sábado, 25 de septiembre de 2021

 LAS REVELACIONES DE LA MUERTE, de León Chestov



Resumen de Las revelaciones de la muerte, de León Chestov [Lev Shestov] (Kiev, 12 de febrero de 1866 – París, 19 de noviembre de 1938). Buenos Aires, Ediciones Sur, 1938. No especifica el nombre del traductor, aunque puede tratarse de David J. Vogelmann. La traducción al español se hizo a partir del texto en francés. El texto en ruso fue redactado por vez primera en 1902. Otra nueva redacción es de 1921. La edición original francesa, que puede considerarse la definitiva, es de 1923.

 

 

*La I Parte del ensayo está dedicada a Dostoyevski, titulándose «La lucha contra las evidencias», esto es, el titánico esfuerzo llevado a cabo por el gran escritor ruso por poner en tela de juicio el dominio de la razón pura entre los hombres, la preeminencia de la experiencia, la sumisión ante los límites de la experiencia, ante el conocimiento científico, la ética y las leyes establecidas.

Dostoyevski es una persona dotada no sólo con la visión normal, la que poseen la inmensa mayoría de los hombres, sino que posee el don de una doble visión, una visión que penetra en arcanos muy profundos, una visión que le permite rebelarse contra la verdad científica, contra la verdad matemática supuestamente incontestable. En el frontispicio de esta I Parte, coloca Chestov unas palabras de Eurípides: «Quién sabe, puede que la vida sea la muerte, y la muerte, la vida», palabras que podría haber suscrito Dostoyevski. Quien posee esa doble visión, ve cosas extrañas y nuevas, de tal manera que tales cosas existen para él no necesariamente, sino libremente, lo cual significa que son y al mismo tiempo no son, que aparecen cuando desaparecen y desaparecen cuando aparecen. Esta doble visión es considerada por la mayoría como algo ilegal, ridículo, fantástico, como algo propio de una imaginación desarreglada. Para Chestov, como para Dostoyevski, la certidumbre no es el predicado de la verdad; mejor aún, la certidumbre no tiene con la verdad absolutamente nada en común. Siguiendo a Eurípides, certidumbre y verdad existen cada una por su lado.

Las Memorias de la casa muerta es, para Chestov, una obra aparte en la producción de Dostoyevski, que no se parece en nada a lo escrito antes o después. Relatan sus cuatro años de vida en el presidio. Todo es en ella muy real. Pero lo mismo que esa vida en el penal no es «toda la vida», tampoco ese rinconcito de cielo que puede verse por encima de los muros de la cárcel no es «todo» el cielo. La vida verdadera no existe más que allí donde el hombre tiene sobre su cabeza toda la bóveda del cielo, allí donde se extiende un espacio infinito y la libertad es ilimitada.

Si aceptásemos íntegramente el principio de no contradicción de Aristóteles, no podríamos transigir con la coexistencia de la vida y de la muerte en el universo. No obstante, para desesperación del pensamiento humano, que ignora dónde comienza la vida y dónde comienza la muerte, aunque ambas se excluyan, coexisten en el cosmos.

Nuestro escritor también tuvo que transigir en otra cuestión fundamental. De pronto, súbitamente, Dostoyevski, gracias a esa doble visión que le ha sido otorgada, y de la que hace uso una vez ha salido del penal siberiano, descubre que el cielo y los muros del presidio, los ideales y las cadenas, no se contradicen en modo alguno, según pensaba cuando estaba allí encerrado, sino que son idénticos. Sólo hay un «horizonte», bajo y limitado.

Esta «visión» nueva es el tema de otra obra suya, las Memorias del subsuelo, decisiva para comprender todas sus grandes novelas posteriores, de las que Chestov dice que únicamente son un comentario a ese breve, denso, extraño y casi inasimilable escrito. En alguna parte están viviendo seres miserables, enfermos, anormales, castigados de la suerte, que, en el rapto de su furia impotente, llegan a los extremos límites de la negación. Esos seres, semejantes al anónimo hombre del subsuelo, no son más que el producto de nuestra época. El hombre del subsuelo dostoyevskiano dice: «Sí, el hombre del siglo diecinueve debe ser, está moralmente obligado a ser, un individuo sin carácter; el hombre de acción debe ser un espíritu mediocre. Tal es la convicción de mi cuarentena».

También Plotino había afirmado que el hombre de acción es siempre un mediocre, que la esencia misma de la acción es una limitación. Para el gran neoplatónico, quien no quiere «pensar», «contemplar», ese «actúa» [acordémonos de Pericles, de Alejandro, de Julio César].

A Dostoyevski le ocurrió en su subsuelo lo mismo que a Platón en su caverna: sus nuevos ojos se abrieron [la mencionada doble visión] y el hombre no descubrió más que sombras y fantasmas allí donde «todos» veían la realidad; entrevió la verdadera, la única realidad en aquello que para «todos» ni siquiera existía. Dostoyevski, en sus Memorias del subsuelo, expresó sus visiones en forma tal que todos retrocedieron espantados con horror del hombre del subsuelo.

El hombre, piensa Chestov, está oprimido por un sentimiento torturante de la nada.

Lo que Dostoyevski llama «omnitud» es la conciencia común, el «todos los hombres» de Platón. Para Chestov, en aquel sentimiento torturante de la nada hay una sensación muy nítida de que el estado de equilibrio, el estado de perfecta consumación, de satisfacción completa considerada por la conciencia común como el ideal del pensamiento humano, es absolutamente insoportable.

La Historia, con un arte admirable, consciente, borra el rastro de cuanto en el mundo sobreviene de extraño, de extraordinario. Dostoyevski no podía más que terminar enfrentándose con la Historia, desautorizándola, negándola. Para los historiadores, todo se cumple en el universo «naturalmente», según «razones suficientes». Lo que existía de específicamente «socrático» en Sócrates, no existía a los ojos del historiador.

La visión normal, la visión propia de los historiadores, de los hombres de ciencia, la cambió por completo Dostoyevski cuando adoptó la doble visión. Él llegó a buscar la soledad para evadirse o tratar de evadirse del subsuelo (la «caverna» de Platón), donde todos deben vivir, que todos consideran como el único mundo posible, es decir, justificado por la razón.

El enemigo mayor de Dostoyevski es esa «omnitud» o «conciencia común», apartándose de la cual no pueden los hombres concebir la existencia.

El hombre puede volverse bestia salvaje, pero no puede volverse Dios.

Chestov reproduce párrafos enteros de las Memorias del subsuelo, cuidadosamente elegidos. Compara al hombre del subsuelo con diversos santos, tales como Ignacio de Loyola, Juan de la Cruz o Teresa de Ávila, quienes también sintieron el horror de su nada y de sus propios defectos. Toda la significación del cristianismo y esa sed de redención que fue el móvil principal de la vida espiritual del Medioevo, derivan de aquella intuición, esto es, sentir la propia nada, sentirse innoble y mezquino. Chestov trae a colación el célebre texto de San Anselmo de Canterbury titulado Cur Deus homo?, es decir, ¿Por qué Dios se hizo hombre?, que aborda el insondable misterio de la Encarnación. Porque de otro modo, responde Chestov, era imposible salvar al hombre y redimir su horror, su villanía. Esta misma fe de los santos, esta visión, fue la que también tuvo Dostoyevski. Él no sólo no leyó, sino que no tuvo necesidad alguna de leer a Kant ni a Comte. Los llamados «límites de la experiencia», que Kant y el pensamiento positivista del siglo XIX consideran como la revelación suprema del pensamiento científico, no son a los ojos de Dostoyevski más que el recinto de una prisión construida para nosotros por un desconocido.

Según Chestov, en general, no existen gentes «resueltas»; no hay más que grandes resoluciones, imposibles de comprender porque no se fundan en nada y excluyen todo motivo. Ellas no se someten a ninguna regla: son «resoluciones» y «grandes resoluciones» justamente porque están fuera de todas las reglas, y, por consiguiente, de todas las explicaciones posibles. En el presidio, Dostoyevski no se daba cuenta todavía de eso; creía, como todo el mundo, que la experiencia humana tiene sus límites, los cuales se hallan determinados por principios intangibles, eternos. Pero una verdad nueva se le presentó en el «subsuelo»: esos principios eternos no existen, y la ley de la razón suficiente en que se apoyan no es más que una sugestión del hombre que adora su propio límite y se prosterna ante él.

La verdadera Crítica de la razón pura no la escribió Kant, sino Dostoyevski. Lo que Kant escribió fue una apología de la razón pura. Aunque Kant, gracias a Hume, libera a la razón de su sueño dogmático, plantea el problema de la razón pura en los siguientes términos: las matemáticas existen, las ciencias naturales existen: ¿puede existir una ciencia metafísica cuya estructura lógica sea idéntica a la de las ciencias positivas ya suficientemente justificadas? A eso es a lo que Kant llama «criticar», «despertarse del sueño dogmático». Pero si verdaderamente hubiera querido despertarse y criticar, habría planteado, ante todo, la cuestión de saber si las ciencias positivas se hallan justificadas por el éxito, es decir, por los servicios que han prestado a los hombres. Si la metafísica quiere existir, según Kant, debería ante todo requerir la sanción y la bendición de las matemáticas y de las ciencias naturales.

Ya se sabe lo demás, continúa Chestov: las ciencias que el «éxito» justificaba no habían adquirido ese carácter científico sino gracias a la serie de principios, reglas, juicios sintéticos a priori disponibles, reglas inmutables, generales, necesarias, de las que ningún despertar, según Kant, puede librarnos. Ahora bien, al no poder esas reglas ser aplicadas más que dentro de los «límites de la experiencia posible», la metafísica, que tiende (según Kant) a sobrepasar esos límites, es imposible.

En Dostoyevski no son las ciencias positivas las que juzgan a la metafísica, sino ésta quien las juzga a ellas. El propio catolicismo, que se apoya en la revelación, afirma que Dios no exige lo imposible (Deus impossibilia non jubet), según consta en la Sesión VI, capítulo 11, del Concilio de Trento [bajo el pontificado de Pablo III]. El hombre del subsuelo, esto es, Dostoyevski, en cambio, afirma lo contrario: Dios exige lo imposible. Dios no exige más que lo imposible. Ese Dios que no exige lo imposible, no es Dios, sino un vil ídolo.

Está también el impulso interior, esto es, el «residuo irracional» que está más allá de los límites de la experiencia posible.

Para Kant, el principio, la regla, la ley, reinan sobre todas las cosas. Su pensamiento hubiera podido ser expresado así: No son ni la naturaleza ni el hombre quienes dictan las leyes, sino que las leyes son dictadas al hombre y a la naturaleza por las leyes mismas. Dicho de otro modo: en el comienzo fue la ley.

La ciencia presupone, como condición necesaria, eso que Dostoyevski llamaba la «omnitud», es decir, la existencia de juicios unánimemente admitidos. La ciencia no tiene necesidad alguna de hechos particulares (tales como: esta piedra ha sido calentada por el sol; este trozo de madera flota en el agua; este trago de agua sacia mi sed); ni siquiera le interesan. La ciencia busca aquello que transforme milagrosamente el hecho particular en «experiencia» (esto es: el sol calienta siempre la piedra; la madera no se hunde jamás en el agua; el agua sacia siempre la sed).

Los conocimientos científicos de Dostoyevski, muy escasos, le vinieron principalmente del estudio de los textos de Claude Bernard (1813 – 1878), médico y fisiólogo francés, considerado padre de la medicina experimental.

Al igual que San Agustín en sus Confesiones (Libro VIII, capítulo 8), Dostoyevski se ve obligado a gritar: Surgunt indocti et rapiunt celum («Surgidos de no se sabe dónde, aparecen ignorantes que arrebatan al cielo» / la traducción de Pedro Rodríguez de Santidrián dice: «Levántanse los indoctos y arrebatan el cielo»)[1]. Para arrebatar al cielo es necesario renunciar al saber, a los primeros principios que absorbimos con la leche materna.

Para que haya gozo sublime, es menester que haya atroz terror.

A la pregunta: ¿Qué es la filosofía?, responde Plotino: «lo que importa más».

La ciencia es la vida ante el tribunal de la razón.

El hombre del subsuelo hállase privado de la protección de las leyes en nombre de la razón.

Si queréis comprender a Dostoyevski, os debéis acordar siempre de su tesis fundamental: dos más dos son cuatro es un principio de muerte.

Dostoyevski aborrecía la satisfacción y todos los beneficios que el «orden» procura al hombre.

Dostoyevski, en todas sus grandes novelas, no nos habló más que de sí mismo, que es de lo único que puede hablar un hombre honrado.

En el Diario de un escritor podemos leer estas palabras de Dostoyevski: «Yo declaro que el amor por la humanidad es una cosa inconcebible, incomprensible y de todo punto imposible, sin la fe en la inmortalidad del alma». Y en su novela El idiota, el príncipe Mischkin le dice a Rogochin: «Ningún razonamiento puede alcanzar la esencia del sentimiento religioso; se trata de otra cosa diferente, se trata de otra cosa sobre la que se deslizarán siempre los ateos sin penetrarla» (II Parte, cap. IV).

Pero el propio Dostoyevski no podía vivir en permanente lucha contra la razón, contra las evidencias. Es entonces cuando se vuelve de las visiones sobrenaturales para regresar a la armonía, tan necesaria a los hombres. Esto es lo que reconcilia al lector con sus obras: casi todas sus novelas se terminan por un perfecto acorde mayor que deja triunfalmente resueltas las torturantes dudas surgidas en el curso de la obra.

Dostoyevski se encontraba abocado a un problema insoluble, que intenta resolver en Los hermanos Karamazov: las transformaciones lentas y graduales son posibles, pero no conducen a una nueva vida. Ésta se produce siempre de manera súbita, y conserva su extraño y enigmático carácter en el seno de los acontecimientos cuyo curso hállase sometido a la vieja ley.

A fin de ofrecer el planteamiento opuesto a Dostoyevski, Chestov reproduce una cita de la Ética de Spinoza [la cita, en latín, está notablemente alterada; nosotros la reproducimos correctamente, siguiendo la traducción de Vidal Peña García]: «Todos los prejuicios que intento indicar aquí dependen de uno solo, a saber: el hecho de que los hombres supongan, comúnmente, que todas las cosas de la naturaleza actúan, al igual que ellos mismos, por razón de un fin, e incluso tienen por cierto que Dios mismo dirige todas las cosas hacia un cierto fin, pues dicen que Dios ha hecho todas las cosas con vistas al hombre, y ha creado al hombre para que le rinda culto. Consideraré, pues, este solo prejuicio, buscando, en primer lugar, la causa por la que le presta su asentimiento la mayoría, y por la que todos son tan propensos, naturalmente, a darle acogida. Después mostraré su falsedad, y, finalmente, cómo han surgido de él los prejuicios acerca del bien y el mal, el mérito y el pecado, la alabanza y el vituperio, el orden y la confusión, la belleza y la fealdad, y otros de este género. […] Y de ahí que [los hombres] afirmasen como cosa cierta que los juicios de los dioses superaban con mucho la capacidad humana, afirmación que habría sido, sin duda, la única causa de que la verdad permaneciese eternamente oculta para el género humano, si la Matemática, que versa no sobre los fines, sino sólo sobre las esencias y propiedades de las figuras, no hubiese mostrado a los hombres otra norma de verdad…» (Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico. Madrid, Tecnos, 2007, Parte I, Apéndice, págs. 111-112 y 115-116).

Resulta imposible fijar exactamente la idea fundamental de cualquiera de las novelas de Dostoyevski. El mismo tema es tan complicado, denso y apretado, que no es posible determinar lo que precisamente quiere el autor. Sin embargo, todos sus relatos tienen un rasgo común. Sus personajes no saben actuar, no saben crear, ni siquiera lo desean, según parece; la destrucción y la muerte los siguen paso a paso, quizás con el propósito de no conceder al lector ni siquiera la ilusión de concluir. Mischkin tampoco es una excepción: pese a todos sus esfuerzos, no sólo no llega a ayudar a nadie, sino que parece prestar su apoyo a todas las malas iniciativas.

Lutero podría haber ilustrado con las escenas de tales novelas su escrito contra Erasmo titulado De servo arbitrio [que se ha traducido de maneras diversas: «Acerca de la voluntad esclavizada» / «Que el libre albedrío es una nada» / «La voluntad determinada»].

En estas novelas reina la lógica de Tertuliano:

Crucifixus est Dei Filius, non pudet, quia pudendum est;

et mortuus est Dei Filius, prorsus credibile est, quia ineptum est;

et sepultus resurrexit, certum est, quia impossibile.

(De Carne Christi, V, 4).

 

[El Hijo de Dios fue crucificado; no hay vergüenza, porque es vergonzoso;

y el Hijo de Dios murió; es por eso por lo que se cree, porque es absurdo;

y sepultado y resucitado; es cierto porque es imposible].

Atención especial presta Chestov a la tremenda «Declaración» que hace el personaje de Ippolit Teréntiev, en El idiota, «Mi explicación indispensable» la llama ese joven tísico nihilista, que escribe y lee él mismo [III Parte, capítulos V, VI y VII], dentro de la cual se encuentra un insuperable comentario sobre una reproducción del Cristo muerto yacente de Hans Holbein el Joven (1521), del Museo de Basilea, reproducción que ha visto en casa de Rogochin [III Parte, cap. VI].

Para León Chestov, el alma de la novela Demonios es el ingeniero Aléksieyi Nilich Kirillov [Kirillo es Cirilo en ruso; existe, además, en Rusia, a orillas del lago Blanco, el célebre monasterio Kirillov o Kirillo-Belozersky, fundado en 1397 por San Cirilo Belozersky], pues, a través de él, se transparenta lo «inexpresable». Kirillov «proclama su propia voluntad». Chestov lo compara con los ascetas antiguos, los estilitas, aunque hay una diferencia fundamental: Kirillov se suicida.

También subraya con entusiasmo Chestov dos relatos de Dostoyevski que se entrelazan, ambos insertos en el Diario de un escritor. Se trata de «La mansa [La dulce]», publicado en noviembre de 1876, y de «El sueño de un hombre ridículo», de abril de 1877. El protagonista de este segundo relato se casa con la muchacha que había protagonizado «La mansa», si bien ésta, al poco, se suicida, arrojándose por una ventana con un icono en una mano. «El sueño de un hombre ridículo» nos revela la psicología de aquel a quien todo es indiferente.

Antes de Dostoyevski, en la Antigüedad, sólo Platón y Plotino comprendieron que, si queremos ver la verdad, hay que renunciar al conocimiento científico. La verdad y la ciencia son inconciliables. Si Dostoyevski habla de la «revelación» de la verdad, es porque la verdad le ha sido revelada. Esta verdad está consignada en los Evangelios.

Los esfuerzos de Dostoyevski se dirigen principalmente a intentar descifrar un misterio indescifrable: el misterio del pecado original. Está en la esencia de ese misterio el no poder ser develado, y la verdad no puede ser entrevista más que en tanto que no aspiremos a apoderarnos de ella.

Otro buen ejemplo de personalidad opuesta a la de Dostoyevski es la del historiador del cristianismo Adolf von Harnack (1851 – 1931), teólogo luterano alemán que, en su Historia del Dogma (Dogmengeschichte, III, 81), de 1893, escribe: «No ha habido nunca fe religiosa, por fuerte que fuera, que no se apoyara, en el momento supremo, decisivo, sobre una autoridad exterior y que extrajera exclusivamente su fuerza de los estados interiores … La vida y la historia nos demuestran que la fe no puede ser activa y fecunda si no invoca una autoridad exterior y no posee plena conciencia de su poder». Ese «nunca», para Chestov, ya que resulta imposible que Harnack conozca todos los instantes, individuos y acontecimientos de la historia universal, sólo puede apoyarse en su firme convicción de que su tesis coincide con la razón y los principios de la ciencia. Para el historiador, y Harnack puede servirnos de ejemplo, la fe que no se apoya en ninguna autoridad externa, la fe que no ha dejado rastro, es como si no hubiese nunca existido. Para Chestov, lo que los hombres, esto es, la «conciencia común», llaman «fe poderosa», no se parece en nada a la fe que poseía Jesús, pues aquella fe no es más que un conjunto de reglas y de principios a los que todos obedecen y veneran, porque nadie sabe de dónde provienen; los hombres no tienen necesidad de la fe de Jesús, sino que aspiran a la autoridad y al orden, orden tanto más inconmovible cuanto más incomprensible es su origen.

Chestov reproduce parte del párrafo en el que Dostoyevski describe las indescriptibles sensaciones de Alioscha, el hermano pequeño de Iván Karamazov, cuando sale de la celda en la que acaba de morir el stárets Zósima: «Alioscha, de pie, permaneció sumido en contemplación; luego, súbitamente, se abatió, como arrasado. No comprendía por qué estrechaba con sus brazos la tierra, de dónde provenía ese deseo irresistible de abrazarla toda; pero la abrazaba llorando, la mojaba con sus lágrimas y juraba, en éxtasis, amarla, amarla hasta el fin de sus días. ¿Por qué lloraba? En medio de su entusiasmo, lloraba pensando en esas estrellas que lucían en el abismo, y no se avergonzaba de su éxtasis. Era como si los hilos que enlazaban entre sí los innumerables mundos del Señor, hubiéranse reunido todos de pronto en su alma, que temblaba íntegra al contacto de esos universos desconocidos».

En esa visión de los mundos desconocidos consiste probablemente la fe cuya posibilidad negaba Harnack, la fe que no invoca ninguna autoridad superior, que la historia se niega a comprobar, que no ha dejado rastros, la fe que no se preocupa de las obras, que no ha dado nada a la humanidad y que la historia ha considerado, en consecuencia, inexistente.

La idea de la «infalibilidad» de la Iglesia y del potestas clavium [el poder de las llaves; el poder de atar y desatar tanto en la tierra como en el cielo] consiste, justamente, en lo que los filósofos han llamado y llaman todavía «razón», esa razón que no admite ninguna autoridad fuera de ella y que exige ser adorada.

Spinoza es ese mismo anciano cardenal que habría entrevisto ya, a la edad de treinta y cinco años, ese terrible secreto de que habla en la Leyenda del Gran Inquisidor, dirigiéndose a Dios [Jesús], eternamente silencioso, un viejo de noventa años, en el fondo de una prisión subterránea. ¡Qué ardiente sed de libertad había en Spinoza! Pero, con qué implacable rigor proclamaba esa necesidad, ley única, a la que están sometidos Dios y el hombre.

No es posible sostener que el hombre no sea libre; pero el hombre teme, por encima de todo, la libertad; por eso busca el conocimiento; por eso aspira a una autoridad incontestable a cuyos pies todos pueden prosternarse juntos.

«Mira lo que has hecho obstinadamente en nombre de la libertad -continúa reprochando el viejo cardenal-. Te aseguro que el hombre no tiene preocupación más torturante que la de encontrar alguien a quien poder restituir lo más rápidamente posible el don de la libertad, que ese ser miserable trae con su nacimiento. Pero … en lugar de apropiarte de la libertad del hombre, tú [Tú] la ensanchas todavía más. En lugar de darle principios sólidos a fin de apaciguar de una vez por todas la conciencia de la humanidad, tú has acumulado todo lo que era extraordinario, problemático, tú has acumulado todo lo que era superior a las fuerzas humanas».

Los sabios antiguos lo atestiguan: no se puede decir de Dios que existe, porque al decir «Dios existe», se le pierde inmediatamente.

Quien quiera adquirir una influencia «histórica» deberá renunciar a la libertad y someterse a la necesidad. Así, el Espíritu Maligno, el gran tentador, dice a Cristo: Si quieres tenerlo «todo», poseer el mundo, ¡adórame! Aquel que se niegue a postrarse de hinojos ante el «dos más dos son cuatro» no podrá convertirse en el dueño del mundo.

A Dios no se le puede demostrar. No se le puede buscar en la historia. Está fuera de la historia.

 

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*La II Parte del ensayo está dedicada a Tolstói, llevando por título «El Juicio Final (las últimas obras de Tolstói)».

Si el ensayo sobre Dostoyevski se iniciaba con una cita de Eurípides, ahora comienza con una de Platón en el Fedón (64 A): «Esto constituye, para todos, un misterio: quien se consagra enteramente a la filosofía, ese no aspira más que a prepararse para la muerte, más que a morir».

Chestov piensa que a Tolstói le fue otorgado un extraño don: oír y comprender el enigmático lenguaje de la muerte; no de lo que hay más allá de la muerte, sino del tránsito que lleva de la vida a la muerte, de la agonía, de la tensión extrema que envuelve al individuo cuando se aproxima verdaderamente la muerte. A Tolstói parece que le fueron reveladas las imposibilidades de la muerte, la conversión de tales imposibilidades en posibilidades. Esas imposibilidades no podemos comprenderlas con nuestra ordinaria razón, con nuestras ideas ordinarias. Contradiciendo el sentido común, la muerte exige del hombre lo imposible, y, en contradicción con Aristóteles, lo arranca al común universo de todos.

A Chestov le interesan especialmente, para sostener su tesis, algunos relatos escritos por Tolstói después de la publicación de Anna Karénina en 1878. Comienza con las Memorias de un loco y continúa con Después del baile, el drama La luz brilla en las tinieblas, El padre Sergio, La muerte de Iván Ilich y El amo y el sirviente. Entremedias, introduce reveladoras observaciones sobre el pensamiento de Descartes y el de Henri Bergson.

Recordemos que las Memorias de un loco [también conocido como Diario de un loco o Las memorias de un demente], según opinión del crítico literario esloveno Janko Lavrin (1887 – 1986), es un relato escrito por Tolstói en 1884, en el que narra una extraña experiencia vivida una noche de agosto de 1869 en la ciudad de Arzamas, en la provincia de Nizhni Novgorod, unos 410 km al E de Moscú. Se publicó póstumamente en 1912. También Chestov se refiere explícitamente a ese viaje y a ese extraño suceso, y para ello reproduce el fragmento de una carta dirigida por Tolstói a su mujer, dándole cuenta de lo acaecido. Todo coincide. El propio escritor viajaba, como el protagonista del relato, para adquirir una propiedad agraria.

Chestov, que precisa el hecho de que se trate de un relato inconcluso, resume su sencillo argumento. Lo importante es destacar que el protagonista, un rico propietario que se ha desplazado a la gobernación de Penza [Penza es una ciudad situada a unos 625 km al SE de Moscú] a fin de comprar un trozo de tierra, una noche, mientras se alojaba en una fonda, de manera inesperada, súbitamente, se siente acosado por una angustia atroz e insoportable. Las respuestas que le habían servido hasta entonces, son ahora inútiles. Sólo lo dominan las interrogaciones y sus perpetuos acompañantes: la inquietud, la duda y el terror irracional, corrosivo e incoercible, esto es, que no puede refrenarse. Quiere conciliar el sueño, pero le asalta el espanto, la ansiedad, el temor y el miedo. Miedo ¿a qué? A la muerte; más exactamente, a la vida agonizante, cuando la vida y la muerte parecen confundirse.

Esta sensación es la que, en opinión de Chestov, atormenta a Tolstói durante los últimos quince o veinte años de su vida. A pesar de los reconocimientos y distinciones, Tolstói es cada vez más infeliz, está convencido de que se ha vuelto loco, o, al menos, que las certezas racionales, las evidencias, no le sirven ya de nada. Se siente fuera del universo común de los hombres, de las creencias sólidas, de las verdades eternas. Este breve relato de las Memorias de un loco, en el que Tolstói nos narra en el fondo el terror que lo embarga, el sinsentido de lo que ha hecho hasta ese momento, es para Chestov una de las claves más importantes de toda la obra del gran escritor ruso. Tolstói no era un espíritu que olvidase. Todo lo acaecido durante su infancia, adolescencia y juventud lo recordará siempre.

Las verdades son necesarias para el biógrafo, para el escritor, en cuanto pueden ser útiles a la acción, no en sí mismas. Así piensa Chestov, y pone como ejemplo una estremecedora carta dirigida a Tolstói por Nikolai Nikolaievich Strajov (1828 – 1896), el primer biógrafo de Dostoyevski, publicada en 1913, y en la que da cuenta de la sórdida personalidad moral, según él, del autor de Demonios, si bien no habló nunca de ello en su biografía. Strajov se apoya no sólo en sus directos conocimientos de primera mano, sino en valiosos testimonios, como el que le proporcionó Pavel Alexandrovich Viskovatov (1842 – 1905), destacado Profesor de Literatura de la Universidad de Dorpat, hoy Tartu, en Estonia. Para Strajov, Dostoyevski ofrece parecido con personajes de tan baja catadura moral como Arkadi Ivanovich Svidrigailov, de Crimen y castigo, con el hombre del subsuelo y con Nikolai Vsevolodovich Stavroguin, de Demonios. El propio editor Mijaíl Katkov (1818 – 1887) resistióse a publicar una de las escenas de Stavroguin, aunque Dostoyevski se la leyó a muchos.

No tiene nada de extraño que el Diario de un loco de Tolstói repita el mismo título de una conocida obra de Nikolai Gogol. El protagonista del Diario de un loco de Gogol, Avksenty Ivanovitch Poprichtchine (Poprishchin), es un alma completamente desequilibrada. Otra obra de Gogol en la misma línea es su relato Viejos propietarios, también titulada Terratenientes del viejo mundo, cuyos protagonistas son Afanasi Ivanovich y Puljeria Ivanovna. En esta narración se nos muestra nítidamente, como en Almas muertas, la fascinación que embriagaba a Gogol respecto del horror de los cuentos populares y de los mitos, viviendo tanto en la esfera real como en la de lo fantástico y alucinatorio. A Gogol tampoco se le puede aprehender acudiendo a las modernas teorías de la conciencia, esas que pretenden trazar los límites entre el sueño y la vigilia, entre la realidad y la fantasía.

Plotino, en las Enéadas, dice: «Corramos, corramos hacia nuestra cara patria. ¿Pero, hacia dónde correr? ¿Cómo escapamos de aquí? […] Nuestra patria es la región de donde hemos venido: la región donde mora nuestro Padre» (Libro I, tratado 6, cap. 8). De igual modo que Plotino pensaba Gogol: tan sólo la muerte y la demencia de la muerte son capaces de despertar a los hombres de la pesadilla de la existencia. Esta misma es la conclusión a la que llega Tolstói en toda la obra posterior que escribe a la publicación de Anna Karénina. En 1868, en un artículo publicado en la revista Archivo ruso y titulado «Algunas palabras en torno al libro ‘La guerra y la paz’», Tolstói se halla todavía invadido por las ideas aristotélicas. Para él, la verdad no ordenada, la verdad que sale al encuentro de las necesidades vitales de la humana naturaleza, esa verdad, es peor que la mentira. Por eso, a quienes le reprocharon que no hablaba en Guerra y paz de las penosas condiciones de existencia de los campesinos ante el poder despótico de los terratenientes, el gran escritor contestó diciendo que la visión que pretende abarcarlo todo es una visión inútil. Tal visión trastornaba e incluso destruía ese ordo et connexio rerum [el orden y la interconexión entre todas las cosas], trastornaba el universo común a todos, fuera del cual sólo hay locura y muerte. Así pensaba Tolstói por entonces. Pero después, a partir de principios del decenio de 1880, lo que de verdad le interesaba y le importaba eran la grosería, crueldad y bajeza de la clase superior, así como la realidad de la muerte.

En un relato de 1903, Después del baile, Tolstói confronta sus antiguas y sus nuevas visiones. A pesar de su brevedad, está dividido en dos partes nítidamente diferenciadas: la alegría, elegancia y diversión de un baile maravilloso, y, un rato después de concluido el baile, la lacerante realidad de una escena cruel: el azote en plena calle de un desertor tártaro, castigo ordenado por el padre de la deliciosa muchacha de la que se había enamorado y con la que había bailado gran parte de la noche el narrador. Ese amor inicial fue desvaneciéndose hasta desaparecer después del episodio del tártaro. Este corto relato podría servirnos de metáfora de toda la vida de Tolstói. Durante su juventud y su época de madurez, describió la vida bajo el aspecto de un baile encantador [no creemos que fuese exactamente así, aunque podemos admitirlo en un sentido muy general]; más tarde, cuando envejeció, la describió bajo el aspecto de un castigo a latigazos. Costumbres, tradiciones, incluso la propia familia, se le hacen insoportables al viejo Tolstói. También él mismo se rechazaba. Es como si se cumpliesen en él las palabras de la Escritura: renunciar a tu padre, a tu madre, a tus hermanos y a ti mismo. Esa parece ser que es la única vía permitida a quien ha sido destituido del universo común a todos.

Aunque el propio Tolstói afirmase que la autobiografía es el mejor género literario, lo cierto, según Chestov, es que es la novela el género donde el individuo puede expresarse con entera libertad, pues, lo que realmente es, lo revela a través de los personajes que inventa. La verdad sólo puede conocerse a través de la lectura de determinadas obras literarias. Dostoyevski y Tolstói están de manera sobresaliente entre quienes escribieron ese tipo de obras. Cuando Tolstói, en su Diario de un loco, le hace decir a su personaje: «Ellos han declarado que yo estaba sano de espíritu, pero yo sé que estoy loco», nos está revelando aspectos muy recónditos de su vida íntima. Tenía miedo de su locura, más todavía que de la muerte, pero al mismo tiempo odiaba y despreciaba con toda su alma su estado normal.

En el curso de los últimos años de su vida, Tolstói muestra una poderosa actividad filosófica. Todo lo que hacía no tenía más que un solo significado, un único objetivo: desatar los vínculos que lo retenían en el universo común a todos los hombres.

En un drama en cinco actos póstumo [1912] de Tolstói, La luz brilla en las tinieblas [Y la luz brilla en las tinieblas], comenzado en 1880 y nunca terminado, el héroe, Nikolai Ivanovich Saryntsev, es acusado por dos mujeres: su propia esposa y la madre de un joven príncipe, Boris Čeremšanov [Ceremsanov / Tcheremissov], que va a morir por profesar la doctrina cristiana de Saryntsev, que le conduce a incumplir su servicio militar. Esa doctrina puede ser admitida en abstracto, pero cuando se trata de aplicarla a la vida real, resulta inhumana. Aquella madre acabará asesinando al héroe. Saryntsev no es otro que el propio autor, quien retrata en este drama su propia situación familiar y social al final de su vida. Dos verdades se oponen: de un lado, Si quis mundum ad Dei gloriam conditum esse negaverit, anatema sit [Si alguno niega que el mundo fue creado para la gloria de Dios, sea anatema]; de otro, Si quis dixerit, mundum ad Dei gloriam conditum esse, anatema sit [Si alguno dice que el mundo ha sido creado para la gloria de Dios, sea anatema]. Expresado de otro modo: ¿El universo existe para Dios o para los hombres? La respuesta nos la da Tolstói a través de un diálogo entre Saryntsev y un sacerdote: éste último piensa que cada uno posee su propia razón; Saryntsev, esto es, Tolstói, que la razón es idéntica en todos los hombres y es siempre igual a sí misma. Tolstói se rebela contra la razón comúnmente admitida. Esa razón que nos proporciona verdades incontrovertibles, tales como que «dos y dos son cuatro» o que «nada se produce sin causa», no sólo es incapaz de justificar y de explicar los nuevos terrores e inquietudes de Tolstói, sino que los condena inexorablemente como irracionales, arbitrarios, irreales. Pero estos terrores irracionales darán lugar al nacimiento de un coraje igualmente irracional. Este coraje es el que anima a Saryntsev. Morir no es terrible; lo que es terrible es nuestra estúpida e inepta existencia. Nuestra vida es la muerte, nuestra muerte es la vida, o bien la introducción a la vida. Otra vez nos recuerda Chestov las palabras de Eurípides. Esa misma sentencia es la que Tolstói dice a quienes lo rodean, los cuales no la comprenden ni podrán comprenderla nunca. Pero, se pregunta Chestov, ¿puede comprenderse esto?; ¿lo comprendía, acaso, el mismo Tolstói?

A medida que Tolstói era más viejo, su fama crecía en todo el mundo, aunque, al mismo tiempo, él era consciente de su impotencia y de su nulidad. Si buscaba la gloria, era para tener la posibilidad de pisotearla. No la gloria ilusoria del falso héroe, sino hasta la verdadera gloria del sabio es deseable para poder renunciar a ella. Sobre esta cuestión nos habla el relato titulado El padre Sergio [terminado en 1898 y publicado en 1911].

El protagonista es el príncipe Stepan Kasatski [Kasatsky], brillante oficial de la Guardia imperial. Un profundo desengaño amoroso, cuyos responsables han sido no sólo la mujer que ama, sino también el hombre al que sirve con verdadero fervor, el propio zar, amante de esa mujer, conducen al príncipe a tomar una decisión radical: hacerse monje. Cambia su nombre por el de Sergio y lleva una vida de penitencia y oración, si bien las tentaciones de la carne nunca desaparecerán por completo, de igual modo que su fe en Dios ofrece dudas y puntos vulnerables. En vez de vivir en un convento en compañía de los otros monjes, Sergio, pasados unos años, decide llevar una vida eremítica y solitaria, en una apartada cabaña. Su combate interior es muy intenso, tal como lo revela la tentación que se le presenta en forma de una hermosa mujer, con una moral muy laxa, quien pretende vencer la resistencia del adusto monje, todavía atractivo y con un porte caballeresco. Al no conseguirlo, esa mujer, pasado un tiempo, ingresa en un convento. La vida del padre Sergio, entregada a la oración, así como la supuesta curación de un muchacho de catorce años por intercesión suya, acrecientan de tal manera su fama que, venidos incluso de comarcas lejanas, acuden multitud de enfermos y de devotos, con el propósito de que él los cure o aconseje. Pero nuestro personaje, que no es otro que el propio Tolstói, está cada vez más descontento de su vida, a medida que se hace más viejo. Un día accede a curar a la joven hija, de unos veintidós años y con un cierto retraso mental, de un hombre acomodado. Pero, una vez que se queda a solas con la muchacha, pasando la noche con ella, supuestamente rezando, le acomete una incontrolable pasión carnal y mantiene relaciones sexuales con la mujer, sin duda un horrible crimen y un pecado mortal. Después de este suceso, Sergio abandona sin que nadie lo sepa el lugar donde vive, asqueado de su comportamiento, pues, en vez de entregarse más a su vida interior y a Dios, está más pendiente de la exterior y de las alabanzas de los hombres, además de haber abusado de una boba sin capacidad de discernimiento. Ha cedido a eso que los católicos llaman sancta superbia, al legítimo orgullo, apartándose así de Dios. Se convierte en un peregrino, algo muy común en Rusia, en un hombre errante, que va de un lugar a otro pidiendo limosna. Por fin, después de recorrer una gran distancia, llega a un lugar donde vive una mujer de cierta edad a la que conoció en su juventud. Se detiene en casa de ella, quien le ofrece, a pesar de su pobreza, toda su hospitalidad. Comprueba que esa mujer, Praskovia, a la que él llama familiarmente Pashenka, tiene que trabajar duro como profesora de música para sacar adelante su familia, compuesta por su hija casada, su yerno, que no trabaja, y sus tres nietos. Aunque reza poco y acude con escasísima frecuencia a los oficios religiosos, Pashenka está entregada verdaderamente a Dios por el modo en que atiende a los demás, abnegadamente, desinteresadamente, mientras que él, Sergio, ahora de nuevo Stepan, no se entregaba verdaderamente a Dios cuando era monje, pues, como él mismo ha comprendido, su actitud para con el prójimo tenía mucho de impostada, de mera apariencia, es decir, no era sentida en lo más íntimo de su ser. Pashenka le ha dado una profunda lección. Abandona la casa de ésta, que le ha entregado algunas provisiones, y continúa su camino. Conocerá un gran secreto espiritual: cuanta menos importancia tenía la opinión de los hombres, tanto más intensamente dejaba sentir su presencia Dios. Finalmente, lo detuvieron por vagabundo sin documentación alguna, lo desterraron a Siberia, estableciéndose allí como empleado de un rico propietario, dedicándose a trabajar en el huerto, enseñar a los hijos de ese acaudalado señor y visitar a los enfermos. Así termina este esclarecedor relato.

Chestov hace a continuación un importante interludio para criticar frontalmente el cogito, ergo sum de Descartes, esto es, el racionalismo, el poder de la razón. Descartes se olvidó del cogito y del sum; sólo atendió al ergo, el único capaz de poder violentar los espíritus. Según Chestov, debería haber dicho: sum cogitans, es decir, «existo pensando», esencia de toda su ciencia nueva. Lo que Descartes descubrió fue que existía realmente. Esta revelación era contradictoria con los principios de la razón; la razón que dudaba de todo se puso a dudar también de la existencia de Descartes. Esa razón no es otra que la razón supraindividual, la razón pura, la «conciencia en general», fuera de la cual es imposible el conocimiento objetivo. Pero estos argumentos razonables son incapaces de disipar las dudas de la razón. Para Chestov está claro: existe en la vida algo superior a la razón; la vida brota de una fuente más alta que la razón. Lo que la razón no puede concebir no tiene por qué ser imposible (en esto coincide con Tertuliano). Allí donde la razón establece un vínculo necesario, puede producirse una ruptura. Lo que nos muestra el «descubrimiento» de Descartes es cuán poco nos da el conocimiento de las leyes.

Lo que pensaba Tolstói cuando predicaba a los hombres la sumisión a la razón, era: cogito, sum; certum est quia impossibile («pienso, soy; es cierto porque es imposible»). Con ello se rebela Tolstói contra las convenciones establecidas, contra la omnipotencia de la razón.

Según Aristóteles, está en la naturaleza de los hombres aspirar al conocimiento.

En cuanto a Henri Bergson (1859 – 1941), el pensar está unido al obrar. La inteligencia se plasma en el molde de la acción. La especulación es un lujo, pero la acción es una necesidad.

Aunque Aristóteles estaba más cerca de la verdad que Bergson, éste vio con claridad que la sed por conocer del hombre se ha visto deformada después de la caída y del pecado. El hombre antes de la caída no necesitaba obrar. Por lo general, se contempla con cierto desdén y se considera no científica la idea de anamnesis en Platón, a saber, la capacidad del alma para recordar los conocimientos que ha olvidado al entrar en un nuevo cuerpo. La intuición de la que habla Bergson es hija de la razón, y, como tal, ha heredado todos los vicios de la madre. En su libro La evolución creadora, Bergson demuestra, con argumentos proporcionados por la razón, que la idea de orden es fundamental y que la idea de caos es contradictoria. La razón recobra sus derechos soberanos. A Bergson le ocurrió lo que ya le había sucedido a Descartes. La luz de la verdad brilló ante sus ojos; pero quiso entregar la verdad a los hombres, viéndose así forzado a olvidar lo que había entrevisto. La verdad no soporta la posesión en común; la verdad se disipa cuando se quiere obtener de ella alguna utilidad, obligándola a penetrar en el universo común. Bergson terminó dándose cuenta de que sólo los grandes artistas, libres del compromiso de las ideas generales, son capaces de captar y describir la vida interior del hombre. Nuestro «yo» es ya algo común a todos, es la conciencia en general, esto es, la razón después de la caída, cuya impotencia fuera de sus funciones, limitadas sub specie aeternitatis [bajo el aspecto de la eternidad], nos ha mostrado el mismo Bergson con una fuerza implacable. Bergson no debía haber olvidado la verdad que entrevió una vez: que la ausencia de toda razón es, en ciertos casos, la mejor de las razones.

Chestov se muestra convencido de que sólo puede saber y pensar quien se halla expulsado del universo común a todos; entonces, solo y abandonado a sus propias fuerzas, descubre de golpe que la verdad, por su misma naturaleza, no puede ser necesaria, obligatoria y universal.

Otro de los relatos más estremecedores de Tolstói es La muerte de Iván Ilich (1886). Trata de un funcionario que, a los cuarenta y cinco años, como consecuencia probablemente de una caída en la que se da un golpe en el costado contra el pomo de una puerta, ve cómo se deteriora progresivamente su salud a marchas forzadas, hasta entrar en un periodo de agonía que desembocará en la muerte. Precisamente todo este fatal proceso se desencadena cuando Iván Ilich ha sido ascendido en el escalafón de la judicatura de provincias, percibiendo un suculento sueldo. A los pocos meses de casarse, ya comenzó a deteriorarse la relación con su mujer, que, durante veinte años de matrimonio, ha ido atravesando diversos altibajos, aunque, por lo general, la convivencia ha sido difícil. Él ha cumplido siempre escrupulosamente con su deber, y, en este sentido, no puede achacársele nada. Pero, de otro lado, ha querido, en connivencia con su esposa, relacionarse con la clase alta y vivir un poco por encima de sus posibilidades. Su mujer, Praskovia [Paulina], tiene intereses vulgares, así como su hija mayor, que está prometida. Su otro hijo cursa aún el bachillerato. Tampoco Iván Ilich tiene aspiraciones intelectuales. Su principal pasatiempo es jugar al whist con los amigos. Lo que a Tolstói le interesa es describir la transformación que va operándose en Iván Ilich a medida que avanza su deterioro físico. La relación con su mujer se agria cada vez más, en parte debido a que Iván Ilich se ha vuelto más irascible y más insoportable en el trato. Tampoco su hija está pendiente de la enfermedad de su padre. Sólo piensa en divertirse y continuar con su vida vacía como si nada. El único que acusa lo que está ocurriendo es el hijo adolescente. Iván Ilich creía que vivía en un mundo completamente seguro, pleno de certezas, un universo racional donde cada cosa ocupaba el lugar que le correspondía. No le cabe en la cabeza que a él haya podido sucederle una cosa así, esto es, contraer una enfermedad que le conducirá inexorablemente a la muerte. Su primera reacción es de rebeldía, de incomprensión, de ciega y egoísta intolerancia ante un fatal desenlace. Consulta a los médicos más eminentes. Ninguno puede proporcionarle una certeza absoluta de que se curará. Al principio aún posee un buen depósito de esperanza, pero ésta se irá desvaneciendo poco a poco, hasta desaparecer por completo. Su aislamiento será progresivo, tanto respecto de los amigos como de la propia familia. Sólo hay un fiel sirviente, joven, fuerte y bueno, con el que tolera estar. Este sirviente lo acompaña cada vez más, lo ayuda como si se tratase de un abnegado enfermero. Iván Ilich tiene tiempo de hacer balance de su propia vida. Al principio de su enfermedad no cree en absoluto que se merezca lo que le está sucediendo. La razón, que, hasta hace poco, él mismo invocaba como la causa única de la justicia y de la sabiduría, le ha vuelto la espalda. Pero esa misma razón sigue siendo válida y justa para sus parientes y conocidos. Poco a poco, sin embargo, especialmente cuando tome conciencia del carácter irreversible de la enfermedad, acabará invadiéndole una progresiva resignación. Pero cuando la muerte se acerca verdaderamente, cuando entra en una fase agónica, que durará tres días, gritará desesperadamente, tanto que, ni con las puertas cerradas de la casa, dejarán de escucharse sus gritos lastimeros, desesperados, horribles. Esta situación provoca una reacción en su esposa y en su hija, hasta el punto de desear que cuanto antes acabe todo. Con anterioridad a esos tres terribles días finales, hubo de enfrentarse y mirar cara a cara a lo que la narración denomina ella, esto es, a la idea de la muerte, una realidad extraña a la razón, al orden racional del universo. El relato insiste mucho sobre este pensamiento, asimismo enfatizado por Chestov. La soledad, la imposibilidad de hacer algo, eran algo nuevo, absurdo, fantástico, que se le había revelado de pronto a Iván Ilich.

Para Tolstói, en el universo común es imposible vivir sólo con la fe; en este universo no se estiman sino las «obras», y los hombres no se justifican por la fe, sino por las obras.

Iván Ilich acabará siendo consciente de que el nuevo juicio final borra toda distinción entre el bien y el mal. No es posible luchar contra la muerte. Tampoco se puede comprender el porqué de la muerte. En el juicio final, en opinión de Chestov, que interpreta así la de Tolstói, la legalidad y la regularidad, como también las conveniencias, serán condenadas como pecados mortales. Serán condenadas por su autonomía, porque, habiendo sido creadas por el hombre, han tenido la audacia de pretender la eternidad. La muerte corta todos los hilos sensibles que nos atan a nuestros prójimos. La condición primera, el comienzo de la regeneración de un alma humana, es la soledad. Sus méritos pasados no le servirán de nada a Iván Ilich en el juicio, como tampoco al padre Sergio. Tendrán que renunciar a esos méritos, confiarlo todo al azar bienhechor, creador, que la razón común a todos rechaza desdeñosamente. Iván Ilich se da cuenta de que toda su vida ha sido una enorme mentira, como también lo comprendió así el padre Sergio. Pero, a pesar de ello, Iván Ilich teme renunciar a esa vida falsa, y ese temor se sustenta en que lo que de verdad teme es al porvenir desconocido, al después de la muerte. De igual modo que el paso de la no existencia a la existencia tiene lugar sin nuestra intervención, pues depende de un fiat [¡hágase!] enigmático, el tránsito de la vida a la muerte supone también una ruptura inconcebible del orden establecido de nuestra existencia.

Chestov no se detiene en ello, pero, aproximadamente una hora antes de morir, Iván Ilich se reconcilia con lo que habría de venir de una manera inminente. Fue como si de pronto se hundiese en un enorme agujero, al final del cual se iluminó algo. En ese instante, penetró el hijo en la habitación del moribundo. Cesó de gritar poco después. El grito dejó paso al sollozo. Iván Ilich «se hundió, divisó la luz y descubrió que su vida no había sido lo que debía, pero que aún estaba a tiempo de remediarlo ... De pronto vio con claridad que lo que le acongojaba sin encontrar salida, salía todo de una vez … Buscó su habitual miedo a la muerte y no lo encontró. ¿Dónde está? ¿Cómo es la muerte? No tenía miedo de ninguna clase, porque tampoco ella existía. En vez de la muerte había luz»[2].

En 1895, en la revista El Mensajero del Norte, publicó Tolstói el relato El amo y el sirviente [Amo y criado, en Alba Editorial]. Su protagonista es un rico comerciante, Vasili Andreievich Brejunov, un hombre orgulloso de su inteligencia y de la fortuna que ha ido acumulando. Está convencido que se ha hecho a sí mismo. Desprecia a los que no han conseguido trazarse un camino en la vida. Brejunov tiene un servidor, Nikita [Nicetas], de unos cincuenta años, al que le hace creer que le debe dinero, cuando, en realidad, es Brejunov quien le debe una cantidad mayor a Nikita. Ambos, acompañados de un caballo de tiro, Mujorti, partirán de viaje por motivos comerciales, encontrando la muerte en una tormenta de nieve el amo y el caballo. Por dos veces se pierden en el camino, topando en ambas ocasiones con la misma aldea, distinta del lugar al que se dirigen. A pesar de que un conocido le ofrece a Brejunov hospedaje para pasar la noche con su criado, Brejunov, obsesionado con el ventajoso trato que va a realizar, decide salir por tercera vez. Pero ahora sí se perderán definitivamente. La actitud de cada uno ante la dramática situación es, en un principio, totalmente distinta. Brejunov, cuando cree que la situación es desesperada, se dispone a abandonar a su criado, motivado tanto porque considera que éste no habrá de lamentar su propia muerte debido a lo desgraciada que es su vida, como por el hecho de que él, Brejunov, un hombre de voluntad decidida, no se resigna a morir, sino que ha de combatir las circunstancias adversas con todas sus energías. Nikita, en cambio, se dispone a morir resignadamente, obedeciendo a las leyes eternas, con tranquilidad semejante a como ha vivido. Al final, el único que muere es Brejunov, puesto que Nikita vuelve a la vida, gracias a los desvelos que le prodiga su amo, cuya actitud cambiará por completo. Al principio de la desventura, Brejunov, un hombre absolutamente racional, no acepta el hecho de la muerte. Ni siquiera sospecha que la muerte nos pueda aguardar en cada esquina. Para él, el trabajo duro y su recompensa son el único bien sobre la tierra. Pero ahora, en tan grave situación, las respuestas que le han servido durante toda su vida son en esta ocasión inútiles. Hasta ese momento se ha enfrentado a enemigos visibles, tangibles, a los que podía mirar a la cara; ahora el enemigo es invisible, huidizo, inaprensible. ¿Dónde está la verdad? ¿Dónde se halla la realidad? ¿Durante la vida transcurrida hasta entonces, o en este preciso momento, cuando le acecha implacable la muerte? Brejunov se sume en el ensueño. Hace cálculos sobre el futuro, a fin de disipar la conciencia del peligro ineluctable. Pero el miedo irá apoderándose poco a poco de su alma. No puede evitarlo. Por el contrario, Nikita no sabía exactamente si se estaba durmiendo, congelado por el frío, o se estaba muriendo. El sueño y la muerte se confunden en su consciencia. La vida lo había acostumbrado a no ser dueño de sí. Ni había comprendido antes ni comprende ahora. En cambio, Brejunov es un hombre que únicamente ha creído en sí mismo. Por eso no acepta lo desconocido, el carácter inevitable de la muerte. Después de haber dado vueltas desorientado, de haberse visto obligado a dejar que su caballo se alejase, de haber luchado inútilmente contra lo que la razón no puede controlar ni dominar, incluso de haber rezado en vano, Brejunov llega al mismo lugar donde había dejado a Nikita. Es entonces, como en el caso de Iván Ilich una hora antes de morir, cuando se produce en Brejunov un cambio súbito, inesperado. Comprende, por fin, que Nikita está frente a la muerte inevitable, lo mismo que lo está él. Bruscamente toma la resolución de romper con todo su pasado. ¿De dónde viene esta decisión y qué significa?, se pregunta Chestov, quien nos dice a continuación que Tolstói no nos lo explica, y hace bien, porque no puede admitirse ninguna explicación de este hecho. No se puede establecer ninguna relación entre el impulso del hombre hacia lo desconocido y el conjunto de los hechos conocidos. En Brejunov se produce una huida, una huida fuera de los límites del universo conocido, y toda explicación, en la medida en que procure restablecer los vínculos rotos, no es más que la expresión del deseo que nos posee de mantener las cosas en su sitio y de impedir así al hombre que cumpla su destino. Brejunov, de pronto, se sacó su abrigo de piel y se impuso el deber de reanimar a Nikita, ya casi helado. Brejunov desciende de golpe de las alturas de su gloria para calentar a Nikita, ese ser inservible. Se tumba encima de su criado, en el interior del trineo, para calentarle el cuerpo con el suyo. Es decir, aún queda algo del remoto Brejunov: necesita hacer algo para no tener que mirarla a ella a los ojos, a saber, a la muerte, o a la idea de la muerte. Aún tiene miedo de dejar la potestas clavium. «… Tenía un nudo en la garganta. “He tenido miedo, pensó, y soy muy débil”. Pero esta debilidad no era desagradable: provocaba en él una alegría particular, que no había conocido hasta entonces». Brejunov se regocija de su debilidad, de haberse desprendido por fin de la potestas clavium, del poder de atar y desatar, de las leyes del universo común. Esta alegría, provocada por la debilidad, señala el principio de la transformación milagrosa, inconcebible, enigmática, que llamamos la muerte. Desde ese instante sólo reina en él la alegría de su debilidad, de su libertad. Ya no teme a la muerte, como no la temió en el instante supremo Iván Ilich. La fuerza que Brejunov había poseído hasta entonces, sí que tiene miedo de la muerte; la debilidad no conoce ese miedo. La debilidad oye el llamado, el llamado que viene del lugar donde encontrará, después de haber sido perseguida y despreciada, el refugio supremo. Y es entonces cuando se le revela un misterio admirable. «Voy, voy –decía alegremente emocionado todo su ser. Y sentía que era libre y que nada lo retenía». Y fue, o, mejor dicho, voló sobre las alas de su debilidad, sin saber adónde lo llevaban; subió en la noche eterna, terrible, incomprensible para los hombres. Al amanecer, unos mujiks, gracias a que los desgraciados habían colocado una señal a modo de bandera construida con una vara y un pañuelo, los encontraron a los tres, sepultados por la nieve. Brejunov y el caballo estaban muertos, pero Nikita, aunque casi congelado, aún vivía, gracias a la protección del cuerpo de su amo, quien había sollozado amarga y sinceramente cuando comprobó en el mal estado en que se hallaba el criado. Nikita vivió todavía veinte años más, y, aunque le amputaron tres dedos congelados, aún pudo trabajar como vigilante nocturno hasta el final de sus días.

El final de El amo y el sirviente resultó una profecía respecto del propio final de la vida de Tolstói, quien lo abandonó todo, anduvo errabundo, renunció a su pasado y murió de neumonía en una oscura, pobre y remota estación de ferrocarril, en la humilde casa del encargado.

Chestov concluye su ensayo reproduciendo de nuevo las palabras de Plotino: «Huyamos hacia nuestra querida patria … de allá hemos venido, allá también se encuentra nuestro Padre» (Enéadas, I, 6, 8)[3].

 

 

 

 

 

 

 

 

 



[1]Podrían recordarse aquí unas palabras de la pensadora francesa Simone Weil en su texto La persona y lo sagrado (redactado entre diciembre de 1942 y abril de 1943): «Un idiota de pueblo, en el sentido literal de la palabra, que ama realmente la verdad, aun cuando tan sólo emitiera balbuceos, es en cuanto al pensamiento infinitamente superior a Aristóteles».

[2] León Tolstói. La muerte de Iván Ilich. El padre Sergio. Después del baile. Barcelona, Bruguera, 1981, págs. 93-95. La traducción directa del ruso es de Augusto Vidal Roget.

[3] La traducción de Jesús Igal Alfaro (Editorial Gredos), dice así: «Huyamos, pues, a la patria querida … Pues bien, la patria nuestra es aquella de la que partimos, y nuestro Padre está allá».


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