domingo, 31 de diciembre de 2023

 

Dmitri Merejkovsky: COMPAÑEROS ETERNOS (1897)




Dmitri Merejkovsky. Compañeros eternos. Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1949.

 

*Pedro Calderón de la Barca (Madrid, 17 enero 1600 – 25 mayo 1681), junto con Shakespeare y con la tragedia ática, es uno de los verdaderamente grandes exponentes del drama clásico. Las diferencias con Esquilo, Eurípides y Sófocles son muy importantes, pues para los trágicos griegos la principal idea de sus obras es la de «Destino». La tragedia griega nació de los ritos que se realizaban de las fiestas del dios Dioniso. Está basada en la idea mística más profunda del paganismo politeísta: la idea del Destino, de la Justicia sobre la que reposa el mundo, que castiga el crimen, no sólo entre los hombres, sino también entre los dioses. La divinidad impersonal que simboliza el Destino es la Moira. La triple Moira son las Parcas. 

Así como la tragedia griega antigua se enlaza por las fiestas de Dioniso al culto religioso, el drama calderoniano está ligado al culto de la religión católica por la interpretación de los misterios de la Edad Media. Shakespeare ha roto este lazo. En sus dramas reina una absoluta libertad filosófica: no hay ningún rastro de fuente religiosa. Calderón es un místico de los más profundos, pero no hay en él nada de filósofo [esta opinión es más que discutible, como revela, esencialmente La vida es sueño]. El concepto de drama, tal como se dio en los antiguos griegos, en Shakespeare y en Calderón de la Barca, ha quedado prácticamente aniquilado durante el final del siglo XVIII y el siglo XIX, bien sea por lo sublime de una idea filosófica, caso de Federico Schiller y de Goethe; por el brillo y contraste de los colores románticos, como ocurre en Víctor Hugo; por la novedad del análisis psicológico, como vemos en el teatro naturalista de Enrique Ibsen; o por la concesión a la sátira o la fidelidad respecto al ambiente local, caso de Alexander Griboyedov (1795 – 1829) o de Nicolás Gógol. La idea motriz de esa concepción clásica del drama es la noción de voluntad, inspiración esencial de toda acción dramática. En esta imagen de una gran pasión y de la voluntad trágica, ninguno de los dramaturgos del siglo XIX ha igualado a los trágicos griegos a los clásicos ingleses y españoles de los siglos XVI y XVII. Los motivos fundamentales del teatro de Calderón, el amor a la mujer y el honor, entre otros, pueden parecer estrechos, pero no sólo no debilitan la acción, sino que la aumentan. Al igual que Shakespeare, Calderón rompe la unidad de lugar, aunque sin recurrir a cambios de decorado tan frecuentes como en el inglés. La unidad de tiempo la observa hasta cierto punto. Sus dramas se desarrollan en el espacio de tres «jornadas», correspondiéndole un acto a cada una de ellas. Pero Calderón observa siempre, si no la unidad de acción, sí la unidad de pasión, principal motivo psicológico de sus dramas.

Para ilustrar el drama calderoniano, Merejkovsky ha seleccionado en su breve ensayo La Devoción de la Cruz, de ca. 1625, que anuncia de manera temprana toda la concepción del drama en Calderón. Sus protagonistas son Eusebio y Julia, hermanos gemelos que no lo saben, y se aman apasionadamente; Lisardo, hermano de ambos, a quien mata en duelo Eusebio, provocado el combate por el propio Lisardo; y Curcio, el padre de los tres, que, en castigo del Cielo por haber dudado de la fidelidad de su esposa Rosmira, desconocerá que Eusebio es su hijo, quien, finalmente, después de ser herido por unos bandidos, morirá en sus brazos, en el mismo lugar en el que se erige una Cruz, en un paraje agreste y solitario, donde Rosmira estuvo a punto de morir por la mano de su esposo Curcio, dominado por los celos, y donde la propia Rosmira dejó al recién nacido Eusebio, ignorante de quiénes eran sus padres, y que, gracias al señor de una aldea, llamado Eusebio, a donde lo había llevado un pastor, pudo sobrevivir, pues aquél lo acogió en su casa y lo crió. Ambos hermanos Julia y Eusebio, llevan una cruz impresa en el pecho, símbolo que los librará de la muerte en múltiples ocasiones, y que, a pesar de los pecados cometidos por ambos, en el caso de Julia amar a Eusebio, les permitirá reconciliarse con Dios en el momento final de sus vidas. Cuando Eusebio muere, resucitará durante unos instantes, a fin de poder recibir la absolución de un sacerdote, Alberto, que se ha perdido en las montañas. En cuanto a Julia, su padre, Curcio, se opone frontalmente a su amor por Eusebio; con tal propósito la obliga a entrar en un convento, adonde logrará introducirse Eusebio, que permanecerá escondido incluso en la propia celda de su hermana. Pero en ningún momento del drama se consuma nada en ellos, como no podía ser de otro modo, pues de lo contrario habrían cometido, aunque involuntariamente incesto, algo inimaginable en un espíritu como Calderón. Asimismo, cuando Julia va a ser abatida por Curcio, desaparece súbitamente al invocar la Cruz.

Merejkovsky trae a colación la opinión sobre este drama en concreto y sobre los dramas de Calderón en su conjunto, del pensador protestante e historiador alemán Moritz Carrière (1817 – 1895), quien, en su libro El Arte en sus relaciones con el desarrollo general de la cultura (1877 – 1866), se obstina en ver al gran dramaturgo español como una persona dogmática, oscurantista y llena de prejuicios supersticiosos, en quien la concepción religiosa medieval convive con las prácticas de la Inquisición española. Califica su catolicismo de sensual. No sólo demuestra con ello una interpretación esquemática de la religiosidad medieval, sino que ofrece una imagen simplista y caricaturesca de Calderón, sin alcanzar a penetrar en la grandeza de su arte dramático. Considera que Calderón no emplea la Cruz como un símbolo, sino como un fetiche. Para él, Calderón no exige del individuo un comportamiento moral: es como si el atenerse a los dogmas católicos y a los ritos de la Iglesia bastasen. Puede cometer todo tipo de crímenes y de tropelías, y ser finalmente perdonado.

El alma de La Devoción de la Cruz, escribe Merejkovsky, es la idea misma de uno de los fundamentos de la doctrina cristiana. Si no hay fe en Dios, si no hay amor por Él, no hay ni bien ni mal. Las virtudes exteriores, los grandes hechos, no salvarán a aquel cuyo corazón esté alejado de Dios. El propio Cristo lo dejó muy claro: lo primero es amar a Dios por encima de todo, con toda el alma, todo el corazón y toda la inteligencia de que sea capaz el hombre, y, en segundo lugar y como consecuencia de ello, amar al prójimo como a uno mismo. A esta doctrina es a la que se acoge Calderón. Si no hay verdadero arrepentimiento no puede haber perdón. Lo habrá en el caso de Eusebio y de Julia. La historia evangélica del ladrón que se arrepintió en la cruz y fue salvado por un instante de fe, justifica a Calderón. La inspiración de su drama se concentra en la escena en que Eusebio, ya moribundo, dirige a Dios esta oración casi exigente: «¡Debes salvarme!»

En todas las épocas los moralistas han visto el peligro contenido en la doctrina de la fuerza infinita del arrepentimiento y del amor. Ni Goethe ni Carrière entendieron a Calderón. Goethe, el «gran pagano», imbuido del humanismo de la Ilustración, no alcanzó a ver la grandeza de la religiosidad medieval, a la que consideró más bien como un ejemplo de superstición. Es significativo que, durante su primer viaje a Italia (septiembre 1786 – junio 1788), al pasar por Asís, se detuviese en las ruinas del templo de Minerva, en las que se emocionó, pero, sin embargo, pasó de largo ante la basílica de San Francisco, donde pudo haber contemplado esta extraordinaria iglesia gótica italiana y los frescos de Giotto. Aunque Merejkovsky no lo diga, hay que reconocer que sí «redescubrió» mucho antes la arquitectura gótica ante la catedral de Estrasburgo (1770). Sus ideas preconcebidas le impidieron entender a Calderón. De modo muy diferente ante la Edad Media se comportaron historiadores positivistas no creyentes del siglo XIX, tales como Hipólito Taine o Ernesto Renan, cuyo humanismo militante, en el caso de Taine, no le impidió entrar y admirar la iglesia superior de San Francisco en Asís. A diferencia de Voltaire y de Goethe, ambos historiadores positivistas franceses sí estaban liberados del humanismo militante propio del Siglo de las Luces. Es cierto, no obstante, que hay momentos en que Goethe desconfió de la razón, pero no puede olvidarse que se trataba de un científico y de un naturalista, aunque su concepción del mundo está también transida de indefinible e inefable poesía, ajena a la razón ilustrada. Lo que motivó la burla de Voltaire, es explicado tranquilamente por Renan; y después de explicado, comienza a amarlo (se refiere al periodo medieval) y a descubrir una escondida enseñanza moral dotada de eterna vida.

El propio Calderón justificó mejor que nadie su posición: «Dios es espíritu, fuente vida y de sabiduría; creador de todo, ejerce su poder sobre la Naturaleza … El verbo de Dios es Dios mismo … La fuente de toda la sabiduría humana es Él solo; sólo Él engendra la belleza; sólo Él insufla la eternidad en lo que es variable y perecedero».

 

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Por lo que respecta a Cervantes, cae Merejkovsky en el mismo error que el ilustrado español Diego Clemencín, uno de los más eminentes comentaristas del Quijote: que no era consciente del carácter genial de la novela que estaba escribiendo.

Para Cervantes, la naturaleza no existe en absoluto por sí misma, no es el ser viviente y cercano al corazón que en ella ven Shakespeare, Byron, Shelley o Goethe, artistas panteístas del Norte.

Cervantes es un creyente sincero, a pesar de su velada crítica a la Iglesia.

Sancho Panza tiene tanta importancia como Don Quijote. El uno no puede existir sin el otro. Ambos se complementan, pues representan tipos universales distintos.

La significación profunda de la sátira de Cervantes reside por entero en que la superioridad moral de Don Quijote es siempre sacrificada en vano, sin que resulte de ello el menor bien, y que termina en ser una maldición para él mismo, porque no corresponde al grado de cultura intelectual que caracteriza al héroe.

Cervantes nos revela toda la nulidad, la falta de corazón, la hipocresía, la eterna estupidez de los hombres.

 

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Byron (1788 – 1824) es una insólita manifestación de la individualidad, una manifestación del héroe. Byron es una de las cumbres de la cadena rocosa que surge del temblor de tierra de la Gran Revolución.

Goethe tenía razón: «Byron no es ni un clásico ni un romántico, es nuestro tiempo mismo», es la modernidad por excelencia.

Byron representa el individuo que se alza en rebelión contra la sociedad; es el individualismo frente al socialismo.

Si lo eterno reside en Goethe, el presente y el porvenir están en Byron. Y para llegar a lo eterno no hay otro camino que el presente y el porvenir.

Solo contra todos, en la vida y en la muerte, en el tiempo y en la eternidad.

El sentimiento íntimo de Dios que hay en su naturaleza, aun cuando no pueda explicárselo, le parece una prueba de la existencia de Dios.

Se puso del lado de los débiles: de España, de Grecia. Visitó España y se entrevistó con el general Castaños, el vencedor de Bailén.

 

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Las páginas dedicadas a Napoleón se circunscriben a su cautiverio en Santa Elena, donde el Gran Corso hace balance de su vida.

«Si hubiera sido un hombre religioso no hubiera podido hacer lo que he hecho», confesaba un día en aquella perdida isla-prisión.

 

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Para Goethe (1749 – 1832) conocer la naturaleza significa «sentir en ella el soplo de Dios». Cualquier descubrimiento científico es también una revelación religiosa; tal es el pensamiento esencial de Goethe. «La ciencia y la fe existen no para destruirse, sino para completarse». «Siempre he estado convencido de que el mundo no podría existir si no fuera tan simple». «El más alto grado a que puede llegar un hombre en el conocimiento, es un sentimiento de asombrada admiración».

La historia natural es la continuación de la historia sagrada; el libro de la naturaleza es una prolongación de la Biblia y la autenticidad de los dos libros es idéntica.

«Dios pone el mundo en movimiento, la naturaleza está en Él, y Él está en la naturaleza… Si Dios no hubiera animado al pájaro de ese instinto que le lleva hacia sus hijos, si ese mismo instinto no penetrara todo lo que es vivo, el mundo no podría existir… La fuerza divina se derrama en todas partes; en todas partes actúa el eterno amor».

«Dios no ha descansado de su trabajo». La doctrina de la evolución es la de un Dios que no ha tomado reposo, que obra, que continúa creando.

La idea de inmortalidad está para Goethe ligada a la idea de una evolución creadora. «Para mí la convicción de una vida eterna dimana de la noción de una eterna actividad: si trabajo sin descanso hasta el fin, la naturaleza tiene la obligación de concederme otra forma de existencia cuando la vida presente no puede ya retener mi espíritu».

«Al pensar en la muerte, estoy absolutamente tranquilo porque es mi firme convicción que nuestro espíritu es un ser cuya naturaleza permanece indestructible y no cesa de actuar de eternidad en eternidad; nuestro espíritu se parece al sol, que solamente parece ponerse a nuestros ojos, habitantes de la tierra, pero que, de hecho, no se pone jamás».

«Para mí Cristo será siempre un ser altamente significativo, pero problemático». «Por mucho que se eleve el espíritu humano, no llegará a la altura del cristianismo». «La majestad de Cristo es divina hasta el grado en que lo divino puede manifestarse sobre la tierra».

Hay un punto claro, y es que la religión de Goethe no está de acuerdo con el cristianismo. Hay en el cristianismo algo de esencial que él no comprende.

 

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Henrik Ibsen nació el 20 de marzo de 1828 en Skien (Noruega), y murió en Cristianía [desde 1925 Oslo] el 23 de mayo de 1906. Cuando tenía ocho años su padre, un hombre bastante acomodado, se arruinó. Vivió una infancia impropia de su edad, pues apenas participaba en los juegos infantiles con su hermana y otros niños de su edad. A los dieciséis años dejó para siempre a su familia y a su ciudad natal, estableciéndose, como aprendiz de farmacia, en Grimstad, un pueblecito de 800 habitantes. Por entonces ya leía ávidamente, entre otros, a Salustio y a Cicerón. Su primer drama, Catilina, lo escribió en Grimstad en 1849, cuando aún no había leído a Shakespeare, ni a Goethe ni a Byron. En 1850 se lo publicó su amigo el editor Ole Carelius Schulerud, estudiante de Derecho. Ese mismo año se estableció en Cristianía con Schulerud, gracias al dinero obtenido por la compra de un lote de ejemplares de Catilina llevada a cabo por un pequeño comerciante, interesado sólo en el papel con el que el volumen estaba impreso. En 1851, el nuevo teatro de la ciudad de Bergen, al SO de Noruega, lo contrató como poeta dramático, y en 1852 se le asignó, como director del teatro, un sueldo de 200 speciesthalers (unos 450 rublos), con el fin de poder estudiar durante tres meses en el extranjero la práctica del arte escénico. Durante los diez años siguientes, transcurrió la que puede llamarse época romántica en la evolución de Ibsen, coronada por el drama Los guerreros de Helgeland (1858), años en los que participó activamente en el movimiento nacional que se desarrolló en Noruega entre 1840 y 1860.

En 1862 escribió La Comedia del Amor, un drama muy mal recibido por la crítica y por el público, en el que el autor rechaza el matrimonio burgués en nombre de una castidad superior, por el lado divino y desinteresado que hay en el amor. Ibsen, como artista, está completamente fuera de las condiciones prácticas de la vida, mostrándonos un punto de vista desinteresado sobre la vida y seduciéndonos por el lado divino del sentimiento del amor. Los protagonistas del mencionado drama, Falk y Svanilde, se separan de buen grado y sin esperanzas de reunirse, precisamente porque se aman de una manera muy fuerte y muy pura. El amor, para ellos, no es una fuente de felicidad personal, sino una cosa sagrada, una manifestación del infinito. No quieren profanar «la llama desinteresada, celeste, insatisfecha», por el contacto con el espíritu burgués, por la mezquindad de las cuentas de dinero, por la fealdad de la vida real. No se trata de romanticismo, que supone la inexperiencia del adolescente y una ciega ingenuidad. Sin embargo, Falk y Svanilde saben analizar la vida y ven el lado grosero de las relaciones humanas. Son más bien negadores que románticos. Pero negadores en todo lo concerniente a las bases de la filosofía moderna; son más que metafísicos: son místicos en la apoteosis del lado divino del amor. Ibsen hace en este drama una tentativa, en medio del positivismo universal, para renovar el idealismo del amor que encontramos en la Vita Nuova de Dante y en los primeros siglos del cristianismo, cuando el hombre y la mujer que se querían se destinaban a una virginidad voluntaria en nombre de un ideal superior de ascetismo.

En 1862 cerró el teatro de Bergen. Con ello Ibsen perdió su puesto de director y su sueldo anual de 1.200 coronas. El 2 de abril de 1864 se alejó de Cristianía, dirigiéndose a Roma a través de Trieste. En Italia comenzó a escribir el drama en verso Brand, concluido en 1865 y lleno de aversión por el patriotismo. Entró en una lucha abierta con Noruega: «Cada uno de ellos -dice sobre los noruegos-, grande o pequeño, no sabe ser más que un trozo de algo. Nadie tiene la audacia de ser él mismo». Se muestra muy crítico con la democracia contemporánea, en la que vislumbra un fin que no es otro que conducir a todo el mundo a un mismo nivel [igualitarismo].

Este rechazo por la democracia también lo observamos en otra obra suya, La Unión de la Juventud (De unges Forbund, concluida en mayo de 1869). De nuevo le llovieron acerbas críticas de todos lados. Se encontraba en Port-Said (al NE de Egipto, a la entrada del canal de Suez) cuando esta obra fue representada por vez primera en los escenarios noruegos, el 18 de octubre de 1869. En el IV acto, uno de los personajes, Bastian Monsen, dice: «¿Sabes lo que es una nación? Una nación es el pueblo, el simple pueblo; aquellos que nada son y nada poseen; los que viven en la esclavitud». El público asistente estalló como una tormenta furiosa ante tales palabras, continuando el ruido en los corredores y en la calle.

A partir de 1866 el Parlamento noruego (Storting) confirmaba a Ibsen su «pensión de escritor», a pesar de la oposición del Ministro de Cultos. Tras una ausencia de diez años, Ibsen pasó una temporada en Noruega en el verano de 1874. El círculo de hostilidad hacia él se ensanchó aún más. Ahora el poeta se levanta no sólo contra su patria sino contra toda Europa. Las bases de la vida europea son objeto implacable de su crítica a través de sus dramas. La decisión de Nora, la protagonista de Casa de muñecas (estrenada en Copenhague el 21 de diciembre de 1879), de dejar a su marido y a sus hijos en nombre de la propia libertad personal, escandalizó a los críticos, que la tacharon de inmoral. Y cuando apareció Espectros (Gengangere, escrita en 1881 y estrenada en Chicago el 20 de mayo de 1882), los amigos que siempre le habían acompañado retrocedieron espantados ante el abismo que se abría. No menor indignación causó El Pato Salvaje (Vildanden, escrita en 1884 y estrenada en Bergen el 9 de enero de 1885). Cuando, durante el verano de 1886, Ibsen volvió a Noruega, vio con tristeza que sus mejores amigos, por un mezquino odio de partido, habíanse convertido en sus enemigos jurados. Fue entonces cuando dijo con amarga ironía: «En suma, he tenido la impresión de ver en Noruega, no dos millones de hombres, sino dos millones de gatos y perros». Observa que tanto en Noruega como en el resto de Europa la vida y la personalidad humana degeneran profundamente, triunfando la mediocridad y un liberalismo imaginario. Para Ibsen el individuo y todo grupo que pueda ejercer algún poder externo, alguna violencia sobre el individuo, son enemigos irreconciliables. El sueño de una liberación del espíritu se ha alejado inconmensurablemente. Aunque la energía no le abandona, la lucha de Ibsen se vuelve cada vez más desesperada. Se encierra en sí mismo. Todo esto comienza claramente en torno a 1870, cuando la guerra franco-prusiana. «Aquel que está solo -dice Ibsen- es el más fuerte».

Las disonancias interiores, las contradicciones, el odio de los hombres, se resuelven en la armonía que penetra las últimas escenas del más poético de sus dramas, La Mujer del Mar (Fruen fra havet, escrita en 1888). Ha permanecido fiel a sí mismo. La sombría e invariable belleza del Mar del Norte fue para Ibsen, durante toda su vida, el símbolo de la libertad ilimitada que había en vano buscado entre los hombres.

Espectros (escrita en 1881) es una de las obras más fuertes y sombrías de Ibsen. La protagonista, Elena Alving, viuda, ha vivido instalada en la mentira, con tal de proteger la memoria de su depravado marido, el capitán Alving. Con motivo de la inauguración de una institución benéfica costeada por ella, el pastor Manders, un hombre honesto e ingenuo, le recuerda a Elena cómo, gracias a sus consejos, ella, que había dejado la casa familiar horrorizada por la inmoralidad del marido, regresó de nuevo, acción que la ennoblece. Pero llega un momento en que Elena no puede callarse más, y, ante un estupefacto e incrédulo Manders, le narra el infierno que ha sido su vida. Su marido, el fallecido capitán Alving, mantenía relaciones íntimas con la doncella de Elena, fruto de las cuales nació una niña, Regina, que ahora es también doncella de Elena. A pesar de haber ocultado estos hechos durante tanto tiempo, Elena se decide a contárselo todo a Manders. Ha tratado de proteger a su hijo, Oswald, de la sombría atmósfera inmoral de la casa familiar, enviándolo al extranjero. Pero cuando Oswald regresa temporalmente, pues no soporta la bruma, la humedad y la ausencia de sol del Norte, frente a la luminosidad y alegría de vivir del Mediterráneo y del Sur, Elena tendrá ocasión de comprobar horrorizada que la historia de su marido se vuelve a repetir en Oswald, quien desea a Regina, sin saber que se trata de su hermana de padre. No obstante, al comprobar Elena que su hijo está afectado por una grave enfermedad mental, probablemente heredada, y que el único remedio para que la enfermedad se atenúe es consentir en que satisfaga su deseo con Regina, Elena queda sumida en la indecisión, hasta que, finalmente, se decide por aceptar esa relación incestuosa, con tal de proteger a su hijo de la locura y la desesperación. Llega un momento en que para Elena todos son fantasmas, espectros, como si estuviese sumida en la más horrible de las pesadillas. Al tomar Elena tan terrible decisión, el asilo es presa de un pavoroso incendio que lo destruye por completo. Todo lo que era sagrado para Manders arde ahora, y el edificio de las conveniencias, de la mentira virtuosa, se hunde ante él. En la noche iluminada por el resplandor del incendio, se hace sentir la presencia del destino, de lo ineluctable que la vida oculta. En vano se esfuerza Elena en librarse de la mentira. Los fantasmas, los espectros la cercan, la sitian, vengándose de ella. A la filosofía del Norte cristiano, Oswald opone la del Mediodía pagano. En el último acto, en escenas de un pavoroso realismo, sentimos descomponerse el ser intelectual y moral de Oswald bajo la presión de la herencia. Una conciencia extraña a todos los prejuicios, la de Oswald, la conciencia del hombre moderno liberado por la ciencia, lucha contra la fuerza ciega, inexorable, y retrocede. Tal es la realidad, y, a la luz de esta verdad, se desmoronan las últimas bases de la filosofía de hoy [del tiempo de Ibsen en que fue escrita la obra]. La madre trata de justificar ante su hijo, hereditariamente perverso o demente, la vida depravada e insensata de su padre. Diríase que pide a su hijo perdón por las faltas de su marido. Su inmoralidad, según Elena, no es más que la transformación de una fuerza vital que no ha encontrado salida, entre la esposa virtuosa y el piadoso Manders. El último espectro que le queda a Elena es el amor de su hijo, su afecto. Oswald es como un niño, necesita los cuidados de su madre. El médico le ha dicho a Oswald que padece un reblandecimiento del cerebro. A veces, delante de su madre, el rostro dibuja la sonrisa cansada del idiota. Tiene un conato de acceso. Finalmente, saca de su bolsillo un paquete de morfina, con el propósito de que su madre lo envenene, hasta el punto de exigírselo. Le echa en cara a su madre que no le ha pedido la vida, que se la lleve. El último espectro, la santidad del amor materno, queda aniquilado. De pronto, una vez pasada la crisis, Oswald, sentado en un sillón, le pide a su madre, con expresión estúpida, el sol. Elena abraza a su hijo, pero éste no la reconoce ya. Con voz apagada repite: «El sol…, el sol». Ella permanece con el veneno en la mano, luchando contra la tentación de darle muerte.

Oswald es el verdadero hijo de la mentira de conveniencia y la secreta depravación del padre, de la virtuosa cobardía e hipocresía que se apoderan de la sociedad moderna. Perece como una de las primeras víctimas de un mundo condenado.

En otro de sus grandes dramas, Hedda Gabler (1890, estrenada el 31 de enero de 1891 en Munich), encontramos con enorme fuerza la representación del drama interior del hombre contemporáneo, encarnado aquí en la figura de la protagonista. De veintinueve años y de rasgos y porte aristocráticos, Hedda tiene unos ojos que muestran una serena y fría tranquilidad. Su marido, Jørgen Tesman, es un profesor que enseña historia de la cultura. Es la encarnación de la vulgaridad burguesa, de la cobardía y de la falta de talento. Su mujer lo desprecia. Si se casó con él es porque lo encontró mejor y más honesto que los otros, y también por aburrimiento, por indiferencia, porque podía tenerlo de rodillas ante ella. Tesman es un hombre nacido para la vida de familia, bonachón y falto de espíritu. Cada uno de sus actos y palabras son una ofensa para Hedda. No obstante, cuando se trata de ventajas materiales, Tesman se comporta de una manera mezquina, astuta, envidiosa, ruin. Eso no significa que no sienta amor por los libros y por el polvo de los archivos.

Antes de casarse, en la casa de su padre, el general Gabler, Hedda conoció a un joven sabio, Eilert Lövborg, futuro rival de Tesman como candidato a la cátedra de historia de la cultura. Lövborg amaba a Hedda, pero ésta lo rechazó, aunque es muy probable que no le resultase indiferente. Frente a Tesman, Lövborg tiene el valor de ser él mismo. Más que a los libros, ama la ciencia viviente. Es original y osado. Semejante a Hedda, llega hasta los últimos límites de la negación y de la independencia. Es un enemigo declarado de la sociedad burguesa, a la que considera condenada. Pero, a pesar de ello, Hedda no puede amarle, pues algunas particularidades de su carácter hieren en ella su innato instinto de la belleza. Al igual que Oswald en Espectros, aquí Lövborg representa la fuerza del talento que no encuentra salida, lo que le conduce al vicio y a la degeneración. No hay en él ni calma ni moderación. Sería aún capaz de soportar el odio y la persecución, pero la indiferencia universal, el aburrimiento de la vida cotidiana, le empujan a la desesperación. Trata de evadirse entregándose a la bebida y otros excesos. Sus excesos de sensualidad apartan de él a Hedda. Ésta ve en ellos la fealdad, algo que teme más que la muerte. Pero en Hedda hay bastante vecindad con el crimen, demasiados elementos oscuros lindantes con la locura y con el natural vicioso de Lövborg, como para decidirse a tenderle una mano. No tiene valor para enfrentarse a una fuerza grosera e innoble. Cometió un gran error al rechazar a Lövborg, el único hombre al que hubiera podido amar, para casarse con un marido al que desprecia, aunque lo tenga sometido. Hedda es tan incapaz de socorrerse a sí misma como de auxiliar a otro. No sabe ni quiere perdonar a los hombres su vileza. Su corazón solitario, ambicioso, desprovisto de fe, es conducido al odio, a la aversión por la vida, por una última pasión: el infecundo amor de una belleza inaccesible. Esta pasión no está tocada por la gracia, sino que más bien parece una pasión criminal, una enfermedad mortal que agota y desespera. Hedda ama la belleza, pero no cree que sea realizable sobre la tierra.

Todo esto lo sabemos por alusiones, pues Hedda no dice casi nada de su mundo interior. Le gusta escarnecer a los hombres. El dolor ajeno le proporciona placer a su corazón endurecido por la cólera. La extraña y fría belleza en que permanece hasta el final, esta belleza sin alegría, desprende un soplo de muerte.

Lövborg ha sido, temporalmente, salvado por una mujer buena y dulce, Thea Elvsted, que se convierte en su ángel guardián, en su amiga, en su hermana de la caridad, envolviéndolo en una compasión maternal, logrando con su paciencia y dulzura vencer sus accesos de violencia desenfrenada. Thea ha considerado el vicio de su amado como una enfermedad. Está cerca de salvarlo por completo. Lövborg ha publicado un libro que tiene éxito en los ambientes intelectuales, corriendo el rumor de que pueden concederle la cátedra que ambiciona Tesman, lo que provoca en éste sorpresa, perplejidad y envidia. Lövborg, proveniente de una provincia, lleva con él un valioso manuscrito, el segundo tomo de su Historia de la Cultura, que se dispone a publicar. Pero Thea no cree que Lövborg esté curado, por lo que acude a la ciudad para vigilarle y protegerle. Le busca por todas partes y lo halla en casa de Hedda, antigua compañera de colegio de Thea.

Thea siempre ha temido a Hedda, quien la asustaba en la escuela. Ahora Hedda no puede soportar que la dulce y la débil Thea sea más valerosa que ella, accediendo al gesto de amor del que ella fue incapaz. Esto no significa que Hedda esté celosa, pues es muy improbable que ame verdaderamente a Lövborg, pero, sobre todo, se siente aniquilada ante la idea de ser más débil que Thea. No puede soportar la felicidad ajena. Su desprecio por la vida desencadena en ella un instinto de destrucción que no respeta nada, ni siquiera lo más sagrado. Hace el mal por el mal, por el placer de perder a alguien. Esta maldad intrínseca de Hedda hace que su belleza resulte aún más seductora y perturbadora.

Hedda se asegura casi a la fuerza la confianza de la obediente Thea, quien presiente que Hedda desea su mal, pero por miedo y por el respeto que le inspira su belleza no tiene fuerzas para resistir a su voluntad y a su seducción. Seguramente Hedda no miente al decir que siente por su víctima una apasionada ternura. La pierde con sus caricias, con sus besos, aunque al mismo tiempo murmura en los oídos de Thea palabras criminales, consejos amargos y pérfidos, a fin de truncar la relación entre su antigua compañera y Lövborg. Cuanto mayor es el miedo de Thea, mayor es su sumisión a Hedda. Cuando Hedda se entera de que Lövborg no ha dejado nunca de amarla, se vuelve más audaz y más pérfida.

La recaída de Lövborg tiene lugar durante el curso de una velada en casa del juez Brack, un hombre maduro que desea carnalmente a Hedda. Thea sigue teniendo fe en Lövborg, pero Hedda se burla de ella, asegurándole que, por una vez en la vida, quiere ejercer su influencia sobre el destino de un hombre. El desprecio que Hedda siente por Thea es tal que no disimula ante ella su mentira y su triunfo.

A la mañana siguiente, el juez Brack y Tesman narran lo ocurrido durante la velada. Lövborg ha bebido mucho, ha leído fragmentos de su valioso manuscrito y ha terminado en la casa de una antigua amante, Diana. Pero por el camino ha perdido el manuscrito, afortunadamente encontrado por Tesman, quien no se lo devolvió a su dueño por temor a que volviese a perderlo. Una vez a solas con su mujer, Tesman le entrega el manuscrito, que Hedda guarda bajo llave. Por fin ve que dispone de un destino humano. Thea lo ignora todo.

Lövborg, sin valor para decir la verdad, le hace creer a Thea que ha destruido el manuscrito. Thea considera éste como un hijo de ambos, pues entre los dos han redactado sus páginas. La palabra hijo hiere profundamente el alma de Hedda. Le hace confesar a Lövborg que ha perdido el manuscrito en casa de mujeres desvergonzadas. Lövborg decide matarse, comprendiendo que es imposible volver con Thea. Hedda le incita al suicidio, por lo que le entrega un revólver que había pertenecido a su padre, el general Gabler. Hedda se permite insinuar a Lövborg que lo que tiene que hacer lo haga con «belleza». Cuando se queda sola, arroja al fuego el manuscrito. Esta terrible escena convierte a Hedda en una Medea del Norte, sacada de las viejas sagas escandinavas. Reprimiendo la risa, una risa malvada, Hedda hace creer a Tesman que ha quemado el manuscrito por él, para que pueda acceder a la ansiada cátedra. La fatuidad del mediocre y vulgar marido permite que sea engañado. En este momento, al alegrarse de la desgracia de Lövborg, Tesman es aún más despreciable moralmente que la mentirosa y criminal Hedda. Para gozar más a fondo de esta bajeza, Hedda le dice a su marido que cuando quemaba el manuscrito sintió los primeros síntomas de estar embarazada. Un hijo muere y otro va a nacer. La alegría que siente Tesman ante la noticia de que su mujer está embarazada, es propia de la moral burguesa, es la alegría del macho que triunfa en la lucha por la existencia. Pero Hedda no puede ocultar el asco que le inspira su marido, al que odia con todas sus fuerzas. Le hace saber que ella morirá por todo esto, por lo que está ocurriendo, lo cual conturba a Tesman. Sólo al final de la conversación con su mujer, Tesman siente que su conducta con Lövborg es moralmente reprochable.

El juez Brack anuncia el suicidio de Lövborg. Hedda pide detalles, y cuando se entera de que el tiro no ha sido en la sien, sino en el pecho, lamenta que no se haya producido completamente la tan anhelada belleza. Brack parece no comprender. La enfermiza y malsana obsesión de Hedda con la belleza, la conduce a trasladarla hasta la misma muerte. La muerte debe ser «bella». Ante el espanto de todos los presentes, en un arrebato, Hedda grita con un suspiro de alivio: «¡Al fin, algo por fin, un acto!» Ante tales palabras, Tesman se horroriza. En una conversación más íntima con Brack, exclama con entusiasmo: «¡Oh! ¡Qué alivio para mí el saber que en este mundo puede llevarse a cabo un acto libre y generoso! ¡Algo que tenga el resplandor de la inconsciente belleza!»

A todos los reproches, a todas las preguntas, replica con un sentimiento de alegría ante la belleza: «Sé solamente que Eilert Lövborg ha tenido el valor de vivir como le pareció bien. Hay en ello un reflejo de belleza; ha tenido la voluntad de salir tan joven del banquete de la vida». 

Cuando el juez Brack queda solo con Hedda le confiesa que no ha dicho toda la verdad. Lövborg se disparó en el vientre, en casa de su amante Diana, a la que, antes de morir, le hizo una terrible escena, reclamándole un niño que decía haber robado. Hedda, entonces, grita con un doloroso asco: «¡Oh, Dios mío, es el colmo! ¿Por qué lo ridículo y lo trivial, como una maldición, se apodera de todo lo que toco?» Es el último grito de la desesperación. Cuando Hedda deja de creer en la belleza, cesa de vivir.

Pero, además, el juez Brack le insinúa que puede verse involucrada en la investigación de la muerte de Lövborg, pues ha podido determinarse que el revólver que usó para suicidarse pertenecía a ella, a Hedda. Su situación es muy comprometida. En el juicio podrían salir a relucir muchas cosas, que arruinarían su prestigio. Sólo hay una manera de evitarlo, le dice desvergonzadamente Brack: que acceda a sus deseos, pues desde que la conoció le obsesiona su cuerpo. Brack es otro personaje despreciable, lascivo, vulgar, corrupto, burgués. Cuando Hedda se ve atrapada y que está en manos de la voluntad de Brack, reconoce que no es libre, una situación que no puede soportar. Con aire aburrido se levanta, mientras Thea y Tesman se ocupan en reconstruir el manuscrito de Lövborg con los borradores que se han conservado. Hedda se introduce en un reservado, tras una mampara. Responde tranquilamente a preguntas livianas de Brack, bromea incluso, y, de pronto, calla. Se escucha una detonación. Acuden todos. Hedda yace muerta en el suelo. Se ha disparado un tiro en la sien.

Hedda Gabler se ha matado como ha vivido, con aburrimiento, con una serena y fría tranquilidad, despreciando a los hombres, asqueada de sí misma. Su voluntad y su energía carecían de un punto de apoyo, y por ello no pueden transformarse en acto. No pueden vencer el más ínfimo obstáculo. No encontrando salida, esta voluntad se vuelve contra ella misma, para destruirse. El corazón de Hedda es uno de esos que no pueden vivir sin fe, y no tiene ninguna.

 

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El breve ensayo sobre Iván Turgueniev (1818 – 1883) lo terminó Merejkovsky el 19 de febrero de 1909.

Turgueniev es el poeta de la belleza y de la exaltación amorosa. Ha demostrado mejor que cualquier otro de los escritores de importancia mundial que el matrimonio, la perfecta unión de dos en una sola carne, no ha sido comprendido por nadie. No obstante, se observa en él un defecto chocante: no existe nunca la maternidad. Las mujeres y muchachas de Turgueniev diríase que no saben tener hijos. Los cuerpos de sus personajes femeninos son nebulosos, fantasmales, diáfanos. Turgueniev es el poeta de la eterna virginidad.

Desde el primer momento distingue a Turgueniev de los dos colosos de la literatura rusa, Dostoyevski y Tolstoi. Eso no significa que Turgueniev no sea relevante, sino todo lo contrario. Su posición ética y estética está atravesada por la moderación, la melancolía, el lirismo, la sensibilidad poética y el silencio. No es nada estridente. Cuando calla nos está diciendo algo importante. Quienes lo tachan de «occidentalista» «zapadnik (= un occidental)», en oposición radical a los eslavófilos, entre los que se hallaba Dostoyevski, omiten que Turgueniev no es menos ruso que aquellos dos titanes, a pesar de sus claros intentos de acercar Rusia al Occidente europeo. Turgueniev es, en el fondo, un hombre religioso, un creyente. Para él, Dios es Cristo, el Cristo en el mundo, semejante a los hombres. Su cristianismo es ecuménico. Cristo es el Prometido que no se ha reconocido ni nombrado todavía, el Prometido de nuestra carne, de la cultura universal, pues sin Él la cultura no podría ser una carne viviente, sino una reliquia viviente, o un cuerpo muerto, una carroña. Es el Prometido viniendo al mundo que vio en un sueño profético Lukeria (= Lucrecia), la musa amorosa de Turgueniev (personaje del relato La reliquia viviente). Para Turgueniev, Cristo es el Hijo del Hombre, el semejante al hombre, el único modelo moral para el hombre.

Para hacernos entender lo esencial de la narrativa poética y melancólica de Turgueniev, Merejkovsky ha seleccionado un único relato suyo, sumamente revelador: La reliquia viviente, uno de los relatos que componen las Memorias de un cazador (1852). Sus protagonistas son Lukeria y su amado Vassily Polyakov. Durante un sueño, Lukeria ve que se le aproxima una persona, pero no es Vassily, sino Cristo. No reconoció en sus rasgos los de las representaciones que se han repetido una y otra vez, pero sí estaba segura de que se trataba de Él.

Ya lo hemos dicho. El que Turgueniev apenas hable de Cristo, de Dios, en sus obras, no significa que no crea en Él.

 

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Gustavo Flaubert (diciembre 1821 – mayo 1880) constituye un caso casi clínico para Merejkovsky. Basándose en una parte de su correspondencia, especialmente con George Sand, Merejkovsky va desgranando la actitud de Flaubert ante el arte y ante la vida, ante los hombres y ante Dios, ante la democracia y ante la tiranía. No cabe duda que es un hombre insatisfecho, descreído, de un escepticismo enfermizo que roza la desesperación.

En un primer momento, y durante años, Flaubert piensa que el arte es muy superior a la vida. La vida, en realidad, no es nada. Tampoco el hombre. «El hombre no es nada, y la obra todo». Es la época en la que parece adorar sólo a la belleza. La belleza se convierte para él en el objeto concreto de una pasión.

No muestra ninguna compasión por el sufrimiento real de los miembros de su especie. Durante una estancia en Jerusalén visita una leprosería. Lo único humano que dice de los leprosos es que son unos «pobres miserables». Por lo demás, sólo los observa, los escruta, los analiza como si fueran objetos inanimados de estudio, con el fin de poder tomar notas e incorporarlos, si es necesario, a alguna de sus narraciones.

«No soy cristiano», le escribe a George Sand. No tiene fe ni en la justicia ni en la fraternidad. En suma, no tiene ningún ideal moral. Conclusión lógica en quien no cree en absoluto en los hombres. Manifiesta un verdadero culto por la tiranía antigua, a la que considera la más bella manifestación del hombre que ha habido. Desprecia a la democracia. Sólo cree en una aristocracia legítima. Tampoco cree en la ciencia. Menos aún en el positivismo científico, en la filosofía de Augusto Comte. Esto último sí le honra. Desprecio total por el populacho, incapaz de dejar de comportarse como masa, incapaz de cultivarse intelectualmente. No tiene ninguna fe, ningún principio moral, ningún ideal político.

Lo trágico de Flaubert es que está solo en un mundo que le resulta extraño. Huye de los hombres. Se aísla. Su desesperación aumenta. Llega un momento en que no puede casi ni escribir.

Ahora bien, se pregunta Merejkovsky, ¿y si toda esta inmolación de todo por la belleza no fuera más que una impostura, una falsedad, una mentira que no se corresponde con el mundo?

 

 

 


domingo, 26 de marzo de 2023

HADEWIJCH DE BRABANTE


Hadewijch de Amberes o de Brabante. Cartas. Madrid, BAC, 2001. Edición de Loet Swart.

Resumen y algunos extractos del libro. Las aclaraciones y datos entre corchetes son de Enrique Castaños, Doctor en Historia del Arte.

 

*En su magnífica Introducción, de la que transcribimos algunos párrafos, Loet Swart [profesor holandés nacido en 1950] nos dice que no existe ninguna biografía sobre Hadewijch. Lo que sabemos de ella es muy poco. Gracias a una frase que aparece en la llamada «Lista de los perfectos», colocada al final de sus Visiones, así como a determinados sucesos históricos bien conocidos, podemos fechar con bastante aproximación las Visiones, aunque no las Cartas. La frase dice: «Una beguina que, por causa de su amor verdadero, fue ajusticiada por orden del maestro Robbaert, es la vigésimo novena [de las personas perfectas]». El carácter críptico de la frase se debe a las dificultades que atravesó el movimiento de las beguinas [sobre éstas, véase lo dicho en el archivo sobre Matilde de Magdeburgo y en el de Margarita Porete] en relación con las autoridades eclesiásticas. El maestro Robbaert no era otro que el inquisidor Robert le Brouge, quien, el 17 de febrero de 1237, ordenó que una beguina de nombre Aladys o Alyedis, fuera quemada. La ejecución originó una revuelta popular que provocó la destitución del inquisidor en 1239 [había sido designado primer inquisidor de Francia por orden de Gregorio IX, papa entre 1227 – 1241; Le Brouge comenzó a actuar en 1232, principalmente contra los cátaros, siendo sus destinos el Franco Condado, Charité-sur-Loire (cerca de las regiones históricas de Borgoña y del Franco Condado, hoy pertenece a ellas, junto a su frontera occidental), Cambrai, Douai y La Champagne, aunque fue suspendido de sus funciones durante 1234-1235, retomándolas en 1236]. Esta frase nos indica que Hadewijch debió completar sus Visiones después de 1237. En la misma «Lista de los perfectos» habla de «siete eremitas» que se establecieron en Jerusalén junto al Muro de las Lamentaciones. La ciudad había sido reconquistada el 17 de marzo de 1229 por el emperador Federico II Staufen, pero la derrota de los cristianos en Gaza en 1244 motivó que de nuevo cayese en poder de los sarracenos. De ahí que sea muy improbable que hubiese eremitas cristianos en Jerusalén después de esa fecha. Por lo tanto, las Visiones debieron redactarse entre 1237 y 1244. No podemos precisar, sin embargo, la fecha de redacción de sus XXXI Cartas. [Hadewijch estuvo activa como escritora, aproximadamente, entre 1220 y 1250]. Lo que sí es indudable es que escribe en lengua vernácula, como todas las beguinas místicas, en su caso en la lengua neerlandesa que se hablaba en el Ducado de Brabante. Además de conocer bien las Sagradas Escrituras y de saber latín, había leído a Guillermo de Saint-Thierry [teólogo cisterciense nacido en Lieja, ca. 1075 – 1148] y al teólogo Ricardo de San Víctor [1110 – 1173, último gran representante de la parisina Escuela de San Víctor].

Uno de los grandes estudiosos de Hadewijch ha sido el jesuita belga Jozef van Mierlo [1878 – 1958].

Un importante defensor de las beguinas fue Jacques de Vitry, canónigo agustino, teólogo, obispo y cardenal que fue benefactor, confesor y predicador de la beguina y escritora mística brabanzona María de Oignies (1177 – 1213), de la que Vitry escribió su vida. La intercesión de Vitry, en 1216, recién nombrado obispo de Acco, ante Honorio III (1216 – 1227), hizo posible que el Papa permitiera la vida en comunidad de las beguinas de la diócesis de Lieja, norte de Francia y Alemania, sin necesidad de adherirse a una Orden monástica. Pero la actitud de Honorio III fue, en cierto modo, casi excepcional. Las beguinas estaban fascinadas por la teología de la Trinidad.

Parece ser que Hadewijch fue una mujer polémica, que tuvo problemas con la comunidad de beguinas a la que pertenecía, por lo que hubo de abandonarla en compañía de muy pocas seguidoras, llevando desde entonces una vida errante plagada de dificultades. Las Cartas V y XXIX confirman estos datos. Muchas de sus Cartas están dirigidas a una amiga, a la que llama «querida niña», que aún formaba parte de la primera comunidad en la que vivió Hadewijch, siendo ésta su guía espiritual. La influencia de Hadewijch queda patente en la citada «Lista de los perfectos».

Hadewijch era tanto una escritora que describe y reflexiona sobre sus experiencias místicas, como una mistagoga, esto es, alguien que inicia en los sagrados misterios divinos. Desde muy joven se sintió invadida por un amor que lo envolvía todo. Ella sentía a Dios de tal forma, que parecía derrumbarse, pero al mismo tiempo experimentaba una fuerza renovada que consideraba procedente de Dios mismo. Un siglo antes que ella, la teología había estado fuertemente influida por la filosofía islámico-helénica que predicaba la incognoscibilidad de Dios. El convencimiento de los teólogos de la Universidad de París y de los Studia Generalia [las instituciones de las que surgieron las primeras universidades del Occidente cristiano a partir de las escuelas catedralicias y de las escuelas monásticas] de que el ser humano, por sus limitaciones, no sería nunca capaz de comprender ni de alcanzar a Dios, fue el origen de una lamentable división. A un lado quedó la teología racionalista, donde la espiritualidad no tenía cabida, y al otro la devoción, que, por necesidad, evitaba la razón crítica. Escritores espirituales con profundo conocimiento teológico, como Bernardo de Claraval y Guillermo de Saint-Thierry, se opusieron enérgicamente al cisma que se estaba produciendo. En tiempos de Hadewijch, se distinguían dos tipos de clérigos «buenos». De un lado, los honrados devotos, que esquivaban el desafío que el pensamiento griego postulaba para poder adherirse completamente a la fe con su promesa de contemplación de Dios y de amistad con Él. De otro lado estaban los cultos, que se debatían interiormente porque con su entendimiento eran conscientes de la incognoscibilidad de Dios, pero que, sin embargo, con su fe aceptaban las promesas del Evangelio. Al mismo tiempo, y a causa de este conflicto, el sabio judío Maimónides escribe su Guía de perplejos [ca. 1190], en un intento de mediar entre tradición y espíritu crítico.

La gran importancia de Hadewijch radica en que ella no cedió ante la tentación de minimizar la inteligencia humana o de desarrollar un discurso que no hiciera justicia a la trascendencia de Dios. Hadewijch rechazaba la espiritualidad carente de sentido crítico, basada tan sólo en los sentimientos y en la devoción; concedía a la razón un tratamiento preeminente en su obra, incluida la lírica. La trascendencia de Dios, su grandeza frente a nuestra pequeñez y nuestra incapacidad para honrarle como corresponde a su dignidad, constituye uno de los temas clave de sus Cartas.

Es en las Cartas donde la visión mística de Hadewijch se expresa con mayor amplitud. Señalan un camino: en ellas se nos presenta la vida y las elecciones de Hadewijch como un espejo.

El Libro de Visiones también está escrito para una amiga, y, de camino, para un grupo de seguidoras. A pesar de que Dios puede ser conocido, esto no significa que la unión mística con Él sea algo asequible. El camino para llegar a ella es el camino de la progresiva semejanza con Jesucristo, un duro recorrido que supone renunciar radicalmente, una y otra vez, a la propia voluntad y deseos, para ser uno con la voluntad de Dios [en términos muy parecidos se expresará decenios después Margarita Porete].

Las dos piedras angulares del discurso de Hadewijch son: 1) el amor y 2) la Trinidad.

El amor es el principio, el centro y el final del camino místico de Hadewijch: es el camino en sí mismo. Una vez atrapada por la experiencia del amor, y sin comprender lo que le sucede, se lo juega todo a una carta. Su discurso y su vida están dominados por el amor. El amor se refiere tanto a los lazos entre Dios y los hombres como a los de los hombres entre sí, pero, como personificación, muestra un sujeto que lo domina todo, un personaje «frente» al amante o al «yo». A veces se identifica a Dios o a Jesucristo con el amor; en otros textos, Dios aparece como causa y dador de amor; y en otros, Dios tiene poder sobre el amor. También, en una ocasión, Hadewijch afirma que el amor tiene poder sobre Jesucristo. El amor determina toda la relación, de modo que con esa palabra puede referirse a la persona que ama, a Dios, a la relación, o a la querida amiga a la que Hadewijch escribe. El amor como la personificación de una intención, exigente y orientada a la unión. Hadewijch sitúa su origen en Dios, mas esta intención también puede despertarse en el hombre. En sus Canciones, Hadewijch se ve condicionada por la forma que adquiere la poesía de los trovadores, aunque el contenido de aquéllas constituye una crítica implícita de la realidad a la que esa lírica se refiere: el amor cortés. Mientras que en el amor cortés el objetivo no es la unión con la persona amada, haciendo de la inaccesibilidad del ser amado el summum de su experiencia, Hadewijch emula otra tradición menos extendida: la de las Frauen o Mädchenlieder [canciones de muchachas, de doncellas] en la literatura alemana, los Refrains en la francesa, o las Cantigas de amigo en la literatura portuguesa. Hadewijch, en cuanto representante de la mística del amor, no se resigna a la ausencia de su Amor. «Sus Canciones, escribe el especialista Paul Mommaers en 1982, afirman una y otra vez que el Amado no está y que su ausencia produce un insoportable dolor». Con este grito Hadewijch no sólo expresa su propia desesperación ante la ausencia del Amado, sino que da voz a la de sus compañeras.

La segunda piedra angular de su discurso es la Trinidad, para Hadewijch una realidad viva que determina tanto su experiencia mística como la expresión de esa experiencia, y su mistagogía. Podrían distinguirse tres momentos, simultáneos y complementarios: 1) el momento de la Unidad divina antes de que de ella surjan las tres Personas; 2) el momento en que cada Persona surge, adquiriendo carácter propio y «activo»; 3) el momento del más profundo y gozoso recogimiento en la Unidad.

Numerosos pasajes en la obra de Hadewijch, especialmente en las Cartas, no podrían comprenderse sin saber que ella ve la Unidad divina como la del «Padre». El Padre, por tanto, no es sólo una de las tres Personas, sino que igualmente representa la Unidad divina. Por esta razón se considera al Padre «integridad».

Desde el momento en que se habla del «Hijo», se puede hablar también del «Padre» como Persona divina, «frente» al Hijo. Con ellos, surge el amor de ambos, el Espíritu Santo. Hadewijch nombra al Padre por su Omnipotencia, al Hijo por su Sabiduría y al Espíritu Santo por su Amor divino. Desde el punto de vista de la creación, Hadewijch tiene en cuenta las entidades de las Personas. Padre: creación, omnipotencia y justicia. Hijo: sabiduría, verdad y misericordia. Espíritu Santo: amor, lucidez y plena bondad. Las Personas no actúan separadamente. Cada una comparte las cualidades de las otras, porque las Tres son parte de Dios. Si decimos que el Espíritu es Bondad, entonces Dios es Bondad.

La misma Unidad, que es fértil, es también unión de gozo: en la fruición del Amor nunca ha habido ni nunca puede haber otra labor que el gozo unitario donde la única poderosa divinidad es Amor (Carta XVII, 3). Aquí también el Padre es el principio. La incorporación a la Unidad tiene lugar porque Él exige esa unidad. En palabras de Hadewijch, su labor es devorar, es un torbellino, un abismo, oscuridad (Carta XVII, 2).

El ser humano está hecho a imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 26). Esta idea, que es el motivo central de cualquier espiritualidad o mística, la concibe Hadewijch desde el punto de vista de la Trinidad. Las tres facultades superiores -memoria, razón y voluntad- representan a las tres Personas (Carta XXII, 10), por lo que la estructura psicológica del hombre es un reflejo de la estructura divina interior. Para evaluar su importancia es necesario relacionar la doctrina de Hadewijch con el denominado ejemplarismo. San Agustín expone este planteamiento, de origen platónico, según el cual todas las cosas ya existen en Dios antes de ser creadas.

El rasgo más característico de la espiritualidad de Hadewijch es la nobleza del hombre. La perfecta vida humana es ya vida interior de Dios.

Veamos ahora los tres grandes temas de Hadewijch.

1.     Las experiencias y líneas dinámicas de la vida del amor.

Quien se entrega completamente, será recompensado por el Amor.

Avanzar hacia la madurez: «numerosos son los golpes que recibimos, pero si nos mantenemos firmes, alcanzaremos la madurez» (Carta V, 2).

2.     El camino de la semejanza con Dios.

Este tema se divide a su vez en dos subtemas: semejanza con Jesucristo y semejanza con la Trinidad.

En cuanto a la semejanza con Jesucristo, una señal inequívoca de que se está siguiendo la voluntad de Dios es el dolor.

«Cuando al alma le queda sólo Dios y no conserva voluntad propia, sino que vive completamente de acuerdo con la voluntad divina y se pierde a sí misma y quiere todo lo que Él quiera como Él mismo, y está sumergida en Él y se ha convertido en nada, entonces (…) ella se convierte en todo lo que Él es» (Carta XIX, 3) [un pensamiento prácticamente igual lo encontraremos posteriormente en Margarita Porete]. Quien sigue el camino de las virtudes, crece en semejanza con la humanidad de Jesucristo, y sin ésta, la otra no es posible.

En cuanto a la semejanza con la Trinidad, la mística de la Trinidad no es otra que la cristológica. La semejanza con la Trinidad constituye la culminación de la semejanza con Jesucristo en su humanidad y divinidad. Crecer en semejanza con la humanidad de Jesucristo, la imitatio Christi, significa, no obstante, vivir según las exigencias de la Trinidad, mientras que la unión con su divinidad nos conduce al Padre, y, en última instancia, a la unión esencial.

3.     Satisfacer a Dios y al Amor.

El tercer gran tema de Hadewijch, que se explora principalmente en las Cartas, es su llamamiento a satisfacer al Amor, a amar a Dios como merece.

Satisfacer a Dios es imposible.

Dios (el Amor) se basta a sí mismo. [Angelus Silesius dirá en el siglo XVII que tanto necesita el hombre a Dios como Dios al hombre]. Ahora bien, la tesis de Hadewijch no debe interpretarse como indiferencia de Dios hacia el hombre [¿para qué lo habría creado, entonces?], pues la mística beguina habla, precisamente, de la exigencia de unidad que Dios hace al hombre. La razón de que se baste a sí mismo no significa que el hombre sea insignificante, sino la inabarcable riqueza de Dios. En Él hay una dinámica de amor eternamente rica, porque Él es trino, y, al mismo tiempo, el único y simple gozo de las tres Personas.

Satisfacer a Dios: el origen de esta misión imposible. «Pues incluso cuando nos parece que un hombre lleva una vida agradable a Dios, todavía le queda mucho para satisfacer completamente al Amor» (Carta XIII, 2). «Dios te haga conocer -le escribe a una amiga- toda tu deuda con Él: el sufrimiento justificado, pero, sobre todo, el amor exclusivo, con el cual, como Él mismo nos encargó, se debe amar a Dios por encima de todo» (Carta XIII, 4). «A medida que crece el amor entre el alma y su Dios, crece también un temor que es doble. El primero de ellos es como sigue: se teme no ser digno de ese Amor y no ser nunca capaz de hacer por Él lo suficiente» (Carta VIII, 1).

Proceder con esta misión imposible: humildad y desprendimiento. La oposición entre la exigencia del amor y la imposibilidad de satisfacerla no es una antítesis matemática, sino una tensión mística que implica una inquietud fundamental. Finalmente, será Dios mismo quien eleve al amante por encima de sus posibilidades y lo acoja en su Unidad.

Más allá de la humildad: libertad y vocación divina. Más allá de la humildad, se levanta en el alma la conciencia de su vocación divina. Ésta guarda relación con la unidad primitiva del alma con Dios (el ejemplarismo), con la nobleza del alma, pero también con un espíritu de audacia y libertad. Hadewijch nos alienta a afrontar a Dios. Nosotros no podemos satisfacer a Dios, pero Él sí puede satisfacernos a nosotros; en la libertad del amor, el verdadero amante se dirigirá a Él, siempre y sin reservas. Para Hadewijch es inconcebible que sólo se desee un poco de Dios; eso es propio de una pobre mentalidad.

Loet Swart termina su Introducción precisando el significado de algunos términos y conceptos específicos de Hadewijch: a) orgullo, esto es, la conciencia de la vocación divina del hombre, al que Dios llama de nuevo a su unidad; b) deuda, un término que Hadewijch no usa en sentido moral, sino en sentido místico. Lo que el Amor divino exige al hombre es satisfacer a Dios, honrarle y amarle según corresponde a su dignidad, a su grandeza y a su infinito amor; c) los extraños o extranjeros: frente a los nuestros, esto es, los miembros de la comunidad de beguinas de Hadewijch, están los otros, los extraños o extranjeros, que representan la absoluta incomprensión del Amor. Son creyentes inflexibles y obstinados, quizás representantes de la concepción teológica de la absoluta incognoscibilidad de Dios. Encarnan la incomprensión de la vida en el amor; d) purgatorio e infierno, que, para Hadewijch son estados, el primero temporal, el segundo definitivo, que suceden a nuestra existencia temporal, y donde los pecadores experimentan la separación de Dios como purificación o castigo por sus pecados.

 

EXTRACTOS DE LAS CARTAS

*Carta IV / «Un espíritu de buena voluntad vive interiormente de forma más hermosa de lo que puedan establecer todas las reglas».

*Carta VI / «Todos deseamos ser Dios con Dios, pero, Dios lo sabe, pocos de entre nosotros quieren ser hombres con su humanidad, llevar su cruz, ser crucificados con Él y pagar hasta el fin la deuda de la humanidad» [estas palabras nos evocan lo que escribiera Simone Weil en Marsella, entre octubre de 1940 y mayo de 1942, acerca de la desdicha].

*Carta X / «Por eso ocurre que los corazones ligeros se conmueven más fácilmente que los graves, y las almas pobres en gracia más fácilmente que las ricas».

*Carta XII / «Todo lo que nos cabe pensar de Dios, o comprender o imaginarnos de Él de alguna manera, no es Dios».

*Carta XIII / «Es una vida terrible la que quiere [el Amor]: que se deba prescindir de la satisfacción del Amor para satisfacerlo (…) Pues es tan grande la violencia del Amor que les atrae [a sus amantes] desde dentro, y tan grande e inasible les resulta el Amor, que se sienten insignificantes e incapaces de saciar a este Ser que es el Amor».

*Carta XVIII / «La Razón no puede ver a Dios sino en lo que no es. El Amor no descansa sino en lo que Él es».

*Carta XXII / «El que quiera comprender y conocer a Dios, tal como es en su nombre y en su esencia, debe pertenecerle enteramente, tanto que olvide su propio yo». «Dios está por encima de todo, pero no está elevado. Dios está debajo de todo, pero no oprimido. Dios está dentro de todo, pero no incluido. Dios está fuera de todo, pero, no obstante, completamente comprendido». «Que Dios está por encima de todo, pero no elevado, quiere decir que Él eleva y elevará eternamente su naturaleza desmedida. Pero, como lo que eleva es Él mismo, no se eleva y no está elevado. Y como la eternidad divina experimenta sin principio ni fin un único goce de vivo Amor, la profundidad de su Ser sin comienzo hace que la altura de su Ser sin fin no la eleve. Su propia naturaleza, terriblemente dulce, la satisface plenamente. La sublime esencia se abisma en la sima de Dios, que queda sin elevar». «El segundo punto, que Dios está por debajo de todas las cosas y que nada le oprime, significa que la profundidad de su naturaleza eterna sostiene, nutre e incrementa a todas las criaturas con la misma riqueza que es Dios en su riqueza divina. Pero, como la mayor de sus profundidades y la más sublime altura divina están al mismo nivel, Dios está debajo de todas las cosas sin que nada le oprima» (…) «El tercer punto, que Dios está dentro de todas las cosas y no está incluido, significa que Él está en el gozo eterno de Sí mismo, en el tenebroso poder del Padre y en las maravillas del Amor de sí mismo y en el fluido claro y abundante del Espíritu Santo. Dios está también en las tormentas que se levantan en la Unidad y que condenan y bendicen a cada ser como merece. En el interior de la Unidad, Él está gozándose en la gloria que Él es en sí mismo». «Aunque está en todas las cosas, no está incluido, pues Dios expresa su Unidad en tres Personas y las inclina hacia nosotros sobre cuatro caminos. En primer lugar, prodiga el tiempo eterno que es Él mismo en su Amor inalcanzable, que ningún espíritu puede alcanzar ni comprender, si no es un solo espíritu con Él (…) Los otros tres caminos por los cuales se inclina hacia nosotros son los siguientes: el primero, que nos ha dado su naturaleza; el segundo, que ha entregado a la muerte su sustancia; el tercero, que ha adecuado el tiempo. Él ha transmitido su naturaleza a nuestra alma con tres facultades para amar a las tres Personas: al Padre con la Razón iluminada; al sabio Hijo de Dios con la Memoria; al Espíritu Santo con la elevada Voluntad ardiente. Tal es el don que hizo su Naturaleza a la nuestra para amarle. Él ha entregado a la muerte su sustancia, es decir, su Cuerpo sagrado, que cayó en manos de enemigos por amor a sus amigos; también se dio a sí mismo de comer y de beber tantas veces y tan íntimamente como se lo quiera recibir (…) Él ha adecuado el tiempo, es decir, espera con extremada paciencia que decidamos a favor de la vida recta (…) En pocas palabras, Dios se ha inclinado en el tiempo y ofrece todo lo que podemos y queremos recibir de Él, todo lo que podemos comprender, según la medida y el modo mismo de nuestros deseos, para estar con nosotros en el gozo y en el Amor». «El Padre derramó su nombre y nos dio al Hijo y lo llamó nuevamente a sí mismo. El Padre derramó su nombre y nos envió al Espíritu Santo. El Padre derramó su nombre cuando exigió al Espíritu Santo reintegrarse con todo lo que había inspirado». «Quiero, Padre, que sean uno en nosotros, como tú, Padre, en mí y yo en ti» (Jn 17, 21). «El Espíritu Santo derramó su nombre, puesto que de él fluyen todos los espíritus santos y los ángeles que reinan allí en la gloria».

*Carta XXVIII / «Dios es para mí presencia, Dios es para mí efusión, Dios es para mí totalidad. En el Hijo, me manifiesta su presencia dulcemente. En el Espíritu Santo, Dios es para mí efusión en abundancia. En el Padre, Dios es para mí totalidad deliciosamente». «Así, mediante las Personas, está Dios consigo mismo en la Pluralidad de la riqueza divina».

*Carta XXX / «Somos débiles para soportar, pero esforzados en el placer».

 

 


domingo, 26 de febrero de 2023

 Margarita Porete



Margarita Porete. El espejo de las almas simples. Madrid, Siruela, 2005. Edición y traducción de Blanca Garí.

Resumen y algunos extractos del libro. Las aclaraciones y datos entre corchetes son de Enrique Castaños, Doctor en Historia del Arte.

 

*En su magnífica Introducción, de la que transcribimos algunos párrafos, Blanca Garí, eminente profesora universitaria de Historia medieval, afirma que, tanto con la «anónima» Hadewijch II [mística flamenca del siglo XIII] como con Margarita Porete [nacida ca. el decenio de 1250 – 1260, probablemente en la ciudad de Valenciennes, en la Picardía, al norte de Francia, en la frontera con Flandes, perteneciente por entonces al condado de Hainaut], emerge una mística más especulativa, menos enraizada en el amor cortés [el mejor ejemplo de éste podría ser Matilde Magdeburgo], más fuertemente apoyada en el lenguaje apofático [el lenguaje apofático, propio de la teología negativa, estudia lo que Dios «no es»] y la vía negativa [la teología negativa, iniciada por el Pseudo Dionisio Areopagita a finales del siglo V y principios del VI].

*La estudiosa italiana Romana Guarnieri [1913 – 2003] fue la que identificó a la autora y al libro de Margarita Porete en 1946, gracias en gran medida a las actas inquisitoriales del proceso a la que fue sometida en París. La historia del proceso se remonta a antes de 1306, cuando el obispo de Cambrai [ciudad de la Picardía, formaba parte del ducado de la Baja Lotaringia desde 959], Gui de Colmieu (fue obispo de Cambrai entre 1296 y 1306), había condenado un libro escrito por Margarita, lo había hecho quemar en la plaza de Valenciennes en presencia de la autora y le había prohibido a ésta difundir sus ideas bajo pena de excomunión. Margarita no retrocedió. Las actas la acusan de seguir propagando sus ideas y de enviar El espejo al obispo de Châlons-sur-Marne [localidad al SE de Reims], quien actuará como testigo de cargo. No obstante, las actas ocultan otras opiniones favorables al libro y a su autora. Conocemos al menos las de tres hombres. El primero sería un misterioso fraile franciscano de gran renombre, vida y santidad, según reza el texto de la aprobación, llamado Jean de Querayn. El segundo, un monje cisterciense, Franc, de la famosa abadía de Villers-la-Ville [en el ducado de Brabante]. El tercero, un teólogo perteneciente al medio eclesiástico que había de condenar a Margarita, Godefroi de Fontaines, magister regens [estudiante que en la universidad medieval adquiría el grado de maestro para poder enseñar, la Licentia docendi, que sólo podía ser concedida, en el caso de la Universidad de París, por el Canciller de la catedral de Notre Dame o por el Canciller de la abadía agustina de Saint-Geneviève] de la Universidad de París, titular de una de las más prestigiosas cátedras de teología en la Sorbona, canónigo de París, Lieja y Tournai. La aprobación de Godefroi de Fontaines tuvo lugar antes del otoño de 1306, poco antes de morir. Esta última aprobación fue el principal escollo para los inquisidores.  

*Margarita fue detenida a mediados de 1308 por el sucesor de Gui de Colmieu, el nuevo obispo de Cambrai, Philippe de Marigny. El obispo la detiene, pero esta vez el sumario de la acusación es transferido a Francia y llega a las manos del Inquisidor general del reino, el dominico Guillermo de París, amigo y confesor del rey, Felipe IV el Hermoso. Toda la documentación oficial del proceso producida a partir de este momento se halla en manos de los legistas Guillermo de Nogaret y Guillermo de Plaisians, ambos confidentes del rey y organizadores del sumario contra la Orden del Temple. En junio de 1308 Margarita llega arrestada al convento dominico de Saint-Jacques en París. El 11 de abril de 1309, Guillermo de París reúne en la iglesia de los Mathurins, sede administrativa de la Universidad, a veintiún teólogos para examinar una lista de artículos extraídos de El espejo de las almas simples. La pequeña asamblea juzgó herético el libro. Al principio, Margarita se negó a comparecer ante el Inquisidor. Cuando por fin lo hizo, se negó a prestar el juramento reglamentario que precedía al interrogatorio. El Inquisidor pronunció después contra ella la excomunión mayor, ordenando que permaneciese encarcelada. Así estuvo durante un año, manteniendo su silencio y no retractándose en nada. Entretanto, Guillermo de París se ocupa de los templarios, siguiendo las órdenes del rey, a fin de contrarrestar las intenciones del Papado de controlar el proceso contra la Orden. El 10 de mayo de 1310, Philippe de Marigny, ahora arzobispo de Sens, reúne, siguiendo instrucciones del rey, un concilio provincial y condena como herejes relapsos o reincidentes a cincuenta y cuatro templarios, ya juzgados y confesos en 1307. Dos días más tarde son quemados vivos, casi a escondidas, fuera de las murallas de París, cerca de la puerta de Saint Antoine. Poco antes, en marzo, el Inquisidor ha retomado el proceso contra Margarita. Once de los veintiún teólogos que se habían reunido el año anterior, remiten ahora el asunto de la beguina a cinco canonistas especialistas en Derecho. Tres testigos, el Inquisidor de la Lorena, Philippe de Marigny y Jean de Chateauvillan, obispo de Châlons-sur-Marne, dan fe de que tras la condena de Gui de Colmieu, la beguina ha continuado propagando sus ideas y su libro. En mayo, Margarita es declarada hereje relapsa. La sentencia es pronunciada por el Inquisidor general, y al día siguiente, uno de junio de 1310, Margarita es entregada al brazo secular y quemada viva en París, en la Place de Grève, frente al Hôtel de Ville (Ayuntamiento). El gran filósofo y teólogo mallorquín Raimundo Lulio, encontrábase en ese momento en París, precisamente alojado en un edificio que hacía esquina con la citada plaza, desde donde supuestamente pudo haber contemplado el horrible martirio. Meses más tarde se abre el Concilio de Vienne, uno de cuyos objetivos era la ratificación de la condena de la Orden del Temple y la supresión oficial de la misma, lo cual beneficiaba directamente al rey francés, ávido por hacerse con las inmensas riquezas y posesiones de los templarios. Entre las muchas resoluciones adoptadas en Vienne, dos se entrelazan sutilmente con el juicio de Margarita: la formulación y condena de la herejía del Libre Espíritu[1] en el decreto Ad Nostrum y la condena del movimiento religioso de las beguinas[2] en el decreto Cum de quibusdam mulieribus.

Blanca Garí enfatiza la cantidad de cosas sorprendentes que encierran el proceso contra Margarita y el libro que escribió. Es muy raro que esta mujer concitara tanta atención por parte de la Iglesia e incluso por parte del rey de Francia. La mencionada profesora llama la atención sobre el entrelazamiento que se produjo entre el proceso a Margarita y el de los templarios. ¿Hubo una negociación secreta entre el rey de Francia y el papa Clemente V, con la intención el monarca de deshacerse de los templarios, y el Papa de acabar con el incómodo movimiento de las beguinas, dando un escarmiento definitivo? ¿Por qué preocupaba tanto el libro de la beguina? Téngase en cuenta que los artículos extraídos del libro fueron examinados por los teólogos y canonistas completamente fuera de contexto. [Si algo queda meridianamente claro cuando se lee atentamente el difícil libro de Margarita, es que no hay en él el más mínimo asomo de herejía]. En cuanto al imperturbable silencio que mantuvo durante más de un año, ella misma había escrito en El espejo: «[El alma libre] si no quiere, no responde a nadie que no sea de su linaje; pues un gentilhombre no se dignaría responder a un villano que lo retara o requiriera a batalla; por ello, quien reta a un Alma así no la encuentra, sus enemigos no obtienen respuesta».

Las Grandes Crónicas de Francia dicen de Margarita que era una beguina clériga, muy experta en clerecía. Era una mujer religiosa al margen de las instituciones monásticas y que había recibido una sólida formación, la de los litterati, la que correspondía normalmente a los clérigos. En Valenciennes, donde muy probablemente nació y creció, las beguinas florecieron durante la segunda mitad del siglo XIII, formándose ya en 1239, con el apoyo condal, el importante beguinato de Santa Isabel. No sabemos si Margarita se formó en este beguinato. Lo que sí parece cierto es que, en su madurez, Margarita no pertenecía a ningún grupo de mujeres religiosas viviendo en una comunidad más o menos institucionalizada, sino a esas otras beguinas «independientes», viviendo solas o a lo sumo con una o dos mujeres más, construyendo de forma autónoma su vida y su obra. Se ha especulado con la posibilidad de que Margarita, dada la cantidad de copias de su libro, fuese una copista profesional, habiendo aprendido el oficio de calígrafa en algún monasterio. Por ejemplo, famoso como escuela de miniaturistas y de copistas fue el monasterio de La Ramée [en Bélgica, a unos 40 km al SE de Bruselas], donde aprendió el oficio la mística Beatriz de Nazaret. No es imposible que Margarita, relacionada con la Orden del Císter, pudiese haber aprendido el oficio de copista en la mencionada abadía de Villers-la-Ville. ¿Dónde leyó a Guillermo de Saint-Thierry o a San Bernardo de Claraval? ¿Dónde conoció los textos de la escuela de San Víctor o el pensamiento de San Agustín, de Gregorio de Nisa o del Pseudo Dionisio Areopagita? ¿Fue en el monasterio de Villers? Estos interrogantes se los hacía en 1993 la estudiosa francesa Marie Bertho, dejándolos sin respuesta.

El espejo de las almas simples es la narración en lengua vulgar [en dialecto picardo] de una experiencia mística. Dos obras religiosas anónimas del siglo XII, el Cantar de St. Trudperter y el Speculum virginum, pudieron ofrecer a Margarita una interpretación original del simbolismo catóptrico [especular, propio del espejo] neoplatónico. También hay que tener en cuenta el precedente literario laico, esto es, la literatura amorosa laica de los siglos XII y XIII. En El espejo, encontramos frecuentemente formas de expresión y modelos descriptivos que proceden de la literatura cortés, especialmente del Roman d’Alexandre[3] y el Roman de la Rose[4].

Margarita comienza su libro comparando la relación entre Dios y el alma con una doncella, hija de un rey, que un día se enamoró de Alejandro, y «cuando vio que ese lejano amor, estando tan cercano o dentro mismo de ella, estaba a la vez tan lejos fuera de ella […] se hizo pintar una imagen que representaba el rostro del rey que amaba…». Margarita, pues, establece los fundamentos de su libro en el corazón del debate en torno al «amor de lejos» que venía desarrollándose desde el siglo XII. De este modo podría sostenerse que su speculum, es una imagen, una representación, que contiene un carácter reflexivo. En este sentido la imagen-espejo, que refleja en su interior desde la lontananza a ese rey que es como un noble Alejandro, sería, por un lado, el libro mismo, y, por otro, también el alma que vaciándose de sí (anonadándose) se hace superficie límpida para reflejar y engendrar en ella lo divino.

El libro de Margarita, que refleja «el amor de Dios en algunas de sus formas», representa la lejanía infinita que se establece entre el imposible consuelo del alma por sí misma y el lugar de Dios; entre el alma en «tierras extrañas» y el palacio del rey. Es precisamente de esa lejanía de lo que habla el Espejo, una lejanía que, para alcanzar la libertad, no se debe abolir, sino reconocer, y que sólo el proceso de escritura permite recorrer. A este respecto, la prestigiosa medievalista Victoria Cirlot, ha dicho lo siguiente: «La única imagen que comprende la distancia es el icono, pues el icono no pretende borrarla, sino todo lo contrario, mostrarla y hacerla consciente, mientras que, en cambio, el ídolo lo único que busca es su apropiación, y, por tanto, su supresión» («El Amor de Lejos y el valor de la imagen», en Memoria, mito y realidad en la Historia Medieval, Nájera, 2002, pág. 309).

Toda la escritura del Espejo parece el resultado de un largo proceso de conocimiento y experiencia. La primera parte (capítulos 1 al 122) es, desde el punto de vista formal, un diálogo de carácter teológico-filosófico entre personificaciones alegóricas (Amor, dama Amor, el Alma, Razón, Santa Iglesia, Santa Iglesia la Pequeña, el Espíritu Santo, Cortesía, Temor, Discernimiento, la Justicia Divina, Fe, Verdad y algunas otras). La segunda parte (capítulos 123 al 139) es, en cambio, mucho más breve, y está construida en primera persona y casi en su totalidad en forma de monólogo. A través de este díptico, Margarita muestra el camino que lleva a la perfección y libertad del alma. Esta segunda parte adquiere los rasgos de un verdadero tratado mistagógico [un mistagogo es quien inicia en los misterios sagrados].

El Alma libre de los primeros capítulos y la voz en primera persona de los últimos están relacionadas por una suerte de identidad sobreentendida. Margarita ensaya ser ella misma en su escritura un espejo de lo divino. ¿Está diciendo Margarita que la escritura del Espejo constituyó para ella el modo mismo que le conduce a la unión mística que caracteriza al Alma anonadada, vacía de sí en la pura nada?

El discurso de Margarita, al igual que el camino del alma hacia Dios, no asciende linealmente, sino que progresan ambos a través de un movimiento argumentativo y lingüísticamente circulares, en un juego espiral de proximidad y distancia. Para Margarita existen siete estados de gracia. En el Espejo da a conocer la existencia de esa «escalera de perfección» y la forma de recorrerla. Junto a la estructura de la escalera, Margarita introduce una segunda estructura que se articula con la de la escalera y que tiene un carácter «descendente». Ésta se compone de tres muertes: la muerte al pecado, a la naturaleza y al espíritu, y de dos «caídas» asociadas a esta tercera muerte: la caída de las virtudes en Amor y la caída de Amor en Nada.

Esos estados, muertes y caídas se organizan en torno a dos grandes regímenes, a dos leyes, a dos gobiernos: el de Razón que tiene bajo su soberanía los cuatro primeros estados y las dos primeras muertes, y el de dama Amor de la que dependen y viven directamente las almas a partir del quinto estado, aquellas que han traspasado la frontera con la tercera muerte, liberándose del dominio de Razón, cayendo de Razón (señora de las virtudes) en Amor y de Amor en Nada. Uno y otro gobierno no son, sin embargo, contrarios, pero el de Amor está por encima del de Razón y no depende de él, de tal manera que Margarita dirá del alma libre que «está por encima de la ley, no contra la ley».

Quienes han muerto al espíritu viven de Amor, son libres, se encuentran anonadados, vaciados de sí en el quinto estado de gracia, donde el alma «se ha convertido en nada, lo tiene todo y por ello no tiene nada, lo quiere todo y no quiere nada, lo sabe todo y no sabe nada» [en su célebre estudio de 1936 sobre Kierkegaard, a propósito del origen y significado del pecado original, el pensador existencialista cristiano ruso León Chestov dice que «Dios, propiamente, no sabe»].

A Margarita le interesa sobre todo enseñar cómo se alcanza ese estado, es decir, mostrar el paso entre ambos regímenes, el de Razón y el de Amor, que es a la vez el de la muerte al espíritu y el que asciende del cuarto al quinto estado de perfección. Ambas partes del Espejo se complementan; por eso es importante, para entender a Margarita, observar cómo expresa el corazón de su enseñanza, esto es, la travesía de la frontera entre Razón y Amor, en la primera y segunda parte de su libro.

Por encima del quinto estado hay, sin embargo, todavía dos estados más, el sexto y el séptimo. De este último nada dice, excepto que no pertenece a este mundo, pues «lo guarda Amor en su interior para otorgárnoslo en la gloria eterna». Del sexto, sin embargo, sí que habla, y es en él en el que el alma se convierte por completo en un espejo. Describiendo los siete estados de su escalera en el capítulo 118, ha dicho del quinto estado que es aquel en el que el Alma se reduce a nada: «Ahora el Alma es nula, pues ve por la abundancia de conocimiento divino su nada que la anula y la reduce a nada»; embelesada en ese conocimiento y asentada en el fondo sin fondo del abismo, el «Alma cae de Amor en nada, nada sin la cual no podría ser toda. Y es tan profunda la caída, si es verdadera caída, que el Alma no puede levantarse de ese abismo, ni debe hacerlo, sino que al contrario debe permanecer en él», y la visión de ese estado le arrebata «voluntad y deseo de obras de bondad; por ello se halla en reposo, en posesión de un estado de libertad que la reposa de todas las cosas por su excelente nobleza». Margarita sostiene entonces que sólo desde este estado es posible la iluminación del sexto, el cual más que un estado es un instante sin tiempo, «un movimiento», dirá Margarita, en el que el relámpago de Dios se refleja en el espejo del Alma. «El sexto estado -escribe- es aquel en el que el Alma no se ve, por mucho que posea un abismo de humildad en sí misma; ni ve a Dios, por grande que sea su altísima bondad, sino que Dios se ve en ella en su majestad divina», instantáneamente, pues -escribe en el capítulo 58- «ese Lejoscerca, que llamamos relámpago a la manera de una abertura que se cierra apresuradamente, rapta al Alma del quinto estado y la introduce en el sexto mientras dura su obra, y de este modo ella es otra; pero poco dura ese ser en el sexto estado, pues es devuelta al quinto. Y no es maravilla, dice Amor, pues la obra del relámpago, mientras dura, no es otra cosa que el atisbo de la gloria del Alma. Eso no permanece en ninguna criatura por espacio más largo que el de su movimiento» [para intentar entender ese término del relámpago, recuérdese la escena de la creación de los astros en el techo de la Capilla Sixtina pintado por Miguel Ángel: Dios Padre extiende ambos brazos, pero, sin que podamos apenas darnos cuenta, ya se ha vuelto de espaldas a nosotros; ese movimiento es un «instante sin tiempo», prácticamente imperceptible].

El verdadero camino es la caída. El cumplimiento del camino del alma se halla en la comprensión de la distancia inconmensurable, de la lejanía inabordable que separa los abismos de Dios y el alma, de tal modo que el alma que ha contemplado la escalera ascendente en el Speculum Scripturae descubre ahora súbitamente la insondable profundidad del descenso. El reconocimiento de la distancia infinita, de la incomprensibilidad de la impensable lejanía del todo de Dios y la nada del alma es, como dice Margarita en innumerables ocasiones de la primera parte del Espejo, el verdadero «más» del alma y la puerta al país de la libertad.

Durante los siglos XIV y XV el Espejo se tradujo al latín, al italiano y al inglés, y quizás también a algún dialecto alemán. Romana Guarnieri ha podido demostrar que el libro circuló en el interior de la Iglesia, con un importante número de copias en monasterios y conventos. Una de esas copias cayó en manos de Margarita de Angulema, nacida en 1492 y reina de Navarra entre 1527 y 1549. Escritora y mística como su homónima del siglo XIII, se refiere en sus Prisiones a los libros sobre la doctrina del amor que le son más queridos, y, hablando de la autora, para ella anónima, de uno de ellos, dice: «¡Oh! Quién era esa mujer atenta / a recibir ese amor que quemaba / su corazón y el de aquellos a los que hablaba. / Bien conocía por su espíritu sutil / el verdadero amigo al que ella llamaba Gentil / y su Lejoscerca».

Durante los siglos XVII, XVIII y XIX el libro de Margarita cayó en el olvido. En 1927, sin conocerse aún a la autora, se publica parcialmente el Espejo basándose en el manuscrito inglés. La pensadora cristiana francesa Simone Weil quedó atónita ante su lectura, haciéndose eco de ella en sus Cahiers d’Amérique y en Nuits écrites à Londres, sus dos últimas obras, redactada la primera entre mayo y noviembre de 1942, y la segunda meses antes de morir a finales de agosto de 1943.

 

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En el Prólogo, El Autor dice que «aunque Nuestro Señor no es completamente libre de Amor, Amor lo es de Él por nosotros».

En el capítulo IV distingue entre Amor (Dios) y caridad (acción amorosa).

En el capítulo 10 Amor menciona los doce nombres por los que el Alma entregada a Dios puede ser nombrada. En el capítulo 11 Amor habla de que el Alma que se halla sola en Amor, no hace nada por Dios, es decir, que Dios no tiene nada que hacer de su obra y el Alma no tiene nada que hacer más que de aquello de lo que Dios tenga algo que hacer. Asimismo, esta Alma no deja por Dios de hacer nada que pueda hacer, lo que significa que ella no puede hacer sino la voluntad de Dios, ni puede tampoco querer otra cosa; y por ello ella no deja de hacer nada por Dios. Pues no deja entrar en su pensamiento nada que sea contrario a Dios, y por ello nada deja de hacer por Dios. Dios ama más el «más» de esta Alma en Él que el «menos» de ella misma.

En el capítulo 13 dice Amor acerca del Alma que tiene a Dios por la gracia divina, que, quien tiene a Dios lo tiene todo; y por ello se dice que no tiene nada, porque todo lo que el Alma tiene de Dios en ella, por el don de la gracia divina, le parece nada y es nada al lado de aquello que ella ama en Él y que Él no dará a nadie más que a sí mismo.

En el capítulo 16 dice Amor: A lo que he dicho del Alma liberada que lo sabe todo y por ello no sabe nada os respondo diciendo que ella, en virtud de la fe, sabe lo que le conviene saber para su salvación; y por ello no sabe nada de lo que Dios posee de Él mismo en ella y por ella, aquello que no le daría a nadie sino a ella. Lo quiere todo y por ello no quiere nada; pues esta alma quiere la voluntad de Dios de forma tan perfecta que no sabe, no puede y no quiere querer nada más que la voluntad de Dios. Y, por ello, no quiere nada; pues lo que ella quiere, y que Dios quiere en ella, es tan poca cosa al lado de lo que ella querría querer que no puede tener lo que Dios quiere que ella quiera. Pues su querer es nada al lado de lo que la saciaría y que jamás le será dado, esto es, el querer del querer de Dios como ya se ha dicho. Así pues, en este sentido, esta Alma lo quiere todo y por ello no quiere nada [por lo que se refiere al hecho de que el Alma liberada no quiere querer más que la voluntad de Dios, identificándose con la voluntad divina, sin tener voluntad propia, encontramos un pensamiento prácticamente idéntico en Hadewijch de Amberes, quien en su Carta XIX, redactada en la primera mitad del siglo XIII, dice: «Cuando al alma le queda sólo Dios y no conserva voluntad propia, sino que vive completamente de acuerdo con la voluntad divina y se pierde a sí misma y quiere todo lo que Él quiera como Él mismo, y está sumergida en Él y se ha convertido en nada, entonces, en ese momento, Él está plenamente elevado sobre la tierra y atrae todas las cosas, de manera que ella se convierte en todo lo que Él es». A la luz de estas palabras, y otras muchas de Hadewijch, resulta más que plausible que Margarita Porete conociese los escritos de la singularísima beguina de Brabante].

En el capítulo 23 habla de las dos potencias del Alma. Una de ellas, la que está a su izquierda, es el conocimiento verdadero de su propia pobreza; esta potencia es fortaleza, porque el Alma se apoya sobre ella. La potencia que está a su derecha es el elevado conocimiento que el Alma recibe de la Deidad pura.

En el capítulo 25, Amor responde a la pregunta de Razón si las Almas que se hallan en la recta libertad del puro Amor, sienten alguna alegría en su interior. Esta Alma arde de tal forma en el fuego de la hoguera de Amor que se ha convertido en el propio fuego y no siente el fuego porque ella es el fuego en virtud de Amor que la ha transformado en fuego de amor. Un alma así, continúa diciendo Amor en el capítulo 26, no ama nada en Dios, ni amará nada por noble que sea, si no es sólo por Dios y porque Él lo quiere, y ama a Dios en todas las cosas y a todas las cosas por amor a Dios; y por ese amor el Alma se halla sola en el puro amor del amor de Dios. Esta Alma tiene un conocimiento tan claro que se ve nada en Dios y a Dios nada en ella (el tema de tradición dionisiana [esto es, del Pseudo Dionisio Areopagita] de la «nada de Dios» en correspondencia a la «nada del alma», se encuentra tanto en Hadewijch como más tarde en el Maestro Eckhart, quien escribe en el sermón El fruto de la nada, comentando el versículo «Surrexit autem Saulus de terra apertisque oculis nihil videbat» [Saulo se levantó del suelo, y, con los ojos abiertos, nada veía, Hch 9, 8], incluido en su libro El fruto de la nada y otros escritos [Madrid, Alianza, 2011, pág. 118]: «Nada veía y esa nada era Dios; puesto que cuando ve a Dios, lo llama una nada», «preñado de la nada, como una mujer de un niño, y en esa nada había nacido Dios»; la influencia de Margarita Porete en Eckhart es bien conocida).

En el capítulo 27 dice el Alma que el que amase bien no se acordaría de tomar ni pedir, sino que querría estar siempre dando, sin quedarse nada, para amar lealmente; pues quien tuviera dos intenciones en un mismo acto, con una debilitaría la otra.

En el capítulo 34 dice el Alma de sí misma: Comprendo y espero, y en verdad es así, que, si nadie hubiera pecado sino sólo yo, igualmente habríais redimido mi alma desviada de vuestro amor, muriendo por mí desnudo en la cruz. En el capítulo 35, continúa el Alma: Dado que Él estará en mí sin fin por amor, yo he sido amada por Él sin comienzo. Y en el capítulo 36 dice el Alma que conviene que el esposo libere a la esposa que ha tomado voluntariamente. En el capítulo 40, cuando Razón le pregunta al Amor: ¿a qué llamáis sabio?, Amor responde que al abismado en humildad. En el capítulo 41 le pregunta Temor a Amor que dónde está el Alma si no está consigo. Amor responde: Allá donde ama, sin sentido. Y por ello vive esta Alma sin reproches de conciencia, porque no hace nada que salga de ella. Pues quien hace algo gracias a un movimiento propio no está sin él mismo, sino que tiene consigo a Naturaleza y Razón. Pero aquel que muere de amor no siente ni conoce Razón ni Naturaleza. Por ello, un Alma así no quiere los gozos del paraíso, aunque se los den a escoger, ni rechaza los tormentos del infierno, suponiendo que todo dependiera de su voluntad.

En el capítulo 42, dice el Espíritu Santo a propósito del Alma que no sabe nada ni quiere nada: Y este no saber nada y no querer nada le dan todo y le dejan encontrar el tesoro oculto y escondido que eternamente encierra la Trinidad.

En el capítulo 44, Razón le pregunta a Amor: ¿Qué practica el Alma que languidece de amor? Y Amor responde: Combate los vicios adquiriendo virtudes. Razón insiste: Dinos en qué punto se encuentra el Alma que ha muerto de amor. -A lo que Amor responde: Ha acabado con el mundo y el mundo se ha despedido y acabado en ella; por ello vive en Dios y ahí no puede encontrar pecado ni vicio.

En el capítulo 45 dice Amor lo siguiente: Quien conozca de Él [de Dios] cuanto de Él se dice no conocerá nada al lado del inmenso conocimiento que permanece en Él al margen de nuestro conocimiento; o sea, que lo que pudiéramos comparar, por así decir, con la más minúscula de las partículas de su bondad seguiría, en verdad, sin ser nada al lado de la grandeza de la más minúscula de las partículas de su bondad; y aún menos que una chispa al lado de todo Él.

En el capítulo 57 el Alma liberada le pregunta a Amor que le diga por qué los extraviados son sabios al lado de los perecidos que practican las mismas cosas excepto esa sabiduría que os hace apreciar más a los otros. Y Amor le responde: Porque conciben que hay un estado mejor que el suyo y conocen que no conocen ese estado mejor en el que creen.

En el capítulo 59 dice Amor que el Alma que vive de la vida divina está permanentemente sin ella.

A esto dice Razón: ¿Cuándo está esa Alma así, sin ella?

Responde Amor: Cuando está ella en ella.

Vuelve a preguntar Razón: ¿Y cuándo está ella en ella?

Y responde Amor: Cuando ella no está en parte alguna por ella misma, ni en Dios, ni en ella, ni en su prójimo, sino en el anonadamiento que ese Relámpago [ver supra cuando se habla en la Introducción del «Lejoscerca» y del «relámpago»] opera en ella por la proximidad de su propia obra, que es tan preciosamente noble que, al igual que no puede hablarse de la abertura al movimiento de gloria que dispensa ese Relámpago gentil, del mismo modo nada sabe decir Alma alguna de ese precioso cierre en el que ella se olvida por anonadamiento del conocimiento que ese anonadamiento se prodiga a sí mismo.

En el capítulo 61 le dice al Alma lo siguiente el Esposo del Alma: Yo os he enviado mis arras a través de mi Lejoscerca, pero que nadie me pregunte quién es ese Lejoscerca, ni cuáles son sus actos, ni cómo obra cuando muestra la gloria del Alma, pues nada puede decirse excepto que el Lejoscerca es la Trinidad misma y le otorga [al Alma] su manifestación viva que hemos denominado «movimiento»: no porque el Alma se mueva ni lo haga la Trinidad, sino porque la Trinidad obra en el Alma la manifestación de su gloria. De ello nadie sabe hablar sino la propia Deidad; pues el Alma a la que se entrega ese Lejoscerca tiene tan gran conocimiento de Dios, de sí y de todas las cosas que ve en Dios mismo, por conocimiento divino, que la luz de ese conocimiento le resta el conocimiento de sí, de Dios y de todas las cosas.

En el capítulo 69 dice el Alma: ¿Hay villanía mayor que la de querer pruebas en amor? Ciertamente no, o eso me parece, pues Amor mismo es la prueba. En el capítulo 70 dice de nuevo el Alma: Pues solamente soy lo que Dios es en mí y no otra cosa; y Dios es lo mismo que eso que Él es en mí; pues nada es nada, pero lo que es, es; y por ello si soy, no soy sino lo que Dios es; y nadie es, sino Dios; por ello no encuentro más que a Dios allí donde penetro, pues, a decir verdad, nada hay sino Dios.

En el capítulo 72 dice Amor: Os diré [se dirige a la Verdad] por qué el Alma tiene voluntad: porque vive aún en el espíritu y en la vida del espíritu aún hay voluntad.

En el capítulo 75 explica el Alma el pasaje evangélico de la Transfiguración de Jesús en el monte Tabor: Cuando Jesucristo se transfiguró ante tres de sus discípulos [Pedro, Santiago el Mayor y Juan], lo hizo a fin de que supierais que pocos son los que verán la claridad de su transfiguración y que sólo la muestra a sus amigos especiales; y por eso estaban tres. […] Ahora os diré por qué sucedió en la montaña. Fue así para mostrar y significar que nadie puede ver las cosas divinas mientras se encuentra mezclado y entremezclado en cosas temporales, es decir, en cualquier cosa menos que Dios. Ahora os diré por qué Dios les dijo [a esos tres discípulos] que no hablasen hasta que hubiera resucitado: para demostrar que no podéis decir palabra de los secretos divinos mientras podáis vanagloriaros de ello; y hasta entonces nadie debe hablar. Pues os aseguro que quien tiene algo que disimular o esconder tiene algo que mostrar, pero el que nada tiene que mostrar nada tiene que esconder.

En el capítulo 79 dice Amor: … ya que esta vida es la miserable sirvienta que prepara la casa que albergará cuando venga a un ser tan grande como la Libertad del no Querer Nada, de la que en todo se sacia el Alma; es decir, de esa nada que da todo. Pues quien todo da todo tiene, y no de otra manera.

En ese mismo capítulo dice el Alma: Nunca amó a la Humanidad quien amó la temporalidad. Nunca amó divinamente quien amó algo corporalmente.

En el capítulo 80 le pregunta Razón al Alma: ¿Quién es vuestro más prójimo? A lo que el Alma responde: La arrebatada exaltación que me seduce y me une al centro de la médula de Divino Amor en la que me fundo; es justo, pues, que me acuerde él, ya que me he entregado en él. Mas sobre ese estado se debe guardar silencio, pues nada puede decirse.

En el capítulo 84 le dice Amor a Razón que el Alma libre cae en un embelesamiento que recibe el nombre de «nada pensar del cercano Lejoscerca» que es su más prójimo […] No puede saborearlo [a Dios] quien no sea esto: o en Dios sin ser, o Dios en Él en el ser.

En el capítulo 88 leemos:

El Alma: Así pues, todas las Virtudes, hermanas de Razón, son madres de Santidad.

Amor: Pues sí, pero de esa Santidad de la que entiende Razón, no de otra.

El Alma: ¿Y quién es entonces la madre de las Virtudes?

Amor: Humildad, pero no esa Humildad que lo es por obra de las Virtudes, pues esa es hermana carnal de Razón.

En el capítulo 91 dice Amor respecto del Alma inmaculada: Su voluntad es nuestra, pues ha caído de la gracia en la perfección de la obra de las Virtudes, y de las Virtudes en Amor, y de Amor en nada, y de nada en claridad de Dios, viéndose con los ojos de su majestad, que justo ahí le ha dado su claridad.

En el capítulo 94 dice el Alma: El lenguaje de esa vida de vida divina es el silencio cerrado del amor divino. No hay más vida que el siempre querer la voluntad divina. Los verdaderos inocentes jamás tienen ningún derecho y nunca se les causa daño. Se hallan completamente desnudos y no tienen nada que esconder. Todos se esconden aún por el pecado de Adán, excepto los anonadados: ésos no tienen nada que esconder.

En el capítulo 97 la Ensalzada Doncella de Paz dice que el Paraíso no es otra cosa que ver solamente a Dios.

En el capítulo 100 dice Amor: El que es lo que cree lo cree de verdad; pero quien cree lo que él no es no vive lo que cree, y éste no lo cree de verdad, pues la verdad del creer reside en ser lo que se cree. Y aquel que esto cree esto es.

En el capítulo 103 dice el Alma: Castigo hay cuando se cae en falta con consentimiento de la propia voluntad. […] Esa libertad [la propia de la libre voluntad] me ha dado por amor mi amigo, de su propia bondad. […] Es decir, que ningún poder me roba mi querer, si mi voluntad no quiere consentirlo. Y, así pues, su bondad me ha dado, por pura bondad, libre voluntad […] Pero mi voluntad me la ha dado libremente, y, por tanto, no puede recuperarla si no le place a mi querer. Tal nobleza me ha dado de su bondad por amor el que está por encima de Amor, que jamás podrá, si yo no quiero, quitarme mi libertad de querer.

En el capítulo 104 dice el Alma: No hay nada más cierto que el hecho de que Dios es; y nada más incierto que el de que se me pueda arrebatar la virtud si no quiere mi voluntad.

En el capítulo 107 el Alma hace su segunda petición: Que pueda ver lo que ha hecho con la libre voluntad que Dios le dio [al Alma]; y verá así cómo, en un solo instante en que consintió al pecado, le arrebató al propio Dios su voluntad. Es decir, que Dios aborrece todo pecado, y quien consiente en pecar le roba a Dios su voluntad.

En el capítulo 118, al hablar Margarita del quinto estado de perfección, escribe: El quinto estado es aquel en el que el Alma considera que Dios es el que es, del que toda cosa es, y que ella no es, y, por tanto, no es de la que toda cosa es. Y esas dos consideraciones le otorgan un maravilloso embelesamiento, y ve que es todo bondad el que le ha dado libre voluntad a ella, que no es sino toda maldad.

Ahora esta Alma es nula, pues ve por la abundancia de conocimiento divino su nada que la anula y la reduce a nada. Y por ello es toda, pues ve por la profundidad del conocimiento de su propia maldad que ésta es tan profunda y grande que no encuentra comienzo, medida ni fin, sino sólo un abismo abismado sin fondo; ahí se encuentra sin encontrarse y sin fondo.

Entonces esta Alma se asienta en el fondo de lo bajo, donde no hay fondo, por eso se hace hondo. Y ese hondo le hace ver claro el verdadero Sol de la altísima bondad: pues nadie le impide esta visión. Ahora es toda y nula, pues su Amigo la hace una.

Entonces esta Alma cae de amor en nada, nada sin la cual no podría ser toda. Y es tan profunda la caída, si es verdadera caída, que el Alma no puede levantarse de ese abismo, ni debe hacerlo, sino que, al contrario, debe permanecer en él.

Respecto del sexto estado, dice que es aquel en el que el Alma no se ve, por mucho que posea un abismo de humildad en sí misma; ni ve a Dios, por grande que sea su altísima bondad, sino que Dios se ve en ella en su majestad divina que clarifica a esta Alma de sí mismo de tal forma que ella no ve que nada sea sino Dios, que es el que es, del que toda cosa es; y lo que es, es el propio Dios; por eso ella no ve sino a sí misma, pues quien ve lo que es no ve sino el propio Dios que se ve a sí mismo en esa misma Alma en su majestad divina. Pero esta Alma, así de pura y clarificada, no ve ni a Dios ni a ella, sino que Dios se ve a sí mismo en ella, por ella y sin ella; Él, es decir, Dios le muestra que no hay sino Él. Por ello no conoce nada el Alma sino a Él, y no ama sino Él, ni alaba sino Él, pues no hay sino Él.

En el capítulo 126, dedicada a la cuarta consideración, Margarita, al hablar de Cristo, dice: Porque la cantidad de su bendita sangre que cabe en la punta de una aguja hubiera bastado para rescatar cien mil mundos si existieran.

En el capítulo 133 dice el Alma que encuentra pocas almas libres, esto es, que tengan el solo querer que dispensa Amor Puro. Pues Amor Puro dispensa un solo amor y un solo querer, y por ello mi querer se ha convertido en un nada querer.

 

 


[1] La herejía del Libre Espíritu fue una secta panteísta y quietista del siglo XIII, extendida principalmente por Alemania y Bohemia. Afirmaba la inutilidad de la moral y de la liturgia cristiana, ya que los hombres emanan de la sustancia de Dios y participan de su impecabilidad. Sobrevivió a las persecuciones de la Inquisición e influyó en ciertas sectas anabaptistas en el siglo XVI. Véase lo que dice sobre el Libre Espíritu el profesor Norman Cohn, En pos del milenio. Revolucionarios milenaristas y anarquistas místicos de la Edad Media. Madrid, Alianza, 1981, págs. 147-151. La edición original inglesa es de 1957.

[2] Las beguinas constituyeron un movimiento religioso pauperístico europeo de mujeres durante todo el siglo XIII y el primer tercio del siglo XIV. Se extendieron por Flandes, Lieja, Brabante, Picardía, Alemania, Suiza, Austria, Bohemia, Moravia, Polonia, Suecia, Cataluña y algunas ciudades del norte de Italia. Sólo en Alemania es posible verificar 636 lugares con unas mil comunidades de beguinas. Alrededor de 1320 viven en Colonia cerca de mil beguinas, esto es, el 15 % de la población femenina. Colaboraron con las Órdenes mendicantes, franciscanos y dominicos. Algunas beguinas vivieron de manera solitaria o eran vagabundas, otras en pequeñas comunidades y otras en comunidades más amplias y estables, que a veces disponían de una Regla propia (casi siempre tomada de la de los franciscanos) y se dejaban conducir por una superiora. A todas las beguinas las guía la idea de seguir a Jesús en la unidad del amor a Dios y al prójimo. Se ocupaban también de los enfermos y de los ancianos y moribundos pobres. No viven en clausura, no hacen votos perpetuos y pueden volver a abandonar su condición de beguinas para casarse o ingresar en un monasterio. Una aprobación explícita que el historiador, teólogo y obispo Jacques de Vitry (ca. 1160/1170 – mayo de 1240) obtuvo del papa Honorio III, ampara en un principio las comunidades de beguinas desde un punto de vista jurídico. Las beguinas muestran el sentido espiritual de los laicos, que queda oculto por la división entre un estado religioso y uno seglar. A los hombres del movimiento se los denomina «begardos», pero fueron muchos menos y apenas han dejado huella. Entre las beguinas más célebres, además de Matilde de Magdeburgo, están Hadewijch de Brabante, Douceline de Digne y Margarita Porete.

[3] Conjunto de leyendas antiguas y medievales alusivas a las hazañas de Alejandro Magno.

[4] Poema francés del siglo XIII, escrito por dos autores. La primera parte corresponde a Guillaume de Lorris, y, según Martín de Riquer, fue compuesta entre 1225-1237 (para otros, entre 1230-1235). Consta de 4.670 versos. La segunda parte, de unos 1.800 versos, corresponde a Jean de Meun, escrita según el romanista español hacia 1277 (otros autores sitúan la redacción entre 1275-1280). Martín de Riquer es muy crítico con esta segunda parte del poema respecto de la escrita por Guillaume de Lorris. Dice que es larga, pedante y exenta de poesía. El historiador estadounidense Henry Brooks Adams (en su libro Mont-Saint-Michel y Chartres, 1913) considera la primera parte del Roman de la Rose como una alegoría del amor cortés, el final de la genuina poesía medieval, que va a la par con la Sainte-Chapelle en arquitectura. Su datación diverge de las mencionadas: ca. 1250 para la primera parte, y en torno a 1300 para la segunda.