domingo, 31 de diciembre de 2023

 

Dmitri Merejkovsky: COMPAÑEROS ETERNOS (1897)




Dmitri Merejkovsky. Compañeros eternos. Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1949.

 

*Pedro Calderón de la Barca (Madrid, 17 enero 1600 – 25 mayo 1681), junto con Shakespeare y con la tragedia ática, es uno de los verdaderamente grandes exponentes del drama clásico. Las diferencias con Esquilo, Eurípides y Sófocles son muy importantes, pues para los trágicos griegos la principal idea de sus obras es la de «Destino». La tragedia griega nació de los ritos que se realizaban de las fiestas del dios Dioniso. Está basada en la idea mística más profunda del paganismo politeísta: la idea del Destino, de la Justicia sobre la que reposa el mundo, que castiga el crimen, no sólo entre los hombres, sino también entre los dioses. La divinidad impersonal que simboliza el Destino es la Moira. La triple Moira son las Parcas. 

Así como la tragedia griega antigua se enlaza por las fiestas de Dioniso al culto religioso, el drama calderoniano está ligado al culto de la religión católica por la interpretación de los misterios de la Edad Media. Shakespeare ha roto este lazo. En sus dramas reina una absoluta libertad filosófica: no hay ningún rastro de fuente religiosa. Calderón es un místico de los más profundos, pero no hay en él nada de filósofo [esta opinión es más que discutible, como revela, esencialmente La vida es sueño]. El concepto de drama, tal como se dio en los antiguos griegos, en Shakespeare y en Calderón de la Barca, ha quedado prácticamente aniquilado durante el final del siglo XVIII y el siglo XIX, bien sea por lo sublime de una idea filosófica, caso de Federico Schiller y de Goethe; por el brillo y contraste de los colores románticos, como ocurre en Víctor Hugo; por la novedad del análisis psicológico, como vemos en el teatro naturalista de Enrique Ibsen; o por la concesión a la sátira o la fidelidad respecto al ambiente local, caso de Alexander Griboyedov (1795 – 1829) o de Nicolás Gógol. La idea motriz de esa concepción clásica del drama es la noción de voluntad, inspiración esencial de toda acción dramática. En esta imagen de una gran pasión y de la voluntad trágica, ninguno de los dramaturgos del siglo XIX ha igualado a los trágicos griegos a los clásicos ingleses y españoles de los siglos XVI y XVII. Los motivos fundamentales del teatro de Calderón, el amor a la mujer y el honor, entre otros, pueden parecer estrechos, pero no sólo no debilitan la acción, sino que la aumentan. Al igual que Shakespeare, Calderón rompe la unidad de lugar, aunque sin recurrir a cambios de decorado tan frecuentes como en el inglés. La unidad de tiempo la observa hasta cierto punto. Sus dramas se desarrollan en el espacio de tres «jornadas», correspondiéndole un acto a cada una de ellas. Pero Calderón observa siempre, si no la unidad de acción, sí la unidad de pasión, principal motivo psicológico de sus dramas.

Para ilustrar el drama calderoniano, Merejkovsky ha seleccionado en su breve ensayo La Devoción de la Cruz, de ca. 1625, que anuncia de manera temprana toda la concepción del drama en Calderón. Sus protagonistas son Eusebio y Julia, hermanos gemelos que no lo saben, y se aman apasionadamente; Lisardo, hermano de ambos, a quien mata en duelo Eusebio, provocado el combate por el propio Lisardo; y Curcio, el padre de los tres, que, en castigo del Cielo por haber dudado de la fidelidad de su esposa Rosmira, desconocerá que Eusebio es su hijo, quien, finalmente, después de ser herido por unos bandidos, morirá en sus brazos, en el mismo lugar en el que se erige una Cruz, en un paraje agreste y solitario, donde Rosmira estuvo a punto de morir por la mano de su esposo Curcio, dominado por los celos, y donde la propia Rosmira dejó al recién nacido Eusebio, ignorante de quiénes eran sus padres, y que, gracias al señor de una aldea, llamado Eusebio, a donde lo había llevado un pastor, pudo sobrevivir, pues aquél lo acogió en su casa y lo crió. Ambos hermanos Julia y Eusebio, llevan una cruz impresa en el pecho, símbolo que los librará de la muerte en múltiples ocasiones, y que, a pesar de los pecados cometidos por ambos, en el caso de Julia amar a Eusebio, les permitirá reconciliarse con Dios en el momento final de sus vidas. Cuando Eusebio muere, resucitará durante unos instantes, a fin de poder recibir la absolución de un sacerdote, Alberto, que se ha perdido en las montañas. En cuanto a Julia, su padre, Curcio, se opone frontalmente a su amor por Eusebio; con tal propósito la obliga a entrar en un convento, adonde logrará introducirse Eusebio, que permanecerá escondido incluso en la propia celda de su hermana. Pero en ningún momento del drama se consuma nada en ellos, como no podía ser de otro modo, pues de lo contrario habrían cometido, aunque involuntariamente incesto, algo inimaginable en un espíritu como Calderón. Asimismo, cuando Julia va a ser abatida por Curcio, desaparece súbitamente al invocar la Cruz.

Merejkovsky trae a colación la opinión sobre este drama en concreto y sobre los dramas de Calderón en su conjunto, del pensador protestante e historiador alemán Moritz Carrière (1817 – 1895), quien, en su libro El Arte en sus relaciones con el desarrollo general de la cultura (1877 – 1866), se obstina en ver al gran dramaturgo español como una persona dogmática, oscurantista y llena de prejuicios supersticiosos, en quien la concepción religiosa medieval convive con las prácticas de la Inquisición española. Califica su catolicismo de sensual. No sólo demuestra con ello una interpretación esquemática de la religiosidad medieval, sino que ofrece una imagen simplista y caricaturesca de Calderón, sin alcanzar a penetrar en la grandeza de su arte dramático. Considera que Calderón no emplea la Cruz como un símbolo, sino como un fetiche. Para él, Calderón no exige del individuo un comportamiento moral: es como si el atenerse a los dogmas católicos y a los ritos de la Iglesia bastasen. Puede cometer todo tipo de crímenes y de tropelías, y ser finalmente perdonado.

El alma de La Devoción de la Cruz, escribe Merejkovsky, es la idea misma de uno de los fundamentos de la doctrina cristiana. Si no hay fe en Dios, si no hay amor por Él, no hay ni bien ni mal. Las virtudes exteriores, los grandes hechos, no salvarán a aquel cuyo corazón esté alejado de Dios. El propio Cristo lo dejó muy claro: lo primero es amar a Dios por encima de todo, con toda el alma, todo el corazón y toda la inteligencia de que sea capaz el hombre, y, en segundo lugar y como consecuencia de ello, amar al prójimo como a uno mismo. A esta doctrina es a la que se acoge Calderón. Si no hay verdadero arrepentimiento no puede haber perdón. Lo habrá en el caso de Eusebio y de Julia. La historia evangélica del ladrón que se arrepintió en la cruz y fue salvado por un instante de fe, justifica a Calderón. La inspiración de su drama se concentra en la escena en que Eusebio, ya moribundo, dirige a Dios esta oración casi exigente: «¡Debes salvarme!»

En todas las épocas los moralistas han visto el peligro contenido en la doctrina de la fuerza infinita del arrepentimiento y del amor. Ni Goethe ni Carrière entendieron a Calderón. Goethe, el «gran pagano», imbuido del humanismo de la Ilustración, no alcanzó a ver la grandeza de la religiosidad medieval, a la que consideró más bien como un ejemplo de superstición. Es significativo que, durante su primer viaje a Italia (septiembre 1786 – junio 1788), al pasar por Asís, se detuviese en las ruinas del templo de Minerva, en las que se emocionó, pero, sin embargo, pasó de largo ante la basílica de San Francisco, donde pudo haber contemplado esta extraordinaria iglesia gótica italiana y los frescos de Giotto. Aunque Merejkovsky no lo diga, hay que reconocer que sí «redescubrió» mucho antes la arquitectura gótica ante la catedral de Estrasburgo (1770). Sus ideas preconcebidas le impidieron entender a Calderón. De modo muy diferente ante la Edad Media se comportaron historiadores positivistas no creyentes del siglo XIX, tales como Hipólito Taine o Ernesto Renan, cuyo humanismo militante, en el caso de Taine, no le impidió entrar y admirar la iglesia superior de San Francisco en Asís. A diferencia de Voltaire y de Goethe, ambos historiadores positivistas franceses sí estaban liberados del humanismo militante propio del Siglo de las Luces. Es cierto, no obstante, que hay momentos en que Goethe desconfió de la razón, pero no puede olvidarse que se trataba de un científico y de un naturalista, aunque su concepción del mundo está también transida de indefinible e inefable poesía, ajena a la razón ilustrada. Lo que motivó la burla de Voltaire, es explicado tranquilamente por Renan; y después de explicado, comienza a amarlo (se refiere al periodo medieval) y a descubrir una escondida enseñanza moral dotada de eterna vida.

El propio Calderón justificó mejor que nadie su posición: «Dios es espíritu, fuente vida y de sabiduría; creador de todo, ejerce su poder sobre la Naturaleza … El verbo de Dios es Dios mismo … La fuente de toda la sabiduría humana es Él solo; sólo Él engendra la belleza; sólo Él insufla la eternidad en lo que es variable y perecedero».

 

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Por lo que respecta a Cervantes, cae Merejkovsky en el mismo error que el ilustrado español Diego Clemencín, uno de los más eminentes comentaristas del Quijote: que no era consciente del carácter genial de la novela que estaba escribiendo.

Para Cervantes, la naturaleza no existe en absoluto por sí misma, no es el ser viviente y cercano al corazón que en ella ven Shakespeare, Byron, Shelley o Goethe, artistas panteístas del Norte.

Cervantes es un creyente sincero, a pesar de su velada crítica a la Iglesia.

Sancho Panza tiene tanta importancia como Don Quijote. El uno no puede existir sin el otro. Ambos se complementan, pues representan tipos universales distintos.

La significación profunda de la sátira de Cervantes reside por entero en que la superioridad moral de Don Quijote es siempre sacrificada en vano, sin que resulte de ello el menor bien, y que termina en ser una maldición para él mismo, porque no corresponde al grado de cultura intelectual que caracteriza al héroe.

Cervantes nos revela toda la nulidad, la falta de corazón, la hipocresía, la eterna estupidez de los hombres.

 

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Byron (1788 – 1824) es una insólita manifestación de la individualidad, una manifestación del héroe. Byron es una de las cumbres de la cadena rocosa que surge del temblor de tierra de la Gran Revolución.

Goethe tenía razón: «Byron no es ni un clásico ni un romántico, es nuestro tiempo mismo», es la modernidad por excelencia.

Byron representa el individuo que se alza en rebelión contra la sociedad; es el individualismo frente al socialismo.

Si lo eterno reside en Goethe, el presente y el porvenir están en Byron. Y para llegar a lo eterno no hay otro camino que el presente y el porvenir.

Solo contra todos, en la vida y en la muerte, en el tiempo y en la eternidad.

El sentimiento íntimo de Dios que hay en su naturaleza, aun cuando no pueda explicárselo, le parece una prueba de la existencia de Dios.

Se puso del lado de los débiles: de España, de Grecia. Visitó España y se entrevistó con el general Castaños, el vencedor de Bailén.

 

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Las páginas dedicadas a Napoleón se circunscriben a su cautiverio en Santa Elena, donde el Gran Corso hace balance de su vida.

«Si hubiera sido un hombre religioso no hubiera podido hacer lo que he hecho», confesaba un día en aquella perdida isla-prisión.

 

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Para Goethe (1749 – 1832) conocer la naturaleza significa «sentir en ella el soplo de Dios». Cualquier descubrimiento científico es también una revelación religiosa; tal es el pensamiento esencial de Goethe. «La ciencia y la fe existen no para destruirse, sino para completarse». «Siempre he estado convencido de que el mundo no podría existir si no fuera tan simple». «El más alto grado a que puede llegar un hombre en el conocimiento, es un sentimiento de asombrada admiración».

La historia natural es la continuación de la historia sagrada; el libro de la naturaleza es una prolongación de la Biblia y la autenticidad de los dos libros es idéntica.

«Dios pone el mundo en movimiento, la naturaleza está en Él, y Él está en la naturaleza… Si Dios no hubiera animado al pájaro de ese instinto que le lleva hacia sus hijos, si ese mismo instinto no penetrara todo lo que es vivo, el mundo no podría existir… La fuerza divina se derrama en todas partes; en todas partes actúa el eterno amor».

«Dios no ha descansado de su trabajo». La doctrina de la evolución es la de un Dios que no ha tomado reposo, que obra, que continúa creando.

La idea de inmortalidad está para Goethe ligada a la idea de una evolución creadora. «Para mí la convicción de una vida eterna dimana de la noción de una eterna actividad: si trabajo sin descanso hasta el fin, la naturaleza tiene la obligación de concederme otra forma de existencia cuando la vida presente no puede ya retener mi espíritu».

«Al pensar en la muerte, estoy absolutamente tranquilo porque es mi firme convicción que nuestro espíritu es un ser cuya naturaleza permanece indestructible y no cesa de actuar de eternidad en eternidad; nuestro espíritu se parece al sol, que solamente parece ponerse a nuestros ojos, habitantes de la tierra, pero que, de hecho, no se pone jamás».

«Para mí Cristo será siempre un ser altamente significativo, pero problemático». «Por mucho que se eleve el espíritu humano, no llegará a la altura del cristianismo». «La majestad de Cristo es divina hasta el grado en que lo divino puede manifestarse sobre la tierra».

Hay un punto claro, y es que la religión de Goethe no está de acuerdo con el cristianismo. Hay en el cristianismo algo de esencial que él no comprende.

 

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Henrik Ibsen nació el 20 de marzo de 1828 en Skien (Noruega), y murió en Cristianía [desde 1925 Oslo] el 23 de mayo de 1906. Cuando tenía ocho años su padre, un hombre bastante acomodado, se arruinó. Vivió una infancia impropia de su edad, pues apenas participaba en los juegos infantiles con su hermana y otros niños de su edad. A los dieciséis años dejó para siempre a su familia y a su ciudad natal, estableciéndose, como aprendiz de farmacia, en Grimstad, un pueblecito de 800 habitantes. Por entonces ya leía ávidamente, entre otros, a Salustio y a Cicerón. Su primer drama, Catilina, lo escribió en Grimstad en 1849, cuando aún no había leído a Shakespeare, ni a Goethe ni a Byron. En 1850 se lo publicó su amigo el editor Ole Carelius Schulerud, estudiante de Derecho. Ese mismo año se estableció en Cristianía con Schulerud, gracias al dinero obtenido por la compra de un lote de ejemplares de Catilina llevada a cabo por un pequeño comerciante, interesado sólo en el papel con el que el volumen estaba impreso. En 1851, el nuevo teatro de la ciudad de Bergen, al SO de Noruega, lo contrató como poeta dramático, y en 1852 se le asignó, como director del teatro, un sueldo de 200 speciesthalers (unos 450 rublos), con el fin de poder estudiar durante tres meses en el extranjero la práctica del arte escénico. Durante los diez años siguientes, transcurrió la que puede llamarse época romántica en la evolución de Ibsen, coronada por el drama Los guerreros de Helgeland (1858), años en los que participó activamente en el movimiento nacional que se desarrolló en Noruega entre 1840 y 1860.

En 1862 escribió La Comedia del Amor, un drama muy mal recibido por la crítica y por el público, en el que el autor rechaza el matrimonio burgués en nombre de una castidad superior, por el lado divino y desinteresado que hay en el amor. Ibsen, como artista, está completamente fuera de las condiciones prácticas de la vida, mostrándonos un punto de vista desinteresado sobre la vida y seduciéndonos por el lado divino del sentimiento del amor. Los protagonistas del mencionado drama, Falk y Svanilde, se separan de buen grado y sin esperanzas de reunirse, precisamente porque se aman de una manera muy fuerte y muy pura. El amor, para ellos, no es una fuente de felicidad personal, sino una cosa sagrada, una manifestación del infinito. No quieren profanar «la llama desinteresada, celeste, insatisfecha», por el contacto con el espíritu burgués, por la mezquindad de las cuentas de dinero, por la fealdad de la vida real. No se trata de romanticismo, que supone la inexperiencia del adolescente y una ciega ingenuidad. Sin embargo, Falk y Svanilde saben analizar la vida y ven el lado grosero de las relaciones humanas. Son más bien negadores que románticos. Pero negadores en todo lo concerniente a las bases de la filosofía moderna; son más que metafísicos: son místicos en la apoteosis del lado divino del amor. Ibsen hace en este drama una tentativa, en medio del positivismo universal, para renovar el idealismo del amor que encontramos en la Vita Nuova de Dante y en los primeros siglos del cristianismo, cuando el hombre y la mujer que se querían se destinaban a una virginidad voluntaria en nombre de un ideal superior de ascetismo.

En 1862 cerró el teatro de Bergen. Con ello Ibsen perdió su puesto de director y su sueldo anual de 1.200 coronas. El 2 de abril de 1864 se alejó de Cristianía, dirigiéndose a Roma a través de Trieste. En Italia comenzó a escribir el drama en verso Brand, concluido en 1865 y lleno de aversión por el patriotismo. Entró en una lucha abierta con Noruega: «Cada uno de ellos -dice sobre los noruegos-, grande o pequeño, no sabe ser más que un trozo de algo. Nadie tiene la audacia de ser él mismo». Se muestra muy crítico con la democracia contemporánea, en la que vislumbra un fin que no es otro que conducir a todo el mundo a un mismo nivel [igualitarismo].

Este rechazo por la democracia también lo observamos en otra obra suya, La Unión de la Juventud (De unges Forbund, concluida en mayo de 1869). De nuevo le llovieron acerbas críticas de todos lados. Se encontraba en Port-Said (al NE de Egipto, a la entrada del canal de Suez) cuando esta obra fue representada por vez primera en los escenarios noruegos, el 18 de octubre de 1869. En el IV acto, uno de los personajes, Bastian Monsen, dice: «¿Sabes lo que es una nación? Una nación es el pueblo, el simple pueblo; aquellos que nada son y nada poseen; los que viven en la esclavitud». El público asistente estalló como una tormenta furiosa ante tales palabras, continuando el ruido en los corredores y en la calle.

A partir de 1866 el Parlamento noruego (Storting) confirmaba a Ibsen su «pensión de escritor», a pesar de la oposición del Ministro de Cultos. Tras una ausencia de diez años, Ibsen pasó una temporada en Noruega en el verano de 1874. El círculo de hostilidad hacia él se ensanchó aún más. Ahora el poeta se levanta no sólo contra su patria sino contra toda Europa. Las bases de la vida europea son objeto implacable de su crítica a través de sus dramas. La decisión de Nora, la protagonista de Casa de muñecas (estrenada en Copenhague el 21 de diciembre de 1879), de dejar a su marido y a sus hijos en nombre de la propia libertad personal, escandalizó a los críticos, que la tacharon de inmoral. Y cuando apareció Espectros (Gengangere, escrita en 1881 y estrenada en Chicago el 20 de mayo de 1882), los amigos que siempre le habían acompañado retrocedieron espantados ante el abismo que se abría. No menor indignación causó El Pato Salvaje (Vildanden, escrita en 1884 y estrenada en Bergen el 9 de enero de 1885). Cuando, durante el verano de 1886, Ibsen volvió a Noruega, vio con tristeza que sus mejores amigos, por un mezquino odio de partido, habíanse convertido en sus enemigos jurados. Fue entonces cuando dijo con amarga ironía: «En suma, he tenido la impresión de ver en Noruega, no dos millones de hombres, sino dos millones de gatos y perros». Observa que tanto en Noruega como en el resto de Europa la vida y la personalidad humana degeneran profundamente, triunfando la mediocridad y un liberalismo imaginario. Para Ibsen el individuo y todo grupo que pueda ejercer algún poder externo, alguna violencia sobre el individuo, son enemigos irreconciliables. El sueño de una liberación del espíritu se ha alejado inconmensurablemente. Aunque la energía no le abandona, la lucha de Ibsen se vuelve cada vez más desesperada. Se encierra en sí mismo. Todo esto comienza claramente en torno a 1870, cuando la guerra franco-prusiana. «Aquel que está solo -dice Ibsen- es el más fuerte».

Las disonancias interiores, las contradicciones, el odio de los hombres, se resuelven en la armonía que penetra las últimas escenas del más poético de sus dramas, La Mujer del Mar (Fruen fra havet, escrita en 1888). Ha permanecido fiel a sí mismo. La sombría e invariable belleza del Mar del Norte fue para Ibsen, durante toda su vida, el símbolo de la libertad ilimitada que había en vano buscado entre los hombres.

Espectros (escrita en 1881) es una de las obras más fuertes y sombrías de Ibsen. La protagonista, Elena Alving, viuda, ha vivido instalada en la mentira, con tal de proteger la memoria de su depravado marido, el capitán Alving. Con motivo de la inauguración de una institución benéfica costeada por ella, el pastor Manders, un hombre honesto e ingenuo, le recuerda a Elena cómo, gracias a sus consejos, ella, que había dejado la casa familiar horrorizada por la inmoralidad del marido, regresó de nuevo, acción que la ennoblece. Pero llega un momento en que Elena no puede callarse más, y, ante un estupefacto e incrédulo Manders, le narra el infierno que ha sido su vida. Su marido, el fallecido capitán Alving, mantenía relaciones íntimas con la doncella de Elena, fruto de las cuales nació una niña, Regina, que ahora es también doncella de Elena. A pesar de haber ocultado estos hechos durante tanto tiempo, Elena se decide a contárselo todo a Manders. Ha tratado de proteger a su hijo, Oswald, de la sombría atmósfera inmoral de la casa familiar, enviándolo al extranjero. Pero cuando Oswald regresa temporalmente, pues no soporta la bruma, la humedad y la ausencia de sol del Norte, frente a la luminosidad y alegría de vivir del Mediterráneo y del Sur, Elena tendrá ocasión de comprobar horrorizada que la historia de su marido se vuelve a repetir en Oswald, quien desea a Regina, sin saber que se trata de su hermana de padre. No obstante, al comprobar Elena que su hijo está afectado por una grave enfermedad mental, probablemente heredada, y que el único remedio para que la enfermedad se atenúe es consentir en que satisfaga su deseo con Regina, Elena queda sumida en la indecisión, hasta que, finalmente, se decide por aceptar esa relación incestuosa, con tal de proteger a su hijo de la locura y la desesperación. Llega un momento en que para Elena todos son fantasmas, espectros, como si estuviese sumida en la más horrible de las pesadillas. Al tomar Elena tan terrible decisión, el asilo es presa de un pavoroso incendio que lo destruye por completo. Todo lo que era sagrado para Manders arde ahora, y el edificio de las conveniencias, de la mentira virtuosa, se hunde ante él. En la noche iluminada por el resplandor del incendio, se hace sentir la presencia del destino, de lo ineluctable que la vida oculta. En vano se esfuerza Elena en librarse de la mentira. Los fantasmas, los espectros la cercan, la sitian, vengándose de ella. A la filosofía del Norte cristiano, Oswald opone la del Mediodía pagano. En el último acto, en escenas de un pavoroso realismo, sentimos descomponerse el ser intelectual y moral de Oswald bajo la presión de la herencia. Una conciencia extraña a todos los prejuicios, la de Oswald, la conciencia del hombre moderno liberado por la ciencia, lucha contra la fuerza ciega, inexorable, y retrocede. Tal es la realidad, y, a la luz de esta verdad, se desmoronan las últimas bases de la filosofía de hoy [del tiempo de Ibsen en que fue escrita la obra]. La madre trata de justificar ante su hijo, hereditariamente perverso o demente, la vida depravada e insensata de su padre. Diríase que pide a su hijo perdón por las faltas de su marido. Su inmoralidad, según Elena, no es más que la transformación de una fuerza vital que no ha encontrado salida, entre la esposa virtuosa y el piadoso Manders. El último espectro que le queda a Elena es el amor de su hijo, su afecto. Oswald es como un niño, necesita los cuidados de su madre. El médico le ha dicho a Oswald que padece un reblandecimiento del cerebro. A veces, delante de su madre, el rostro dibuja la sonrisa cansada del idiota. Tiene un conato de acceso. Finalmente, saca de su bolsillo un paquete de morfina, con el propósito de que su madre lo envenene, hasta el punto de exigírselo. Le echa en cara a su madre que no le ha pedido la vida, que se la lleve. El último espectro, la santidad del amor materno, queda aniquilado. De pronto, una vez pasada la crisis, Oswald, sentado en un sillón, le pide a su madre, con expresión estúpida, el sol. Elena abraza a su hijo, pero éste no la reconoce ya. Con voz apagada repite: «El sol…, el sol». Ella permanece con el veneno en la mano, luchando contra la tentación de darle muerte.

Oswald es el verdadero hijo de la mentira de conveniencia y la secreta depravación del padre, de la virtuosa cobardía e hipocresía que se apoderan de la sociedad moderna. Perece como una de las primeras víctimas de un mundo condenado.

En otro de sus grandes dramas, Hedda Gabler (1890, estrenada el 31 de enero de 1891 en Munich), encontramos con enorme fuerza la representación del drama interior del hombre contemporáneo, encarnado aquí en la figura de la protagonista. De veintinueve años y de rasgos y porte aristocráticos, Hedda tiene unos ojos que muestran una serena y fría tranquilidad. Su marido, Jørgen Tesman, es un profesor que enseña historia de la cultura. Es la encarnación de la vulgaridad burguesa, de la cobardía y de la falta de talento. Su mujer lo desprecia. Si se casó con él es porque lo encontró mejor y más honesto que los otros, y también por aburrimiento, por indiferencia, porque podía tenerlo de rodillas ante ella. Tesman es un hombre nacido para la vida de familia, bonachón y falto de espíritu. Cada uno de sus actos y palabras son una ofensa para Hedda. No obstante, cuando se trata de ventajas materiales, Tesman se comporta de una manera mezquina, astuta, envidiosa, ruin. Eso no significa que no sienta amor por los libros y por el polvo de los archivos.

Antes de casarse, en la casa de su padre, el general Gabler, Hedda conoció a un joven sabio, Eilert Lövborg, futuro rival de Tesman como candidato a la cátedra de historia de la cultura. Lövborg amaba a Hedda, pero ésta lo rechazó, aunque es muy probable que no le resultase indiferente. Frente a Tesman, Lövborg tiene el valor de ser él mismo. Más que a los libros, ama la ciencia viviente. Es original y osado. Semejante a Hedda, llega hasta los últimos límites de la negación y de la independencia. Es un enemigo declarado de la sociedad burguesa, a la que considera condenada. Pero, a pesar de ello, Hedda no puede amarle, pues algunas particularidades de su carácter hieren en ella su innato instinto de la belleza. Al igual que Oswald en Espectros, aquí Lövborg representa la fuerza del talento que no encuentra salida, lo que le conduce al vicio y a la degeneración. No hay en él ni calma ni moderación. Sería aún capaz de soportar el odio y la persecución, pero la indiferencia universal, el aburrimiento de la vida cotidiana, le empujan a la desesperación. Trata de evadirse entregándose a la bebida y otros excesos. Sus excesos de sensualidad apartan de él a Hedda. Ésta ve en ellos la fealdad, algo que teme más que la muerte. Pero en Hedda hay bastante vecindad con el crimen, demasiados elementos oscuros lindantes con la locura y con el natural vicioso de Lövborg, como para decidirse a tenderle una mano. No tiene valor para enfrentarse a una fuerza grosera e innoble. Cometió un gran error al rechazar a Lövborg, el único hombre al que hubiera podido amar, para casarse con un marido al que desprecia, aunque lo tenga sometido. Hedda es tan incapaz de socorrerse a sí misma como de auxiliar a otro. No sabe ni quiere perdonar a los hombres su vileza. Su corazón solitario, ambicioso, desprovisto de fe, es conducido al odio, a la aversión por la vida, por una última pasión: el infecundo amor de una belleza inaccesible. Esta pasión no está tocada por la gracia, sino que más bien parece una pasión criminal, una enfermedad mortal que agota y desespera. Hedda ama la belleza, pero no cree que sea realizable sobre la tierra.

Todo esto lo sabemos por alusiones, pues Hedda no dice casi nada de su mundo interior. Le gusta escarnecer a los hombres. El dolor ajeno le proporciona placer a su corazón endurecido por la cólera. La extraña y fría belleza en que permanece hasta el final, esta belleza sin alegría, desprende un soplo de muerte.

Lövborg ha sido, temporalmente, salvado por una mujer buena y dulce, Thea Elvsted, que se convierte en su ángel guardián, en su amiga, en su hermana de la caridad, envolviéndolo en una compasión maternal, logrando con su paciencia y dulzura vencer sus accesos de violencia desenfrenada. Thea ha considerado el vicio de su amado como una enfermedad. Está cerca de salvarlo por completo. Lövborg ha publicado un libro que tiene éxito en los ambientes intelectuales, corriendo el rumor de que pueden concederle la cátedra que ambiciona Tesman, lo que provoca en éste sorpresa, perplejidad y envidia. Lövborg, proveniente de una provincia, lleva con él un valioso manuscrito, el segundo tomo de su Historia de la Cultura, que se dispone a publicar. Pero Thea no cree que Lövborg esté curado, por lo que acude a la ciudad para vigilarle y protegerle. Le busca por todas partes y lo halla en casa de Hedda, antigua compañera de colegio de Thea.

Thea siempre ha temido a Hedda, quien la asustaba en la escuela. Ahora Hedda no puede soportar que la dulce y la débil Thea sea más valerosa que ella, accediendo al gesto de amor del que ella fue incapaz. Esto no significa que Hedda esté celosa, pues es muy improbable que ame verdaderamente a Lövborg, pero, sobre todo, se siente aniquilada ante la idea de ser más débil que Thea. No puede soportar la felicidad ajena. Su desprecio por la vida desencadena en ella un instinto de destrucción que no respeta nada, ni siquiera lo más sagrado. Hace el mal por el mal, por el placer de perder a alguien. Esta maldad intrínseca de Hedda hace que su belleza resulte aún más seductora y perturbadora.

Hedda se asegura casi a la fuerza la confianza de la obediente Thea, quien presiente que Hedda desea su mal, pero por miedo y por el respeto que le inspira su belleza no tiene fuerzas para resistir a su voluntad y a su seducción. Seguramente Hedda no miente al decir que siente por su víctima una apasionada ternura. La pierde con sus caricias, con sus besos, aunque al mismo tiempo murmura en los oídos de Thea palabras criminales, consejos amargos y pérfidos, a fin de truncar la relación entre su antigua compañera y Lövborg. Cuanto mayor es el miedo de Thea, mayor es su sumisión a Hedda. Cuando Hedda se entera de que Lövborg no ha dejado nunca de amarla, se vuelve más audaz y más pérfida.

La recaída de Lövborg tiene lugar durante el curso de una velada en casa del juez Brack, un hombre maduro que desea carnalmente a Hedda. Thea sigue teniendo fe en Lövborg, pero Hedda se burla de ella, asegurándole que, por una vez en la vida, quiere ejercer su influencia sobre el destino de un hombre. El desprecio que Hedda siente por Thea es tal que no disimula ante ella su mentira y su triunfo.

A la mañana siguiente, el juez Brack y Tesman narran lo ocurrido durante la velada. Lövborg ha bebido mucho, ha leído fragmentos de su valioso manuscrito y ha terminado en la casa de una antigua amante, Diana. Pero por el camino ha perdido el manuscrito, afortunadamente encontrado por Tesman, quien no se lo devolvió a su dueño por temor a que volviese a perderlo. Una vez a solas con su mujer, Tesman le entrega el manuscrito, que Hedda guarda bajo llave. Por fin ve que dispone de un destino humano. Thea lo ignora todo.

Lövborg, sin valor para decir la verdad, le hace creer a Thea que ha destruido el manuscrito. Thea considera éste como un hijo de ambos, pues entre los dos han redactado sus páginas. La palabra hijo hiere profundamente el alma de Hedda. Le hace confesar a Lövborg que ha perdido el manuscrito en casa de mujeres desvergonzadas. Lövborg decide matarse, comprendiendo que es imposible volver con Thea. Hedda le incita al suicidio, por lo que le entrega un revólver que había pertenecido a su padre, el general Gabler. Hedda se permite insinuar a Lövborg que lo que tiene que hacer lo haga con «belleza». Cuando se queda sola, arroja al fuego el manuscrito. Esta terrible escena convierte a Hedda en una Medea del Norte, sacada de las viejas sagas escandinavas. Reprimiendo la risa, una risa malvada, Hedda hace creer a Tesman que ha quemado el manuscrito por él, para que pueda acceder a la ansiada cátedra. La fatuidad del mediocre y vulgar marido permite que sea engañado. En este momento, al alegrarse de la desgracia de Lövborg, Tesman es aún más despreciable moralmente que la mentirosa y criminal Hedda. Para gozar más a fondo de esta bajeza, Hedda le dice a su marido que cuando quemaba el manuscrito sintió los primeros síntomas de estar embarazada. Un hijo muere y otro va a nacer. La alegría que siente Tesman ante la noticia de que su mujer está embarazada, es propia de la moral burguesa, es la alegría del macho que triunfa en la lucha por la existencia. Pero Hedda no puede ocultar el asco que le inspira su marido, al que odia con todas sus fuerzas. Le hace saber que ella morirá por todo esto, por lo que está ocurriendo, lo cual conturba a Tesman. Sólo al final de la conversación con su mujer, Tesman siente que su conducta con Lövborg es moralmente reprochable.

El juez Brack anuncia el suicidio de Lövborg. Hedda pide detalles, y cuando se entera de que el tiro no ha sido en la sien, sino en el pecho, lamenta que no se haya producido completamente la tan anhelada belleza. Brack parece no comprender. La enfermiza y malsana obsesión de Hedda con la belleza, la conduce a trasladarla hasta la misma muerte. La muerte debe ser «bella». Ante el espanto de todos los presentes, en un arrebato, Hedda grita con un suspiro de alivio: «¡Al fin, algo por fin, un acto!» Ante tales palabras, Tesman se horroriza. En una conversación más íntima con Brack, exclama con entusiasmo: «¡Oh! ¡Qué alivio para mí el saber que en este mundo puede llevarse a cabo un acto libre y generoso! ¡Algo que tenga el resplandor de la inconsciente belleza!»

A todos los reproches, a todas las preguntas, replica con un sentimiento de alegría ante la belleza: «Sé solamente que Eilert Lövborg ha tenido el valor de vivir como le pareció bien. Hay en ello un reflejo de belleza; ha tenido la voluntad de salir tan joven del banquete de la vida». 

Cuando el juez Brack queda solo con Hedda le confiesa que no ha dicho toda la verdad. Lövborg se disparó en el vientre, en casa de su amante Diana, a la que, antes de morir, le hizo una terrible escena, reclamándole un niño que decía haber robado. Hedda, entonces, grita con un doloroso asco: «¡Oh, Dios mío, es el colmo! ¿Por qué lo ridículo y lo trivial, como una maldición, se apodera de todo lo que toco?» Es el último grito de la desesperación. Cuando Hedda deja de creer en la belleza, cesa de vivir.

Pero, además, el juez Brack le insinúa que puede verse involucrada en la investigación de la muerte de Lövborg, pues ha podido determinarse que el revólver que usó para suicidarse pertenecía a ella, a Hedda. Su situación es muy comprometida. En el juicio podrían salir a relucir muchas cosas, que arruinarían su prestigio. Sólo hay una manera de evitarlo, le dice desvergonzadamente Brack: que acceda a sus deseos, pues desde que la conoció le obsesiona su cuerpo. Brack es otro personaje despreciable, lascivo, vulgar, corrupto, burgués. Cuando Hedda se ve atrapada y que está en manos de la voluntad de Brack, reconoce que no es libre, una situación que no puede soportar. Con aire aburrido se levanta, mientras Thea y Tesman se ocupan en reconstruir el manuscrito de Lövborg con los borradores que se han conservado. Hedda se introduce en un reservado, tras una mampara. Responde tranquilamente a preguntas livianas de Brack, bromea incluso, y, de pronto, calla. Se escucha una detonación. Acuden todos. Hedda yace muerta en el suelo. Se ha disparado un tiro en la sien.

Hedda Gabler se ha matado como ha vivido, con aburrimiento, con una serena y fría tranquilidad, despreciando a los hombres, asqueada de sí misma. Su voluntad y su energía carecían de un punto de apoyo, y por ello no pueden transformarse en acto. No pueden vencer el más ínfimo obstáculo. No encontrando salida, esta voluntad se vuelve contra ella misma, para destruirse. El corazón de Hedda es uno de esos que no pueden vivir sin fe, y no tiene ninguna.

 

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El breve ensayo sobre Iván Turgueniev (1818 – 1883) lo terminó Merejkovsky el 19 de febrero de 1909.

Turgueniev es el poeta de la belleza y de la exaltación amorosa. Ha demostrado mejor que cualquier otro de los escritores de importancia mundial que el matrimonio, la perfecta unión de dos en una sola carne, no ha sido comprendido por nadie. No obstante, se observa en él un defecto chocante: no existe nunca la maternidad. Las mujeres y muchachas de Turgueniev diríase que no saben tener hijos. Los cuerpos de sus personajes femeninos son nebulosos, fantasmales, diáfanos. Turgueniev es el poeta de la eterna virginidad.

Desde el primer momento distingue a Turgueniev de los dos colosos de la literatura rusa, Dostoyevski y Tolstoi. Eso no significa que Turgueniev no sea relevante, sino todo lo contrario. Su posición ética y estética está atravesada por la moderación, la melancolía, el lirismo, la sensibilidad poética y el silencio. No es nada estridente. Cuando calla nos está diciendo algo importante. Quienes lo tachan de «occidentalista» «zapadnik (= un occidental)», en oposición radical a los eslavófilos, entre los que se hallaba Dostoyevski, omiten que Turgueniev no es menos ruso que aquellos dos titanes, a pesar de sus claros intentos de acercar Rusia al Occidente europeo. Turgueniev es, en el fondo, un hombre religioso, un creyente. Para él, Dios es Cristo, el Cristo en el mundo, semejante a los hombres. Su cristianismo es ecuménico. Cristo es el Prometido que no se ha reconocido ni nombrado todavía, el Prometido de nuestra carne, de la cultura universal, pues sin Él la cultura no podría ser una carne viviente, sino una reliquia viviente, o un cuerpo muerto, una carroña. Es el Prometido viniendo al mundo que vio en un sueño profético Lukeria (= Lucrecia), la musa amorosa de Turgueniev (personaje del relato La reliquia viviente). Para Turgueniev, Cristo es el Hijo del Hombre, el semejante al hombre, el único modelo moral para el hombre.

Para hacernos entender lo esencial de la narrativa poética y melancólica de Turgueniev, Merejkovsky ha seleccionado un único relato suyo, sumamente revelador: La reliquia viviente, uno de los relatos que componen las Memorias de un cazador (1852). Sus protagonistas son Lukeria y su amado Vassily Polyakov. Durante un sueño, Lukeria ve que se le aproxima una persona, pero no es Vassily, sino Cristo. No reconoció en sus rasgos los de las representaciones que se han repetido una y otra vez, pero sí estaba segura de que se trataba de Él.

Ya lo hemos dicho. El que Turgueniev apenas hable de Cristo, de Dios, en sus obras, no significa que no crea en Él.

 

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Gustavo Flaubert (diciembre 1821 – mayo 1880) constituye un caso casi clínico para Merejkovsky. Basándose en una parte de su correspondencia, especialmente con George Sand, Merejkovsky va desgranando la actitud de Flaubert ante el arte y ante la vida, ante los hombres y ante Dios, ante la democracia y ante la tiranía. No cabe duda que es un hombre insatisfecho, descreído, de un escepticismo enfermizo que roza la desesperación.

En un primer momento, y durante años, Flaubert piensa que el arte es muy superior a la vida. La vida, en realidad, no es nada. Tampoco el hombre. «El hombre no es nada, y la obra todo». Es la época en la que parece adorar sólo a la belleza. La belleza se convierte para él en el objeto concreto de una pasión.

No muestra ninguna compasión por el sufrimiento real de los miembros de su especie. Durante una estancia en Jerusalén visita una leprosería. Lo único humano que dice de los leprosos es que son unos «pobres miserables». Por lo demás, sólo los observa, los escruta, los analiza como si fueran objetos inanimados de estudio, con el fin de poder tomar notas e incorporarlos, si es necesario, a alguna de sus narraciones.

«No soy cristiano», le escribe a George Sand. No tiene fe ni en la justicia ni en la fraternidad. En suma, no tiene ningún ideal moral. Conclusión lógica en quien no cree en absoluto en los hombres. Manifiesta un verdadero culto por la tiranía antigua, a la que considera la más bella manifestación del hombre que ha habido. Desprecia a la democracia. Sólo cree en una aristocracia legítima. Tampoco cree en la ciencia. Menos aún en el positivismo científico, en la filosofía de Augusto Comte. Esto último sí le honra. Desprecio total por el populacho, incapaz de dejar de comportarse como masa, incapaz de cultivarse intelectualmente. No tiene ninguna fe, ningún principio moral, ningún ideal político.

Lo trágico de Flaubert es que está solo en un mundo que le resulta extraño. Huye de los hombres. Se aísla. Su desesperación aumenta. Llega un momento en que no puede casi ni escribir.

Ahora bien, se pregunta Merejkovsky, ¿y si toda esta inmolación de todo por la belleza no fuera más que una impostura, una falsedad, una mentira que no se corresponde con el mundo?