INTERTREPPE (1921)
Hintertreppe, un notable y temprano ejemplo del Kammerspielfilm
ENRIQUE CASTAÑOS
La película Hintertreppe (Escalera de
servicio) fue dirigida en 1921 por el alemán Leopold Jessner (Königsberg,
marzo de 1878 – Hollywood, diciembre de 1945), asistido por su compatriota Paul
Leni (Stuttgart, julio de 1885 – Hollywood, septiembre de 1929). De una
duración de unos 50 minutos, muda y en blanco y negro, su creador y guionista
fue el gran Carl Mayer (Graz, Austria, 1894 – Londres, 1944)[1],
a quien se deben, entre otros, los guiones de Das Kabinett des Dr. Caligari
(1919), Scherben (Raíl, 1921) Sylvester (La noche de
San Silvestre, 1923) y Der Letzte Mann (El último, 1924).
Además de ayudante de dirección, Paul Leni también se ocupó de los decorados;
los operadores fueron Karl Hasselmann y Wily Hameister, y la producción,
alemana, correspondió a Henny Porten-Film GmbH y Hans Lippmann. El reparto
solamente incluye a tres personajes: la sirvienta (Henny Porten), el amante
(Wilhelm Dieterle) y el cartero lisiado (Fritz Kortner). Henny [diminutivo de
Henriette] Porten, cuyo nombre real era Frieda Ulricke Porten (1890 – 1960),
fue, además de productora, una destacada actriz del cine mudo alemán, que
trabajó en varias películas de Ernst Lubitsch, Ewald André Dupont y Robert
Wiene. En 1919 fundó su propia productora, que se fusionó con la de Carl
Froelich en 1924. Su primer marido, con quien se casó en octubre de 1912, el
actor y director de teatro y de cine Curt A. Stark, murió en octubre de 1916 en
la Gran Guerra. En junio de 1921 volvió a casarse, esta vez con el médico judío
y productor de cine Wilhelm von Kaufmann-Asser, razón por la que su carrera
viose obstaculizada a partir de 1933, aunque pudo continuar trabajando en
varias películas, gracias a la intervención de Albert Günther Göring, hermano
menor del jerarca nazi Hermann Göring, pero enemigo declarado del régimen
totalitario y protector, en la medida de sus posibilidades, de judíos y
opositores, por lo que las vidas de la conocida actriz y la de su marido judío
fueron respetadas durante la dictadura nacional-socialista, con la que ambos no
tuvieron ninguna relación. Su carrera después de 1945 fue muy restringida. En
cuanto a Wilhelm Dieterle (1893 – 1972), fue actor y director de cine en
Alemania hasta 1930, trabajando algún tiempo en la compañía teatral de Max
Reinhardt y participando en filmes tan renombrados como Das
Wachsfigurenkabinett (El gabinete de las figuras de cera), de Paul
Leni (1924) y Faust, de Friedrich Wilhelm Murnau (1926). En 1930 emigró
a los Estados Unidos, donde se nacionalizó en 1936, cambió su nombre de pila
por William y se convirtió en un meritorio director de cine, destacando su
lírica y misteriosa película Portrait of Jennie (1948). Por último, el
vienés Fritz [diminutivo de Friedrich] Kortner (1892 – 1970), que interpretó
pequeños papeles, entre 1911 y 1913, en la compañía de Max Reinhardt, tuvo una
importante participación, como amante y efímero marido de Lulú, en la inmortal
obra de Georg Wilhelm Pabst titulada Die Büchse der Pandora (La caja
de Pandora, 1929), protagonizada por la inteligente y deslumbrante Louise
Brooks, a partir de una obra teatral de 1902 de Frank Wedekind. Abandonó Alemania
al poco de llegar al poder los nacional-socialistas, recalando, primero, en
Inglaterra, donde intervino en Abdul the Damned (Abdul Hamid, el
sultán rojo), realizada por Karl Grune en 1935, y, después, en los Estados
Unidos, donde trabajó como guionista y actor, como en la algo confusa, aunque
estimable, Somewhere in the Night (Solo en la noche), de 1946, primer
acercamiento de Joseph L. Mankiewicz al cine negro, un género donde nunca
pareció encontrarse cómodo. En definitiva, que los únicos tres actores de Hintertreppe sobresalieron en el cine
silente y dieron con bastante dignidad el salto al sonoro.

Leopold Jessner
Hintertreppe narra una
historia pasional, un drama de la vida cotidiana de la clase media empobrecida.
La acción transcurre en Berlín, en un conjunto de casas de diferentes alturas
donde reside una clase media proletarizada, si bien hay solamente una vivienda habitada
por una estirada e intolerante familia, rígida y convencional, perteneciente a
una clase media relativamente acomodada, que es donde trabaja la sirvienta como
interna. Alrededor de las casas, un patio vecinal empedrado, decisivo como
espacio que, al mismo tiempo, separa y vincula a los habitantes de las
descuidadas viviendas. Un patio semejante aparecerá en Der Letzte Mann,
de Murnau, a nuestro juicio muy bien diseñado, aunque puede llevar razón la
estudiosa alemana Lotte H. Eisner cuando afirma preferir el patio concebido y
construido por Paul Leni[2], probablemente,
suponemos nosotros, porque es más sórdido y tenebroso, convirtiéndose en mudo
escenario del drama, siendo capaz de «reunir» a almas dispersas y distintas.
Hintertreppe es uno de los primerísimos títulos de lo que se ha dado en llamar Kammerspielfilm, esto es, un
«cine de cámara» o «cine íntimo» cuya característica más visible es la ausencia
de intertítulos y el escasísimo número de personajes[3]. En
realidad, se trataría de un ejemplo, avant
la lettre, del género, en palabras de Lotte Eisner, quien la fecha en 1920[4],
mientras que Sigfried Kracauer la retrasa a 1921[5],
opinión compartida por Roberto Paolella[6]. También
la fechan en 1921 los críticos Horst Claus y Fred Gehler. En cualquier caso,
parece bastante probable que el rodaje de Hintertreppe
fuera ligeramente anterior al de Scherben.
Este género cinematográfico, específicamente alemán, comenzó con la mencionada Scherben, escrita por Carl Mayer y
dirigida por el rumano Lupu Pick en 1921. En Scherben hay cuatro personajes: el guardavía (Werner Krauss), la
hija (Edith Posca), el inspector de ferrocarriles (Paul Otto) y la madre
(Hermine Strassmann-Witt). Una quinta persona es un fugacísimo pasajero,
encarnado por el propio Lupu Pick, marido, en la vida real, de Edith Posca. La
siguiente gran película del género, asimismo creación de Carl Mayer y de nuevo
dirigida por Lupu Pick, es Sylvester,
de 1923. Otra vez tres personajes: el marido (Eugen Klöpfer), su esposa (Edith Posca) y su madre (Frieda Richard). Con el
pronombre posesivo «su» en cursiva,
Carl Mayer pretende, en opinión de Lotte Eisner, privar de cualquier existencia
individual a ambas mujeres. El Kammerspielfilm alcanzaría probablemente su culminación con Der Letzte Mann, de
Murnau, también escrita por Carl Mayer y donde Murnau contó con la magistral
colaboración del operador Karl Freund, lo que le permitió sacar mejor partido
al ajetreo callejero, a la simbólica puerta giratoria de la entrada del lujoso
hotel y a las expresiones del rostro del personaje principal, el portero mayor
del Atlantic, degradado a humilde encargado de los baños, un papel que
interpretó un soberbio Emil Jannings, de quien Murnau extrajo, gracias a los
primeros planos y a los suaves contrapicados muy próximos, toda la capacidad
expresiva de su rostro, pues Karl Freund, en vez de usar solamente la cámara
sobre ruedas para los travellings, adhirió una cámara más pequeña a su
propio cuerpo (como la potente linterna que porta colgada a su cuello el sereno
del hotel), de tal modo que podía seguir de cerca los más leves movimientos del
cuerpo y de la cabeza de Jannings, especialmente al deslizarse sigilosamente
por los pasillos del hotel de noche, con su figura encorvada pegada a las
paredes, temeroso y derrotado. También Karl Freund, por indicación de Murnau,
supo otorgar la importancia debida al uso de la luz y de la sombra,
circunstancia que no concurre con tanta maestría ni en sendas obras de Lupu
Pick ni en la que analizamos en este breve artículo.

Paul Leni
El Kammerspielfilm, como ha subrayado Lotte
Eisner, deriva directamente del teatro de Max Reinhardt entre 1902 y el inicio de
la contienda europea, pues este innovador director teatral alemán advirtió que
las expresiones y gestos de los actores no podían apreciarse por los espectadores
en una sala espaciosa; de ahí que redujese drásticamente el número de
espectadores, a fin de que pudiesen ver la evolución expresiva de los actores
de la obra representada. Este tipo de teatro dio en llamarse Kammerspiel,
no pudiendo asistir a las sesiones más de trescientos espectadores[7]. Pero
hay que ser cautos a la hora de establecer las relaciones de Max Reinhardt con
el teatro naturalista anterior, por mucho que el Kammerspielfilm beba en los «contenidos» de determinados
dramas psicológicos y naturalistas de escritores de Alemania, Noruega y Suecia.
Lionel Richard ha señalado, respecto a Reinhardt, dos cosas relevantes: la
primera, que su aportación fue decisiva, durante esa docena de años anterior a
la guerra, en el descubrimiento del teatro extranjero y en decidirse por
incorporar a los mejores autores teatrales de la época, tales como Henrik
Ibsen, Maurice Maeterlinck, Carl Sternheim, Augusto Strindberg, Nicolás Gogol
(aunque fallecido en 1852), Hugo von Hofmannsthal, Frank Wedekind y Georg
Kaiser; la segunda, que se alzó «contra el monopolio del teatro naturalista,
representado por Otto Brahm», su maestro, alcanzando de este modo una «madurez
de elaboración escénica» singularmente neo-romántica, decadentista (no
olvidemos que Maeterlinck se desenvuelve en el ámbito del Simbolismo, esto es, donde
la preeminencia corresponde a la Idea), «que intenta, sin ocultarlo,
favorecer ensueños, provocar una evasión fuera de la realidad»[8].
Por eso no se puede ser maniqueo o taxativo cuando nos referimos a Reinhardt,
como observó muy bien Lotte Eisner, pues, a pesar de sus innovaciones
escénicas, se nutre de conceptos e ideas neo-románticas, simbolistas,
naturalistas, expresionistas y vanguardistas, sin que necesariamente hayan de
resultar antagónicas; su talento, por el contrario, consistió en reconciliar
tendencias aparentemente opuestas. El mismo Lionel Richard nos recuerda la
desaprobación de Lotte Eisner por la tendencia generalizada de la crítica a
considerar «expresionistas» todas las películas rodadas en Alemania durante el
decenio de 1920, fruto del desconocimiento de lo que realmente fue el
Expresionismo y de la confusión en torno a él[9].
Pensemos, sin ir más lejos, en las extraordinarias películas de Pabst desde
1924 hasta 1929, enmarcadas por Kracauer en lo que llamó «nuevo realismo»
cinematográfico alemán[10],
emparentado con el movimiento artístico de la Neue Sachlichkeit («Nueva
Objetividad») y con la renegociación de la deuda alemana que se concretó en el
llamado Plan Dawes de abril de 1924 (por el nombre de su principal
impulsor, Charles Gates Dawes, Director de la Oficina del Presupuesto de los
Estados Unidos).
Pero,
si bien existen indudables puntos de contacto entre el Kammerspielfilm y el Expresionismo cinematográfico, no
puede ocultarse cierta oposición explícita entre ambos. El «cine de cámara»
está incardinado en el teatro de Max Reinhardt y está vinculado al drama
psicológico y naturalista alemán y nórdico, por ejemplo, a las obras del
noruego Henrik Ibsen, del sueco Augusto Strindberg y del alemán Gerhart Hauptmann.
A este último dramaturgo lo vemos, durante catorce segundos, avanzando enérgico
y erguido desde el plano del fondo con un libro en la mano, en plena campiña, hasta
detenerse y mover ligeramente la cabeza en una brevísima toma donde su figura
ocupa el primer plano, antes de que comience propiamente la película Phantom
(El nuevo Fantomas), dirigida en 1922 por Murnau a partir de una novela
de Hauptmann, adaptada por Thea von Harbou, que fue la guionista. Aunque Phantom
no tenga nada que ver con el Kammerspielfilm, la aparición preliminar
del reputado escritor en la pantalla es no solo un documento histórico-visual,
sino toda una declaración de principios acerca de los intereses argumentales de
destacados cineastas alemanes de la época. Ya Hermann Bahr, en su fundamental
ensayo Expressionismus, publicado en Munich en 1916, enfatizó la
oposición entre el Impresionismo y el Expresionismo, es decir, el carácter
irreconciliable entre el predominio de la retina, de la sensación, del ojo como
mero analista visual de lo fugaz y transitorio, y la preeminencia del ojo
interior, puramente espiritual, propio del Expresionismo[11],
que, en definitiva, es, en buena medida, un hijo tardío del Romanticismo
alemán, como es evidente si leemos, por mencionar el ejemplo más conocido,
algunos pasajes escritos por el pintor Caspar David Friedrich.

Fritz Kortner en un plano del filme
El Expresionismo cinematográfico subraya
poderosamente los decorados con aristas puntiagudas y fragmentos extremadamente
angulosos (Caligari), o bien los decorados fantásticos, irracionales,
subordinados a una desbordada imaginación, como los construidos por el
arquitecto Hans Poelzig en la película Der Golem, de Paul Wegener y Carl
Boese (1920). Los decorados picudos de Caligari se repiten de nuevo en
otra película de Robert Wiene, Raskolnikow, de 1923, sirviendo de marco
perfecto al desquiciamiento psicológico del protagonista y al desmoronamiento
de los fundamentos de la sociedad. También hallamos escenas, como en el caso de
Nosferatu de Murnau (1922), que enfatizan, con los intensos
contrapicados y la presencia amenazadora de las sombras, el carácter
«siniestro» del vampiro, del «no-muerto», encarnación del mal, según corrobora
el título completo de esta obra maestra: Nosferatu, eines Symphonie des
Grauens, donde este último adjetivo se traduce por siniestro. Las
películas expresionistas no se centran en el drama psicológico interior,
estrictamente individual, de los personajes, ni tampoco abordan los problemas
económicos y sociales de la clase media proletarizada, ni siquiera la evolución
de las pasiones, el peso insoportable de un pasado oscuro, el incesto, el sexo,
la locura o el enfrentamiento entre las clases propia del teatro naturalista
nórdico, temas que tienen ejemplos definitivos en Spöksonaten, El
pelícano y La señorita Julia, de Strindberg, o en Rosmersholm
de Ibsen.
Por su parte, el Kammerspielfilm no nos
ofrece ese tipo de decorados, por mucho que no sea posible eliminar por
completo la influencia expresionista. El decorado no es ahora «artificial»,
irracional, subjetivo, sino naturalista, a veces sórdido, escueto, sobrio,
sintético, donde, en ocasiones, la Naturaleza tiene una presencia grandiosa,
intemporal, cual símbolo de la permanencia del cosmos, tal y como vemos en Scherben
y en Sylvester.
Leopold Jessner fue uno de los directores teatrales
que, en 1918-1919, junto con Rudolf Leonhard, Karlheinz Martin y Erwin
Piscator, se alzaron contra un teatro naturalista «popular» que pretendía
captar a la clase obrera, impulsado por Bruno Wille y Franz Mehring, pero que
acabó tornándose «comercial, burgués y tradicional»[12].
De aquéllos, los más ideologizados fueron Karlheinz Martin y Erwin Piscator, militantes
comunistas.
Uno de los planos finales del filme
Como realizador, Jessner solamente dirigió cuatro
películas, entre 1921 y 1935, siendo, con mucho, Hintertreppe la más
destacada y la que le hace merecedor de ser incluido con nombre propio en las
historias del cine mudo. No
compartimos la apreciación crítica de Lotte Eisner acerca de que Hintertreppe
sería un film sobrevalorado: «¿Será una antinomia fundamental entre el Kammerspiel, intimista y psicológico, y
los procedimientos del expresionismo lo que hace que hoy esta obra
sobrevalorada por las historias del cine nos parezca muy decepcionante?»[13]
Criterio semejante, aunque por otros motivos, es el de Jean Mitry, que siente
una decidida animadversión hacia todo el Kammerspielfilm,
considerándolo un género impostado, artificial, exagerado y falso. La única
excepción que hace es con Der Letzte Mann, a la que califica de obra maestra. Esa denostación del «cine de
cámara» que lleva a cabo Mitry, «expresionismo realista» para él según
hemos dicho, se concentra en sendas películas de Lupu Pick, aunque lo que
afirma sirve igualmente para Hintertreppe. Sobre Sylvester (1923)
escribe que «revela una tendencia más marcada todavía hacia un naturalismo
psicológico pretendidamente realista; lo es por su tema, pero se expresa a
través de una estructura elaborada, puramente expresionista. Y ello porque en
este film, cuya acción se desarrolla en el espacio de una hora, todo lo que se
cuenta es lo que ocurre justamente “alrededor del drama”. Es la vida de los
juerguistas de cabaret, en medio de una pesada atmósfera de cerveza y humo; es
también el contrapunto persistente que va a buscar en la Umwelt
imágenes-símbolos (el mar encrespado, el cielo desfigurado, el cementerio
crepuscular, la landa desierta, etc.), imágenes que procuran tornar perceptible
el lado eterno de las cosas de las que el drama no constituye sino un aspecto
momentáneo»[14].
Para Mitry, pues, el carácter fundamentalmente expresionista de Sylvester
está determinado por el hecho de que lo importante de la narración, no es el
drama familiar que transcurre durante la última hora del último día del año en
la vivienda trasera del dueño del bar, sino lo que ocurre alrededor de ese
drama, bien sean los clientes que protagonizan la francachela del bar, el
ajetreo de la calle y de la plaza, con su omnipresente reloj a modo de monolito
rematado por una esfera luminosa, el intenso tráfico rodado y el trasiego de los
viandantes, la puerta giratoria del lujoso local de la acera de enfrente, y,
sobre todo, la interpolación de imágenes de la Naturaleza. De esta explicación
para calificar la película de «expresionista» es, precisamente, de la que
discrepamos nosotros. Es cierto que todo lo que no es el trágico drama familiar
que se desarrolla en el salón-comedor de la vivienda es Umwelt, esto es,
«el mundo en torno», «el mundo alrededor», pero ello no conduce
ineluctablemente a convertir el drama familiar en un acontecimiento marginal y
secundario. La Umwelt, más bien, sería el contrapunto sinfónico del
drama, que es el hecho decisivo, aunque también es verdad que cuando la Umwelt
es pura naturaleza, se nos está indicando simbólicamente, como hemos insinuado
anteriormente, que lo que ocurre en el interior de la casa es transitorio,
fugaz, y que lo único que permanece es el ritmo eterno de la Naturaleza, ajena
a las pasiones e instintos de los hombres. Las imágenes de la Umwelt se
intercalan para reforzar el significado del drama, no para ignorarlo,
subordinarlo o llevarlo a la marginación. Nos convence más la explicación que
del papel de la Umwelt en Sylvester da Lotte Eisner, quien a este
propósito trae a colación la interpretación del crítico, director de cine y
poeta vienés de origen judío Ernst Angel (1894 – 1986), sintetizada por Eisner
cuando escribe que la Umwelt «no es realmente independiente, sino que
podríamos decir que es desinteresada y se atenuará de nuevo con la reanudación
de la acción misma»[15].
Jean Mitry continúa exponiendo sin tapujos su
rechazo del Kammerspielfilm, para él un género malogrado dentro del
Expresionismo cinematográfico: «Buscando expresar la psicología individual a
través de un simbolismo a ultranza, exponiendo solo acciones y reacciones
elementales alrededor de diversos hechos convencionales, presentando caracteres
esquemáticos hasta el exceso en situaciones paroxísticas, Lupu Pick y los
cineastas de esta escuela realizaron filmes que de realistas solo tienen el
título. Nada parece hoy más artificial y más falso que esta realidad retorcida,
concebida únicamente para satisfacer una simbólica premeditada. El error
consistió en querer estilizar el drama y los personajes persiguiendo un
realismo psicológico cuyas exigencias son diametralmente opuestas»[16].
Henny Porten en su casa en 1922
No le falta, sin embargo, algo de razón a Mitry,
aunque, en el caso de Lupu Pick, el principal error, al menos en Sylvester,
está en no haber sabido traducir con la cámara la importancia concedida a la
luz por Carl Mayer, ni haber sabido extraer todo el simbolismo que escondían
elementos esenciales, como la puerta giratoria de entrada del lujoso local de
la acera de enfrente, cuestión que sí supieron resolver magistralmente Murnau y
su operador Karl Freund en El último. El propio Paul Leni, escribiendo en
1924 sobre Sylvester, dice: «Carl Mayer da a su película Sylvester
el subtítulo de un “juego de luces”. Esta indicación no es ciertamente una
simple alusión a la técnica que utiliza transformaciones y movimientos de luz.
Con ello ha querido expresar el claroscuro que reina en el hombre, en su alma,
ese ir y venir eterno de sombra y luz que afectan las relaciones psíquicas. Así
es como yo he entendido este subtítulo»[17].
En Hintertreppe las dos presencias
dominantes son la de la sirvienta y la del cartero. El amante aparece en escena
muy poco.
La
historia es sencilla. Debido a la importancia del texto escrito por Carl Mayer,
describiremos detenidamente la acción, para que el lector, aun sin poder ver la
película, pueda imaginársela. La descripción se irá viendo enriquecida por
apreciaciones técnicas y estéticas. Con ello será suficiente. En la primera
secuencia vemos a la sirvienta despertándose por la mañana, muy temprano, para
comenzar su jornada. El reloj despertador suena a las 6:00, pero ella lo atrasa
cinco minutos para arrellanarse un poco más en la cama. Observamos por dos
veces, con todo detalle, el sencillo engranaje de la parte posterior del reloj,
girando la ruedecilla. Esta presencia dominante de los objetos a favor de la
acción dramática, ha sido resaltada por Kracauer a propósito de las películas
de Carl Mayer[18].
La perseverancia y el detallismo con el que son ofrecidos los objetos visibles
en Hintertreppe (papel, pluma,
tintero, mesa, florero de cristal, platos, vasos, cubiertos, cocina de gas, cartera
de cuero, hacha) resulta obsesiva. Mientras la criada se levanta, al otro lado
del patio vecinal, el cartero la observa desde la ventanuca de su mugrienta y
desaliñada vivienda, situada en una planta sótano (solamente la puerta de
entrada y la ventana de arco escarzano están al nivel del pavimento del patio).
En la siguiente secuencia, el cartero sube por la escalera de servicio y llama
a la puerta de la cocina de la vivienda donde trabaja la sirvienta. Ésta abre,
el cartero le entrega la correspondencia y se marcha. La criada camina un poco,
deposita las cartas sobre una mesita del amplio salón-comedor, curiosea el
nombre del remitente de uno de los sobres y se sonríe. El espectador ha podido
observar con nitidez la escalera de servicio, sórdida, con las paredes
desconchadas, adornada solo por una barandilla con balaustres de madera
torneados. Esta escalera de servicio, trasera, descuidada, unas veces iluminada
y otras tenebrosa, ocupa un puesto intermedio, es un lugar de paso que conduce
solo a aquella puerta y al tejado, pero que tendrá un papel determinante como
nexo de unión entre la sirvienta y el cartero, ya que se trata del único elemento
físico que le permite entrar en contacto, aunque fugaz y pasajero, con la
muchacha. Su función anuncia el espacio tras la puerta de entrada del bloque de
viviendas que sirve de distribuidor en Die
freudlose Gasse (La calle sin alegría),
de Georg Wilhelm Pabst (1925), aunque en este último caso ese espacio conduce
tanto al garito clandestino y vicioso que regenta la alcahueta Greifer (Valeska
Gert) como a la puerta de la vivienda de clase media empobrecida por la
inflación habitada por Greta Rumfort (Greta Garbo), su padre, el orgulloso
consejero Rumfort (Jaro Fürth), y su hermana pequeña (Eleonore Nest). El vicio
y la virtud se hallan muy próximos, aunque por fortuna enfrentados, a pesar de
un conato de tentación frustrado, en ese notable exponente del «realismo
social» cinematográfico alemán, por emplear la terminología de Kracauer. No es
el caso de la escalera de servicio en el film de Jessner. La escalera pondrá en
contacto al cartero y a la criada, pero también será el testigo mudo de
desengaños, ansiedades, alegrías, esperanzas, y, por último, el paso obligado
que conducirá a la muchacha a su trágico final. De otra parte, el espectador ha
podido echar una ojeada a ese amplio patio interior empedrado del conjunto de
viviendas, donde la clase media relativamente acomodada, reducida a una sola
familia, convive con la clase media baja, proletarizada. Al principio de este
artículo nos hemos referido a su función esencial, y ahora adelantamos que
también será escenario de encuentros amorosos furtivos y de la tragedia
postrera. Precursor indiscutible del que aparece en Der Letzte Mann, Murnau consigue iluminar, gracias a la
intervención de Karl Freund, mucho mejor el suyo, algo esencial para ser fiel a
las directrices estéticas sobre la iluminación de Carl Mayer, pero la
diferencia más ostensible es que el construido por Paul Leni está prácticamente
siempre bastante oscuro y vacío, salvo algún farol que proyecta una luz
expresionista y la concurrencia de curiosos que rodea el cuerpo inerte de la
joven en el suelo, mientras que el de Murnau, aunque solitario cuando la figura
encorvada, humillada y asustadiza de Jannings se desliza adherida a las
paredes, suele estar animado, con niños jugando y vecinas envidiosas demasiado
entrometidas, cotillas y murmuradoras, una crítica despiadada de Murnau a esta
práctica tan poco edificante que los habitantes de las riberas del Mediterráneo
creemos sin ningún motivo que es exclusiva nuestra.
Por
la noche, la sirvienta se reúne con su amante, en un recodo del patio de
vecinos, iluminados por la luz indirecta de un farol, siendo ambos vistos por
el cartero desde su casa, apenándose por ello. La cámara nos acerca su rostro
lo suficiente para que podamos distinguir sus muecas con la boca y sus
entristecidas facciones. A la noche siguiente, la criada sale de nuevo a
reunirse con su amante en el mismo lugar, pero éste no viene. Ella da cortos
paseos de un lado para otro, nerviosa y levemente agitada. El cartero vigila
una vez más desde su lóbrega ventana. Al día siguiente, el cartero, de nuevo a
través de la escalera de servicio, le entrega la correspondencia a la
sirvienta, pero para ella no hay ninguna carta. Naturalmente, esperaba alguna
de su amante, quien tampoco se presenta a la noche siguiente. Continúa sin
recibir cartas de su amante. Éste, artesano de profesión, es posible que haya
tenido que trasladarse por un tiempo a realizar algún trabajo fuera de la
ciudad, pero, en realidad, lo que está sucediendo es que el cartero, secretamente
enamorado de la joven, intercepta las cartas del amante, impidiendo que lleguen
a su destinataria. El cartero, tímido, acomplejado y temeroso de ser rechazado
por la hermosa y opulenta criada, le oculta su amor. Siempre se presenta ante
ella como en actitud avergonzada, apocada, sin atreverse a mirarla
directamente, con la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo. En otra toma,
observamos a la joven rasgando, desolada, la correspondencia y echando los
trozos en el barreño donde friega los platos. Suena la campanilla accionada por
la señora -cuya forma y rápido movimiento prefigura las que se ven en Schloss Vogelöd (El castillo Vogeloed, dirigida por Murnau en 1921), Nosferatu y en Sylvester- y la criada emprende la nueva orden recibida, limpiar
concienzudamente platos y vasos para la comida próxima, con invitados, que
tendrá lugar en la casa. Parece absorta en su tarea, pero acecha la presencia
del cartero en el patio. Desde una ventana, lo ve atravesar el pavimento, resguardado
en un impermeable que brilla por el agua que chorrea, pues está lloviendo
copiosamente. Deja su trabajo y acude a la puerta de la cocina. Al no recibir
cartas de su amante, la muchacha se sorprende y muestra su disgusto
ostensiblemente, hurgando incrédula en la negra cartera de cuero del empleado
postal. La escena se desarrolla en el umbral, con la puerta entreabierta. Mientras
ocurre, el hombre permanece con la cabeza vuelta, consciente de la angustia y
preocupación de la joven. Ésta retorna a su anterior tarea, y la vemos disponer
en el comedor, cuidadosa y eficientemente, la mesa de los invitados. Aquí
repara Lotte Eisner en un contraste que salta inmediatamente a la vista: «… la
vivienda sórdida del cartero contrasta con el salón “1900”, amueblado con
sillones de felpa, dentro de un estilo del tipo “Levitan”, recargado por
palmeras artificiales»[19]. Al
día siguiente, por fin, el cartero le entrega una carta de amor, supuestamente
de su amante. La lee, entusiasmada y presurosa, delante del propio cartero.
Llena de gozo, comparte su alegría, en el umbral de la puerta, con el emisario
de tan cálida misiva, cogiéndole uno de sus brazos con emoción. En esa carta, de
letra limpia y clara, se especifica el amor que siente por ella y las razones
por las que no ha podido recibir antes cartas suyas. Ella no se da cuenta, ni
siquiera por el tipo de letra, pero la breve epístola, casi una nota o un
billete, tierna y rezumando un amor auténtico, es del cartero, quien se ha
decidido a suplantar en secreto al amante.
Una
vez en sus reducidos dominios, en la cocina, de nuevo la lee y relee, exultante,
disponiéndose de inmediato a contestarla, por lo que se sienta satisfecha junto
a una mesa, bebe pequeños tragos de vino y comienza a escribir entregada por
completo a su tarea. El papel, la pluma y el tintero son enfocados, convenientemente
iluminados[20],
con delectación física, material. Ahora, en una acción paralela, las escenas se
alternan, ora en una vivienda, ora en otra, manteniendo la unidad de tiempo,
pero no la de lugar. Durante el transcurso de la fiesta, con cena incluida, en
casa de los propietarios donde trabaja la criada, que solo nos es posible
observar a través de las sombras proyectadas en los cristales de una puerta
interior de la vivienda burguesa, el cartero, en su casa, empieza a escribir
otra carta de amor, mejor dicho, a transcribir la ya escrita anteriormente. La
joven, que continúa estando gozosa por la epístola recibida, deja
momentáneamente de redactar la contestación, coge dos copas de cristal y una
jarra con vino, y se encamina diligente a la casa del cartero, con el propósito
de compartir su alegría con el vecino que le ha traído tan buenas noticias. Al
presentarse de improviso en casa del cartero, éste no tiene tiempo para ocultar
la carta que estaba copiando, por lo que la coge con palpable nerviosismo y la
arruga con una de sus manos, sin poder impedir que los bordes del papel
sobresalgan del puño cerrado. Entonces, la joven, de manera juguetona, sin mala
intención, una vez depositadas las copas y la jarra con el vino en la mesa, le
arrebata la carta. Nada más empezar a leer, se da cuenta que se trata de una
copia de la misiva que había recibido el día anterior. Compara la letra con la
que guarda en el bolsillo, descubre lo sucedido, y se enfada con el cartero,
quien permanece, abatido y con la cabeza vuelta gacha, de pie, levemente
encorvado, avergonzado por lo que ha hecho. No obstante, su amor por la criada
permanece incólume, a pesar de que teme haber perdido su confianza para siempre.
La joven, comprendiendo al desdichado, posa ligera y suavemente su mano
izquierda sobre la cabeza del hombre, que continúa inclinado sobre sí mismo, la
desliza sobre uno de sus hombros, con delicadeza, y se va, sin duda
perdonándolo. Toda la escena, tan breve, es un prodigio del extraordinario
poder de los gestos, las actitudes, las expresiones, en el cine silente.
Podrían recordarse aquí las certeras palabras de Rudolf Arnheim: «La ausencia
de la palabra hablada concentra más la atención del espectador en el aspecto
visible de la conducta, y de este modo el acontecimiento entero atrae especial
interés. A esto se debe que tomas muy corrientes resulten con frecuencia tan
notables en las películas mudas»[21].
La
sirvienta regresa a la casa donde trabaja (Jessner, como en otras muchas
ocasiones, se vale aquí de una elipsis, esto es, un salto temporal, pues no
vemos a la chica atravesar el patio), pero se siente incapaz de terminar la
carta que había empezado. Se la ve reflexiva, meditabunda. Se dispone a recoger
los restos de la celebración en la que han participado sus señores y los
invitados. Poco después, el cartero deja, delante de la puerta de servicio, una
nueva carta, llama al timbre y corre escaleras abajo, a fin de no ser
descubierto. La joven, al abrir la puerta, se percata del sobre que hay en el
suelo. Lo recoge y se dispone a fregar los platos. Pero continúa intranquila. Abandona
rápidamente su tarea y va con la carta a la casa del cartero. Una vez dentro, rompe
la misiva delante de él y comienza a llorar, echada sobre la mesa. Es evidente
su desazón. El cartero permanece sentado, avergonzado, sin atreverse a mirarla.
Al verla llorar, se levanta y trata de consolarla. Ella, entonces, se serena un
poco, ase con ternura la mano derecha del cartero y acaricia su brazo. La
muchacha está emocionada ante el amor que por ella siente este hombre solitario,
desaliñado, tenuemente tullido. Se dirige al fogón, para ver qué estaba cocinando.
Comprueba fehacientemente su descuido, abandono y precariedad. Se seca los ojos
humedecidos de emoción. De pronto repara en que debe volver, pero, al observar
de nuevo al cartero con la cabeza vuelta, cuando ya ha abierto la puerta para
salir, se gira sobre sí misma, extiende sus brazos, se dirige a él compasivamente,
casi amorosamente, le coge la cabeza con ambas manos y lo besa en los labios. Es
un beso fugaz, más bien un roce, pero basta con ese simple gesto de benevolencia.
Acto seguido, se marcha. El cartero está muy contento. Se entrega con esmero a
barrer la pequeña y desvencijada estancia que hace de cocina-comedor, pone la
mesa cuidadosamente y prepara la comida. Es evidente que espera que la joven
regrese. La muchacha, por su parte, coloca unas flores en un jarrón con agua.
Antes de que vuelva la joven, el cartero se esconde detrás del fogón de la
cocina para sorprenderla. La criada llega de nuevo y simula no ver al cartero,
hasta que lo descubre en su infantil escondite. Haciéndose la despistada, se
acerca con una inocente sonrisa burlona a la hornilla y posa su mano sobre la
pelambrera del hombre agachado. Hay una gran ternura en la actitud de la
muchacha. Coge ambas manos del hombre, acariciándolas y sonriendo sin el más
mínimo asomo de malicia. Levanta su brazo izquierdo, para que él se coja con el
derecho y la acompañe a la mesa. Continúa acariciándole una mano mientras dan
unos pasos. Él, por su parte, se muestra muy atento. No permite que ella haga
nada. Limpia el polvo de la silla donde la joven va a sentarse, aunque
seguramente ya se lo había quitado cuando barrió la habitación. Incluso le coloca un cojín en los pies. Ella,
ante ese gesto tan gentil, le acaricia la cabeza una vez más, así como un
hombro.
La
joven se halla contenta, relajada, generosamente agradecida, pero, de improviso,
cuando él está empezando a escanciar el vino, percibe unas sombras perturbadoras
a través de la ventana: se trata de su amante, quien, en el patio exterior,
pasea alterado y ansioso delante de la ventanuca, de un lado para otro,
viéndose solamente sus piernas desde la parte inferior de los muslos, como
sombras agitadas y nerviosas, a través de los visillos y los cristales.
Sorprendida y angustiada, la sirvienta, apesadumbrada y temerosa, va
incorporándose muy lentamente, descorre los visillos, mira y hace reposar su
cuerpo, abatida, en el mugriento trozo de pared que hay junto al quicio de la
puerta. El cartero se ha quedado como paralizado, encorvado, con la jarra de
vino todavía inclinada para llenar un vaso. La joven sale al encuentro de su
amante, quien la espera de pie, de perfil, con los brazos caídos pegados al
cuerpo, proyectándose su figura, cual una sombra fuertemente expresionista, en
la pared que hay junto a él. Al traspasar ella la puerta y colocarse a su lado,
son ahora dos las sombras que la luz, muy directa, proyecta y recorta sobre el
muro, aunque la del amante queda en gran parte oculta por su propio cuerpo. Tanto
esas sombras como los dos seres que las producen, evocan de manera sorprendente,
y no creemos que sea algo totalmente casual, un cuadro de tamaño mediano,
misterioso, emotivo y lírico, religioso y arquetípico, El Ángelus de Jean-François Millet, pintado entre 1857 y 1859, y
que se conserva hoy en el Musée d’Orsay, en París. Cualquier aficionado sabe
que la pintura realista de Millet, de honda significación religiosa, y de ahí
la poderosa influencia que tuvo en Vincent van Gogh, ofrece escaso parentesco
conceptual y espiritual con la del fundador del Realismo pictórico, el también
francés Gustavo Courbet, ateo y simpatizante de las ideas revolucionarias
manifestadas en 1848. En el cuadro de Millet el campesino, casi en posición de
tres cuartos, está a la izquierda, con la cabeza inclinada, los brazos doblados
y las manos, algo separadas delante del pecho, sosteniendo suavemente el
sombrero del que respetuosamente se ha despojado. Su mujer se halla a la
derecha, de perfil, con un pañuelo de campesina en la cabeza y con las manos
fervorosamente entrelazadas, musitando la oración a la Virgen María que corresponde
a las seis de la tarde, a la hora del crepúsculo, según adivinamos al contemplar
el campanario de la aldea en el plano del fondo (aunque lo más común y
extendido es rezar a las doce del mediodía, abandonando cualquier tarea que se
esté haciendo, siempre que sea posible, claro está). Entre los pies de ambos,
pero más cerca de la mujer, un cesto de mimbre conteniendo lo que parecen ser
algunas patatas. Los personajes de la película de Jessner están en esta escena
situados en posición invertida respecto del óleo de Millet, con la sirvienta a
la izquierda, de frente, con los brazos colgando y la cabeza gacha, y el
amante, casi de perfil, a la derecha.
Resulta
indudable que la visión de las dos figuras y sus sombras proyectadas prefiguran
la tragedia inminente. Podría parecer descabellado lo que ahora vamos a
sugerir, sobre todo por la distancia temporal entre la película de Jessner y la
interpretación que Salvador Dalí hizo del célebre cuadro de Millet en 1963. Sin
embargo, existe una misteriosa y profunda conexión entre los varios
significados que Dalí otorga a la originalísima pintura, todos ellos
«trágicos», escondidos en el mundo del subconsciente, y el carácter amenazador
de las sombras y las figuras de la sirvienta y el amante, que hemos relacionado
con el lienzo del artista francés. En nuestro caso, asumimos el riesgo en que
incurrimos, pues ni Jessner conoció nunca la interpretación de Dalí, ni éste
tiene en mente, en ningún momento, al llevar a cabo su análisis, la película de
1921, ni tampoco es seguro que Jessner quisiera evocar conscientemente la
composición de El Ángelus. Lo
importante, sin embargo, es que el análisis de Dalí nos sirve para mantener
nuestra tesis de que esa escena del hombre y la mujer en el patio de vecinos
anticipa el desenlace trágico de la narración fílmica.
Seremos
escuetos. Solamente nos interesa señalar que Salvador Dalí estuvo obsesionado,
desde su infancia, con el cuadro de Millet, del que había una barata
reproducción en su casa paterna. En 1963 publicó en francés un ensayo memorable
titulado El mito trágico de «El Ángelus»
de Millet, maravillosamente bien escrito, como era lo habitual en él.
Sirviéndose de su inmensa cultura, de sus profundos conocimientos acerca del
Psicoanálisis y de lo que él llamaba método paranoico-crítico, disecciona la
singular pintura con maestría incomparable, aunque pueda haber muchos a quienes
su interpretación les parezca un despropósito, una simple extravagancia, semejante,
para tales lectores, a lo que hizo Sigmund Freud cuando escribió en 1910 su
breve e impactante ensayo Un recuerdo
infantil de Leonardo da Vinci. Nada más empezar su libro, nos advierte Dalí
que, en realidad, lo que está haciendo el joven matrimonio campesino es rezar
ante la tumba de su hijito muerto, basándose no solo en comentarios de amigos
de Millet, en el sentido de que habría borrado el diminuto féretro y lo habría
escondido bajo la tierra labrada, sino en radiografías que el propio Dalí pudo
ver, y que permitían conjeturar la existencia de un objeto geométrico, al lado
de la mujer, bajo la capa de óleo[22].
En la segunda interpretación, que es a la que dedica todo su denso estudio, ve
la figura de la mujer como la de la madre que va a abalanzarse, con una
intención erótica, sobre su hijo, del mismo modo que la mantis religiosa,
después de copular, devora al macho. Escribe el genio de Port Lligat
refiriéndose a la postura de ambas figuras: «Es un momento de espera y de
inmovilidad que anuncia la inminente agresión sexual. La figura femenina -la
madre- adopta la figura expectante que identificamos con la postura espectral
de la mantis religiosa, actitud clásica que sirve de preliminares al cruel
acoplamiento. El macho -el hijo- está subyugado y como privado de vida por la
irresistible influencia erótica; permanece “clavado” en el suelo, hipnotizado
por el “exhibicionismo espectral” de su madre, que lo aniquila»[23].
Y, algunas páginas más adelante, dice: «Reconozco así, con una extrema
evidencia, que el personaje masculino se me aparecía, desde el principio de la
primera escena de expectación, bajo un aspecto trastornador, angustioso: lo
veía “como muerto de una forma latente”, “como muerto de antemano”»[24].
¿No va, también, a morir, muy poco después de aquel plano con su sombra, el
amante de la película de Jessner? ¿No es también un «como muerto de una forma
latente»? ¿No es la chica la causa indirecta del homicidio o del crimen que va
a perpetrar el cartero? ¿No nos parece la sirvienta, con su opulenta y generosa
vitalidad, émula de La lechera de
Johannes Vermeer, en el Rijksmuseum, una madre,
una madre nutricia arraigada en la
tierra y en la naturaleza?
De
las numerosas composiciones que Dalí dedicó al cuadro de Millet,
reinterpretándolo pictóricamente según su acercamiento paranoico-crítico,
destacan dos: Atavismo del crepúsculo
(1933-1934), que subraya el significado de mantis religiosa de la campesina,
apareciendo el hombre con un rostro que no es más que una siniestra calavera, y
Reminiscencia arqueológica de «El
Ángelus» de Millet (1935), donde ambos personajes, a modo de gigantescas
esculturas que proyectan una alargada sombra, aparecen petrificados, mientras
un padre liliputiense se las señala a su hijo pequeño.
Terminamos.
El amante y la sirvienta discuten junto a la casa donde ella trabaja. Él le
entrega una carta. Ella la lee, la estruja con su mano, lo abraza, le devuelve
el papel y se marcha subiendo unas escaleras. Pero el amante permanece en el
patio; lo cruza y entra en la casa del cartero. Al principio parece que se
entienden e incluso comprenden, pero finalmente se enfrentan. El cartero se
arrastra, retorciéndose suplicante, delante del amante. La escena de la pelea
entre ambos no se ve: otra elipsis esencial; solo la joven percibe desde la
ventana de la cocina lo que debe estar sucediendo. Alarmada, se aproxima,
arrima el oído a la puerta y escucha. Cuando, por fin, comprende lo que ocurre,
trata de forzar sin éxito el picaporte, aporrea desesperada la puerta tratando
de que le abran y poder así entrar en la casa del cartero para impedir lo peor.
Retrocede, de espaldas, en un movimiento paroxístico, con los brazos extendidos
hacia atrás. Grita. Pide ayuda. Algunos vecinos acuden, derriban la puerta, y,
cuando la abren, hallan un terrible «cuadro» expresionista: el cartero, de pie,
con un hacha en la mano atravesada en diagonal delante de su cuerpo, está
inmóvil, clavado a la pared, y a sus pies el amante, muerto. Incrédula ante tan
horrible visión, totalmente abstraída y sumida en sus oscuros pensamientos, la
joven se aleja muy despacio de la escena del crimen. Vuelve a la casa de sus
señores, pero éstos ni siquiera la dejan entrar. Los tres miembros de la
familia, dos mujeres maduras y un hombre mayor, de cuyo parentesco nada
sabemos, situados en el umbral de la puerta de servicio, la despiden y le
arrojan sus pertenencias envueltas en un trapo. Los señores, arriba de la
escalera; la criada, varios peldaños más abajo, en un rellano. La puerta se
cierra. Ella, desolada, sube por la escalera de servicio, muy lentamente, como
una sonámbula o como si estuviera sumida en un trance hipnótico, hasta que
alcanza el tejado de la casa (evocando aquí a Conrad Veidt llevando el cuerpo
desvanecido de Lil Dagover en Caligari).
Anda sobre él, firme, decidida, y, en un instante, se arroja al vacío (nueva
elipsis), estrellándose contra el suelo del patio de vecinos, donde yace
muerta, aunque su cuerpo no puede verse, pues aquéllos lo rodean espantados,
volviendo del revés sus cabezas.
Málaga, 27 de febrero de 2021, festividad
de Santa Ana Line.
[1] Algunos
estudiosos han precisado que el texto de Carl Mayer partía de una obra teatral
de Georg Kaiser. Es el caso del prestigioso investigador Jean Mitry. Estética y psicología del cine. 1. Las
estructuras. Madrid, Siglo XXI, pág. 278. La edición original francesa es
de 1963. El mismo dato, indicando más concretamente que la obra de Georg Kaiser
era Johanna, lo corrobora Olaf Brill,
en un capítulo dedicado a Carl Mayer, en el volumen colectivo coordinado por
Karl Acham. Kunst und
Geisteswissenschaften aus Graz. Wien – Köln – Weimar, Böhlau Verlag, 2009,
pág. 295. El capítulo de Brill incluye la filmografía completa de Mayer, es
decir, todos los guiones que escribió para las numerosas películas en las que
participó de manera decisiva.
[2] Lotte Henriette
Eisner. La pantalla demoníaca. Las
influencias de Max Reinhardt y del Expresionismo. Madrid, Cátedra, 1996,
pág. 124. Este ensayo, bajo el título L’Ecran
Démoniaque. Les Influences de Max Reinhardt et de l’Expresionisme, se
publicó originalmente en 1952. Exagera Eisner al calificar de «anodino» el
patio del film de Murnau en comparación con el que nos ocupa.
[3] Sin renunciar
expresamente al término Kammerspielfilm
para referirse a Hintertreppe, Jean
Mitry prefiere encuadrarla en lo que él llama «expresionismo realista», denominación que también
emplea en el caso de las dos películas mencionadas de Lupu Pick y en el de Die Strasse (La calle) de Karl Grune (1923). Estética
y psicología del cine. 1. Las estructuras, pág. 278.
[4] La pantalla demoníaca, pág. 123.
[5] Sigfried
Kracauer. De Caligari a Hitler. Una
historia psicológica del cine alemán. Barcelona, Paidós, 1985, pág. 96. Este
ensayo, bajo el título From Caligari to
Hitler. A Psychological History of the German Film, se publicó
originalmente en Princeton en 1947.
[6] Roberto Paolella.
Historia del cine mudo. Buenos Aires,
Eudeba, 1967, pág. 320. La edición original italiana es de 1956.
[7] La pantalla demoníaca, pág. 124.
[8] Lionel Richard. Del Expresionismo al nazismo. Arte y cultura
desde Guillermo II hasta la República de Weimar. Barcelona, Gustavo Gili,
1979, pág. 45. La edición original francesa es de 1976.
[9] Ibídem, pág. 133. Sobre esta misma
cuestión insistió el profesor español Vicente Sánchez-Biosca. Del otro lado: la metáfora. Modelos de
representación en el cine de Weimar. Valencia, 1985, págs. 53-54.
[10] De Caligari a Hitler, capítulo 14.
[11] Hermann Bahr. Expresionismo. Murcia, Colegio Oficial
de Aparejadores y Arquitectos Técnicos, 1998, págs. 104-105.
[12] Del Expresionismo al nazismo, págs.
54-55.
[13] La pantalla demoníaca, pág. 125.
[14] Estética y psicología del cine. 1. Las
estructuras, págs. 278-279.
[15] La pantalla demoníaca, pág. 128.
[16] Estética y psicología del cine. 1. Las
estructuras, pág. 279.
[17] Citado por Lotte
Eisner en La pantalla demoníaca, pág.
123.
[18] De Caligari a Hitler, pág. 101. Kracauer
reproduce un pasaje de un recorte de periódico referente a esta presencia del
despertador en Hintertreppe,
consultado previamente por el crítico estadounidense Herman G. Weinberg en una
recopilación de recortes de prensa correspondiente al periodo 1925-1927.
[19] La pantalla demoníaca, pág. 124. Un
estilo decorativo Levitan propiamente
dicho no existe. Lotte Eisner debe referirse seguramente al estilo de algunos
de los paisajes realizados por el pintor ruso Isaac Levitan (1860 – 1900), que
le sugieren a la ensayista esas plantas artificiales del comedor.
[20] En un sentido
general, «utilizar la luz con sagacidad, contribuye también a articular la
forma de lo que se muestra». Rudolf Arnheim. El cine como arte. Buenos Aires, Infinito, 1971, pág. 61. La
edición original inglesa, Film as art,
se publicó en 1933 por University California Press.
[22] Salvador Dalí. El mito trágico de «El Ángelus» de Millet.
Barcelona, Tusquets, 2004, pág. 17.