FÄHRMANN MARIA (1936)
Fährmann Maria (Frank Wysbar, 1936)
En
los dominios de la imaginación y el sentimiento
ENRIQUE
CASTAÑOS
La película Fährmann
Maria («La barquera María»), dirigida por el realizador alemán Frank Wysbar
(1899 – 1967), fue rodada entre mediados de agosto y octubre de 1935 en
escenarios naturales de la Baja Sajonia, concretamente en la landa de
Luneburgo, cerca de los municipios de Schneverdingen y de Soltau. Fue estrenada
en la localidad sajona de Hildesheim, donde se encuentra la célebre iglesia abacial
románica de San Miguel, el 7 de enero de 1936. Con un guión de Hans-Jürgen
Nierentz, música de Herbert Windt, decorados de Bruno Lutz, fotografía de Franz
Weihmayr y producción de Eberhard Schmidt, el montaje se debe a la editora Lena
Neumann. Tres años antes, en 1933, había dirigido Wysbar otro de sus más
importantes filmes, Anna und Elisabeth,
que buceaba en lo irracional y en el sentimiento religioso deformado por la
histeria, abordando la minusvalía física como consecuencia de frustraciones
individuales y complejos problemas psicológicos, la intransigencia fanática, la
bondad sencilla y el suicidio que halla su causa en la incapacidad de aceptar
la realidad tal como es, sometiéndola a un grado de exacerbación que no es más
que el resultado de una percepción extremadamente subjetiva e incluso egoísta, ajena
a la idiosincrasia de las personas que nos rodean. Pero también Anna und Elisabeth aprovecha la inusual
empatía que ya habían mostrado las eminentes actrices Dorothea Wieck y Hertha
Thiele en un extraordinario film de sutilísimas y elegantísimas resonancias
lésbicas, Mädchen in Uniform
(«Muchachas de uniforme»), conducido con mano maestra por la realizadora Leontine
Sagan en 1931.
En 1938, como consecuencia de los violentos pogromos llevados
a cabo en la noche del 9 al 10 de noviembre por la dictadura
nacional-socialista en toda Alemania (eufemísticamente, Kristallnacht o «Noche de los cristales rotos»), Frank Wysbar
emigró a los Estados Unidos, ya que su esposa, de soltera Eva Krojanker, no era
considerada suficientemente aria.
En Fährmann Maria
no se cumple en absoluto la penetrante observación del conde Hermann Keyserling
(Europa. Análisis espectral de un
continente, 1928) de que una de las principales características del alma
alemana es la objetividad (Sachlichkeit),
ejemplificada en la afirmación de Johann Gottlieb Fichte según la cual ser
alemán es ver en el objeto un fin en sí mismo. Este «primado de la cosa», raíz
psicológica del Idealismo filosófico, no aparece ni en el filme que nos ocupa ni
en el mencionado Anna und Elisabeth.
Tampoco se verifica el correlato que se deriva de lo anterior: la primacía de
la representación sobre la realidad, esto es, el hecho de que el alemán, al
vivir en una esfera propia puramente para sí, hace del conocimiento algo que no
es inmediatamente vivo, sino elaborado, no pudiendo así entrar en contacto con
la realidad personal y con la realidad externa.
Wysbar, por el contrario, se encuentra más cerca de Goethe,
un alemán completamente atípico, en el que se da una plena y serena simbiosis
entre pensamiento y sentimiento, y alguien a quien los grandes temas que
verdaderamente le preocupaban eran la naturaleza, el arte y la vida. Como
señaló Friedrich Meinecke, el eximio profesor de Berlín, en Los orígenes del historicismo (1936),
Goethe concibe la Naturaleza como el eterno seno maternal de las fuerzas
terrestres, divinas y demoníacas.
También apreciamos en Wysbar una influencia de aquella
característica del pensamiento de Novalis aprendida de Friedrich Schiller: la
estrecha vinculación entre belleza y vida moral. Novalis, asimismo, bebió en
las fuentes proporcionadas por Friedrich Wilhelm Schelling y por el holandés
Frans Hemsterhuis: la concepción del cuerpo como instrumento del alma, que
aspira a unirse con el objeto deseado, una unión que no es otra cosa que
recomposición de lo disperso.
La película presenta un tema de indudable raíz romántica. El
amor y la muerte son los protagonistas. El primero, precisamente por ser
verdadero, vence a la segunda. La cosmovisión goethiana se entremezcla con la
estrictamente romántica y cristiana de Novalis. La Mujer como fuente principal
del Amor. Comunión con la Naturaleza. La religión no puede disociarse de los puros
elementos naturales, que resplandecen en toda su virginal inocencia durante la
primavera y el verano. Lo sobrenatural queda en cierta medida diluido por una
religión natural cuya raigambre se encuentra en el aparentemente impasible genio
olímpico de Weimar.
Sybille Schmitz en una escena del filme
El argumento es sencillo. Una joven mujer, María (Sybille
Schmitz), se interesa y consigue el humilde oficio de barquera en un pequeño
pueblo campesino. Al poco de comenzar su trabajo, ayuda a un soldado fugitivo, «el
hombre de la otra orilla» (Aribert Mog), a quien da cobijo en su propia cabaña.
Lo esconde de sus perseguidores, seis misteriosos jinetes ataviados con capas
negras y montados en rutilantes caballos blancos. María y el desconocido, que
al principio se halla muy inquieto y agitado, incluso con atisbos de delirio, terminan
enamorándose. Pero, cuando la relación entre ambos empieza a fraguar, aparece
de improviso la Muerte (Peter Voss), a fin de llevarse al huido. Precisamente,
la película se inicia con la Muerte arrebatándole la vida al viejo barquero
(Karl Platen), ese que María sustituirá. Resulta muy significativa esa
presencia de la Muerte encarnada en un hombre alto y vigoroso, enteramente
vestido de negro, con un ancho cinturón bien ceñido, grave, adusto, enigmático,
muy parco en palabras. Esta figura tiene, en el cine germano-sueco, una
memorable antecesora y otra aún más destacada encarnación postrera. La primera,
es la Muerte (Bernhard Goetzke) que mueve los hilos del Destino en Las tres luces (Der müde Tod, o, literalmente, «La muerte cansada», 1921), de Fritz
Lang. La segunda, es la Muerte (Bengt Ekerot) que juega una partida de ajedrez,
metáfora de la invisible e ineluctable contienda entre la vida y la muerte, con
el caballero cruzado (Max von Sydow) en El
séptimo sello de Ingmar Bergman, de 1957.
Peter Voss encarnando a la Muerte
Toda la película de Wysbar se desenvuelve en una atmósfera
irreal, fantástica, casi sobrenatural, herencia del Romanticismo alemán, en
donde el día, la luz, la naturaleza, el florecer de la hermosa y perfumada
primavera, la armonía entre los jóvenes amantes, han de enfrentarse a la noche,
a lo misterioso y oculto, a la Muerte que ronda permanentemente en torno de los
seres humanos. Nunca sabremos de dónde procede María ni tampoco de dónde viene
«el hombre de la otra orilla», aunque podemos adivinar que sus perseguidores
sean heraldos de la misma Muerte.
El filme puede sintetizarse en una frase plena de significado
simbólico: el amor vence a la muerte. Ésta se presentará cuando menos se lo
espera María, aunque, con su intuición femenina y la pasión que la embarga,
reconoce al instante a la avara, gélida e insensible contrincante. Ahora bien,
cuando la Muerte llega, María no se arredra: luchará con coraje y con astucia,
con valentía y con decisión, por preservar la vida de su amado. Acepta el reto;
está dispuesta a jugar la arriesgada partida. De ahí que trate de seducir a la
Muerte, que la entretenga, que se la lleve a la fiesta de la aldea, aunque la
enhiesta e hierática figura no se dejará embaucar. Bajo la animación de una
orquestina presidida por un jovial violinista vagabundo (Carl de Vogt), bailará
con su enemiga una danza, hasta quedarse ambos solos en el rústico e
improvisado tablado, ante los ojos espantados de los aldeanos, pero la Muerte
continuará reclamando lo que le pertenece: su ansiada presa. La muchacha trata
de huir. Se refugia en una capilla y se arrodilla ante el altar, suplicante.
Pero, al levantar la mirada, ahí está de nuevo la sombría Parca. María la
conducirá por la ciénaga, en dirección a la cabaña, aunque durante el tenebroso
y vacilante trayecto nocturno, iluminado por una luz fantasmagórica de incierta
procedencia, la joven, con las manos entrelazadas, reza y eleva una silenciosa
súplica a la divinidad. La Muerte termina resbalando, hunde uno de sus pies en
el fango pantanoso y acabará sumergiéndose hasta desaparecer por completo. El
amor ha vencido a la muerte. En la escena final vemos a los dos jóvenes amantes
dirigirse hacia una lejana espesura, atravesando un prado florido que simboliza
la felicidad.
Aribert Mog y Sybille Schmitz en una escena del filme
Toda la película gira en torno a la protagonista, María,
personaje interpretado por una de las más dotadas actrices alemanas desde los
ultimísimos años del mudo y los comienzos del cine sonoro hasta principios del
decenio de 1940, Sybille Schmitz (Düren, Renania del Norte, 2 de diciembre de
1909 – Munich, 13 de abril de 1955). De enigmática personalidad, con sólo
diecisiete años conoció al gran director teatral Max Reinhardt, innovador
capital de la escena alemana, quien le hizo una prueba. Tuvo un fugacísimo
debut cinematográfico, apenas unos segundos, en el atrevido y radical corto de
Ernö Metzner titulado Überfall
(«Accidente», 1928), donde encarna a una criatura de indudables evocaciones
andróginas. Tuvo la inmensa suerte de interpretar secundarios pero intensos
papeles en dos películas memorables: Tagebuch
einer Verlorenen («Tres páginas de un diario»), de Georg Wilhelm Pabst
(1929), y Vampyr, de Carl Theodor
Dreyer (1932). A partir de ahí, destacó su intervención, entre otras, en las
películas Un marido ideal (Herbert
Selpin, 1935), adaptación de la comedia homónima de Oscar Wilde (1895), y Titanic (Herbert Selpin, 1943), de
ostensible propaganda antibritánica. Casada con el escritor Harald G. Petersson,
siempre mantuvo Sybille Schmitz una celosa bisexualidad, que no se preocupó por
ocultar después de la guerra, aunque tampoco hizo alarde de ella. Ajena a la
vida política, no mantuvo ninguna complicidad con el régimen nazi. El propio
Joseph Goebbels, omnipotente Ministro de Propaganda, no la apreciaba, ya que no
encarnaba el ideal de mujer rubia de pura raza aria. En una anotación de su
famoso Diario, correspondiente a
1937, escribió que era una mujer sin disciplina, ni en la vida ni en el
trabajo. Después de 1945, Sybille Schmitz estuvo sometida a severas restricciones
profesionales. Acentuóse la depresión y la adicción al alcohol. Desde 1953
sufría de neuralgia facial. La gran actriz rusa Olga Tschechowa
intentó ayudarla, aunque sin éxito. Se suicidó tomando una sobredosis de
somníferos. Miles de personas acudieron a su entierro, entre ellas la Tschechowa
y el más importante productor del cine silente alemán, Erich Pommer. El
director Rainer Werner Fassbinder llevó al cine parte de su vida en la conocida
película Die Sehnsucht der Veronika Voss
(«La ansiedad de Verónica Voss», 1982).
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