sábado, 28 de enero de 2023

Hildegarda de Bingen


Régine Pernoud (medievalista francesa, 1909 – 1998). Hildegarda de Bingen. Una conciencia inspirada del siglo XII. Barcelona, Paidós, 1998. Traducción de Alejandra González Bonilla. Edición original francesa en otoño de 1994.

 

Las aclaraciones y datos entre corchetes son de Enrique Castaños.


*Hildegarda nació en el seno de una familia noble del Palatinado [hoy, Renania-Palatinado] en 1098 y murió el 17 de septiembre de 1179 en el monasterio benedictino de la localidad alemana de Eibingen [junto a la pequeña ciudad de Rüdesheim am Rhein], fundado por ella misma en la otra orilla del Rhin, frente al monasterio de Bingen, del que fue abadesa durante muchos años. Nació, pues, el mismo año que Roberto de Molesmes se retiró a Cîteaux, cerca de Dijon, en la Borgoña, fundando así la Orden cisterciense, una escisión de la benedictina. Bernardo de Claraval tenía entonces ocho años. En 1099, el 15 de julio, los cruzados conquistaron Jerusalén, en el marco de la Primera Cruzada. 

*Hildegarda de Bingen es, casi con toda seguridad, la figura religiosa femenina más destacada del siglo XII europeo. Visionaria, escritora, abadesa, compositora y naturalista, era una verdadera experta en plantas medicinales y en alimentación, como se comprueba en los dos tratados de medicina que escribió, los únicos que se redactaron en la Cristiandad europea durante el siglo en que ella vivió.

*Ella misma nos dice que «en mi tercer año de edad vi una luz tal que a causa de ella mi alma entera se estremeció, pero por mi corta edad no pude hablar de ella […], y hasta mis quince años vi muchas cosas». Con ocho años fue confiada por sus padres a una joven dama de noble cuna, Jutta [Judith], hija del conde de Spanheim o Sponheim (condado independiente del Sacro Imperio en el Palatinado), para que la educara. Jutta llevaba vida de reclusa en el monasterio benedictino de Disibodenberg, no lejos de Alzey (localidad del Palatinado situada unos 20 km al SO de Maguncia y unos 30 km al SE de Bingen). El monasterio de Disibodenberg, ubicado entre los ríos Nahe y Glan, fue fundado por el monje irlandés San Disibod unos cuatro siglos antes, continuando la labor fundadora de San Columbano (Irlanda, 543 – Italia, 615); era un monasterio dúplice, es decir, en donde convivían separadas una comunidad masculina junto a otra femenina. Hildegarda le habló en secreto a Jutta de sus visiones, pidiendo ésta consejo a Volmar, un monje del citado monasterio que acabaría convirtiéndose en consejero y secretario de la gran abadesa de Bingen. Con catorce o quince años, Hildegarda solicitó tomar el velo de religiosa. Las horas canónicas en un monasterio benedictino, se distribuían del siguiente modo: a) al alba, esto es, al salir el sol, es el momento de cantar laudes; b) le sigue el oficio de prima, la primera hora; c) a continuación, celebración de la Eucaristía, y, después, el desayuno; d) después viene el oficio de tercia, es decir, la tercera hora tras la salida del sol (las ocho o las nueve de la mañana, dependiendo de la estación del año), y un tiempo de trabajo hasta la hora sexta, e) la hora sexta (las once o las doce del mediodía), a la que sigue el almuerzo; f) después hay tiempo libre hasta la hora de nona (las dos o las tres de la tarde), cuando se retoma el trabajo, manual o intelectual, individual o colectivo; g) la hora de vísperas designa el oficio de final del día (las seis o las siete de la tarde), tras el cual se cena y hay un tiempo de recreo; h) a continuación, suele reunirse el Capítulo, a saber, todas las religiosas presididas por la abadesa; i) finalizado el Capítulo, después de la puesta del sol, se canta el último oficio, completas, a partir del cual debe reinar el silencio para que las monjas descansen. La totalidad del Psalterio, unos 150 salmos, se habrá cantado en una semana.

*Jutta murió en 1136, siendo entonces Hildegarda elegida abadesa por las monjas de Disibodenberg. Cuando contaba cuarenta y dos años y siete meses [en 1141], Hildegarda tuvo una visión en la que una voz le dijo desde lo alto que dijese y escribiese «lo que ves y oyes», repitiéndolo todo tal como se le había dicho. Describiendo esta visión afirma que las tenía desde al menos los cinco años. Deja bien sentado que sus visiones no han sucedido «en sueños, ni durmiendo, ni en éxtasis, ni por mis ojos corporales o mis oídos humanos exteriores. No las he percibido en lugares ocultos, sino que las veo con mis ojos y mis oídos humanos interiormente, cuando estoy despierta. Simplemente en espíritu, y las he recibido en lugares descubiertos según la voluntad de Dios». Insistirá una y otra vez, que está en plena posesión de sus sentidos cuando recibe sus revelaciones, ajenas, en rigor, a cualquier experiencia mística. Deja escrito que las visiones a las que se está refiriendo por entonces sucedieron en tiempos del papa Eugenio III [1145-1153], de Conrado III [emperador de la Casa Hohenstaufen entre 1138-1152] y de Cunon, abad del citado monasterio de Disibodenberg [San Disibod].

*Entre 1141 y 1151 escribió su primer libro, Scivias (Conoce los caminos [del Señor]). Como queda dicho, el monje Volmar se convirtió en su confesor, su primer confidente, después de Jutta, y en su secretario hasta que murió en 1165. Él mismo informó a los monjes de las visiones de la abadesa y de su actividad como escritora. A finales de 1147, con el fin de preparar el concilio que debía celebrarse en Reims, se reúne un sínodo en Tréveris presidido por Eugenio III, al que asistirán Bernardo de Claraval y otros destacados monjes, teólogos y prelados. A petición del arzobispo de Maguncia y del abad Cunon, el Papa designará dos prelados para que visiten a Hildegarda en San Disibod y averigüen qué hace y qué escribe. Cumplen escrupulosamente con su cometido, llevándose a Tréveris una copia de la parte del Scivias que ya estaba redactada. Tres siglos más tarde, el erudito Jean Trithème [Johannes Trithemius, febrero 1462 – diciembre 1516], abad del monasterio benedictino del hoy municipio de Spanheim, y autor de una biografía de Hildegarda, nos informa, después de una exhaustiva consulta de las fuentes a su alcance, que en Tréveris sucedió algo sorprendente: el propio Papa leyó un extenso pasaje del Scivias, aunque no sabemos cuál en concreto. La lectura maravilló a los oyentes, hasta el punto que Bernardo de Claraval parece que dijo que «había que guardarse mucho de apagar una luz tan admirable animada por la inspiración divina». Tan satisfecho quedó Eugenio III que escribió a Hildegarda. La edición de la Patrología Latina preparada por el sacerdote Jean-Paul Migne y editada en París en 1882, incluye 135 cartas de Hildegarda con sus correspondientes respuestas, entre ellas la que nos ocupa, a pesar de que la abadesa escribió muchas más. En esa carta autorizó el Papa a Hildegarda que, junto a dieciocho monjas, fundase el monasterio benedictino femenino de Rupertsberg (dedicado a San Rupert = San Roberto el confesor), sobre una colina en Bingen, del que fue abadesa hasta su muerte. La fundación tuvo lugar entre 1148 y 1150. Bingen era una aldea a unos 25 o 30 km de San Disibod, en la confluencia del Nahe con el Rhin. El nuevo monasterio, que Hildegarda hizo famoso en toda Europa, dependía del conde Bernardo de Hildesheim. Los suecos lo destruyeron durante la Guerra de los Treinta Años, dejándolo en ruinas. En 1165, fundó Hildegarda un segundo monasterio, el de Eibingen, sobre la orilla derecha del Rhin, muy cerca de Bingen [ver supra], que fue donde murió. La propia Hildegarda escribió las biografías de San Disibod, monje irlandés del siglo VII que se estableció a orillas del Rhin, convirtiéndose en abad del monasterio por él fundado, Disibodenberg, sin por ello abandonar la vida eremítica, y de San Rupert o Roberto (ca. 660 – marzo 718), un franco emparentado con los príncipes merovingios, obispo de Worms en 696, de donde fue expulsado por los paganos, encontrando refugio en Ratisbona, desde donde se trasladó a un lugar en el que surgió más tarde la ciudad austriaca de Salzburgo, donde fundó una comunidad, aunque regresó posteriormente a su diócesis de Worms, donde murió.

*Después del Scivias escribió Hildegarda un segundo libro entre los años 1158 y 1163, el Liber vitae meritorum, esto es, el Libro de los Méritos de Vida, asimismo revelado por Dios a la abadesa. Un tercer libro de visiones, de capital importancia, es el Libro de las Obras Divinas, del que conservamos un magnífico manuscrito en la Biblioteca Gobernativa de Lucca, en la Toscana, adornado con diez hermosas ilustraciones a toda página, que reproducen con bastante exactitud las visiones de la abadesa. Este tercer libro fue muy bien editado en francés por Bertrand Gorceix en 1982.

*El Scivias, redactado entre 1141 y 1151, consta de tres libros: uno que trata del Creador y la Criatura, otro del Mesías y la Iglesia, y un tercero sobre la historia de la salvación. El primero describe seis visiones, el segundo siete y el tercero trece, todas ellas con su correspondiente comentario de la propia Hildegarda, esencial para poder comprender las visiones. La última visión finaliza con una especie de pieza teatral, una ópera en realidad, en la que las Virtudes personificadas sufren los ataques del demonio, un tema que Hildegarda tratará más tarde en una obra enteramente musical, el Ordo Virtutum. Régine Pernoud se detiene en la tercera visión del primer libro del Scivias. Una esfera redonda y sombría representa a Dios. Un globo de un fuego chispeante que ilumina toda la esfera, muestra lo que está dentro de Dios: su único Hijo inefable. Un globo arenoso representa, en cambio, al hombre y el mundo creado para él. El comentario acerca de este globo se hace plegaria [y nos hace recordar, por la exaltación que hace del hombre como rey de la creación, la Oratio de hominis dignitate, del gran humanista italiano Giovanni Pico della Mirandola, escrita en 1486]. Hildegarda se maravilla ante la belleza de la creación, sentimiento que también expresó maravillosamente el teólogo alemán Hugo de San Víctor [Sajonia, ca. 1097 – París, 1141]: «Dios no sólo quiso que el mundo fuera, sino que fuera bello y magnífico». En esta visión, evoca también Hildegarda la caída del hombre. Es muy interesante cómo combate la astrología y toda clase de artes adivinatorias, que desvían la piedad del hombre del misterio divino.

*En la cuarta visión del primer libro del Scivias, continúa la interrogación sobre el destino del hombre. El cuerpo del hombre no debe ser otra cosa que el tabernáculo del Espíritu Santo. En lo que se refiere a la Encarnación, dice «que después que la mujer ha recibido la semilla humana, el niño se forma íntegramente con sus miembros en la célula oculta en el seno de su madre. Por una secreta disposición del divino Creador, esta forma tiene movimiento de vida, porque, en virtud de una orden de la voluntad misteriosa de Dios, el niño ha recibido el espíritu en el seno materno, en el momento establecido por Dios …». En esta misma visión escribe lo siguiente: «El hombre posee en sí tres senderos [tres vías o modos de ser]. ¿Cuáles? El alma, el cuerpo y los sentidos, a través de los cuales se ejerce la vida. ¿Cómo? El alma vivifica el cuerpo y mantiene el pensamiento; el cuerpo sustenta el alma y manifiesta el pensamiento, mientras los sentidos tocan el alma y halagan el cuerpo. […] El alma da vida al cuerpo, gracias a las dos principales fuerzas que posee: la inteligencia y la voluntad […] El alma en el cuerpo es como la savia en el árbol, y sus facultades son como las ramas de éste. ¿Cómo es eso? La inteligencia es al alma como el verdor a las ramas y hojas; la voluntad, como las flores; el espíritu, como el primer fruto que brota; la razón, como el fruto perfecto que llega a la madurez; los sentidos, como la extensión de su grandeza. Es así como el cuerpo del hombre es sostenido y fortificado por el alma».

*La quinta visión desarrolla los distintos momentos de la Revelación, con la imagen de la Iglesia como sucesora de la Sinagoga. Todas las visiones del primer libro del Scivias ofrecen una idea de lo que será toda la obra de Hildegarda. Son visiones de fuerte originalidad, ricas y a la vez precisas, visiones violentas donde todas las descripciones parecen llevarse al extremo. Son páginas inflamadas, llenas de interrogaciones, visiones amplias que a veces incluyen suntuosas comparaciones.

*La terminación del Scivias y la instalación de Hildegarda en Bingen coinciden en el tiempo. Cuando esto ocurre, hacía ya algún tiempo que era su secretaria la monja Richardis, hija de la marquesa de Stade, que había ayudado mucho a nuestra abadesa en la fundación del monasterio de Bingen. Hermano de Richardis era Hartwig, arzobispo de Bremen. En 1151, al poco de instalarse en Bingen, Richardis es elegida abadesa de un monasterio en Bassum, Sajonia, en la diócesis de Bremen. A Richardis la acompañó también su hermana de sangre Adelaida. Este traslado fue un deseo personal de Hartwig que Hildegarda, a pesar de toda su influencia, no pudo impedir. El caso es que las dos, Hildegarda y Richardis, estaban muy unidas, sintiendo mutuamente mucho la obligada separación, que debió ser desgarradora. Se ha conservado una carta de Hildegarda a Richardis. En ella dice: «[Yo] amaba la nobleza de vuestro comportamiento, la sabiduría y pureza de vuestra alma y de todo vuestro ser». En 1152, el 28 de octubre, repentinamente, murió Richardis. El arzobispo Hartwig escribió una entrañable carta a Hildegarda, reconociendo su error. La abadesa le contestó con una emocionada misiva.

*La traductora indica en una nota que de las numerosas biografías y hagiografías de Hildegarda, la más célebre, mencionada por Régine Pernoud, es la Vida de Santa Hildegarda redactada por los monjes Gottfried y Dieter. Incluye algunos relatos autobiográficos, contados por la misma Hildegarda y recogidos por su fiel secretario Volmar, pero abarcan sólo el periodo anterior a la instalación en Rupertsberg en 1150. El resto de su vida, las curaciones, viajes y milagros, fueron completados por Gottfried de San Disibod, secretario de Hildegarda entre 1174 y 1176. Más tarde, Guibert de Gembloux unirá estos fragmentos, escritos aún en vida de Hildegarda, a los relatos recogidos entre las monjas acerca de la muerte de la abadesa y algunos milagros más, pero falleció en 1191, dejando su obra inconclusa. Finalmente, Theoderic [Teodorico – Theoderich von Echternach] de Echternach [actualmente municipio del Gran Ducado de Luxemburgo] añadirá todavía algunos trozos y la terminará.

*En Bingen, entre 1158 y 1163, compuso Hildegarda su segunda obra, el Libro de los Méritos de Vida. Consta de siete visiones agrupadas en un solo libro. A lo largo de seis visiones sucesivas, una figura humana mira en dirección E, W, N y S; en quinto lugar, hacia el universo entero, y, en un sexto y último momento, se pone en movimiento con las cuatro zonas de la Tierra. Esta figura humana no es otra que Dios. El libro teje la historia de la salvación, con el enfrentamiento entre vicios y virtudes y el triunfo de la divinidad.

*En 1163 comenzó Hildegarda su tercera obra, el Libro de las Obras Divinas.

*En 1165, como se ha dicho, fundó el monasterio de Eibingen (ver supra). En él se conserva su tumba.

*Entre las curaciones que llevó a cabo, destaca la de una tal Sigewise, una joven de Colonia que parece ser estaba poseída por el demonio. La curación fue posible mediante un acto de exorcismo, además de numerosas plegarias, ayunos y mortificaciones. Otro caso de curación fue el de Hazzecha, abadesa del monasterio de Krauftal [hoy en el municipio de Eschbourg, en Alsacia], donde Hildegarda se detuvo durante el viaje que hizo a Colonia en 1160. Es muy probable que Hazzecha padeciera de un carácter inestable, tentándole la idea de abandonar el monasterio y llevar una vida solitaria. Hildegarda diose cuenta que se trataba de una inestabilidad interior, aconsejándole que debía sobreponerse y continuar su vida religiosa en comunidad. Los consejos que le da son tanto preventivos como plenos de moderación. Hazzecha logró vencer la dolencia psíquica que la atormentaba.

*La relación que Hildegarda mantuvo con Federico I Barbarroja, sobrino y sucesor de Conrado III al morir éste el 15 de febrero de 1152, fue complicada. Al principio fue el propio Barbarroja quien la invitó por carta a verle en su palacio de Ingelheim (unos 13 km al W de Maguncia). La visita de la abadesa pudo tener lugar ese mismo año de 1152. Con motivo del encuentro personal, Hildegarda le escribió una carta al emperador. Se conocen otras tres epístolas de Hildegarda a Barbarroja, todas ellas de tono sereno y confiado, pero cuando en 1164 se produjo el choque entre el emperador y el Papa, Hildegarda cambió radicalmente de tono, dirigiéndole palabras incluso en tono amenazante, con una asombrosa libertad de lenguaje.

*Otros poderosos personajes consultaron a Hildegarda con motivo de la posibilidad de preparar una nueva Cruzada, a pesar de que aún no se había producido la reconquista de Jerusalén por Saladino (1187), que propició la preparación de la Tercera Cruzada. Entre ellos Felipe de Alsacia (Felipe I de Flandes, 1143 – San Juan de Acre, 1 de junio de 1191), conde de Flandes y de Vermandois desde 1168, si bien estaba asociado al gobierno por decisión de su padre desde 1157. La carta de Felipe a Hildegarda es anterior a 1177, año en que se dirige a Tierra Santa y desembarca en San Juan de Acre con un destacado séquito de caballeros. La carta ofrece un tono de humildad ante la abadesa, pidiéndole consejo y que pida a Dios por él debido a sus muchos pecados. Hildegarda le contestó en un tono solemne, con reservas, poco tiempo después plenamente justificadas, pues la llegada del conde de Flandes a Tierra Santa decepcionó a quienes lo esperaban. Balduino IV el Leproso, rey de Jerusalén, le ofreció la dirección de la guardia del reino, cargo que Felipe no aceptó. Tampoco quiso involucrarse en una incursión de los bizantinos contra Egipto. Felipe acabaría regresando relativamente pronto a sus dominios flamencos, aunque catorce años después, presa de remordimientos, volvió a Tierra Santa, después ya de la victoria de Saladino, con lo que su presencia no sirvió para nada. Murió lejos de su patria, como hemos señalado.

*Muy distinto es el tono con el que se expresa en su correspondencia con Bernardo de Claraval, la más alta autoridad espiritual de su época. El gran abad, teólogo y místico cisterciense le escribe una corta misiva, muy considerada con la abadesa, a la que ésta responde con una bellísima epístola, llena de humildad respecto de sí misma y de admiración a su destinatario.

*Aunque el sucesor de Eugenio III, Anastasio IV, se dirige a ella en los términos más admirativos, la respuesta de Hildegarda adquiere un tono severo: «[…] Oh, hombre, que por atender tu ciencia has dejado de reprimir la jactancia del orgullo de los hombres que han sido puestos bajo tu protección […] Tú abandonas a la hija del rey, es decir, la justicia…». El sucesor de Anastasio IV fue Adriano IV, el único Papa inglés. Hábil y enérgico, fue amigo de Juan de Salisbury, el famoso erudito obispo de Chartres. La carta que dirigió a Hildegarda estaba escrita en términos elogiosos. La abadesa le respondió en un tono amable, dándole sabios consejos. El pontificado de Alejandro III, iniciado en 1159, fue tormentoso, sucediéndose hasta cuatro antipapas. En cuanto a Barbarroja, no se reconcilió con el Papado hasta 1177.

*Muy interesantes fueron también las cartas que Hildegarda intercambió con la mística alemana Isabel de Schönau.

*Más de tres siglos antes de que Leonardo da Vinci naciera, la visión del hombre con los brazos extendidos sobre la esfera de la tierra estaba ya presente en la obra de la menuda religiosa renana. Esta imagen de Hildegarda, donde pone al hombre en el centro del Universo, era ya corriente desde el siglo XII. Lo esencial de los escritos de nuestra abadesa está en la apreciación del mundo a través de sus visiones, de lo cual nos habla de un modo especial en el Libro de las obras divinas, quizá su trabajo más acabado, más completo y más sorprendente. Este libro se abre con una imagen suntuosa: un personaje en pie, con tres cabezas y cuatro alas pintadas de tonos escarlata. «La figura habló así: “Yo soy la energía suprema, la energía ígnea. Yo soy quien ha encendido toda chispa de vida. En mí no hay nada mortal. […] Vida ígnea de la esencialidad: puesto que Dios es inteligencia, ¿cómo podía no obrar? A través del hombre, Él asegura la plenitud de todas sus obras. Creó al hombre, en efecto, a su imagen y semejanza. En él puso, con firmeza y mesura, la totalidad de las criaturas. Desde toda la eternidad, la creación de esta obra [es decir, la creación del hombre] estaba prevista en su parecer. Una vez que esta obra fue completada, puso en manos del hombre la totalidad de la creación, para que el hombre pudiera obrar con ella de la misma manera que Dios había hecho su obra, el hombre [ver supra lo que se ha dicho sobre Pico della Mirandola]. […] A través de mí se enciende toda vida. Sin origen, sin fin, yo soy esa vida que persiste, idéntica, eterna. Esta vida es Dios. Es perpetuo movimiento, perpetua operación, y su unidad se muestra en una triple energía: la eternidad es el Padre; el Verbo es el Hijo; el soplo que les une a los dos es el Espíritu Santo. […] el hombre tiene […] un cuerpo [se corresponde con el Hijo], un alma [se corresponde con el Espíritu Santo] y una inteligencia [se corresponde con el Padre] […] la tierra es la materia gracias a la cual Dios hizo al hombre [hay aquí una analogía con lo que dirá en el decenio de 1930 Pierre Teilhard de Chardin en El fenómeno humano]. […] la magnífica figura que ves al Mediodía de los espacios aéreos y en el secreto de Dios, con apariencia humana, simboliza […] el amor del Padre de los cielos. La figura es el amor. […] Si tiene apariencia humana es porque el Hijo de Dios se revistió de carne».

Así, pues, Hildegarda inicia estas visiones con la Trinidad: la eternidad, el verbo y el soplo toman forma para representar que Dios es vida y amor. La energía suprema, la energía ígnea, suscita la creación del hombre, que nace cuerpo, alma y espíritu.

Esta primera evocación se amplía en una segunda, más compleja y detallada. Se toma de nuevo la imagen trinitaria y se vuelve a situar al hombre, como en el Scivias, en el centro del mundo, en el centro de una serie de círculos. Apareció un círculo de fuego claro que dominaba otro de fuego negro. Bajo éste otro que parecía de puro éter. Después, un círculo que era como de aire cargado de humedad; bajo él uno de aire blanco, denso y firme; bajo éste, una segunda capa aérea, tenue, que parecía extenderse sobre todo el círculo. La figura del hombre ocupaba el centro de esta rueda gigante. Toda esta visión será sacudida por soplos que emanan de cuatro grupos de cabezas de animales: el leopardo, el lobo, el león, el oso, y después un cangrejo, un ciervo, una serpiente y un cordero. De otro lado, a los cuatro vientos principales (el viento del sur, cuyo símbolo es la cabeza del león, acompañado por dos vientos anexos, los céfiros o vientos del oeste, que son las cabezas de la serpiente y el cordero, y los vientos del este; el viento del norte o Aquilón) corresponden cuatro energías en el seno del hombre: el pensamiento, la palabra, la intención y la vida afectiva. El viento del sur, que trae el calor, es comparado con los pensamientos buenos y santos. El viento del oeste, que es frío, designa los pensamientos deshonrosos e inútiles. Sólo el viento del norte es inútil para toda criatura, peligroso y nocivo para todo lo que toca.

El conjunto de las visiones pone el acento en una especie de unidad cósmica que afecta y a la vez rige al hombre y al mundo en el que vive. Una de las nociones favoritas de Hildegarda es el verdor, la viriditas, del latín viridis, vigoroso, lozano. Lo aplica tanto a la naturaleza como al hombre para designar esa energía interna, esa fuerza vital que hace crecer las plantas y gracias a la cual el hombre se desarrolla. La traductora, Alejandra González Bonilla, indica en una nota al pie que este término de la viriditas, tiene una significación muy rica. Relacionado con vis (fuerza) y virtus (virtud), con él no se designa solamente el verdor exterior y visible de los campos, sino también, y, sobre todo, la fuerza interior que lo produce, por lo cual, según los casos, hay que entenderlo como «vida» o «vigor», además de como «frescura», «lozanía» y «ferocidad». La clave para entender bien este término es que la viriditas, para Hildegarda, es la expresión más adecuada para describir el efecto de la acción de Dios en el mundo; Dios es todo Él operación, crecimiento, «vegetación», fecundidad y vida.

En la cuarta visión del Libro de las obras divinas nos dice que el alma tiene cuatro alas: el sentido, la ciencia [el conocimiento], la voluntad y la inteligencia. También dice que Dios le dio al hombre una ayuda que se le pareciera: la mujer. Ésta contiene en sí todo el género humano que debía desarrollarse en la energía de la fuerza divina: en esta energía, Él había hecho al primer hombre. Así, hombre y mujer se juntan para cumplir mutuamente su obra, pues al hombre sin la mujer no se le reconocería como tal, y viceversa. La mujer es la obra del hombre; el hombre el instrumento de la consolación femenina, y ambos no pueden vivir separados. El hombre es la imagen de la divinidad; la mujer de la humanidad del Hijo de Dios.

Dentro de este universo se dedica un lugar muy importante a los ángeles. La sexta visión del Libro de las obras divinas está casi enteramente dedicada a ellos. En la séptima visión, Hildegarda volverá de nuevo a hablar de estos órdenes, el de los ángeles y el de los hombres. La quinta visión tiene puntos en común con el Apocalipsis. Una de las visiones más extrañas es la novena. La imagen del espejo es frecuente. Los espejos de cristal fueron una invención de la Alta Edad Media. Los espejos representan en esta visión las luminarias de las distintas épocas. Son cinco: Abel, Noé, Abraham, Moisés y el Hijo de Dios. La visión termina con estas palabras: «Así, el hombre es la consumación de las maravillas de Dios». Una mano desconocida, posiblemente a mediados del siglo XIII, copió esta frase: Homo est clausura mirabilium Dei.

*Hildegarda escribió dos tratados enciclopédicos, uno de medicina y otro de ciencias naturales. Recientes investigaciones, anota la traductora, parecen demostrar que los dos volúmenes ahora diferenciados, Physica y Causae et Curae, eran en un principio sólo uno. El manuscrito, conservado en la Biblioteca de Wiesbaden, desapareció durante la SGM, si bien se ha conservado una copia en pergamino en el monasterio de Eibingen. En este aspecto concreto de su obra científica, Hildegarda sólo puede ser comparada con la abadesa Herrade [Herrada] de Landsberg, del convento de Santa Odile del Monte Sión, en Alsacia, quien hacia 1175 o 1185 escribió una enciclopedia titulada Jardín de Delicias (Hortus Deliciarum).

La primera de las obras, Physica, se conoce también con el título de Libro de medicina simple, y consta de nueve libros, cuatro de los cuales han sido publicados en 1988 por la doctora Elisabeth Klein. De otro lado, los libros I, II, IV y IX han sido publicados, asimismo en 1988, por Pierre Monat, bajo el título de Libro de las sutilidades de las criaturas divinas. La segunda obra, el Libro de medicina compleja, es también conocido como Causae et Curae («Causas y Curas»).

Ambas obras sorprenden por el conocimiento de la naturaleza que reflejan. Se habla de ríos que ella conoció personalmente, como el Mosela, el Nahe [discurre por Renania-Palatinado y es tributario del Rhin], el Glan [en el SO de Alemania, nace en el Sarre y es tributario del Nahe] o el Danubio. También de la calidad del agua de algunos ríos, previniendo respecto del Rhin y alabando la pureza de las aguas del río Mosa. De otra parte, desde el punto de vista médico, alimentario y medioambiental, Hildegarda nos hace apreciar las virtudes ignoradas de lo que nos rodea. Plantas, animales, hierbas o bosques, se nos revelan, al leerla, llenos de posibilidades insospechadas. Para ella, la causa profunda de la melancolía procede de la bilis negra. En sus tratados nos encontramos con la preocupación de curar no tanto la enfermedad como al enfermo, con la atención puesta en los comportamientos como efectos de un desajuste interior, con la idea de que la belleza y la armonía son absolutamente necesarias para el buen y completo desarrollo del ser humano.

*Uno de los que ha dado cuenta de sus revelaciones, el escritor benedictino flamenco Gilberto de Gembloux [1124 – 22 febrero 1213] mostró las obras de Hildegarda a los maestros de las escuelas catedralicias de Tours y París. Juan de Salisbury [ca. 1110 – 25 octubre 1180], el famoso obispo de Chartres, habla de los escritos de nuestra abadesa en una carta fechada en 1167. En el siglo XIII, el dominico francés Vicente de Beauvais [Vincentius Bellovacensis, 1184 / 1194 – 1264] la conocía, y la nombra en su célebre Speculum historiae.

Aparte de aquella visita a Ingelheim, parece que el primer viaje de la religiosa para su primera predicación la llevó a Tréveris el año 1160, probablemente en el tiempo de Pentecostés. Llegó a Tréveris remontando seguramente el Nahe hasta la región en la que el río se encaja estrechamente entre dos altas paredes a la altura de Oberstein, para tomar luego por tierra el camino que va hacia el oeste, hasta llegar a la antigua ciudad romana.

El doctor Christopher Page [nacido en 1952], experto británico en música medieval, ha sabido desvelar magistralmente el valor de las obras musicales de Hildegarda (quien escribió más de setenta composiciones), todas ellas en la línea del canto llano; una música meditativa que, aun dentro del éxtasis, mantiene un control sereno que conduce a quien la canta más hacia el desarrollo de la vida interior que hacia sensaciones musicales nuevas.

En Tréveris pudo conocer la abadía benedictina de San Maximino, fundada en época carolingia y destruida por los franceses en 1674, y la abadía románica de San Matías, que aún subsiste. Esta abadía, junto con la catedral, son los únicos restos de arquitectura románica que permanecen en Tréveris. La abadía de San Matías fue consagrada por el papa Eugenio III cuando vino a la ciudad con motivo del famoso sínodo de 1147.

Sin lugar a dudas, el lugar donde Hildegarda predicó fue la catedral, el magnífico Dom, la iglesia más antigua de Alemania, salvada de las bombas durante la SGM. [La construcción se remonta a la época de Constantino el Grande, durante el primer cuarto del siglo IV. Saqueada por los francos en el siglo V y por los normandos en 882, a principios del siglo XI (después de 1019) el obispo Poppon de Bamberg la reconstruyó, y en los siglos sucesivos se le añadieron las bóvedas de ojiva que cubren la nave. Según el estadounidense Kenneth John Conant, eminente historiador de la arquitectura medieval del Occidente cristiano, entre 1036 y 1066 se construyó la bella fachada occidental]. Un feroz incendio en 1137 destruyó gran parte del templo construido por el obispo Willigis. Pero muy pronto empezaron las labores de reconstrucción.

En su sermón, Hildegarda critica duramente a los doctores y maestros, que se niegan a hacer sonar la trompeta de la justicia, de tal modo que el Oriente de las buenas obras se ha apagado en ellos. Tampoco está presente en ellos el Austral de las virtudes, cuyo calor no es otro que el de aquellas obras que arden con el fuego del Espíritu Santo. También el Occidente de la misericordia se ha vuelto en ellos negrura de cenizas. Fue la Redención, probablemente, la trama central del sermón pronunciado en Tréveris. El tema principal era la inagotable bondad de Dios. Las referencias más destacadas son las que hace a Adán, Caín, Abel, Noé, Moisés y Jonás. Después habló de la Virgen María y de la Encarnación del Verbo. Finalizó insistiendo en el descuido en que la ley divina había caído en su tiempo, especialmente por parte de los clérigos.

Parece ser que después de esta estancia en Tréveris, dirigióse Hildegarda a Metz, donde es muy probable que pronunciara otro sermón en la catedral. El viaje de una ciudad a otra lo hizo siguiendo el curso del río Mosela.

De nuevo vuelve a ponerse en camino hacia el año 1163. La época en que comienza su última obra, el Libro de las obras divinas, es también para ella un tiempo de grandes viajes y de importantes predicaciones. Durante su segundo viaje, con destino a Colonia, usó el Rhin como vía de comunicación. La invitación partió del deán de la catedral, de nombre Felipe, quien llegó a ser arzobispo de la diócesis. En la catedral de Colonia, Hildegarda evoca primero la interdependencia de todos los elementos del universo [algo que también formará parte esencial del pensamiento de Teilhard de Chardin]. De nuevo asistimos a una dura amonestación a los presbíteros, a los miembros del Cabildo catedralicio, a los obispos y a la jerarquía eclesiástica en general. Se obstinan en hacer sólo su voluntad; de ahí que «vuestras lenguas carecen de luz en el firmamento de la justicia de Dios, como cuando las estrellas no brillan». Y continúa en referencia a ellos: «Toda la sabiduría que habéis buscado en las Escrituras y en el estudio se la ha tragado el pozo de vuestro egoísmo […] Deberíais ser día, pero sois noche. Pero seréis o día o noche. Escoged, pues, de qué lado queréis estar». También aprovechó para lanzar terribles condenas contra los cátaros, de los que hizo una descripción llena de acierto. [La herejía cátara o albigense, en realidad una nueva religión que hunde sus raíces en la Antigüedad tardía, se inició hacia 1150 en el sur de Francia, siendo su epicentro la ciudad de Albi, en la Occitania, aunque se propagó especialmente por el Languedoc y el condado de Toulouse. El movimiento cátaro (= puro) adquirió grandes proporciones durante las dos últimas décadas del siglo XII y principios del siglo XIII, siendo uno de los motivos fundamentales para la fundación de la Orden de Predicadores (dominicos) por el burgalés Santo Domingo de Guzmán (en el primer decenio del siglo XIII, fundación confirmada mediante bula papal en diciembre de 1216) y la creación de la Inquisición papal en 1231. Poco antes, entre 1210 y 1213, bajo Inocencio III, el noble francés Simón de Montfort los reprimió sin piedad. Su doctrina mezclaba elementos gnósticos y maniqueos (de Mani, un personaje del siglo III que vivió en la Persia sasánida y cuyo dualismo entre el bien y el mal se inspiró en la religión de Zoroastro). Especialmente peligrosos eran los elementos maniqueos, cuya evolución derivó en la creencia de que no sólo tanto el bien como el mal eran necesarios, sino que ambos habían sido creados por dos dioses. Uno de estos dioses era el creador del mundo visible, material, corporal, y era un dios malvado; el otro, creador de las almas y del espíritu, era un dios bueno, el único al que el hombre debía acogerse. Pero ambos dioses eran inseparables. Ninguno de los dos podía existir sin el otro. Hildegarda, además de atacar el error dualista, desenmascaró la alianza secreta con el demonio de los cátaros, su falsa pureza y santidad, así como sus ocultas intenciones lúbricas con las mujeres, que llevaron a la práctica. En esta cuestión concreta se adelantó varios decenios a lo que pudo descubrirse con posterioridad. El gran escritor y ensayista inglés Gilbert Keith Chesterton, en 1933, hizo un conciso y objetivo resumen del catarismo en su ensayo sobre Santo Tomás de Aquino, quien también los combatió desde una posición estrictamente teológica].

Durante un tercer viaje, esta vez a Maguncia, volvió Hildegarda a dirigirse a los prelados y los fieles en la magnífica catedral de esta ciudad renana. El sermón está recogido en lo esencial en una de sus Cartas (la XLVII de la Patrología Latina de Jean-Paul Migne). En esta carta expresa de manera más explícita en qué consiste el error de los maniqueos, y, para enfrentarse a su doctrina, que identificaba el cuerpo con el mal y el pecado, rehabilita el cuerpo del hombre, demostrando la estrecha unión de este cuerpo con el espíritu [adelantándose al propio San Francisco de Asís, y recuperando indirectamente el concepto de «naturaleza» en Aristóteles, que tan preciado fue para el Aquinate]. Escribe en la mencionada carta: «Dichoso el hombre, a quien Dios concibió como tabernáculo de la sabiduría con la sensualidad de sus cinco sentidos […] Y con los tres, es decir, con el cuerpo, el alma y la racionalidad, el hombre se encuentra completo, y produce sus obras». No obstante, en la misma carta afirmará que «las heridas del Hijo de Dios permanecerán abiertas mientras el hombre peque» [una creencia que compartirán muchos siglos después León Bloy, Simone Weil y Luigi Pareyson].

*Después de su estancia en Maguncia, viajó en otra ocasión Hildegarda para predicar a la región de Suabia, en 1170. Durante el viaje se detuvo en la localidad de Kircheim unter Teck. El sermón, a instancias de los clérigos, lo resumió Hildegarda en una de sus cartas (la LII de la Patrología Latina de Jean-Paul Migne).

En su carta a los prelados de Maguncia, hace Hildegarda un magnífico elogio de la música. «El alma es una sinfonía», escribe.

El último año de su vida lo pasó Hildegarda en el monasterio benedictino de Eibingen (ver supra).

Entre sus poemas más conocidos, deben mencionarse Himno al Espíritu Santo, Himno a Santa María y la Secuencia de San Maximino.

En su Visión XIII, leemos: «La sinfonía es la manifestación del espíritu, porque, en armonía celestial, anuncia la divinidad, y anuncia que el Verbo expone la humanidad del Hijo de Dios».