sábado, 12 de enero de 2019

Historia de la cultura cristiana, por Christopher Dawson


Christopher Dawson. Historia de la cultura cristiana. México, Fondo de Cultura Económica, 2006. Compilación, traducción e introducción de Heberto Verduzco Hernández. La selección se ha escogido de los siguientes ensayos: Medieval Essays (1954) / The Making of Europe (1956) / Religion and the Rise of Western Culture (1950) /  Progress and Religion (1960). El historiador británico Christopher Dawson nació en 1889 y murió en 1970.

Se han añadido pequeños resúmenes complementarios de libros del historiador alemán Paul Kirn, la medievalista francesa Régine Pernoud y el escritor italiano Giovanni Papini.

Todos los extractos de este documento, algunas notas y la inmensa mayoría de las precisiones cronológicas, se deben a Enrique Castaños [E.C.], Doctor en Historia del Arte.



*Judaísmo y Cristianismo (de Progress and Religion, 1929).

La religión de Israel carecía prácticamente de toda fundamentación material. La supremacía del elemento ético se debía al espíritu intolerante e inflexible de la religión hebrea. Esta religión estuvo apoyada en la idea de un orden ritual. La ley, entre los hebreos, siempre fue considerada la Palabra y el ordenamiento de una divinidad personal, Yahvé, el Dios de Israel. La tendencia en Israel fue a acentuar la unicidad y la universalidad de la divinidad nacional.

El eón[1] de la apocalíptica judaica no es un verdadero círculo; es más bien una etapa en el desarrollo de un solo proceso, el cual conserva su importancia y valor únicos. Sin embargo, dicho proceso se transfiere del plano histórico al cósmico, o más bien se transforma en esa especie de historia que conocemos como apocalíptica. Fue esta tradición profética y apocalíptica, en cuanto distinta del ritualismo legal, en la que se apoyó el nuevo movimiento religioso que estaba destinado a transformar el mundo antiguo, a saber, el cristianismo. Para éste hay una unicidad del tiempo histórico.

El gnosticismo fue esencialmente un intento de combinar la fe de la redención espiritual con la teoría de los «eones» mundanos y de la naturaleza ilusoria del cambio terrestre, y en consecuencia toda la apología antignóstica de San Ireneo de Lyon (ca. 130-208) está orientada a defender el valor y la realidad del desarrollo histórico.

San Gregorio de Nisa (ca. 335-ca. 395), hermano de San Basilio el Grande, a diferencia de gnósticos y maniqueos, no rechaza ninguna parte de la realidad creada, ya que no puede ser privada de la compañía divina. El vínculo entre el mundo inteligible y la realidad sensible se encuentra en la naturaleza humana. El hombre fue creado por Dios «a fin de que el elemento terrestre pudiera ser elevado a la unión con lo divino». [Nota de E.C. / La aceptación de toda la realidad creada, preludia en cierto modo la actitud de San Francisco de Asís].

Uno de los principales peligros del cristianismo en el siglo III y en el siglo IV fueron las herejías orientalizantes, tales como el gnosticismo y el maniqueísmo, que intentaron convertirlo en una religión puramente espiritual al afirmar que el cuerpo y el mundo material eran esencialmente malos.

En la cultura bizantina, por ejemplo, nos encontramos con que no sólo es el resultado de la fusión de la tradición grecorromana con el cristianismo, sino que también aparece en ella un tercer elemento de procedencia oriental, que se manifiesta en las formas exteriores de la monarquía sagrada oriental. En este sentido, la rígida jerarquía del Estado bizantino, cuyo centro se halla en el Palacio Sagrado y en la casi divina persona del Santo Emperador, no es romana ni cristiana, sino puramente oriental.

En más de un aspecto, la tendencia que descuida el elemento dinámico e histórico en el cristianismo, encuentra su apogeo en el Pseudo Dionisio Areopagita (monje cristiano neoplatónico sirio, que vivió en Alejandría, Constantinopla o Antioquía, entre el 450 y el 520), escritor de enorme influencia en Bizancio, quien lleva a cabo la más extrema afirmación de la trascendencia divina y la negación de todos los modos limitados del ser, y del que Dawson nos proporciona una apretada síntesis de su teología negativa y de su teoría de la jerarquía mística. No obstante, en sus Medieval Essays (1934-1953), Dawson reconoce que la obra del Pseudo Dionisio fue aceptada por Máximo el Confesor y por casi todos los teólogos subsiguientes como la voz auténtica de la tradición apostólica (ver el estudio de Otto von Simson sobre la catedral gótica).



*El Imperio romano (de The Making [construcción]  of Europe, 1932).
Sin el helenismo, la civilización europea y el tipo del hombre europeo serían inconcebibles. Fue tarea de Roma extender a Occidente esta tradición de civilización superior; ella fue la mediadora entre el civilizado mundo helenístico del Mediterráneo oriental y los pueblos bárbaros de Europa occidental. Julio César llevó esa tradición hasta el Rin y las Islas Británicas, gracias a su conquista de las Galias. Dice Theodor Mommsen que la característica peculiar de los hombres de genio como César y Alejandro ha sido la de identificar sus intereses y ambiciones con la ejecución de un proyecto universal.

La victoria de Octavio sobre Marco Antonio en Accio (31 a. C.) salvó a la civilización europea de ser absorbida por el antiguo Oriente y de ser abatida por los bárbaros occidentales, y también inauguró un nuevo periodo de expansión de la cultura clásica.

El Imperio romano consistió esencialmente en la unión de una dictadura militar con una sociedad de ciudades-Estado. La principal misión de Roma fue introducir la civitas romana en la Europa continental, y con la ciudad vinieron la idea de ciudadanía y la tradición cívica, que ha sido la más grande creación de la cultura mediterránea. El soldado romano y el ingeniero militar fueron los agentes de este proceso de expansión. Pero esta brillante civilización urbana que fue el Imperio romano, traía en sí misma la simiente de su decadencia; su desarrollo fue externo y superficial. En esencia, fue la civilización de una clase ocioso. En cuanto la expansión de Roma llegó a su fin, el Imperio se vio forzado a pasar a la defensiva contra la constante amenaza de las invasiones bárbaras; entonces, la balanza económica se desequilibró. Los recursos del Imperio comenzaron a disminuir. Además, el proceso de urbanización también contribuyó a debilitar los fundamentos militares del sistema imperial. La tremenda máquina de combate que era el ejército romano, siempre fue una amenaza latente contra las instituciones de la ciudad-Estado. Octavio Augusto concibe el ejército legionario como una escuela de ciudadanía, y el cuerpo de oficiales debía estar compuesto de ciudadanos romanos de origen italiano reclutados parte en Italia y parte en las comunidades urbanas de las regiones más romanizadas. Pero este sistema perdió gradualmente su eficacia. El ejército perdió su vinculación con la clase ciudadana de las villas, fue perdiendo contacto con la población ciudadana de las zonas más urbanizadas, y se volvió una clase separada con un fuerte sentido de solidaridad social.

En época de Septimio Severo (193-211) vemos cómo la antigua oposición entre la ciudad-Estado y el ejército mercenario, que ya había destruido a la República y que por un tiempo fue arrinconada por Octavio Augusto, reapareció de manera más drástica que nunca, removiendo los cimientos del sistema imperial. El Imperio perdió gradualmente su carácter constitucional como comunidad de ciudades-Estado gobernado por la doble autoridad del Senado y el príncipe, y se convirtió en un mero despotismo militar.

Explicación del régimen de la tetrarquía de Diocleciano en las págs. 77-79. Reorganización del ejército, de la administración y de las finanzas, imperium colegiado como freno a la anarquía militar, nuevas cargas impositivas, disminución de las libertades cívicas. El Ejército y la burocracia acabaron controlando el Estado. Centralización estatal. Dualidad entre el servicio militar y el civil. Los gobernadores provinciales no tienen atribuciones militares. Varias provincias se agrupan en una diócesis. El vicario de la diócesis es responsable ante el prefecto pretoriano (especie de primer ministro del Imperio). En el limes las tropas serán ahora de segunda línea, esto es, integradas por soldados-campesinos. Los mejores cuerpos militares, en cambio, fueron estacionados detrás de las fronteras como fuerza de ataque en alerta permanente. Roma deja de ser el centro del Imperio. Persecución contra los cristianos.

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*San Agustín de Hipona.― Profunda influencia neoplatónica. Nostalgia del infinito y orientación hacia la visión eterna del Ser trascendente, como los cristianos de Oriente, pero también un latino, es decir, una persona que nunca pierde de vista la realidad social e histórica. Su ideal no era un nirvana impersonal, sino la Ciudad de Dios, y vio el orden espiritual no como un principio metafísico estático, sino como una fuerza dinámica que se manifiesta en la sociedad humana. En De Civitate Dei dice que: «Dos amores construyen dos ciudades. El amor de uno mismo construye la ciudad de Babilonia hasta el menosprecio de Dios, y el amor de Dios construye la ciudad de Jerusalén hasta el menosprecio de uno mismo». Toda la historia consiste en la evolución de estos dos principios encarnados en las dos sociedades, «mezclados el uno con el otro y moviéndose en todos los cambios del tiempo, desde el principio de la raza humana hasta el fin del mundo»[2].

Insiste en la debilidad de la naturaleza humana y en la omnipotencia de la gracia divina. Pero ello no implica una devaluación del aspecto ético de la vida. Atribuyó gran importancia a la voluntad moral. La voluntad humana es el motor que Dios emplea para la creación de un nuevo mundo. Concibe la Gracia primariamente como un acto del poder divino que mueve la voluntad humana. El misticismo de San Agustín es intensamente personal y tiene un carácter psicológico e introspectivo que es extremadamente raro en el misticismo del Oriente cristiano.

A este respecto, es muy significativo que la mística clásica de la Iglesia oriental se contenga en la obra de un autor desconocido, quien oculta su persona bajo el nombre del Areopagita, en tanto que el manantial del misticismo occidental sería la autobiografía espiritual de San Agustín, quien hace de su propia vida interior la clave de entrada a la profundidad divina.

Mientras que el cristianismo en Oriente tendía a convertirse en un misticismo impersonal y especulativo encarnado en un sistema ritual, en Occidente, bajo la influencia de San Agustín, se convirtió en una dinámica moral y en una fuerza social. El teólogo protestante alemán Albrecht Ritschl (1822 – 1889) expresa con fuerza esta distinción al comparar a San Agustín con el Pseudo Dionisio Areopagita. Mientras que este último es el fundador de una eclesiología ritual, el obispo de Hipona configuró una eclesiología de deberes morales al servicio del cristianismo universal.


*La teología del Occidente medieval, siguiendo a San Agustín, encontró en la doctrina de la Gracia su centro y principio de organización; los sacramentos fueron entendidos como medios de la Gracia, y la vida cristiana como vida de la Gracia. En el Oriente cristiano, en cambio, el principio y centro de la teología es la doctrina del Verbo consustancial al Padre. Los sacramentos fueron vistos como misterios de iluminación, y la vida cristiana como un proceso de divinización por el cual la humanidad se asimila a la naturaleza inmortal del Verbo Divino.


*El Oriente cristiano.

La asociación directa del cristianismo con el judaísmo y sus antecedentes palestinos había terminado ya desde el periodo apostólico. El cristianismo como religión mundial no nació en Judea, sino en las grandes ciudades del mundo mediterráneo. El pequeño reino de Edessa, en el NO de Mesopotamia, se convirtió en el primer Estado cristiano. Anatolia va a jugar un papel decisivo en la configuración de la nueva sociedad cristiano-bizantina. Los cristianos del Ponto (NE de Anatolia) y de Capadocia desempeñaron un papel muy importante en la formación de la nueva cultura de Anatolia. Los grandes padres capadocios, San Basilio el Grande (ca. 330 – 1 enero 379), su hermano San Gregorio de Nisa (ca. 335-ca. 395) y San Gregorio Nacianceno (Nacianzo, Capadocia, 329 – 389), así como el discípulo de éste último, Evagrio del Ponto (345 – 399), fueron los líderes espirituales que completaron la obra iniciada por Orígenes (185-254) y Eusebio de Cesarea (Cesarea de Palestina) (c. 263 – 339) y realizaron la síntesis entre el intelectualismo griego y la espiritualidad oriental, la cual dio su carácter distintivo a la Iglesia ortodoxa y la cultura bizantina. El Asia Menor cristiana, pues, fue el cimiento espiritual y material del Imperio bizantino.

El extenso territorio formado por Armenia, Mesopotamia, Siria y Egipto constituía una difusa frontera entre Oriente y Occidente desde los tiempos del Bajo Imperio hasta los inicios de la Edad Media. Esta frontera no puede ser calificada como la frontera entre las Iglesias oriental y occidental. En ese extenso territorio nos encontramos con una suerte de dualismo cultural, cuyo caso más preclaro es Egipto, un vasto país que no asimiló la cultura griega impuesta por los conquistadores helenísticos, los Ptolomeos, y que permaneció sumido en sus ancestrales tradiciones. La cultura griega dominante, cuyo máximo exponente fue el gran centro de Alejandría, ejerció una influencia superficial sobre el antiguo país de los faraones. Esto fue así en tiempos de los Ptolomeos, de Julio César y de los primeros siglos del Imperio romano. Sólo el cristianismo cambió este estado de cosas y propició la unidad cultural, generándose una nueva literatura vernácula egipcio-cristiana cuyo origen estuvo en la Tebaida, desde donde pasó al Bajo Egipto. Aunque esta literatura copta es relativamente pobre y ejerció una influencia menor en la cultura bizantina, sin embargo, Egipto fue el origen de una de las más originales contribuciones de la espiritualidad cristiana primitiva: el monaquismo, cuyo origen se encuentra asimismo en el desierto de la Tebaida. Esta primera vida eremítica, germen del ascetismo cristiano, tuvo en San Pacomio al fundador de la vida cenobítica, en Tabbenesi, en la Tebaida, hacia el 330. El monaquismo fue difundido por Oriente y Occidente a través de diversos agentes. Uno de ellos fue San Basilio, maestro espiritual del monaquismo bizantino, así como Paladio el Gálata (llamado así por la región de Galatia, en el centro de Anatolia) (ca. 367 – 430), muy popular difusor del monaquismo egipcio entre el público de lengua griega. En Occidente, los primeros cenobios los fundaron San Juan Cassiano († ca. 435) y San Honorato (Tréveris, ca. 350 – Arlés, 6 enero 429) en la Riviera francesa. Éste último fue el fundador del monasterio de Lérins, en una isla frente a Cannes, regido por la Regla de San Pacomio El monaquismo llegaría muy pronto también a Gales y a Irlanda. Pero, sobre todo, la fuerza del monaquismo egipcio se dejó sentir muy pronto en Palestina, Siria (donde se fundaron las lauras, especie de monasterios semieremíticos) y Mesopotamia.

En Siria, la división entre la cultura griega y la oriental era mucho menos rígida que en Egipto. El mundo sirio proporcionó el principal canal por el cual la cultura griega penetró en el mundo oriental y por donde, también, las influencias orientales llegaron a la cultura bizantina.

Podemos resumir diciendo que la cultura bizantina tuvo dos aspectos diferentes, cada uno de los cuales representó una tradición histórica y dejó un legado distinto. Por un lado estaba la tradición oriental ascética y mística, la cual fue transmitida por el monasticismo bizantino a la Rusia medieval, y a ella se debe lo que hay de más profundo y espiritual en el cristianismo ruso; por otro lado, la tradición humanista que los bizantinos heredaron de la antigua Grecia y la cual pasaron en el Medievo tardío a la Europa moderna, no por medio de Rusia y los otros pueblos ortodoxos, sino a través de Italia y por obra de hombres como Manuel Crisoloras (ca. 1355 – 1415) y el cardenal Basilio Bessarión (Trebisonda, 2 enero 1403 – Rávena, 18 nov 1472), quien restauró el vínculo clásico entre los mundos griego y latino.

Asimismo, es muy relevante el mundo de la cultura arameo-cristiana, que, desde los Montes Taurus, al SE de Anatolia, se extendió por el norte de Siria, Mesopotamia y Persia.  Este mundo, y no el bizantino, fue el verdadero centro de la cultura cristiana oriental, pero nunca llegó a crear un Estado siriaco nacional e independiente. Fue solamente en la Iglesia donde la cultura siriaca nacional pudo encontrar su expresión. Gracias a su actividad misionera, el mundo de la cultura aramea creó una próspera cultura cristiana en Georgia y en Armenia. Ésta última, como ha demostrado el jesuita y bizantinista francés Paul Peeters (1870 – 1950), ofrece uno de los primeros ejemplos en la historia de una política conscientemente orientada a promover una cultura nacional. Para evitar ser absorbidos por Persia, los líderes armenios enviaron una misión a los centros de la cultura siria cristiana en Samosata y Edessa bajo la conducción de San Mestrop el Maestro (Mesrop Mashtots, 362 – 440), quien, con la ayuda de letrados sirios, inventó la escritura y el alfabeto armenios y puso los cimientos de una literatura nacional cristiana. La época más floreciente del reino armenio ocupó los siglos IX y X, siendo la auténtica plaza fuerte de toda la cristiandad oriental frente al islam. Destruido por el miope imperialismo bizantino, el espíritu nacional armenio sobrevivió a la conquista seljúcida, recreando un segundo Estado armenio en Cilicia (SE de Anatolia) y Comagene (Reino de Commagene, entre el primer Estado armenio y el de Cilicia, cuya capital era Samosata). Este segundo Estado armenio de Cilicia es conocido como la Pequeña Armenia, entrando en contacto con Occidente a través de las Cruzadas. Los armenios fueron receptivos tanto al Occidente como al Oriente. Su rey Haythum I (1226 – 1269) mantuvo buenas relaciones con los mongoles, intentando con la ayuda de éstos (que mantenían buenas relaciones con los cristianos nestorianos de Oriente) y la de los cruzados crear un frente común contra el islam. Sus sucesores, León III y Haythum II, continuaron el proyecto, que se vio arruinado por la defección de los cristianos occidentales y la disolución del movimiento cruzado. Pocos europeos (entre ellos, Roger Bacon, Raimundo Lulio y los papas Gregorio X y Juan XXII) eran conscientes de la importancia de esta avanzadilla cristiana en Oriente que era el reino armenio de Cilicia (independiente entre 1080 y 1198 y bajo protectorado mongol entre 1245 y 1335). Desgraciadamente, al convertirse Tamerlán al islam aumentó la intolerancia religiosa y fue anulada la influencia y la existencia misma del cristianismo sirio en el Asia central. El último rey de la Armenia cristiana murió en el exilio en París en 1393. En 1396, un gran ejército occidental que acudió en auxilio de la cristiandad oriental, fue destruido en Nicópolis, al norte de Bulgaria, sobre el Danubio. Ya no se volvió a hablar de la expansión oriental cristiana en toda esa vasta región hasta el Éufrates.


*Las Islas Británicas, sobre todo Irlanda, desarrollan una cultura nativa extraordinariamente fuerte durante los siglos VII y VIII. En Irlanda, esta cultura nativa y la tradición latina, llevada allí por monjes cristianos, se fusionaron, creándose una cultura cristiana vernácula. Esta cultura se transmitió a Northumbria, al NE de Inglaterra, por medio de monjes irlandeses y fue la fuente de la cultura vernácula inglesa durante los siglos VII y VIII, de la que se produjo la literatura anglosajona. Los anglosajones transmitieron esta cultura a Alemania, a través de la actividad misionera de San Bonifacio (Winfried) y sus fundaciones, especialmente Fulda y Saint-Gall. Hasta la creación del Imperio carolingio, la acción de esta cultura celtoanglosajona es de la mayor importancia. Dio nueva vida a la Iglesia continental y actuó como elemento formativo de la cultura carolingia. Pero no estaba destinada a perdurar; fue paulatinamente desbordada por la cultura carolingia, de tal manera que la cultura medieval en su conjunto se apoya no en la tradición vernácula cristiana de los irlandeses y los anglosajones, sino en la carolingio-latina que la reemplazó. En Inglaterra, la cultura anglosajona quedó bajo el influjo cultural del continente hasta que fue finalmente incorporada en la unidad de la cultura occidental continental como resultado de la conquista normanda. En Irlanda, en cambio, la cultura vernácula llegó a ser tan fuerte que preservó su identidad a pesar de las invasiones vikingas y anglonormandas. La consecuencia fue su aislamiento del resto de la cristiandad occidental, como detectó San Bernardo en el siglo XII.

[El historiador Paul Kirn (Basilea, 1890 – Frankfurt, 1965) escribió en la Historia Universal dirigida por Walter Goetz a finales del periodo de la República de Weimar, que, en el siglo VI, fueron la peculiar Iglesia británica y la Iglesia de Gales las que trasladaron el cristianismo en Irlanda a los habitantes del norte de esta gran isla, los escotos. Ambas Iglesias tuvieron notables puntos de contacto. Los escotos del norte de Irlanda penetraron después en la actual Escocia, que recibió más tarde ese nombre. El cristianismo escocés, pues, procede de Irlanda. El principal responsable de esta evangelización de Escocia fue el misionero irlandés Columbano el Mayor (San Columba de Iona, † 597). En cuanto a la relación de la Iglesia con el continente, destacó el misionero Columbano el Menor († 615), que estuvo en Bretaña, Borgoña, el lago de Constanza e Italia. En cuanto a la evangelización de Inglaterra, cumplió allí un papel muy destacado el monje Agustín (San Agustín de Canterbury), enviado por el papa Gregorio Magno en 596. La predicación se inició en Kent, lográndose que se bautizase el rey Etelberto de Kent. Al morir Agustín en 604, había podido establecer, además de su obispado en Canterbury, otro en Rochester y otro en Londres. Este mismo historiador reproduce un mapa relativo a la expansión del cristianismo en las Islas Británicas entre el 627 y el 715. El mapa fue elaborado por los historiadores alemanes Karl Heussi (1877-1961) y Hermann Mulert (1879-1950) en un Atlas de Historia de la Iglesia.


La situación de la Iglesia católica en las Islas Británicas entre 627-633. Área rayada en líneas horizontales: Iglesia irlandesa-escocesa / Área punteada con fondo blanco: Iglesia católica / Área punteada con fondo negro: Iglesia antigua británica / Área con trama ortogonal: Paganos. Puede verse cómo en este periodo la Iglesia irlandesa-escocesa (iroescocesa) se expande por toda Irlanda y Escocia (en Yona, una isla de la costa oeste de Escocia, fundóse en 563 por San Columba un importante monasterio cristiano). La Iglesia católica, es decir, la controlada por la Santa Sede, por Northumbria, al sur de Escocia, donde se fundaron los obispados de York y Lincoln, así como en 635 el monasterio de Lindisfarne (Holy Island of Lindisfarne, o, simplemente, Lindisfarne), una isla al NE de la actual Inglaterra, en la antigua Northumbria. La antigua Iglesia británica, por la península de Cornualles y por el país de Gales. Por último, el sur de la actual Inglaterra es zona aún pagana.
Del convento de Bangor partió para evangelizar el continente San Columbano de Luxeuil (Columbano el Menor † 615). 






La situación de la Iglesia católica en las Islas Británicas hacia 660 (mapa de la izquierda) y hacia 715 (mapa de la derecha). El significado de las distintas áreas es el mismo que en el mapa anterior. Puede verse cómo en 660 la Iglesia irlandesa-escocesa se ha expandido por el N de Irlanda, Escocia, Northumbria y buena parte del S de Inglaterra. La Iglesia católica por el sur de Irlanda, Wessex y Kent. La antigua Iglesia británica continúa en Gales y Cornualles. El paganismo, en Sussex. En Streanaeshalch, la actual Whitby, celebróse un Sínodo en 664, bajo el reinado de Oswin de Northumberland, que fue decisivo en la fusión de la Iglesia irlandesa y la católica, y, por tanto, en el avance definitivo de esta última en las islas.


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Flavio Magno Aurelio Casiodoro (Flavius Magnus Aurelius Cassiodorus Senator, ca. 485 / 490 – c. 585), quien ocupó desde muy joven altos cargos en la corte de Teodorico (llegó a ser magister officiorum) y fue senador, llegó a ser uno de los maestros de la Edad Media, una vez que se retiró en 540 al monasterio de Vivarium, en Calabria, fundado por él mismo y enriquecido con su notable biblioteca privada. En este sentido son fundamentales dos libros suyos: De artibus ac disciplinis liberalium litterarum y las Institutiones divinarum et saecularium litterarum, esto es, un tratado de las ciencias divinas y de las ciencias humanas. En las Institutiones saecularium se exponen las sietes artes liberales[3], mientras que en las Institutiones divinarum se exponen las ciencias teológicas.

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*[De la época postcarolingia es el pensador más culto y original de su tiempo, Juan Escoto Erígena (ca. 810 – ca. 870/877). De origen irlandés, formó parte del grupo de sabios y artistas que reunió en torno suyo Carlos el Calvo. Fue un temprano y extraordinario caso de neoplatonismo místico. Conocedor de las obras en griego del Pseudo-Dionisio Areopagita, a quien tradujo al latín, su escrito más importante es el Periphyseon o De la división de la naturaleza. En él se dice que todo ser, el mundo de los espíritus, el hombre y la naturaleza animada e inanimada, es incorporado al curso de un enorme proceso cósmico que comienza en Dios y en Dios termina].

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*[La posición de Pedro Abelardo (1079 – 1142) acerca de la disputa de los universales, la ha resumido Régine Pernoud en su ensayo Eloísa y Abelardo (1970). Su posición queda recogida, en primer lugar, en su tratado De la unidad y de la Trinidad divina (De Unitate et Trinitate divina, 1119-1120). Posteriormente, una vez que la obra fue condenada en el concilio de Soissons en abril de 1121, escribió un tratado de Teología cristiana (Theologia christiana, refundición de la anterior), una Introducción a la Teología (Introductio ad Theologiam, la más importante de sus obras) y un singular tratado de Dialéctica (1117-1121). En su mencionado tratado sobre la Trinidad, atacó el nominalismo del dialéctico Juan Roscelino (ca. 1050 – ca. 1121), que había sido su maestro en Loches, y para quien los universales—los géneros y las especies—no son más que palabras, es decir, no tienen verdadera existencia. Dicho de otra manera: para Roscelino, las partes de un todo no son más que palabras, como las especies. En el célebre argumento del muro y de la casa, el muro es simplemente una palabra, pues la casa no es sino el muro, el tejado y los cimientos. Abelardo lo rechaza demostrando que «si decimos que la casa es muro, tejado y cimientos, ello no significa que es cada una de estas partes tomadas por separado, sino las tres juntas y tomadas en conjunto […] Así cada parte existe antes de formar el todo en el que estará incluida» Aquí puede comprobarse cómo esta disputa afectaba de lleno a la Trinidad (tres Personas y un solo Dios). Desarrolla así Abelardo su propio sistema, llamado posteriormente conceptualismo, que hace de la especie y del género una noción colectiva que la razón es capaz de formar por comparación y por abstracción; la humanidad, por ejemplo, la especie humana, es un conjunto de individuos semejantes entre sí: «A todo este conjunto, aunque esencialmente múltiple, las autoridades lo llaman una especie, un universal, una naturaleza, igual que un pueblo, aunque compuesto de varias personas, es llamado uno…La humanidad, abstraída en las naturalezas de los diferentes individuos, se resume en una sola y misma concepción, en una sola y misma naturaleza». Dicho de otro modo, la mente, por su poder de abstracción, puede deducir lo que hay de general en lo particular. Anselmo de Canterbury (1033 – 1109) ya había reaccionado con anterioridad al incipiente nominalismo de Roscelino en su libro De fide Trinitatis, en el que escribe: «Quien no ha comprendido cómo los múltiples seres humanos son uno solo por la especie, ¿cómo comprenderá que hay varias Personas en esta muy misteriosa naturaleza, que cada una de ellas es perfectamente Dios, que son un solo Dios?» San Anselmo había renovado la fórmula agustiniana al decir: «No trato de comprender para creer, pero creo para comprender», lo que no invalida el hecho de que si bien la fe es para él prioritaria a todo, no por ello es menos necesario esforzarse en comprender racionalmente lo que se cree.

Una vez condenada su obra sobre la Trinidad, escribe Abelardo los otros dos tratados mencionados dedicados a la teología. Estas obras nos demuestran que Abelardo es uno de los primeros pensadores en apoyarse en Aristóteles, de tal modo que pueden considerarse como un esbozo de las grandes Sumas del siglo XIII. De hecho, la Introducción a la Teología no es sólo un comentario a la Escritura, sino un tratado dividido en tres partes que serán en adelante clásicas: la Fe, los Sacramentos y la Caridad. Pero la elaboración de su método se consolida en su obra más polémica, Sic et Non (Sí y no, 1121-1140), que es la que lo ha hecho pasar por un escéptico para la posteridad. Polemiza en ella con los Santos Padres y los Doctores de la Iglesia, lo que confirma su osadía. Trata sobre ciento cincuenta y ocho cuestiones. La primera es bien significativa: «Que la fe debe fundarse en razones humanas, y viceversa». Como buen lógico y dialéctico, quiere mostrar que, en una misma cuestión, los diversos textos son contrarios, pero no contradictorios; en lugar de anularse, hacen emerger aspectos diversos. En realidad lo que hace Abelardo en esta obra es esbozar un método que abre la vía a la crítica textual moderna: las diferencias pueden ser superficiales, pueden provenir de los diversos sentidos que reviste un mismo término, pueden ser el efecto de un simple error de copista, de un manuscrito alterado por negligencia o por ignorancia; pero su causa puede ser también más profunda. Así, ocurre—y tal fue el caso para San Agustín—que, de una obra a la otra, el autor precisara y desarrollara su pensamiento, hasta el punto de que dos textos diferentes representan, en realidad, dos etapas en su avance hacia la verdad. O, también, las divergencias provienen de que, respecto a una misma cuestión, tal texto hace alusión a la regla, tal otro a la excepción. Lo que sí proclama Abelardo es que sólo un texto está totalmente exento de error: la Biblia. «La primera clave de la sabiduría—escribe—es la interrogación asidua y frecuente…Es dudando como llegamos a la búsqueda, buscando como percibimos la verdad». El Sic et Non sienta las bases de un método que será el de toda la filosofía escolástica; Abelardo no creó este método, sino que fue quien le dio su cimiento racional; planteó la ley técnica de toda la especulación medieval en filosofía y en teología].

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*San Bernardo de Claraval.― El misticismo de San Bernardo y de toda la escuela cisterciense es profundamente agustiniano. Es un misticismo de caridad―theologia cordis [teología del corazón]―, pero en un grado más alto que en San Agustín, ya que en San Bernardo el elemento afectivo y voluntarista desborda completamente el intelectualismo neoplatónico, el cual todavía ejerce influencia en la mente de San Agustín. Para San Bernardo, el amor es superior al conocimiento, puesto que va más allá del conocimiento y es su propia causa y fin. En uno de sus sermones sobre el Cantar de los Cantares, dice lo siguiente: «El amor, fuera de sí mismo, no necesita causa ni fruto. Su fruto es su actividad misma. Yo amo porque amo, yo amo por amar. El amor es algo maravilloso, y aunque retornara a su principio y origen, aunque refluyera a su propia fuente, siempre tendrá de dónde fluir nuevamente. De todas las afecciones, sentimientos y actos del alma, el amor es lo único con lo que la criatura puede corresponder a su Autor de la misma manera aunque no en la misma medida» (In Cantica, LXXXIII, 4). San Bernardo coincide con muchos otros pensadores medievales en que todo el proceso cósmico tiene su origen en el desbordamiento del amor de Dios en el cual consiste el acto creativo y encuentra su fuerza motriz en el deseo por el cual la creación busca retornar a su fuente. De ahí que la pasión sexual no sea sino una forma ciega y degradada [o sea, de grado inferior, a saber: biológico] de la energía universal que encuentra en el amor de Dios su verdadera, consciente y normal expresión.


*[En su ensayo Abelardo y Eloísa, de 1970, resume la medievalista francesa Régine Pernoud la concepción de Ricardo de San Víctor († 1173) sobre el misterio de la Trinidad. Cuando habla de la Trinidad, pone en juego la concepción misma de la persona en el sentido humano del término y la del amor. Dios es Uno, pero esta unidad no es sentida de manera «monárquica»; pues Dios es Tres; y lo que hace que sea Uno es que es Amor: un Amor que es incesante intercambio en una perfecta igualdad, una comunión total. Así, el creyente tiene, cuando piensa en Dios, no la noción estática de un ser superior, sino la visión dinámica de un impulso de amor. Ricardo de San Víctor basa su creencia en la Trinidad a partir de una exigencia de la naturaleza profunda del amor. «El elemento esencial de la verdadera caridad no es sólo amar al otro como a uno mismo y ser amado de la misma manera, sino también querer que el otro sea amado como uno mismo quiere ser amado»; así el amor verdadero sólo es completo en el deseo de ver compartir este amor; y es el amor perfecto el que exige la tercera Persona[4], «cuya participación igual al amor y a la alegría de los otros dos es una exigencia del mismo amor, llevado a su perfección». Así, para Dios, ser significa amar].


*San Francisco de Asís.― Su ideal es revivir en la experiencia de la vida cotidiana la vida de Cristo. No debe haber una separación entre fe y vida, entre lo espiritual y lo material, puesto que ambos mundos han de fusionarse en la realidad viviente de la experiencia práctica. El ascetismo de san Francisco ya no implica rechazar el mundo natural y apartar la mente del orden creado para dirigirla al Absoluto. La regla de pobreza es un medio de liberación, no un movimiento de negación; la pobreza reconduce a la comunión con la creación de Dios. El movimiento que tuvo mayor impacto en la religiosidad medieval fue el de la piedad evangélica y la devoción a la humanidad de Jesucristo, las cuales lograron su más sublime expresión en la vida de San Francisco de Asís. En relación a esta cuestión, dice lo siguiente el jesuita francés Pierre Rousselot (1879 – 1915): «La gran novedad de la EM, su incomparable mérito religioso, fue la comprensión y el amor o, más bien podría decirse, la pasión por la humanidad de Cristo. El Verbo Encarnado, homo Christus, Jesucristo como hombre, no es solamente el modelo para ser imitado, el guía para ser seguido y también la luz increada que ilumina el interior del alma; Él es interior, aun por su Humanidad; Él es el esposo del alma, quien actúa con ella y en ella; Él es el amigo». Con San Francisco vemos por primera vez al cristianismo rompiendo las barreras de raza y de tradición social y realizando una completa y orgánica expresión en el hombre occidental.


A diferencia de lo que ocurrió en el islam, donde acabó siendo imposible una reconciliación de la fe con la filosofía, como se pone de manifiesto en la obra del gran teólogo persa Al-Ghazali (Algazel, 1058 – 1111), quien advirtió la incompatibilidad fundamental del dogma islámico de la omnipotencia divina con la concepción helénica del universo como un orden inteligible, transparente a la razón humana, en Occidente sí acabarían siendo diferentes las relaciones entre religión y filosofía, puesto que la primera se fundaba en una revelación más bien histórica que metafísica. Las provincias de la fe y la razón no coincidían, mas no eran contradictorias, sino más bien complementarias. Cada una tenía su razón de ser y su propia esfera de actividad.

*La máxima expresión de esta concepción clásica de la teología occidental la tenemos en Santo Tomás de Aquino, quien por vez primera rompe con la antigua tradición del exagerado espiritualismo oriental y del idealismo neoplatónico; su tarea consistió en reinstalar al hombre en el orden de la naturaleza. Enseñó que la inteligencia humana no es la de un espíritu puro, sino que es consustancial con la materia, y encuentra su actividad natural en la esfera de lo sensible y lo particular. El hombre no puede lograr en esta vida la intuición directa de la verdad y de la realidad espiritual. Debe construir lenta y penosamente un mundo inteligible a partir de los datos sensoriales, ordenados y sistematizados por la ciencia, hasta que finalmente el orden inteligible que es inherente a las cosas creadas sea abstraído de la envoltura material y contemplado en su relación con el Ser absoluto por la luz de la inteligencia superior. La actividad racional es una forma de entendimiento característicamente animal que únicamente puede darse en donde la inteligencia superior se encuentra velada e impedida por las condiciones de espacio y tiempo[5].

El hombre ocupa una posición única en el universo precisamente porque él es la más baja de todas las naturalezas espirituales. El hombre señala el punto en donde el mundo espiritual toca el mundo de los sentidos, y es por él y en él como la creación material alcanza la inteligibilidad y se vuelve luminosa y espiritualizada.

Puesto que el hombre no puede liberarse trascendiendo las condiciones de su naturaleza material mediante una aproximación al mundo del espíritu puro, el Verbo de Dios se ha manifestado al hombre a través de lo concreto y sensible en una forma que es apropiada a las limitaciones de sus potencias intelectuales. Así, la Encarnación del Verbo de Dios no destruye o invalida la naturaleza humana, sino que le es análoga y complementaria, ya que restaura y extiende la función natural del hombre como lazo de unión entre el mundo material y el espiritual. Éste es el principio fundamental de la síntesis de santo Tomás, quien recalca los derechos y el carácter autónomo de la actividad natural, el campo de la razón como distinto del de la fe, la ley moral de la naturaleza como distinta de la ley de la Gracia, los derechos del Estado como distintos de los derechos de la Iglesia. Su nueva filosofía cristiana proveyó una sólida fundamentación intelectual para el ideal de un Estado autónomo que no trascendiese su propia esfera con pretensiones teocráticas. Correspondióle definir clara y exhaustivamente la idea de un orden natural y una ley natural autónomos: «El Derecho divino, que es de la Gracia, no destruye al Derecho humano, que es de la razón humana»  (Summa Theologica, II-IIae, Quaest. X, art. 10). En el comentario sobre las Sentencias de Pedro Lombardo, dice: «En materia del bien civil [común], es mejor obedecer a la potestad secular que a la espiritual» (II Sent., dist. XLIV, Quaest. II, art. 2).

Conserva las grandes líneas de la doctrina agustiniana de la Gracia, pero, al igual que San Buenaventura, hizo mayor hincapié en el carácter ontológico del orden sobrenatural. Mientras que San Agustín concibe la Gracia primariamente como un acto del poder divino que mueve la voluntad humana, Santo Tomás la considera ante todo bajo su aspecto esencial de un nuevo principio espiritual que transforma y renueva la naturaleza humana por virtud de la comunicación de la Vida Divina; en otras palabras, el estado de deificación del que hablan habitualmente los Padres griegos. La gracia no es solamente un poder que mueve la voluntad, sino también una luz que ilumina la mente y transfigura enteramente el espíritu del ser humano.

Mostró que es posible conciliar el materialismo orgánico de la Política de Aristóteles con el misticismo orgánico de la visión cristiana de la sociedad, pero ello a condición de que el Estado sea considerado como un órgano de la gran comunidad espiritual, y no como el fin absoluto de la vida humana; esto es, que en la teoría y en la práctica social se debe tratar al Estado como parte y no como fin último de la sociedad.
Santo Tomás no sólo aceptó los principios cardinales de la física aristotélica, sino que los aplicó decididamente a la naturaleza del hombre, enseñando que la materia es el principio de la individuación humana y que el alma es la forma del cuerpo. De aquí que el hombre no es, como pensaban los platónicos, un ente espiritual confinado temporalmente en la prisión del cuerpo, sino que es una parte de la naturaleza, de ese orden dinámico que comprende toda la serie de seres vivientes desde el hombre hasta las plantas, y también a los seres inanimados, que si bien carecen de vida están dotados de forma (principio de individuación). Y así, la inteligencia humana no es la de un espíritu puro que existe sólo para la contemplación de la realidad absoluta, sino que es consustancial a la materia, sujeta a las condiciones del espacio y del tiempo, y puede construir un orden inteligible sólo a partir de los datos de la experiencia sensible sistematizada por la actividad cognoscitiva de la razón. Así, mientras por una parte la razón humana es característicamente animal [esto es, viviente, material, dotada de alma o conciencia sensitiva], la más baja y oscura forma de inteligencia, por otra es el principio de orden espiritual en la naturaleza, y su función esencial es reducir el ininteligible caos del mundo material a la razón y al orden.


* Mientras que un destacado discípulo de Santo Tomás, el monje agustino Egidio Romano (c. 1243 – 1316), se convertirá en un firme abogado de los títulos teocráticos del Papado en su forma más completa, otro discípulo suyo, Dante Alighieri, aunque profundamente cristiano y católico, ya no busca en la Iglesia el ideal de unidad. Para Dante, la unidad ideal no era la de la Iglesia, sino la de la humanidad, y el Imperio romano fue predestinado por Dios para ser su servidor y ministro (Dante es un gibelino, esto es, defiende la causa del Imperio frente al Papado, pero con agudos matices). Así, las prerrogativas del Imperio no se basan en su función ministerial respecto de la potestad espiritual, sino, como él lo expresa, «en la necesidad de la civilización humana», la cual no podrá realizar sus fines sin la paz y el orden que sólo la unidad política puede garantizar. El Estado tiene no sólo un fundamento independiente en el Derecho natural, sino también una misión providencial hacia el género humano, la cual es análoga en el orden natural a la misión de la Iglesia en el orden de la gracia. Llega incluso a pretender para el Estado una gracia peculiar; de ahí que existan para Dante dos pueblos escogidos y dos ciudades santas (espirituales unos, temporales otros). Pero, lejos de ser un simple apologeta del Imperio (como ocurre con Jordano de Osnabrück, ca. 1300 – ca. 1380, autor de De Praerogativa Romani Imperii), con Dante la teoría a favor del Imperio ha cambiado por completo al ser puesta en relación con la doctrina tomista de la ley natural y con la teoría social de Aristóteles, por una parte, y con la nueva conciencia política y la cultura laica de la ciudad-Estado italiana, por la otra.

[En su libro Dante vivo (1933), Giovanni Papini ha abordado un complejo problema teológico de la obra del gran poeta florentino, el de la venganza de Dios contra el hombre en la Persona de su Hijo. Este término de «venganza», en vez del de «castigo», resulta completamente inapropiado, incluso blasfemo, en la concepción de un poeta cristiano, por grande que sea, como era el Dante, y exige una explicación, de igual modo que también la exigiría el término «castigo», porque ¿es concebible que Dios castigue a los hombres por sus pecados, o se vengue de ellos, obligando a su Unigénito a morir en la Cruz?


Escribe Papini:

La misma dulcísima Beatriz, al anunciar la venida del Quinientos Quince [el DXV es el hermano siamés del Veltro = Espíritu Santo, aunque no son lo mismo, pues el DXV es una especie de instrumento del Veltro, una avanzada, un preparador, una criatura humana que debe desbrozar el camino para la llegada del Espíritu Santo, el tercer reino, en consonancia con las profecías de Joaquín de Fiore], solamente afirma «que venganza de Dios no teme ofrecimiento (donativo)» (Purgatorio, XXXIII, 36). Y aludiendo al mismo justiciero y vengador dice al Dante, después del grito de los justos, que asustó al poeta, que si él hubiese entendido las palabras de aquel grito

…ya sabrás algún día la venganza / que ante ti verás antes de morir (Paradiso, XXII).

Pero más grande es nuestro estupor cuando la terrible palabra es usada por el Alighieri para designar la obra de la Redención. Justiniano refiere la historia del Águila, esto es, del Imperio, y, al llegar a Tiberio, dice:

…la viva justicia que me inspira / le concedió por mano de aquel a quien me refiero, / la gloria de dar venganza de su ira (Paradiso, VI).

Y Tito, luego, destruyendo Jerusalén:

… a tomar venganza corre / de la venganza del pecado antiguo (Paradiso, VI).

Y ya había dicho lo mismo en el Purgatorio:

En aquel tiempo, en que el buen Tito, con la ayuda / del supremo rey, vengó las heridas / por donde salió la sangre vendida por Judas (Purgatorio, XXI).

Beatriz se da cuenta del estupor de Dante al oír las palabras de Justiniano y pronuncia 
un largo discurso sobre el misterio de la Redención, insistiendo en las mismas palabras del gran emperador:

Según mi parecer infalible / estás pensando como [cómo] la justa venganza fue justamente castigada (Paradiso, VII).

Y había necesidad de explicaciones.

Las doctrinas teológicas en torno de la Redención eran tres: la Mística, llamada también especulativa o física, debida especialmente a los teólogos orientales, según la cual los hombres han sido redimidos del pecado con el solo hecho de la Encarnación […]; la del rescate del Demonio, que aparece sobre todo en San Agustín, según la cual Satanás, después del pecado de Adán, se había convertido, en cierto modo, en el amo de la humanidad, de manera que fue necesario pagar un alto rescate para liberarla de tal servidumbre, y la sangre de Cristo fue la paga; y, finalmente, la teoría realista, debida principalmente a San Anselmo [en su escrito Cur Deus Homo? (¿Por qué Dios se hizo hombre?, redactado entre 1094-1098)], según la cual Cristo nos ha redimido por substitución, es decir, poniéndose en nuestro lugar y ofreciendo a Dios, con los padecimientos y la muerte, aquella satisfacción que el género humano debía al Creador después del pecado original, pero que nosotros, criaturas culpables, éramos incapaces de ofrecer.

Expone Beatriz esta última teoría siguiendo el célebre diálogo de San Anselmo, Cur Deus homo? […] Pero en San Anselmo, y también en Santo Tomás, se habla siempre de satisfactio y no de venganza. Y el ofrecimiento de la vida de Cristo es un donum del Redentor y no un castigo ofrecido por Dios. El pensamiento del Dante es, poco más o menos, el de San Anselmo y de Santo Tomás; el hombre ha pecado gravemente contra Dios y Dios debe obtener una reparación, pero el hombre no puede darle por sí una satisfacción infinita de una infinita ofensa, y por eso es necesario que Dios mismo intervenga en la Persona de Cristo, hombre y Dios. El martirio de la Cruz es un medio para castigar la naturaleza humana y por él hacerla digna del perdón: es un acto voluntario de amor por parte de Dios—no es ni puede ser una venganza—. En las palabras de Justiniano, en cambio, la teoría de San Anselmo aparece, al menos en la forma, alterada y dislocada. Dios está airado contra el hombre y es una gloria para Tiberio servir de instrumento a la venganza de Dios. Dios está encolerizado y se quiere vengar y se venga contra el hombre permitiendo que los hombres (el vicario de Tiberio, Pilato) maten a su propio Hijo.

Que Tito se vengue justamente de esta venganza destruyendo Jerusalén y dispersando a los hebreos puede parecer más natural—aunque primeramente sea una gloria para Tiberio el haber permitido la venganza, y ahora la venganza de la venganza recaiga sobre los judíos y no sobre el Imperio—, pero que el Padre considere la Crucifixión del propio Hijo unigénito como venganza, como desahogo de su ira contra un Inocente que paga por los hombres culpables, ni el Padre ni los Doctores lo han dicho y es de un atrevimiento tal que únicamente el Alighieri podía permitírselo—ese Alighieri que se inspira más frecuentemente en lo terrible del AT que en la dulzura del Nuevo—. Para la conciencia cristiana, la muerte del Redentor es una oferta espontánea, movida por un infinito y divino amor; Dante la transforma en una venganza del Padre. Incluso si venganza se substituye por castigo y se tiene en cuenta que el poeta ha querido dar más fuerza a la idea usando aquella tremenda palabra, ciertamente demasiado humana, queda, para un lector cristiano, una confusa turbación y la legítima sospecha de que Dante haya expresado con soberbia acentuación de la forma la teoría ortodoxa de la Redención. Y tal deformación, aunque sea involuntaria, hace suponer que el ánimo del Dante se inclinaba demasiado a ver la ira en la justicia y la venganza en toda pena]


En otro lugar de su estudio, cuando Papini analiza la teoría del Estado de Dante, tal como se explicita en De Monarchia, matiza que el Alighieri, a pesar de la profunda admiración que siente por Santo Tomás de Aquino, a quien considera su maestro, se distancia de él en un punto: «para el Aquinate, el bien terrenal del individuo y de la sociedad es un bien secundario con relación al bien eterno […] Dante, en cambio, establece casi una igualdad de valores entre las dos felicidades [la terrenal y la celestial], y, por consiguiente, entre los dos monarcas [el Papa y el Emperador], y para demostrar su tesis recurre a principios averroístas: que la inteligencia humana, por el hecho de que puede conocer todo lo sensible, debe conocerlo todo, lo que, siendo imposible para el individuo, dedúcese que lo conoce la humanidad en su complejo, y existe por lo tanto un fin social independiente del individual. Así la distinción entre verdad religiosa, valedera únicamente en la esfera sobrenatural, y verdad política, válida en la convivencia civil, presenta una cierta analogía con la doctrina averroísta de las dos verdades [la verdad teológica y la verdad filosófica]».


***

*Radicalmente distinta a la posición de Santo Tomás y de Dante es la de Marsilio de Padua (Padua, ca. 1275 – Munich, ca. 1343), cuya teoría del Estado está enteramente dominada por el naturalismo aristotélico, renegando de la concepción medieval de una sociedad cristiana universal. El sacerdocio ya no es para Marsilio el principio de unidad espiritual, ni el alma del organismo social; se ha vuelto uno de entre los varios órganos de la comunidad, la pars sacerdotalis, sometida a la clase gobernante, es decir, a la pars principans, y privada de toda autoridad trascendente. El principio de unidad se halla ahora en la voluntad del legislador humano, el único que tiene poder legal coercitivo. Este legislador humano no es otro que la comunidad misma, la communitas o universitas civium [la comunidad o universidad de los ciudadanos], la cual es la última fuente de la ley [«Según la verdad y el consejo de Aristóteles, hemos de decir que la causa primera, efectiva y propia de la ley es la comunidad de los ciudadanos», Defensor Pacis, I, ca. XII] y es también el poder constituyente detrás del principatus, es decir, del sector gobernante, que es su órgano o instrumento. Este mismo principio vale también para la Iglesia, la cual es una communitas fidelium, pero, puesto que Marsilio supone que su Estado es cristiano, entonces las dos comunidades son una misma cosa y por tal razón no puede haber división en cuanto a la última fuente de autoridad en la Iglesia y el Estado[6].

***

*Las universidades medievales surgen a finales del siglo XII y principios del siglo XIII. Suceden a las escuelas catedralicias. Éstas tienen su origen en el siglo X, sobre todo en Lieja, bajo el obispo Notker (entre 972 y 1008), de la Orden benedictina, y en Reims, bajo Gerberto de Aurillac (el futuro papa Silvestre II), arzobispo de la ciudad durante parte del último decenio del siglo X. Gerberto de Aurillac fue el scholasticus o maestro de la Escuela de Reims entre 970-982. Esta tradición fue continuada por el obispo San Fulberto en Chartres (entre 1007-1028) y por Adalberto o Aldaberón en Laon (obispo entre 977-1030). Después, durante el siglo XI, son importantes las escuelas catedralicias de Tournai, París, Tours, Angers y Le Mans. La última gran escuela catedralicia es la de Chartres, que alcanza su apogeo durante la primera mitad del siglo XII, bajo los hermanos Bernard († ca. 1160) y Thierry de Chartres († ca. 1150), y su discípulo Guillaume de Conches (ca. 1080 – ca. 1150).

Las dos principales universidades medievales son la de París y la de Bolonia: la de Francia fue el gran centro europeo de los estudios teológicos y filosóficos, y la italiana el indiscutible centro de los estudios jurídicos. La Universidad de Bolonia, hacia 1150, está ya casi plenamente constituida. Las escuelas de París, tanto la catedralicia como las monacales, fueron adquiriendo desde principios del siglo XII, gradualmente, su organización corporativa, que culminó con la formación de la gran universitas o corporación de magistri, es decir, docentes con licencia para enseñar bajo el control del canciller. París fue el modelo para la mayoría de las universidades del Norte de Europa. El caso de Bolonia es distinto. Ya en 1158, el prestigio de sus estudios de Derecho Civil era enorme, como se ve por la parte que tomaron los Cuatro Doctores de Bolonia en la Dieta de Roncaglia (junto a Piacenza) de ese año. Entre 1090-1130, con el jurista Irnerio, se hizo famosa Bolonia por los estudios de Derecho Romano. También estaban los canonistas, los más importantes de Europa, que proveyeron de funcionarios a la Curia romana y resultaron decisivos, como aliados del Papado, en la organización de la Iglesia desde 1150. Pero la diferencia básica entre París y Bolonia radica en que mientras la primera fue una institución básicamente clerical, Bolonia fue sobre todo una universidad laica, donde se formaron los funcionarios de las repúblicas italianas. El teólogo e historiador inglés Hastings Rashdall (1858 – 1924), en su famoso estudio Medieval Universities, dice, a propósito de los doctores enviados a Roncaglia, que «en toda la historia de la educación no ha habido maestros que ocuparan tan alta posición en la estimación pública como los doctores de Bolonia».

Además de estas dos grandes universidades, hay que tener en cuenta una tercera tradición, en la que los estudios científicos tienen la primacía. Eso es lo que ocurrió en las escuelas de Salerno, Montpellier, Toledo y la corte de Palermo. Estas escuelas fueron el canal a través del cual la ciencia griega, Aristóteles y la ciencia árabe llegaron a Occidente. En la segunda mitad del siglo XI la escuela de Salerno se convirtió en el lugar de encuentro de las corrientes griega, árabe y judía en el campo de los estudios médicos. En lo que atañe a la importantísima tarea de las traducciones, inicióse también en la segunda mitad del siglo XI en la abadía de Monte Cassino con el monje africano Constantino. Pero el foco principal fue la Escuela de Traductores de Toledo, que tiene su origen durante el arzobispado de Raimundo de Sauvetat (1126-1151), que pertenecía a la Orden cluniacense. Esta Escuela continuó su actividad durante todos los siglos XII y XIII, llegando a traducir al latín todo el corpus aristotelicum en su versión arábiga y realizando versiones de las principales obras de los filósofos y científicos judíos y musulmanes: al-Kindi, al-Farabi, al-Battani, Avicena, Ibn Gabirol y al-Ghazali. El más destacado traductor español quizá sea Domingo Gundisalvo [Dawson lo llama Domingo González] (ca. 1115 – ca. 1190), que fue archidiácono (arcediano) de Cuéllar (en la provincia de Segovia), y que desde 1162 desarrolló su actividad en Toledo. Tradujo más de veinte obras filosóficas del árabe al latín y él mismo intentó conciliar la filosofía de Avicena (a su vez una síntesis de las tradiciones aristotélica y neoplatónica) con la tradición agustiniana del cristianismo latino.

Otro de los más tempranos traductores fue, a principios del siglo XII, un scholar inglés, Adelard de Bath (ca. 1080 – ca. 1152), monje benedictino, filósofo, matemático y naturalista, educado en las escuelas catedralicias del norte de Francia, que viajó por España, el sur de Italia y el Próximo Oriente, y que tradujo las obras de Euclides y la de matemáticos y astrónomos del Asia Central del siglo IX, tales como al-Khwarizmi y Abu Ma’shar de Balkh.





[1] [Nota de E.C.] Este vocablo griego fue usado por los gnósticos del siglo II para designar las edades o ciclos del proceso temporal en que el espíritu universal (divino) se manifiesta en forma humana.
[2] [Nota de E.C.] Sobre las dos ciudades en San Agustín, véase el documentado artículo de Ramiro de Maeztu publicado en el periódico La Prensa de Buenos Aires el 19 de julio de 1931, recogido en su libro Defensa del Espíritu (Madrid, Rialp, 1958, págs. 318-335).
[3] [Nota de E.C.] El concepto de las siete artes liberales proviene de la antigüedad romana tardía, denominación que al principio hacía referencia a las ocupaciones a que puede dedicarse el hombre libre sin rebajarse a la categoría de esclavo o de jornalero. La Edad Media convirtiólas en el conjunto del saber profano: Trivium (Gramática, Retórica y Dialéctica) y Quadrivium (Aritmética, Geometría, Astronomía y Música). Por encima de ellas se situaría la Teología, que acabó siendo, ya en el transcurso del siglo XII, la culminación del saber.
[4] [Nota de E.C.] ousía = sustancia // persona = hipóstasis.
[5] Santo Tomás, en Comentarium in Sententias, I, Dist. III, Quaest. IV, art. 1, dice: ratio nihil est misi natura intellectualis alumbrata [la razón no es otra cosa que la naturaleza intelectual ensombrecida]. Y en I, Dist. XXV, Quaest. I, art. 1, dice: rationale est differentia animalis et Deo non convenit nec Angelis [lo racional es una diferencia que se da en los animales, y no se da en Dios ni en los ángeles].
[6] [Nota de E.C.] Sobre Marsilio de Padua, ver lo que dice Walter Ullmann en su libro Principios de gobierno y política en la Edad Media (1961).
Una observación: al afirmar Marsilio de Padua que la fuente de la ley es la comunidad de los ciudadanos, está ya preanunciando el error de los revolucionarios franceses, quienes se inspiraron en Rousseau y no en Montesquieu. Este error no lo cometieron los Padres Fundadores en la Revolución Americana. Esta es la conocida opinión de Hannah Arendt (en su ensayo Sobre la revolución): «Los Padres Fundadores no cometieron la desastrosa equivocación posterior de los revolucionarios franceses de confundir el origen del poder con la fuente de la ley. Para los Padres Fundadores, el origen del poder brota desde abajo, del “arraigo espontáneo” del pueblo, pero la fuente de la ley tiene su puesto “arriba”, en alguna región más elevada y trascendente».