Goetzke) que mueve los hilos del Destino en Las tres luces (Der müde Tod, o, literalmente, «La muerte cansada», 1921), de Fritz Lang. La segunda, es la Muerte (Bengt Ekerot) que juega una partida de ajedrez, metáfora de la invisible e ineluctable contienda entre la vida y la muerte, con el caballero cruzado (Max von Sydow) en El séptimo sello de Ingmar Bergman, de 1957.


                                                   Peter Voss encarnando a la Muerte


Toda la película de Wysbar se desenvuelve en una atmósfera irreal, fantástica, casi sobrenatural, herencia del Romanticismo alemán, en donde el día, la luz, la naturaleza, el florecer de la hermosa y perfumada primavera, la armonía entre los jóvenes amantes, han de enfrentarse a la noche, a lo misterioso y oculto, a la Muerte que ronda permanentemente en torno de los seres humanos. Nunca sabremos de dónde procede María ni tampoco de dónde viene «el hombre de la otra orilla», aunque podemos adivinar que sus perseguidores sean heraldos de la misma Muerte.

El filme puede sintetizarse en una frase plena de significado simbólico: el amor vence a la muerte. Ésta se presentará cuando menos se lo espera María, aunque, con su intuición femenina y la pasión que la embarga, reconoce al instante a la avara, gélida e insensible contrincante. Ahora bien, cuando la Muerte llega, María no se arredra: luchará con coraje y con astucia, con valentía y con decisión, por preservar la vida de su amado. Acepta el reto; está dispuesta a jugar la arriesgada partida. De ahí que trate de seducir a la Muerte, que la entretenga, que se la lleve a la fiesta de la aldea, aunque la enhiesta e hierática figura no se dejará embaucar. Bajo la animación de una orquestina presidida por un jovial violinista vagabundo (Carl de Vogt), bailará con su enemiga una danza, hasta quedarse ambos solos en el rústico e improvisado tablado, ante los ojos espantados de los aldeanos, pero la Muerte continuará reclamando lo que le pertenece: su ansiada presa. La muchacha trata de huir. Se refugia en una capilla y se arrodilla ante el altar, suplicante. Pero, al levantar la mirada, ahí está de nuevo la sombría Parca. María la conducirá por la ciénaga, en dirección a la cabaña, aunque durante el tenebroso y vacilante trayecto nocturno, iluminado por una luz fantasmagórica de incierta procedencia, la joven, con las manos entrelazadas, reza y eleva una silenciosa súplica a la divinidad. La Muerte termina resbalando, hunde uno de sus pies en el fango pantanoso y acabará sumergiéndose hasta desaparecer por completo. El amor ha vencido a la muerte. En la escena final vemos a los dos jóvenes amantes dirigirse hacia una lejana espesura, atravesando un prado florido que simboliza la felicidad.


                                        Aribert Mog y Sybille Schmitz en una escena del filme


Toda la película gira en torno a la protagonista, María, personaje interpretado por una de las más dotadas actrices alemanas desde los ultimísimos años del mudo y los comienzos del cine sonoro hasta principios del decenio de 1940, Sybille Schmitz (Düren, Renania del Norte, 2 de diciembre de 1909 – Munich, 13 de abril de 1955). De enigmática personalidad, con sólo diecisiete años conoció al gran director teatral Max Reinhardt, innovador capital de la escena alemana, quien le hizo una prueba. Tuvo un fugacísimo debut cinematográfico, apenas unos segundos, en el atrevido y radical corto de Ernö Metzner titulado Überfall («Accidente», 1928), donde encarna a una criatura de indudables evocaciones andróginas. Tuvo la inmensa suerte de interpretar secundarios pero intensos papeles en dos películas memorables: Tagebuch einer Verlorenen («Tres páginas de un diario»), de Georg Wilhelm Pabst (1929), y Vampyr, de Carl Theodor Dreyer (1932). A partir de ahí, destacó su intervención, entre otras, en las películas Un marido ideal (Herbert Selpin, 1935), adaptación de la comedia homónima de Oscar Wilde (1895), y Titanic (Herbert Selpin, 1943), de ostensible propaganda antibritánica. Casada con el escritor Harald G. Petersson, siempre mantuvo Sybille Schmitz una celosa bisexualidad, que no se preocupó por ocultar después de la guerra, aunque tampoco hizo alarde de ella. Ajena a la vida política, no mantuvo ninguna complicidad con el régimen nazi. El propio Joseph Goebbels, omnipotente Ministro de Propaganda, no la apreciaba, ya que no encarnaba el ideal de mujer rubia de pura raza aria. En una anotación de su famoso Diario, correspondiente a 1937, escribió que era una mujer sin disciplina, ni en la vida ni en el trabajo. Después de 1945, Sybille Schmitz estuvo sometida a severas restricciones profesionales. Acentuóse la depresión y la adicción al alcohol. Desde 1953 sufría de neuralgia facial. La gran actriz rusa Olga Tschechowa intentó ayudarla, aunque sin éxito. Se suicidó tomando una sobredosis de somníferos. Miles de personas acudieron a su entierro, entre ellas la Tschechowa y el más importante productor del cine silente alemán, Erich Pommer. El director Rainer Werner Fassbinder llevó al cine parte de su vida en la conocida película Die Sehnsucht der Veronika Voss («La ansiedad de Verónica Voss», 1982).

Málaga, marzo de 2021. 


DER ABSTURZ (1922)



Los expresivos ojos y los pesados párpados de Asta Nielsen

Anotaciones a Der Absturz, de Ludwig Wolff (1922)

 

ENRIQUE CASTAÑOS

 

 

 

La película Der Absturz (literalmente, «El precipicio») es una producción alemana dirigida por Ludwig Wolff en 1922. Se estrenó en Copenhague, en el Kinopalæet de la calle Gammel Kongevej, el 11 de noviembre de ese año. Titulada en español indistintamente como Caída, El abismo o El castigo del pecado, su título en danés es Mod Afgrunden y en inglés Downfall. El original, de 2421 metros, tiene una duración de 93 minutos. No debe confundirse con la película danesa Afgrunden, dirigida en 1910 por Urban Gad y asimismo protagonizada por una primeriza Asta Nielsen (1881 – 1972). Con un guión de Ludwig Wolff, fotografía de Axel Graatkjaer y George Krause, y decorados de Fritz Seyffert y Heinz Beisenherz, Der Absturz contó con un reparto formado, además de por la omnipresente gran diva danesa, por Gregori Chmara, Albert Bozenhard, Ivan Bulatov, Adele Sandrock, Charlotte Schultz (1899 – 1946) e Ida Wogau. El realizador, Ludwig Ernst Wolff (Bielitz, Silesia, 7 de marzo de 1876 – Estados Unidos, ca. 1958), nació en el seno de una familia judía de la Silesia austriaca, hoy en territorio polaco, y, además de dirigir varias películas entre 1918 y 1924, fue novelista y guionista cinematográfico.

El filme narra la desdichada historia de una afamada cantante de cabaret, Kaja Falk (Asta Nielsen), cuyo protector y eventual amante, el conde Lamotte (Ivan Bulatov), es un hombre mucho mayor que ella y al que en el fondo desprecia. Invitada a pasar una temporada de descanso en la majestuosa mansión del acaudalado aristócrata, situada en un pequeño pueblo de pescadores, hasta allí la persigue su antiguo empresario, Frank Lorris (Albert Bozenhard), un individuo avieso y sin escrúpulos que actúa bajo el pretexto de que la cabaretera le debe una suma de dinero. Muy cerca del mar se encuentra la humilde casa de un pescador, Peter Karsten (Gregori Chmara), quien vive con su madre (Adele Sandrock) y una sobrina de ésta y prima suya, la joven y hermosa Hendrike Thomsen (Charlotte Schultz), quien está enamorada de su honrado y laborioso primo, amor que es tímidamente correspondido. La llegada de Kaja al lugar lo trastoca todo, pues casi inmediatamente siente una irresistible atracción por Peter, que, sin solución de continuidad, se convertirá en una ardiente pasión. Rendido ante el deslumbrante porte de Kaja, Peter rechaza a Hendrike e inicia una furtiva relación con la sofisticada cantante. Ante las amenazas directas de Lorris, que se ha atrevido a irrumpir en la villa de Lamotte y solicitar descaradamente una entrevista privada con Kaja, ésta planea huir con Peter, haciéndoselo saber en uno de sus encuentros secretos. Pero Hendrike, despechada, aunque en un primer momento duda, se decide a informar a Lamotte de la infidelidad de Kaja, indicándole el lugar exacto de sus citas, en lo alto de un acantilado. Incrédulo, desagradablemente sorprendido y enfadado, el conde sube a la escarpada cima, justo poco después de que Kaja haya acordado la huida con su nuevo amante y regresado a la villa. Lamotte y Peter intercambian unas ásperas palabras, llegando el conde a agarrar por dos veces uno de los brazos de Karsten, aunque, la segunda vez, éste aparta con vehemencia al indignado aristócrata, quien, ante la inercia del impulso y por encontrarse al borde mismo del acantilado, pierde el equilibrio y cae precipitándose contra las rocas. Peter, responsable de este homicidio involuntario, se asoma atónito al abismo, gritando desesperado ante la imprevista tragedia. Agitado, temeroso y aturdido, acude corriendo a la villa, en cuyo jardín se esconde, detrás de un seto, Lorris, quien, no satisfecho con la respuesta que le había dado Kaja y temiendo no obtener su dinero, ha permanecido al acecho. Razón de más ahora, cuando ve llegar a un descompuesto Peter. Desde el solemne pórtico de la fachada principal de la casa, escucha la confesión de Karsten, que Kaja recibe con zozobra, pero también como una liberación. Ambos deciden adelantar la partida. Pero Lorris irrumpe con inicua arrogancia y acusa a Peter de asesinato ante los criados.


                                                    Kaja Falk y Peter Karsten en la playa 


Se inicia así una breve etapa en la que, mientras Kaja se recupera en un sanatorio de la merma de su voz, como consecuencia del impacto sufrido por el ingreso en prisión de Peter, que ha sido condenado a diez años, Lorris ve el camino expedito para aprovecharse despiadadamente de la cantante. No sólo vende sin permiso valiosas pertenencias de la casa de Kaja, sino que intenta su vuelta a los escenarios, aunque sin éxito. La cantante ha perdido irremediablemente sus facultades, como se pone de manifiesto en su primera reaparición en el escenario, donde cosecha un rotundo fracaso. Mientras tanto, la madre de Peter y su prima Hendrike sufren en silencio, resignándose ante tan prolongada espera. 


                                Kaja Falk y Frank Lorris cuando ella intenta volver a cantar


Transcurren esos diez años, durante los cuales Kaja ha perdido su belleza de antaño. Se ha convertido en una mujer ajada, entregada a la bebida, que malvive en una sórdida buhardilla donde el amoral Lorris la explota como proxeneta. Sin embargo, su amor por Peter se ha mantenido inalterable; es más, se ha acentuado, lo mismo que el del prisionero, quien sólo conserva en su memoria la imagen de una Kaja resplandeciente durante los escasos y felices días junto al mar. Las cartas que se envían constituyen un acicate para ambos, proporcionándose ánimos mutuamente.

Cuando se acerca el día de la salida de prisión de Peter, Kaja, que ha ido guardando en secreto, con enorme esfuerzo, unos ahorros durante ese decenio, recibe una notificación de su amado indicándole la fecha y hora exactas, breve misiva que lee, después de recogerla en la Oficina de Correos, deteniéndose emocionada en un grandioso puente que atraviesa el río. Hendrike y su tía, la madre de Peter, limpian y se afanan en dejar lustrosa la vivienda adonde llegará de vuelta por fin el hombre que ambas tanto anhelan. Por su parte, Kaja también hace los preparativos en su desvencijada habitación, en su caso arreglándose un poco y comprobando su bolso. En una cajita le lleva, además, un modesto obsequio, un reloj. Se intercalan escenas de la madre y la prima. Sin que Lorris se aperciba, Kaja sube a un tren para dirigirse a la ciudad donde se halla la cárcel y esperar a Peter en la puerta. Pero cuando el hombre sale, a pesar de que la única persona que hay en la plazuela es Kaja, no la reconoce. Aguarda ansioso su llegada, pero no advierte que la tiene delante. Kaja, abatida, desiste de identificarse. El proceder de Peter, que actúa sin malicia alguna, se lo ha dicho ya todo. En esto llega la madre y ambos se abrazan y se besan efusivamente. Kaja, a unos pocos metros de distancia, asiste al encuentro entre madre e hijo sin atreverse a intervenir, avergonzada, física y moralmente deshecha, consciente de su terrible y trágico destino, quién sabe si fruto de sus pecados, aunque nadie puede dudar que su amor por Peter se ha mantenido incólume. Todavía, cuando se alejan abrazados, vuelve al menos una vez la cabeza el hombre en dirección a la extraña desconocida, pero no ve más que eso, una mujer en ruinas que ni tan siquiera le evoca la hermosa torre que una vez fue. Madre e hijo regresan al pueblo, donde es más que probable que la relación de Peter con Hendrike se recomponga, mientras que Kaja, sin importarle ya nada, sin que la vida tenga ningún sentido para ella, vuelve a su mecánica y rutinaria existencia junto a su cínico, vulgar y grosero maltratador.


                                                    Kaja Falk en su sórdida buhardilla


Reparemos en la transformación de Kaja. Aquellos días, paseando por la arena de la playa, junto a la orilla, en los que mostraba su exuberante belleza, en los que, dueña de sí misma, exhibía una perturbadora sensualidad, se han trocado en otros en los que asistimos a la decadencia física y espiritual de una mujer que ha tocado fondo. Lo único que la mantiene con esperanza y que finalmente la redime es el amor que atesora su corazón puro. Esa esperanza de volver a encontrarse con el ser amado la ha mantenido viva, en medio del sufrimiento, durante diez años. La redención no es algo de lo que ella sea consciente, pues sólo podrá percibir su desengaño, pero sí la admite sin titubear el espectador, que ve en Kaja los fatales estragos del paso del tiempo, pero también la desoladora estampa de una mujer que nunca ha dejado de amar. A Kaja Falk, como a Anna Karénina, sólo el amor, que está más allá de ella y que la posee por entero, puede redimirla.

Uno de los planos más estremecedores y portentosos es cuando Kaja se mira en el espejo oblongo de la habitación alquilada en un hotelucho de la ciudad donde ha pasado la noche. La toma está hecha desde el espejo mismo, enfrentando a la mujer con el anonadado espectador, que parece recibir un puñetazo. Comprueba de qué modo tan cruel ha pasado el tiempo por su marchito rostro. Es otra, aunque su corazón sea el mismo. La imagen de patetismo es absoluta. Sólo puede sentirse compasión ante la faz de esta desventurada criatura. Siente un poco de miedo, ante la posibilidad de resultar irreconocible para su amado. Se pinta precipitadamente los labios, pero inmediatamente se restriega y borra el carmín. Quiere presentarse ante él tal y como ella es. Se trata de un plano de unos dos minutos, esto es, extremadamente largo, pero la toma, tan arriesgada, se sostiene con una firmeza inconcebible, permaneciendo cincelada en la retina del espectador, que queda paralizado por el asombro. Pocas veces el cine ha mostrado de manera tan desoladora, tan sin retórica y sin aspavientos, la tristeza de una faz doliente. El efecto se multiplica como consecuencia de que nos hallamos ante uno de los semblantes más expresivos de la historia del cine de todos los tiempos. El rostro de Kaja ha experimentado una atroz metamorfosis. La abundante y corta melena negra, el denso flequillo cobijando la ancha frente, la boca sensual de labios finos, y, sin embargo, ardientes, los dientes parejos y marfileños, las perfiladas cejas, la nariz exquisitamente modelada, las mejillas que evocan el mármol del Pentélico, todo eso que vimos antes durante el breve paseo en barca con Peter, con unos primeros planos de ella magníficos, como cuando piensa en él apoyada en una robusta columna de la loggia del palacete del conde, todo eso se ha transmutado ahora en un rostro decrépito, patético, donde los únicos que permanecen inalterables son esos inmensos ojos, de párpados pesados y oscuros, aunque, inevitablemente, las ojeras delatan el agotamiento. Esos párpados, que se abren y se cierran cual ventanas que permiten u obstaculizan el paso de la luz, que se mueven con una lenta y sostenida cadencia.

También, en la escena final, cuando Kaja regrese a su prisión particular, donde la espera un desastrado Lorris enfurecido por la ausencia no comunicada, volverá a mirarse por última vez en el espejo ovalado de la cochambrosa estancia. Nada más entreabrirse la puerta, advertimos la lastimosa presencia de una mujer desmoronada, en parte indiferente ya al dolor, imagen sublime de un ser sufriente y condenado. Su resignación es señal de su derrota existencial. Mientras su receloso cancerbero pasea agitadamente por la habitación, Kaja contempla con indescriptible amargura ese rostro desfigurado que Peter no ha podido reconocer. Pero, por unos retardados segundos, lo que se refleja en el espejo no es la Kaja de ahora, sino la de hace diez años, envuelta en un lujoso abrigo de pieles visto en una escena anterior. Esos son los recuerdos que acuden a su mente extenuada. La cámara, de nuevo, mantiene bastantes segundos esa desgarradora imagen de la Kaja que una vez fue y la Kaja real, de pie en la habitación. Un despojo humano. Lentamente, en un fundido, desaparecerá el espectro pretérito, que nunca volverá, y surgirá el actual. La realidad, que casi siempre termina imponiéndose, resulta cruel e implacable. El rufián la agarra y la obliga a sentarse. «Así será siempre», le grita. Pero ella hace mucho que está por completo ausente.

En las primeras tomas de Kaja en la villa, está vestida con una elegante falda, que cae hasta un poco antes de los tobillos, diseñada por delante con triángulos negros y blancos, mientras por la parte posterior es enteramente negra. También es negra la cerrada camisa de terciopelo, con mangas largas, que la cubre a partir de la cintura. Cuando, dando un paseo por la playa, se acerca por vez primera al pescador Peter Karsten, presenta un aspecto deslumbrante. Lleva un vestido de entretiempo, de falda larga, estampado con grandes rombos ribeteados de negro, así como un ligero quitasol semitransparente, ornamentado de hojas en su zona central. Un elegante gorro blanco, adornado con plumas en un extremo, cubre su cabeza. El peinado es espléndido, concebido para hacer resaltar la extraña y perturbadora belleza de Asta Nielsen: densa melena corta, de tono azabache, que abulta a ambos lados de la cara, cubriéndole las sienes y las orejas, mientras que un poblado y espléndido flequillo tamiza toda la frente. El cabello no es más que la protección externa de un rostro singularísimo, en el que la boca, de labios finos, los dientes parejos, las cejas y la perfectamente modelada nariz, parecen hechos para resaltar, si es que eso es posible, esos ojos inmensos, cubiertos de pesados párpados que se cierran como delicadísimas ventanas, siempre pintados con un color oscuro, el rasgo más característico de esta actriz única, irrepetible, incomparable (en cuanto que no tiene ningún sentido compararla con ninguna otra), en acertada expresión del gran poeta, crítico de cine y dramaturgo húngaro Béla Balázs (1884 – 1949). En uno de los apéndices de La pantalla demoníaca (1952), la historiadora y crítico de cine Lotte Henriette Eisner, no sólo nos recuerda las palabras de Béla Balázs, después de haber visto a Asta Nielsen interpretando la muerte de Hamlet (1921): «Arriad las banderas ante ella, pues es única», sino que ella misma enfatiza «su expresión pálida de ojos inmensos y ardientes», la «franja de cabellos negros lisa, lacia», estilizado adorno del que resultaba inseparable. En Der Absturz esa franja de cabellos negros lisa, lacia, surge en la última parte, cuando la vida de Kaja Falk se ha convertido en una patética tragedia. Pero no puede uno resistirse a reproducir el penetrante dibujo que hace Lotte Eisner de esta actriz inigualable: «Una época hiperinstruida, inestable y sofisticada había encontrado su ideal en Asta Nielsen, mujer intelectual, llena de refinamiento, de rostro de Pierrot lunar, de párpados pesados, de manos que parecían llevar, como las de Eleonora Duse [1858 – 1924, célebre actriz italiana de teatro], heridas invisibles … Su cálida humanidad, llena de aliento, de presencia, refutaba lo abstracto, así como el carácter abrupto del arte expresionista … Nunca se rebajaba al amaneramiento, su vestimenta nunca chocaba. Podía interpretar en pantalón, sin que se produjera ambigüedad. Y es que el erotismo de Asta Nielsen está muy lejos de cualquier equívoco; para ella se trataba siempre de una auténtica pasión. Su peinado con flequillo le hacía interpretar a veces a vampiresas, pero no tenía nada de mujer fría y calculadora. En ella se notaba ese fuego devorador que no sólo va a destruir a los hombres, sino también a ella misma». Cuando Lotte Eisner habla de que el erotismo de Asta Nielsen no se presta a equívocos, acordémonos, a modo de didáctica comparación, de la fugacísima presencia, apenas unos segundos, de una jovencísima y andrógina Sybille Schmitz en Überfall («Accidente»), un novedoso y radical corto de Ernö Metzner rodado en 1928.

Sólo dos breves consideraciones más. Una, respecto a la cuidada puesta en escena, decorados y dirección artística. La arquitectura de la mansión del conde, a pesar de su maciza mole, ofrece lejanas influencias de la célebre Villa Rotonda iniciada por Andrea Palladio cerca de Vicenza hacia 1550-54, especialmente en lo que atañe a la distribución en tres alturas, con su piano nobile y marcadas líneas de imposta, así como del neogriego alemán de Karl Friedrich Schinkel y Leo von Klenze, visible, no tanto en el cuerpo central dividido de la fachada principal del palacete, con la parte inferior, el pórtico propiamente dicho, más saliente, y la superior retranqueada, si bien armonizados ambas zonas por los amplios vanos con arcos de medio punto, cuanto en el espacioso vestíbulo de entrada, con su puerta adintelada y las altas y majestuosas columnas de fustes redondos que flanquean el comienzo de la elevada escalera de planta cuadrada de varios tramos en torno a una amplia caja abierta.

El elemento más encantador del edificio es la anchurosa loggia rectangular, a modo de prolongación de una de las fachadas, abierta al jardín por sus dos lados mayores, asimismo con robustas columnas de fuste redondo, unidas mediante una torneada barandilla de hierro, como si el conjunto fuese una especie de belvedere. Se entra en la loggia a través de un vano adintelado que comunica con las dependencias interiores de la villa, mientras que en el otro extremo, perpendicularmente, hay una suerte de pabellón, también rectangular, cuyos lados menores están rematados por frontones triangulares. Este pabellón se halla también abierto al jardín que circunda la mansión, acentuando el carácter de mirador. La loggia, elevada hasta el nivel del piso noble, se sustenta en una maciza cimentación de mampostería.

En lo que atañe a la decoración, sólo resaltar que el salón de la vivienda de Kaja ofrece algunos objetos muy modernos, sobresaliendo especialmente un gran cuadro de estilo expresionista, con figuras que evocan las cocottes o showgirls paseando por la calle que pintaba Ernst Ludwig Kirchner en Berlín hacia 1913-14, cuando el grupo Die Brücke, después de trasladarse a la capital alemana en 1911, estaba ya en proceso de descomposición. Por lo que respecta a la villa de Lamotte, en uno de los gabinetes pueden apreciarse retratos de la Escuela holandesa de pintura del siglo XVII.

La última consideración es de carácter histórico y político. En noviembre de 1922 Alemania había entrado en un turbulento proceso inflacionista que no dejará de crecer hasta diciembre del año siguiente. La fragilidad de la joven República de Weimar es más evidente que nunca. El semblante de Asta Nielsen puede servir de metáfora de la poderosa Alemania de antes de la Gran Guerra y de la vencida y humillada de la hora presente. Esta película, por emplear la terminología de Sigfried Kracauer, pertenece a la época anterior al periodo de estabilización, iniciado en abril de 1924 con la renegociación de la deuda gracias al Plan Dawes, periodo marcado en la pantalla alemana por el llamado «nuevo realismo», cuyo máximo exponente quizá sea Georg Wilhelm Pabst. En la Unión Soviética, como consecuencia del atentado del 30 de agosto de 1918 y del exceso de trabajo, el quebranto de la salud de Lenin se agrava, sufriendo su primer infarto el 25 de mayo de 1922. Agazapado en la sombra, astuto como un viejo zorro, el ex seminarista georgiano espera pacientemente su turno. A partir de 1927, su dictadura personal, aprendida en la elocuente escuela del hombrecillo de los ojos rasgados de tártaro, será infinitamente más sanguinaria. Por lo que atañe a Alemania, en 1922 el huevo de la serpiente está incubándose sin que nadie se dé exacta cuenta. Ni el putsch de Munich de principios de noviembre de 1923, ni los resultados electorales de septiembre de 1930 y de julio y noviembre de 1932, fueron suficientes para alertar a unas élites políticas conservadoras que creyeron poder manejar sin dificultad al oscuro cabo antisemita surgido desde la Räterepublik («República de los Consejos») de la capital de Baviera de la primavera de 1919. El nuevo demagogo, el hombre perezoso que «sólo sabía hablar», encarnación del mal absoluto, precipitaría a su país y a todo un continente en el abismo.

Málaga, 29 de marzo de 2021.

Det Danske Filminstitute (Instituto Cinematográfico danés) es el propietario intelectual de las ilustraciones.



viernes, 26 de marzo de 2021

INTERTREPPE (1921)


Hintertreppe, un notable y temprano ejemplo del Kammerspielfilm

  

ENRIQUE CASTAÑOS

 

 

La película Hintertreppe (Escalera de servicio) fue dirigida en 1921 por el alemán Leopold Jessner (Königsberg, marzo de 1878 – Hollywood, diciembre de 1945), asistido por su compatriota Paul Leni (Stuttgart, julio de 1885 – Hollywood, septiembre de 1929). De una duración de unos 50 minutos, muda y en blanco y negro, su creador y guionista fue el gran Carl Mayer (Graz, Austria, 1894 – Londres, 1944)[1], a quien se deben, entre otros, los guiones de Das Kabinett des Dr. Caligari (1919), Scherben (Raíl, 1921) Sylvester (La noche de San Silvestre, 1923) y Der Letzte Mann (El último, 1924). Además de ayudante de dirección, Paul Leni también se ocupó de los decorados; los operadores fueron Karl Hasselmann y Wily Hameister, y la producción, alemana, correspondió a Henny Porten-Film GmbH y Hans Lippmann. El reparto solamente incluye a tres personajes: la sirvienta (Henny Porten), el amante (Wilhelm Dieterle) y el cartero lisiado (Fritz Kortner). Henny [diminutivo de Henriette] Porten, cuyo nombre real era Frieda Ulricke Porten (1890 – 1960), fue, además de productora, una destacada actriz del cine mudo alemán, que trabajó en varias películas de Ernst Lubitsch, Ewald André Dupont y Robert Wiene. En 1919 fundó su propia productora, que se fusionó con la de Carl Froelich en 1924. Su primer marido, con quien se casó en octubre de 1912, el actor y director de teatro y de cine Curt A. Stark, murió en octubre de 1916 en la Gran Guerra. En junio de 1921 volvió a casarse, esta vez con el médico judío y productor de cine Wilhelm von Kaufmann-Asser, razón por la que su carrera viose obstaculizada a partir de 1933, aunque pudo continuar trabajando en varias películas, gracias a la intervención de Albert Günther Göring, hermano menor del jerarca nazi Hermann Göring, pero enemigo declarado del régimen totalitario y protector, en la medida de sus posibilidades, de judíos y opositores, por lo que las vidas de la conocida actriz y la de su marido judío fueron respetadas durante la dictadura nacional-socialista, con la que ambos no tuvieron ninguna relación. Su carrera después de 1945 fue muy restringida. En cuanto a Wilhelm Dieterle (1893 – 1972), fue actor y director de cine en Alemania hasta 1930, trabajando algún tiempo en la compañía teatral de Max Reinhardt y participando en filmes tan renombrados como Das Wachsfigurenkabinett (El gabinete de las figuras de cera), de Paul Leni (1924) y Faust, de Friedrich Wilhelm Murnau (1926). En 1930 emigró a los Estados Unidos, donde se nacionalizó en 1936, cambió su nombre de pila por William y se convirtió en un meritorio director de cine, destacando su lírica y misteriosa película Portrait of Jennie (1948). Por último, el vienés Fritz [diminutivo de Friedrich] Kortner (1892 – 1970), que interpretó pequeños papeles, entre 1911 y 1913, en la compañía de Max Reinhardt, tuvo una importante participación, como amante y efímero marido de Lulú, en la inmortal obra de Georg Wilhelm Pabst titulada Die Büchse der Pandora (La caja de Pandora, 1929), protagonizada por la inteligente y deslumbrante Louise Brooks, a partir de una obra teatral de 1902 de Frank Wedekind. Abandonó Alemania al poco de llegar al poder los nacional-socialistas, recalando, primero, en Inglaterra, donde intervino en Abdul the Damned (Abdul Hamid, el sultán rojo), realizada por Karl Grune en 1935, y, después, en los Estados Unidos, donde trabajó como guionista y actor, como en la algo confusa, aunque estimable, Somewhere in the Night (Solo en la noche), de 1946, primer acercamiento de Joseph L. Mankiewicz al cine negro, un género donde nunca pareció encontrarse cómodo. En definitiva, que los únicos tres actores de Hintertreppe sobresalieron en el cine silente y dieron con bastante dignidad el salto al sonoro.


                                                                     Leopold Jessner
                                                           


Hintertreppe narra una historia pasional, un drama de la vida cotidiana de la clase media empobrecida. La acción transcurre en Berlín, en un conjunto de casas de diferentes alturas donde reside una clase media proletarizada, si bien hay solamente una vivienda habitada por una estirada e intolerante familia, rígida y convencional, perteneciente a una clase media relativamente acomodada, que es donde trabaja la sirvienta como interna. Alrededor de las casas, un patio vecinal empedrado, decisivo como espacio que, al mismo tiempo, separa y vincula a los habitantes de las descuidadas viviendas. Un patio semejante aparecerá en Der Letzte Mann, de Murnau, a nuestro juicio muy bien diseñado, aunque puede llevar razón la estudiosa alemana Lotte H. Eisner cuando afirma preferir el patio concebido y construido por Paul Leni[2], probablemente, suponemos nosotros, porque es más sórdido y tenebroso, convirtiéndose en mudo escenario del drama, siendo capaz de «reunir» a almas dispersas y distintas.

Hintertreppe es uno de los primerísimos títulos de lo que se ha dado en llamar Kammerspielfilm, esto es, un «cine de cámara» o «cine íntimo» cuya característica más visible es la ausencia de intertítulos y el escasísimo número de personajes[3]. En realidad, se trataría de un ejemplo, avant la lettre, del género, en palabras de Lotte Eisner, quien la fecha en 1920[4], mientras que Sigfried Kracauer la retrasa a 1921[5], opinión compartida por Roberto Paolella[6]. También la fechan en 1921 los críticos Horst Claus y Fred Gehler. En cualquier caso, parece bastante probable que el rodaje de Hintertreppe fuera ligeramente anterior al de Scherben. Este género cinematográfico, específicamente alemán, comenzó con la mencionada Scherben, escrita por Carl Mayer y dirigida por el rumano Lupu Pick en 1921. En Scherben hay cuatro personajes: el guardavía (Werner Krauss), la hija (Edith Posca), el inspector de ferrocarriles (Paul Otto) y la madre (Hermine Strassmann-Witt). Una quinta persona es un fugacísimo pasajero, encarnado por el propio Lupu Pick, marido, en la vida real, de Edith Posca. La siguiente gran película del género, asimismo creación de Carl Mayer y de nuevo dirigida por Lupu Pick, es Sylvester, de 1923. Otra vez tres personajes: el marido (Eugen Klöpfer), su esposa (Edith Posca) y su madre (Frieda Richard). Con el pronombre posesivo «su» en cursiva, Carl Mayer pretende, en opinión de Lotte Eisner, privar de cualquier existencia individual a ambas mujeres. El Kammerspielfilm alcanzaría probablemente su culminación con Der Letzte Mann, de Murnau, también escrita por Carl Mayer y donde Murnau contó con la magistral colaboración del operador Karl Freund, lo que le permitió sacar mejor partido al ajetreo callejero, a la simbólica puerta giratoria de la entrada del lujoso hotel y a las expresiones del rostro del personaje principal, el portero mayor del Atlantic, degradado a humilde encargado de los baños, un papel que interpretó un soberbio Emil Jannings, de quien Murnau extrajo, gracias a los primeros planos y a los suaves contrapicados muy próximos, toda la capacidad expresiva de su rostro, pues Karl Freund, en vez de usar solamente la cámara sobre ruedas para los travellings, adhirió una cámara más pequeña a su propio cuerpo (como la potente linterna que porta colgada a su cuello el sereno del hotel), de tal modo que podía seguir de cerca los más leves movimientos del cuerpo y de la cabeza de Jannings, especialmente al deslizarse sigilosamente por los pasillos del hotel de noche, con su figura encorvada pegada a las paredes, temeroso y derrotado. También Karl Freund, por indicación de Murnau, supo otorgar la importancia debida al uso de la luz y de la sombra, circunstancia que no concurre con tanta maestría ni en sendas obras de Lupu Pick ni en la que analizamos en este breve artículo.


                                                                       Paul Leni



El Kammerspielfilm, como ha subrayado Lotte Eisner, deriva directamente del teatro de Max Reinhardt entre 1902 y el inicio de la contienda europea, pues este innovador director teatral alemán advirtió que las expresiones y gestos de los actores no podían apreciarse por los espectadores en una sala espaciosa; de ahí que redujese drásticamente el número de espectadores, a fin de que pudiesen ver la evolución expresiva de los actores de la obra representada. Este tipo de teatro dio en llamarse Kammerspiel, no pudiendo asistir a las sesiones más de trescientos espectadores[7]. Pero hay que ser cautos a la hora de establecer las relaciones de Max Reinhardt con el teatro naturalista anterior, por mucho que el Kammerspielfilm beba en los «contenidos» de determinados dramas psicológicos y naturalistas de escritores de Alemania, Noruega y Suecia. Lionel Richard ha señalado, respecto a Reinhardt, dos cosas relevantes: la primera, que su aportación fue decisiva, durante esa docena de años anterior a la guerra, en el descubrimiento del teatro extranjero y en decidirse por incorporar a los mejores autores teatrales de la época, tales como Henrik Ibsen, Maurice Maeterlinck, Carl Sternheim, Augusto Strindberg, Nicolás Gogol (aunque fallecido en 1852), Hugo von Hofmannsthal, Frank Wedekind y Georg Kaiser; la segunda, que se alzó «contra el monopolio del teatro naturalista, representado por Otto Brahm», su maestro, alcanzando de este modo una «madurez de elaboración escénica» singularmente neo-romántica, decadentista (no olvidemos que Maeterlinck se desenvuelve en el ámbito del Simbolismo, esto es, donde la preeminencia corresponde a la Idea), «que intenta, sin ocultarlo, favorecer ensueños, provocar una evasión fuera de la realidad»[8]. Por eso no se puede ser maniqueo o taxativo cuando nos referimos a Reinhardt, como observó muy bien Lotte Eisner, pues, a pesar de sus innovaciones escénicas, se nutre de conceptos e ideas neo-románticas, simbolistas, naturalistas, expresionistas y vanguardistas, sin que necesariamente hayan de resultar antagónicas; su talento, por el contrario, consistió en reconciliar tendencias aparentemente opuestas. El mismo Lionel Richard nos recuerda la desaprobación de Lotte Eisner por la tendencia generalizada de la crítica a considerar «expresionistas» todas las películas rodadas en Alemania durante el decenio de 1920, fruto del desconocimiento de lo que realmente fue el Expresionismo y de la confusión en torno a él[9]. Pensemos, sin ir más lejos, en las extraordinarias películas de Pabst desde 1924 hasta 1929, enmarcadas por Kracauer en lo que llamó «nuevo realismo» cinematográfico alemán[10], emparentado con el movimiento artístico de la Neue Sachlichkeit («Nueva Objetividad») y con la renegociación de la deuda alemana que se concretó en el llamado Plan Dawes de abril de 1924 (por el nombre de su principal impulsor, Charles Gates Dawes, Director de la Oficina del Presupuesto de los Estados Unidos).

Pero, si bien existen indudables puntos de contacto entre el Kammerspielfilm y el Expresionismo cinematográfico, no puede ocultarse cierta oposición explícita entre ambos. El «cine de cámara» está incardinado en el teatro de Max Reinhardt y está vinculado al drama psicológico y naturalista alemán y nórdico, por ejemplo, a las obras del noruego Henrik Ibsen, del sueco Augusto Strindberg y del alemán Gerhart Hauptmann. A este último dramaturgo lo vemos, durante catorce segundos, avanzando enérgico y erguido desde el plano del fondo con un libro en la mano, en plena campiña, hasta detenerse y mover ligeramente la cabeza en una brevísima toma donde su figura ocupa el primer plano, antes de que comience propiamente la película Phantom (El nuevo Fantomas), dirigida en 1922 por Murnau a partir de una novela de Hauptmann, adaptada por Thea von Harbou, que fue la guionista. Aunque Phantom no tenga nada que ver con el Kammerspielfilm, la aparición preliminar del reputado escritor en la pantalla es no solo un documento histórico-visual, sino toda una declaración de principios acerca de los intereses argumentales de destacados cineastas alemanes de la época. Ya Hermann Bahr, en su fundamental ensayo Expressionismus, publicado en Munich en 1916, enfatizó la oposición entre el Impresionismo y el Expresionismo, es decir, el carácter irreconciliable entre el predominio de la retina, de la sensación, del ojo como mero analista visual de lo fugaz y transitorio, y la preeminencia del ojo interior, puramente espiritual, propio del Expresionismo[11], que, en definitiva, es, en buena medida, un hijo tardío del Romanticismo alemán, como es evidente si leemos, por mencionar el ejemplo más conocido, algunos pasajes escritos por el pintor Caspar David Friedrich.


                                                    Fritz Kortner en un plano del filme


El Expresionismo cinematográfico subraya poderosamente los decorados con aristas puntiagudas y fragmentos extremadamente angulosos (Caligari), o bien los decorados fantásticos, irracionales, subordinados a una desbordada imaginación, como los construidos por el arquitecto Hans Poelzig en la película Der Golem, de Paul Wegener y Carl Boese (1920). Los decorados picudos de Caligari se repiten de nuevo en otra película de Robert Wiene, Raskolnikow, de 1923, sirviendo de marco perfecto al desquiciamiento psicológico del protagonista y al desmoronamiento de los fundamentos de la sociedad. También hallamos escenas, como en el caso de Nosferatu de Murnau (1922), que enfatizan, con los intensos contrapicados y la presencia amenazadora de las sombras, el carácter «siniestro» del vampiro, del «no-muerto», encarnación del mal, según corrobora el título completo de esta obra maestra: Nosferatu, eines Symphonie des Grauens, donde este último adjetivo se traduce por siniestro. Las películas expresionistas no se centran en el drama psicológico interior, estrictamente individual, de los personajes, ni tampoco abordan los problemas económicos y sociales de la clase media proletarizada, ni siquiera la evolución de las pasiones, el peso insoportable de un pasado oscuro, el incesto, el sexo, la locura o el enfrentamiento entre las clases propia del teatro naturalista nórdico, temas que tienen ejemplos definitivos en Spöksonaten, El pelícano y La señorita Julia, de Strindberg, o en Rosmersholm de Ibsen.

Por su parte, el Kammerspielfilm no nos ofrece ese tipo de decorados, por mucho que no sea posible eliminar por completo la influencia expresionista. El decorado no es ahora «artificial», irracional, subjetivo, sino naturalista, a veces sórdido, escueto, sobrio, sintético, donde, en ocasiones, la Naturaleza tiene una presencia grandiosa, intemporal, cual símbolo de la permanencia del cosmos, tal y como vemos en Scherben y en Sylvester.

Leopold Jessner fue uno de los directores teatrales que, en 1918-1919, junto con Rudolf Leonhard, Karlheinz Martin y Erwin Piscator, se alzaron contra un teatro naturalista «popular» que pretendía captar a la clase obrera, impulsado por Bruno Wille y Franz Mehring, pero que acabó tornándose «comercial, burgués y tradicional»[12]. De aquéllos, los más ideologizados fueron Karlheinz Martin y Erwin Piscator, militantes comunistas.


                                                        Uno de los planos finales del filme


Como realizador, Jessner solamente dirigió cuatro películas, entre 1921 y 1935, siendo, con mucho, Hintertreppe la más destacada y la que le hace merecedor de ser incluido con nombre propio en las historias del cine mudo. No compartimos la apreciación crítica de Lotte Eisner acerca de que Hintertreppe sería un film sobrevalorado: «¿Será una antinomia fundamental entre el Kammerspiel, intimista y psicológico, y los procedimientos del expresionismo lo que hace que hoy esta obra sobrevalorada por las historias del cine nos parezca muy decepcionante?»[13] Criterio semejante, aunque por otros motivos, es el de Jean Mitry, que siente una decidida animadversión hacia todo el Kammerspielfilm, considerándolo un género impostado, artificial, exagerado y falso. La única excepción que hace es con Der Letzte Mann, a la que califica de obra maestra. Esa denostación del «cine de cámara» que lleva a cabo Mitry, «expresionismo realista» para él según hemos dicho, se concentra en sendas películas de Lupu Pick, aunque lo que afirma sirve igualmente para Hintertreppe. Sobre Sylvester (1923) escribe que «revela una tendencia más marcada todavía hacia un naturalismo psicológico pretendidamente realista; lo es por su tema, pero se expresa a través de una estructura elaborada, puramente expresionista. Y ello porque en este film, cuya acción se desarrolla en el espacio de una hora, todo lo que se cuenta es lo que ocurre justamente “alrededor del drama”. Es la vida de los juerguistas de cabaret, en medio de una pesada atmósfera de cerveza y humo; es también el contrapunto persistente que va a buscar en la Umwelt imágenes-símbolos (el mar encrespado, el cielo desfigurado, el cementerio crepuscular, la landa desierta, etc.), imágenes que procuran tornar perceptible el lado eterno de las cosas de las que el drama no constituye sino un aspecto momentáneo»[14]. Para Mitry, pues, el carácter fundamentalmente expresionista de Sylvester está determinado por el hecho de que lo importante de la narración, no es el drama familiar que transcurre durante la última hora del último día del año en la vivienda trasera del dueño del bar, sino lo que ocurre alrededor de ese drama, bien sean los clientes que protagonizan la francachela del bar, el ajetreo de la calle y de la plaza, con su omnipresente reloj a modo de monolito rematado por una esfera luminosa, el intenso tráfico rodado y el trasiego de los viandantes, la puerta giratoria del lujoso local de la acera de enfrente, y, sobre todo, la interpolación de imágenes de la Naturaleza. De esta explicación para calificar la película de «expresionista» es, precisamente, de la que discrepamos nosotros. Es cierto que todo lo que no es el trágico drama familiar que se desarrolla en el salón-comedor de la vivienda es Umwelt, esto es, «el mundo en torno», «el mundo alrededor», pero ello no conduce ineluctablemente a convertir el drama familiar en un acontecimiento marginal y secundario. La Umwelt, más bien, sería el contrapunto sinfónico del drama, que es el hecho decisivo, aunque también es verdad que cuando la Umwelt es pura naturaleza, se nos está indicando simbólicamente, como hemos insinuado anteriormente, que lo que ocurre en el interior de la casa es transitorio, fugaz, y que lo único que permanece es el ritmo eterno de la Naturaleza, ajena a las pasiones e instintos de los hombres. Las imágenes de la Umwelt se intercalan para reforzar el significado del drama, no para ignorarlo, subordinarlo o llevarlo a la marginación. Nos convence más la explicación que del papel de la Umwelt en Sylvester da Lotte Eisner, quien a este propósito trae a colación la interpretación del crítico, director de cine y poeta vienés de origen judío Ernst Angel (1894 – 1986), sintetizada por Eisner cuando escribe que la Umwelt «no es realmente independiente, sino que podríamos decir que es desinteresada y se atenuará de nuevo con la reanudación de la acción misma»[15].

Jean Mitry continúa exponiendo sin tapujos su rechazo del Kammerspielfilm, para él un género malogrado dentro del Expresionismo cinematográfico: «Buscando expresar la psicología individual a través de un simbolismo a ultranza, exponiendo solo acciones y reacciones elementales alrededor de diversos hechos convencionales, presentando caracteres esquemáticos hasta el exceso en situaciones paroxísticas, Lupu Pick y los cineastas de esta escuela realizaron filmes que de realistas solo tienen el título. Nada parece hoy más artificial y más falso que esta realidad retorcida, concebida únicamente para satisfacer una simbólica premeditada. El error consistió en querer estilizar el drama y los personajes persiguiendo un realismo psicológico cuyas exigencias son diametralmente opuestas»[16].


                                                        Henny Porten en su casa en 1922


No le falta, sin embargo, algo de razón a Mitry, aunque, en el caso de Lupu Pick, el principal error, al menos en Sylvester, está en no haber sabido traducir con la cámara la importancia concedida a la luz por Carl Mayer, ni haber sabido extraer todo el simbolismo que escondían elementos esenciales, como la puerta giratoria de entrada del lujoso local de la acera de enfrente, cuestión que sí supieron resolver magistralmente Murnau y su operador Karl Freund en El último. El propio Paul Leni, escribiendo en 1924 sobre Sylvester, dice: «Carl Mayer da a su película Sylvester el subtítulo de un “juego de luces”. Esta indicación no es ciertamente una simple alusión a la técnica que utiliza transformaciones y movimientos de luz. Con ello ha querido expresar el claroscuro que reina en el hombre, en su alma, ese ir y venir eterno de sombra y luz que afectan las relaciones psíquicas. Así es como yo he entendido este subtítulo»[17].

En Hintertreppe las dos presencias dominantes son la de la sirvienta y la del cartero. El amante aparece en escena muy poco.

La historia es sencilla. Debido a la importancia del texto escrito por Carl Mayer, describiremos detenidamente la acción, para que el lector, aun sin poder ver la película, pueda imaginársela. La descripción se irá viendo enriquecida por apreciaciones técnicas y estéticas. Con ello será suficiente. En la primera secuencia vemos a la sirvienta despertándose por la mañana, muy temprano, para comenzar su jornada. El reloj despertador suena a las 6:00, pero ella lo atrasa cinco minutos para arrellanarse un poco más en la cama. Observamos por dos veces, con todo detalle, el sencillo engranaje de la parte posterior del reloj, girando la ruedecilla. Esta presencia dominante de los objetos a favor de la acción dramática, ha sido resaltada por Kracauer a propósito de las películas de Carl Mayer[18]. La perseverancia y el detallismo con el que son ofrecidos los objetos visibles en Hintertreppe (papel, pluma, tintero, mesa, florero de cristal, platos, vasos, cubiertos, cocina de gas, cartera de cuero, hacha) resulta obsesiva. Mientras la criada se levanta, al otro lado del patio vecinal, el cartero la observa desde la ventanuca de su mugrienta y desaliñada vivienda, situada en una planta sótano (solamente la puerta de entrada y la ventana de arco escarzano están al nivel del pavimento del patio). En la siguiente secuencia, el cartero sube por la escalera de servicio y llama a la puerta de la cocina de la vivienda donde trabaja la sirvienta. Ésta abre, el cartero le entrega la correspondencia y se marcha. La criada camina un poco, deposita las cartas sobre una mesita del amplio salón-comedor, curiosea el nombre del remitente de uno de los sobres y se sonríe. El espectador ha podido observar con nitidez la escalera de servicio, sórdida, con las paredes desconchadas, adornada solo por una barandilla con balaustres de madera torneados. Esta escalera de servicio, trasera, descuidada, unas veces iluminada y otras tenebrosa, ocupa un puesto intermedio, es un lugar de paso que conduce solo a aquella puerta y al tejado, pero que tendrá un papel determinante como nexo de unión entre la sirvienta y el cartero, ya que se trata del único elemento físico que le permite entrar en contacto, aunque fugaz y pasajero, con la muchacha. Su función anuncia el espacio tras la puerta de entrada del bloque de viviendas que sirve de distribuidor en Die freudlose Gasse (La calle sin alegría), de Georg Wilhelm Pabst (1925), aunque en este último caso ese espacio conduce tanto al garito clandestino y vicioso que regenta la alcahueta Greifer (Valeska Gert) como a la puerta de la vivienda de clase media empobrecida por la inflación habitada por Greta Rumfort (Greta Garbo), su padre, el orgulloso consejero Rumfort (Jaro Fürth), y su hermana pequeña (Eleonore Nest). El vicio y la virtud se hallan muy próximos, aunque por fortuna enfrentados, a pesar de un conato de tentación frustrado, en ese notable exponente del «realismo social» cinematográfico alemán, por emplear la terminología de Kracauer. No es el caso de la escalera de servicio en el film de Jessner. La escalera pondrá en contacto al cartero y a la criada, pero también será el testigo mudo de desengaños, ansiedades, alegrías, esperanzas, y, por último, el paso obligado que conducirá a la muchacha a su trágico final. De otra parte, el espectador ha podido echar una ojeada a ese amplio patio interior empedrado del conjunto de viviendas, donde la clase media relativamente acomodada, reducida a una sola familia, convive con la clase media baja, proletarizada. Al principio de este artículo nos hemos referido a su función esencial, y ahora adelantamos que también será escenario de encuentros amorosos furtivos y de la tragedia postrera. Precursor indiscutible del que aparece en Der Letzte Mann, Murnau consigue iluminar, gracias a la intervención de Karl Freund, mucho mejor el suyo, algo esencial para ser fiel a las directrices estéticas sobre la iluminación de Carl Mayer, pero la diferencia más ostensible es que el construido por Paul Leni está prácticamente siempre bastante oscuro y vacío, salvo algún farol que proyecta una luz expresionista y la concurrencia de curiosos que rodea el cuerpo inerte de la joven en el suelo, mientras que el de Murnau, aunque solitario cuando la figura encorvada, humillada y asustadiza de Jannings se desliza adherida a las paredes, suele estar animado, con niños jugando y vecinas envidiosas demasiado entrometidas, cotillas y murmuradoras, una crítica despiadada de Murnau a esta práctica tan poco edificante que los habitantes de las riberas del Mediterráneo creemos sin ningún motivo que es exclusiva nuestra.

Por la noche, la sirvienta se reúne con su amante, en un recodo del patio de vecinos, iluminados por la luz indirecta de un farol, siendo ambos vistos por el cartero desde su casa, apenándose por ello. La cámara nos acerca su rostro lo suficiente para que podamos distinguir sus muecas con la boca y sus entristecidas facciones. A la noche siguiente, la criada sale de nuevo a reunirse con su amante en el mismo lugar, pero éste no viene. Ella da cortos paseos de un lado para otro, nerviosa y levemente agitada. El cartero vigila una vez más desde su lóbrega ventana. Al día siguiente, el cartero, de nuevo a través de la escalera de servicio, le entrega la correspondencia a la sirvienta, pero para ella no hay ninguna carta. Naturalmente, esperaba alguna de su amante, quien tampoco se presenta a la noche siguiente. Continúa sin recibir cartas de su amante. Éste, artesano de profesión, es posible que haya tenido que trasladarse por un tiempo a realizar algún trabajo fuera de la ciudad, pero, en realidad, lo que está sucediendo es que el cartero, secretamente enamorado de la joven, intercepta las cartas del amante, impidiendo que lleguen a su destinataria. El cartero, tímido, acomplejado y temeroso de ser rechazado por la hermosa y opulenta criada, le oculta su amor. Siempre se presenta ante ella como en actitud avergonzada, apocada, sin atreverse a mirarla directamente, con la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo. En otra toma, observamos a la joven rasgando, desolada, la correspondencia y echando los trozos en el barreño donde friega los platos. Suena la campanilla accionada por la señora -cuya forma y rápido movimiento prefigura las que se ven en Schloss Vogelöd (El castillo Vogeloed, dirigida por Murnau en 1921), Nosferatu y en Sylvester- y la criada emprende la nueva orden recibida, limpiar concienzudamente platos y vasos para la comida próxima, con invitados, que tendrá lugar en la casa. Parece absorta en su tarea, pero acecha la presencia del cartero en el patio. Desde una ventana, lo ve atravesar el pavimento, resguardado en un impermeable que brilla por el agua que chorrea, pues está lloviendo copiosamente. Deja su trabajo y acude a la puerta de la cocina. Al no recibir cartas de su amante, la muchacha se sorprende y muestra su disgusto ostensiblemente, hurgando incrédula en la negra cartera de cuero del empleado postal. La escena se desarrolla en el umbral, con la puerta entreabierta. Mientras ocurre, el hombre permanece con la cabeza vuelta, consciente de la angustia y preocupación de la joven. Ésta retorna a su anterior tarea, y la vemos disponer en el comedor, cuidadosa y eficientemente, la mesa de los invitados. Aquí repara Lotte Eisner en un contraste que salta inmediatamente a la vista: «… la vivienda sórdida del cartero contrasta con el salón “1900”, amueblado con sillones de felpa, dentro de un estilo del tipo “Levitan”, recargado por palmeras artificiales»[19]. Al día siguiente, por fin, el cartero le entrega una carta de amor, supuestamente de su amante. La lee, entusiasmada y presurosa, delante del propio cartero. Llena de gozo, comparte su alegría, en el umbral de la puerta, con el emisario de tan cálida misiva, cogiéndole uno de sus brazos con emoción. En esa carta, de letra limpia y clara, se especifica el amor que siente por ella y las razones por las que no ha podido recibir antes cartas suyas. Ella no se da cuenta, ni siquiera por el tipo de letra, pero la breve epístola, casi una nota o un billete, tierna y rezumando un amor auténtico, es del cartero, quien se ha decidido a suplantar en secreto al amante.

Una vez en sus reducidos dominios, en la cocina, de nuevo la lee y relee, exultante, disponiéndose de inmediato a contestarla, por lo que se sienta satisfecha junto a una mesa, bebe pequeños tragos de vino y comienza a escribir entregada por completo a su tarea. El papel, la pluma y el tintero son enfocados, convenientemente iluminados[20], con delectación física, material. Ahora, en una acción paralela, las escenas se alternan, ora en una vivienda, ora en otra, manteniendo la unidad de tiempo, pero no la de lugar. Durante el transcurso de la fiesta, con cena incluida, en casa de los propietarios donde trabaja la criada, que solo nos es posible observar a través de las sombras proyectadas en los cristales de una puerta interior de la vivienda burguesa, el cartero, en su casa, empieza a escribir otra carta de amor, mejor dicho, a transcribir la ya escrita anteriormente. La joven, que continúa estando gozosa por la epístola recibida, deja momentáneamente de redactar la contestación, coge dos copas de cristal y una jarra con vino, y se encamina diligente a la casa del cartero, con el propósito de compartir su alegría con el vecino que le ha traído tan buenas noticias. Al presentarse de improviso en casa del cartero, éste no tiene tiempo para ocultar la carta que estaba copiando, por lo que la coge con palpable nerviosismo y la arruga con una de sus manos, sin poder impedir que los bordes del papel sobresalgan del puño cerrado. Entonces, la joven, de manera juguetona, sin mala intención, una vez depositadas las copas y la jarra con el vino en la mesa, le arrebata la carta. Nada más empezar a leer, se da cuenta que se trata de una copia de la misiva que había recibido el día anterior. Compara la letra con la que guarda en el bolsillo, descubre lo sucedido, y se enfada con el cartero, quien permanece, abatido y con la cabeza vuelta gacha, de pie, levemente encorvado, avergonzado por lo que ha hecho. No obstante, su amor por la criada permanece incólume, a pesar de que teme haber perdido su confianza para siempre. La joven, comprendiendo al desdichado, posa ligera y suavemente su mano izquierda sobre la cabeza del hombre, que continúa inclinado sobre sí mismo, la desliza sobre uno de sus hombros, con delicadeza, y se va, sin duda perdonándolo. Toda la escena, tan breve, es un prodigio del extraordinario poder de los gestos, las actitudes, las expresiones, en el cine silente. Podrían recordarse aquí las certeras palabras de Rudolf Arnheim: «La ausencia de la palabra hablada concentra más la atención del espectador en el aspecto visible de la conducta, y de este modo el acontecimiento entero atrae especial interés. A esto se debe que tomas muy corrientes resulten con frecuencia tan notables en las películas mudas»[21].

La sirvienta regresa a la casa donde trabaja (Jessner, como en otras muchas ocasiones, se vale aquí de una elipsis, esto es, un salto temporal, pues no vemos a la chica atravesar el patio), pero se siente incapaz de terminar la carta que había empezado. Se la ve reflexiva, meditabunda. Se dispone a recoger los restos de la celebración en la que han participado sus señores y los invitados. Poco después, el cartero deja, delante de la puerta de servicio, una nueva carta, llama al timbre y corre escaleras abajo, a fin de no ser descubierto. La joven, al abrir la puerta, se percata del sobre que hay en el suelo. Lo recoge y se dispone a fregar los platos. Pero continúa intranquila. Abandona rápidamente su tarea y va con la carta a la casa del cartero. Una vez dentro, rompe la misiva delante de él y comienza a llorar, echada sobre la mesa. Es evidente su desazón. El cartero permanece sentado, avergonzado, sin atreverse a mirarla. Al verla llorar, se levanta y trata de consolarla. Ella, entonces, se serena un poco, ase con ternura la mano derecha del cartero y acaricia su brazo. La muchacha está emocionada ante el amor que por ella siente este hombre solitario, desaliñado, tenuemente tullido. Se dirige al fogón, para ver qué estaba cocinando. Comprueba fehacientemente su descuido, abandono y precariedad. Se seca los ojos humedecidos de emoción. De pronto repara en que debe volver, pero, al observar de nuevo al cartero con la cabeza vuelta, cuando ya ha abierto la puerta para salir, se gira sobre sí misma, extiende sus brazos, se dirige a él compasivamente, casi amorosamente, le coge la cabeza con ambas manos y lo besa en los labios. Es un beso fugaz, más bien un roce, pero basta con ese simple gesto de benevolencia. Acto seguido, se marcha. El cartero está muy contento. Se entrega con esmero a barrer la pequeña y desvencijada estancia que hace de cocina-comedor, pone la mesa cuidadosamente y prepara la comida. Es evidente que espera que la joven regrese. La muchacha, por su parte, coloca unas flores en un jarrón con agua. Antes de que vuelva la joven, el cartero se esconde detrás del fogón de la cocina para sorprenderla. La criada llega de nuevo y simula no ver al cartero, hasta que lo descubre en su infantil escondite. Haciéndose la despistada, se acerca con una inocente sonrisa burlona a la hornilla y posa su mano sobre la pelambrera del hombre agachado. Hay una gran ternura en la actitud de la muchacha. Coge ambas manos del hombre, acariciándolas y sonriendo sin el más mínimo asomo de malicia. Levanta su brazo izquierdo, para que él se coja con el derecho y la acompañe a la mesa. Continúa acariciándole una mano mientras dan unos pasos. Él, por su parte, se muestra muy atento. No permite que ella haga nada. Limpia el polvo de la silla donde la joven va a sentarse, aunque seguramente ya se lo había quitado cuando barrió la habitación.  Incluso le coloca un cojín en los pies. Ella, ante ese gesto tan gentil, le acaricia la cabeza una vez más, así como un hombro.

La joven se halla contenta, relajada, generosamente agradecida, pero, de improviso, cuando él está empezando a escanciar el vino, percibe unas sombras perturbadoras a través de la ventana: se trata de su amante, quien, en el patio exterior, pasea alterado y ansioso delante de la ventanuca, de un lado para otro, viéndose solamente sus piernas desde la parte inferior de los muslos, como sombras agitadas y nerviosas, a través de los visillos y los cristales. Sorprendida y angustiada, la sirvienta, apesadumbrada y temerosa, va incorporándose muy lentamente, descorre los visillos, mira y hace reposar su cuerpo, abatida, en el mugriento trozo de pared que hay junto al quicio de la puerta. El cartero se ha quedado como paralizado, encorvado, con la jarra de vino todavía inclinada para llenar un vaso. La joven sale al encuentro de su amante, quien la espera de pie, de perfil, con los brazos caídos pegados al cuerpo, proyectándose su figura, cual una sombra fuertemente expresionista, en la pared que hay junto a él. Al traspasar ella la puerta y colocarse a su lado, son ahora dos las sombras que la luz, muy directa, proyecta y recorta sobre el muro, aunque la del amante queda en gran parte oculta por su propio cuerpo. Tanto esas sombras como los dos seres que las producen, evocan de manera sorprendente, y no creemos que sea algo totalmente casual, un cuadro de tamaño mediano, misterioso, emotivo y lírico, religioso y arquetípico, El Ángelus de Jean-François Millet, pintado entre 1857 y 1859, y que se conserva hoy en el Musée d’Orsay, en París. Cualquier aficionado sabe que la pintura realista de Millet, de honda significación religiosa, y de ahí la poderosa influencia que tuvo en Vincent van Gogh, ofrece escaso parentesco conceptual y espiritual con la del fundador del Realismo pictórico, el también francés Gustavo Courbet, ateo y simpatizante de las ideas revolucionarias manifestadas en 1848. En el cuadro de Millet el campesino, casi en posición de tres cuartos, está a la izquierda, con la cabeza inclinada, los brazos doblados y las manos, algo separadas delante del pecho, sosteniendo suavemente el sombrero del que respetuosamente se ha despojado. Su mujer se halla a la derecha, de perfil, con un pañuelo de campesina en la cabeza y con las manos fervorosamente entrelazadas, musitando la oración a la Virgen María que corresponde a las seis de la tarde, a la hora del crepúsculo, según adivinamos al contemplar el campanario de la aldea en el plano del fondo (aunque lo más común y extendido es rezar a las doce del mediodía, abandonando cualquier tarea que se esté haciendo, siempre que sea posible, claro está). Entre los pies de ambos, pero más cerca de la mujer, un cesto de mimbre conteniendo lo que parecen ser algunas patatas. Los personajes de la película de Jessner están en esta escena situados en posición invertida respecto del óleo de Millet, con la sirvienta a la izquierda, de frente, con los brazos colgando y la cabeza gacha, y el amante, casi de perfil, a la derecha.

Resulta indudable que la visión de las dos figuras y sus sombras proyectadas prefiguran la tragedia inminente. Podría parecer descabellado lo que ahora vamos a sugerir, sobre todo por la distancia temporal entre la película de Jessner y la interpretación que Salvador Dalí hizo del célebre cuadro de Millet en 1963. Sin embargo, existe una misteriosa y profunda conexión entre los varios significados que Dalí otorga a la originalísima pintura, todos ellos «trágicos», escondidos en el mundo del subconsciente, y el carácter amenazador de las sombras y las figuras de la sirvienta y el amante, que hemos relacionado con el lienzo del artista francés. En nuestro caso, asumimos el riesgo en que incurrimos, pues ni Jessner conoció nunca la interpretación de Dalí, ni éste tiene en mente, en ningún momento, al llevar a cabo su análisis, la película de 1921, ni tampoco es seguro que Jessner quisiera evocar conscientemente la composición de El Ángelus. Lo importante, sin embargo, es que el análisis de Dalí nos sirve para mantener nuestra tesis de que esa escena del hombre y la mujer en el patio de vecinos anticipa el desenlace trágico de la narración fílmica.

Seremos escuetos. Solamente nos interesa señalar que Salvador Dalí estuvo obsesionado, desde su infancia, con el cuadro de Millet, del que había una barata reproducción en su casa paterna. En 1963 publicó en francés un ensayo memorable titulado El mito trágico de «El Ángelus» de Millet, maravillosamente bien escrito, como era lo habitual en él. Sirviéndose de su inmensa cultura, de sus profundos conocimientos acerca del Psicoanálisis y de lo que él llamaba método paranoico-crítico, disecciona la singular pintura con maestría incomparable, aunque pueda haber muchos a quienes su interpretación les parezca un despropósito, una simple extravagancia, semejante, para tales lectores, a lo que hizo Sigmund Freud cuando escribió en 1910 su breve e impactante ensayo Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci. Nada más empezar su libro, nos advierte Dalí que, en realidad, lo que está haciendo el joven matrimonio campesino es rezar ante la tumba de su hijito muerto, basándose no solo en comentarios de amigos de Millet, en el sentido de que habría borrado el diminuto féretro y lo habría escondido bajo la tierra labrada, sino en radiografías que el propio Dalí pudo ver, y que permitían conjeturar la existencia de un objeto geométrico, al lado de la mujer, bajo la capa de óleo[22]. En la segunda interpretación, que es a la que dedica todo su denso estudio, ve la figura de la mujer como la de la madre que va a abalanzarse, con una intención erótica, sobre su hijo, del mismo modo que la mantis religiosa, después de copular, devora al macho. Escribe el genio de Port Lligat refiriéndose a la postura de ambas figuras: «Es un momento de espera y de inmovilidad que anuncia la inminente agresión sexual. La figura femenina -la madre- adopta la figura expectante que identificamos con la postura espectral de la mantis religiosa, actitud clásica que sirve de preliminares al cruel acoplamiento. El macho -el hijo- está subyugado y como privado de vida por la irresistible influencia erótica; permanece “clavado” en el suelo, hipnotizado por el “exhibicionismo espectral” de su madre, que lo aniquila»[23]. Y, algunas páginas más adelante, dice: «Reconozco así, con una extrema evidencia, que el personaje masculino se me aparecía, desde el principio de la primera escena de expectación, bajo un aspecto trastornador, angustioso: lo veía “como muerto de una forma latente”, “como muerto de antemano”»[24]. ¿No va, también, a morir, muy poco después de aquel plano con su sombra, el amante de la película de Jessner? ¿No es también un «como muerto de una forma latente»? ¿No es la chica la causa indirecta del homicidio o del crimen que va a perpetrar el cartero? ¿No nos parece la sirvienta, con su opulenta y generosa vitalidad, émula de La lechera de Johannes Vermeer, en el Rijksmuseum, una madre, una madre nutricia arraigada en la tierra y en la naturaleza?

De las numerosas composiciones que Dalí dedicó al cuadro de Millet, reinterpretándolo pictóricamente según su acercamiento paranoico-crítico, destacan dos: Atavismo del crepúsculo (1933-1934), que subraya el significado de mantis religiosa de la campesina, apareciendo el hombre con un rostro que no es más que una siniestra calavera, y Reminiscencia arqueológica de «El Ángelus» de Millet (1935), donde ambos personajes, a modo de gigantescas esculturas que proyectan una alargada sombra, aparecen petrificados, mientras un padre liliputiense se las señala a su hijo pequeño.

Terminamos. El amante y la sirvienta discuten junto a la casa donde ella trabaja. Él le entrega una carta. Ella la lee, la estruja con su mano, lo abraza, le devuelve el papel y se marcha subiendo unas escaleras. Pero el amante permanece en el patio; lo cruza y entra en la casa del cartero. Al principio parece que se entienden e incluso comprenden, pero finalmente se enfrentan. El cartero se arrastra, retorciéndose suplicante, delante del amante. La escena de la pelea entre ambos no se ve: otra elipsis esencial; solo la joven percibe desde la ventana de la cocina lo que debe estar sucediendo. Alarmada, se aproxima, arrima el oído a la puerta y escucha. Cuando, por fin, comprende lo que ocurre, trata de forzar sin éxito el picaporte, aporrea desesperada la puerta tratando de que le abran y poder así entrar en la casa del cartero para impedir lo peor. Retrocede, de espaldas, en un movimiento paroxístico, con los brazos extendidos hacia atrás. Grita. Pide ayuda. Algunos vecinos acuden, derriban la puerta, y, cuando la abren, hallan un terrible «cuadro» expresionista: el cartero, de pie, con un hacha en la mano atravesada en diagonal delante de su cuerpo, está inmóvil, clavado a la pared, y a sus pies el amante, muerto. Incrédula ante tan horrible visión, totalmente abstraída y sumida en sus oscuros pensamientos, la joven se aleja muy despacio de la escena del crimen. Vuelve a la casa de sus señores, pero éstos ni siquiera la dejan entrar. Los tres miembros de la familia, dos mujeres maduras y un hombre mayor, de cuyo parentesco nada sabemos, situados en el umbral de la puerta de servicio, la despiden y le arrojan sus pertenencias envueltas en un trapo. Los señores, arriba de la escalera; la criada, varios peldaños más abajo, en un rellano. La puerta se cierra. Ella, desolada, sube por la escalera de servicio, muy lentamente, como una sonámbula o como si estuviera sumida en un trance hipnótico, hasta que alcanza el tejado de la casa (evocando aquí a Conrad Veidt llevando el cuerpo desvanecido de Lil Dagover en Caligari). Anda sobre él, firme, decidida, y, en un instante, se arroja al vacío (nueva elipsis), estrellándose contra el suelo del patio de vecinos, donde yace muerta, aunque su cuerpo no puede verse, pues aquéllos lo rodean espantados, volviendo del revés sus cabezas.

Málaga, 27 de febrero de 2021, festividad de Santa Ana Line.

 



[1] Algunos estudiosos han precisado que el texto de Carl Mayer partía de una obra teatral de Georg Kaiser. Es el caso del prestigioso investigador Jean Mitry. Estética y psicología del cine. 1. Las estructuras. Madrid, Siglo XXI, pág. 278. La edición original francesa es de 1963. El mismo dato, indicando más concretamente que la obra de Georg Kaiser era Johanna, lo corrobora Olaf Brill, en un capítulo dedicado a Carl Mayer, en el volumen colectivo coordinado por Karl Acham. Kunst und Geisteswissenschaften aus Graz. Wien – Köln – Weimar, Böhlau Verlag, 2009, pág. 295. El capítulo de Brill incluye la filmografía completa de Mayer, es decir, todos los guiones que escribió para las numerosas películas en las que participó de manera decisiva.

[2] Lotte Henriette Eisner. La pantalla demoníaca. Las influencias de Max Reinhardt y del Expresionismo. Madrid, Cátedra, 1996, pág. 124. Este ensayo, bajo el título L’Ecran Démoniaque. Les Influences de Max Reinhardt et de l’Expresionisme, se publicó originalmente en 1952. Exagera Eisner al calificar de «anodino» el patio del film de Murnau en comparación con el que nos ocupa.

[3] Sin renunciar expresamente al término Kammerspielfilm para referirse a Hintertreppe, Jean Mitry prefiere encuadrarla en lo que él llama «expresionismo realista», denominación que también emplea en el caso de las dos películas mencionadas de Lupu Pick y en el de Die Strasse (La calle) de Karl Grune (1923). Estética y psicología del cine. 1. Las estructuras, pág. 278.

[4] La pantalla demoníaca, pág. 123.

[5] Sigfried Kracauer. De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán. Barcelona, Paidós, 1985, pág. 96. Este ensayo, bajo el título From Caligari to Hitler. A Psychological History of the German Film, se publicó originalmente en Princeton en 1947.

[6] Roberto Paolella. Historia del cine mudo. Buenos Aires, Eudeba, 1967, pág. 320. La edición original italiana es de 1956.

[7] La pantalla demoníaca, pág. 124.

[8] Lionel Richard. Del Expresionismo al nazismo. Arte y cultura desde Guillermo II hasta la República de Weimar. Barcelona, Gustavo Gili, 1979, pág. 45. La edición original francesa es de 1976.

[9] Ibídem, pág. 133. Sobre esta misma cuestión insistió el profesor español Vicente Sánchez-Biosca. Del otro lado: la metáfora. Modelos de representación en el cine de Weimar. Valencia, 1985, págs. 53-54.

[10] De Caligari a Hitler, capítulo 14.

[11] Hermann Bahr. Expresionismo. Murcia, Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos, 1998, págs. 104-105.

[12] Del Expresionismo al nazismo, págs. 54-55.

[13] La pantalla demoníaca, pág. 125.

[14] Estética y psicología del cine. 1. Las estructuras, págs. 278-279.

[15] La pantalla demoníaca, pág. 128.

[16] Estética y psicología del cine. 1. Las estructuras, pág. 279.

[17] Citado por Lotte Eisner en La pantalla demoníaca, pág. 123.

[18] De Caligari a Hitler, pág. 101. Kracauer reproduce un pasaje de un recorte de periódico referente a esta presencia del despertador en Hintertreppe, consultado previamente por el crítico estadounidense Herman G. Weinberg en una recopilación de recortes de prensa correspondiente al periodo 1925-1927.

[19] La pantalla demoníaca, pág. 124. Un estilo decorativo Levitan propiamente dicho no existe. Lotte Eisner debe referirse seguramente al estilo de algunos de los paisajes realizados por el pintor ruso Isaac Levitan (1860 – 1900), que le sugieren a la ensayista esas plantas artificiales del comedor.

[20] En un sentido general, «utilizar la luz con sagacidad, contribuye también a articular la forma de lo que se muestra». Rudolf Arnheim. El cine como arte. Buenos Aires, Infinito, 1971, pág. 61. La edición original inglesa, Film as art, se publicó en 1933 por University California Press.

[21] Ibídem, pág. 91.

[22] Salvador Dalí. El mito trágico de «El Ángelus» de Millet. Barcelona, Tusquets, 2004, pág. 17.

[23] Ibídem, pág. 132.

[24] Ibídem, pág. 152.