viernes, 26 de marzo de 2021

INTERTREPPE (1921)


Hintertreppe, un notable y temprano ejemplo del Kammerspielfilm

  

ENRIQUE CASTAÑOS

 

 

La película Hintertreppe (Escalera de servicio) fue dirigida en 1921 por el alemán Leopold Jessner (Königsberg, marzo de 1878 – Hollywood, diciembre de 1945), asistido por su compatriota Paul Leni (Stuttgart, julio de 1885 – Hollywood, septiembre de 1929). De una duración de unos 50 minutos, muda y en blanco y negro, su creador y guionista fue el gran Carl Mayer (Graz, Austria, 1894 – Londres, 1944)[1], a quien se deben, entre otros, los guiones de Das Kabinett des Dr. Caligari (1919), Scherben (Raíl, 1921) Sylvester (La noche de San Silvestre, 1923) y Der Letzte Mann (El último, 1924). Además de ayudante de dirección, Paul Leni también se ocupó de los decorados; los operadores fueron Karl Hasselmann y Wily Hameister, y la producción, alemana, correspondió a Henny Porten-Film GmbH y Hans Lippmann. El reparto solamente incluye a tres personajes: la sirvienta (Henny Porten), el amante (Wilhelm Dieterle) y el cartero lisiado (Fritz Kortner). Henny [diminutivo de Henriette] Porten, cuyo nombre real era Frieda Ulricke Porten (1890 – 1960), fue, además de productora, una destacada actriz del cine mudo alemán, que trabajó en varias películas de Ernst Lubitsch, Ewald André Dupont y Robert Wiene. En 1919 fundó su propia productora, que se fusionó con la de Carl Froelich en 1924. Su primer marido, con quien se casó en octubre de 1912, el actor y director de teatro y de cine Curt A. Stark, murió en octubre de 1916 en la Gran Guerra. En junio de 1921 volvió a casarse, esta vez con el médico judío y productor de cine Wilhelm von Kaufmann-Asser, razón por la que su carrera viose obstaculizada a partir de 1933, aunque pudo continuar trabajando en varias películas, gracias a la intervención de Albert Günther Göring, hermano menor del jerarca nazi Hermann Göring, pero enemigo declarado del régimen totalitario y protector, en la medida de sus posibilidades, de judíos y opositores, por lo que las vidas de la conocida actriz y la de su marido judío fueron respetadas durante la dictadura nacional-socialista, con la que ambos no tuvieron ninguna relación. Su carrera después de 1945 fue muy restringida. En cuanto a Wilhelm Dieterle (1893 – 1972), fue actor y director de cine en Alemania hasta 1930, trabajando algún tiempo en la compañía teatral de Max Reinhardt y participando en filmes tan renombrados como Das Wachsfigurenkabinett (El gabinete de las figuras de cera), de Paul Leni (1924) y Faust, de Friedrich Wilhelm Murnau (1926). En 1930 emigró a los Estados Unidos, donde se nacionalizó en 1936, cambió su nombre de pila por William y se convirtió en un meritorio director de cine, destacando su lírica y misteriosa película Portrait of Jennie (1948). Por último, el vienés Fritz [diminutivo de Friedrich] Kortner (1892 – 1970), que interpretó pequeños papeles, entre 1911 y 1913, en la compañía de Max Reinhardt, tuvo una importante participación, como amante y efímero marido de Lulú, en la inmortal obra de Georg Wilhelm Pabst titulada Die Büchse der Pandora (La caja de Pandora, 1929), protagonizada por la inteligente y deslumbrante Louise Brooks, a partir de una obra teatral de 1902 de Frank Wedekind. Abandonó Alemania al poco de llegar al poder los nacional-socialistas, recalando, primero, en Inglaterra, donde intervino en Abdul the Damned (Abdul Hamid, el sultán rojo), realizada por Karl Grune en 1935, y, después, en los Estados Unidos, donde trabajó como guionista y actor, como en la algo confusa, aunque estimable, Somewhere in the Night (Solo en la noche), de 1946, primer acercamiento de Joseph L. Mankiewicz al cine negro, un género donde nunca pareció encontrarse cómodo. En definitiva, que los únicos tres actores de Hintertreppe sobresalieron en el cine silente y dieron con bastante dignidad el salto al sonoro.


                                                                     Leopold Jessner
                                                           


Hintertreppe narra una historia pasional, un drama de la vida cotidiana de la clase media empobrecida. La acción transcurre en Berlín, en un conjunto de casas de diferentes alturas donde reside una clase media proletarizada, si bien hay solamente una vivienda habitada por una estirada e intolerante familia, rígida y convencional, perteneciente a una clase media relativamente acomodada, que es donde trabaja la sirvienta como interna. Alrededor de las casas, un patio vecinal empedrado, decisivo como espacio que, al mismo tiempo, separa y vincula a los habitantes de las descuidadas viviendas. Un patio semejante aparecerá en Der Letzte Mann, de Murnau, a nuestro juicio muy bien diseñado, aunque puede llevar razón la estudiosa alemana Lotte H. Eisner cuando afirma preferir el patio concebido y construido por Paul Leni[2], probablemente, suponemos nosotros, porque es más sórdido y tenebroso, convirtiéndose en mudo escenario del drama, siendo capaz de «reunir» a almas dispersas y distintas.

Hintertreppe es uno de los primerísimos títulos de lo que se ha dado en llamar Kammerspielfilm, esto es, un «cine de cámara» o «cine íntimo» cuya característica más visible es la ausencia de intertítulos y el escasísimo número de personajes[3]. En realidad, se trataría de un ejemplo, avant la lettre, del género, en palabras de Lotte Eisner, quien la fecha en 1920[4], mientras que Sigfried Kracauer la retrasa a 1921[5], opinión compartida por Roberto Paolella[6]. También la fechan en 1921 los críticos Horst Claus y Fred Gehler. En cualquier caso, parece bastante probable que el rodaje de Hintertreppe fuera ligeramente anterior al de Scherben. Este género cinematográfico, específicamente alemán, comenzó con la mencionada Scherben, escrita por Carl Mayer y dirigida por el rumano Lupu Pick en 1921. En Scherben hay cuatro personajes: el guardavía (Werner Krauss), la hija (Edith Posca), el inspector de ferrocarriles (Paul Otto) y la madre (Hermine Strassmann-Witt). Una quinta persona es un fugacísimo pasajero, encarnado por el propio Lupu Pick, marido, en la vida real, de Edith Posca. La siguiente gran película del género, asimismo creación de Carl Mayer y de nuevo dirigida por Lupu Pick, es Sylvester, de 1923. Otra vez tres personajes: el marido (Eugen Klöpfer), su esposa (Edith Posca) y su madre (Frieda Richard). Con el pronombre posesivo «su» en cursiva, Carl Mayer pretende, en opinión de Lotte Eisner, privar de cualquier existencia individual a ambas mujeres. El Kammerspielfilm alcanzaría probablemente su culminación con Der Letzte Mann, de Murnau, también escrita por Carl Mayer y donde Murnau contó con la magistral colaboración del operador Karl Freund, lo que le permitió sacar mejor partido al ajetreo callejero, a la simbólica puerta giratoria de la entrada del lujoso hotel y a las expresiones del rostro del personaje principal, el portero mayor del Atlantic, degradado a humilde encargado de los baños, un papel que interpretó un soberbio Emil Jannings, de quien Murnau extrajo, gracias a los primeros planos y a los suaves contrapicados muy próximos, toda la capacidad expresiva de su rostro, pues Karl Freund, en vez de usar solamente la cámara sobre ruedas para los travellings, adhirió una cámara más pequeña a su propio cuerpo (como la potente linterna que porta colgada a su cuello el sereno del hotel), de tal modo que podía seguir de cerca los más leves movimientos del cuerpo y de la cabeza de Jannings, especialmente al deslizarse sigilosamente por los pasillos del hotel de noche, con su figura encorvada pegada a las paredes, temeroso y derrotado. También Karl Freund, por indicación de Murnau, supo otorgar la importancia debida al uso de la luz y de la sombra, circunstancia que no concurre con tanta maestría ni en sendas obras de Lupu Pick ni en la que analizamos en este breve artículo.


                                                                       Paul Leni



El Kammerspielfilm, como ha subrayado Lotte Eisner, deriva directamente del teatro de Max Reinhardt entre 1902 y el inicio de la contienda europea, pues este innovador director teatral alemán advirtió que las expresiones y gestos de los actores no podían apreciarse por los espectadores en una sala espaciosa; de ahí que redujese drásticamente el número de espectadores, a fin de que pudiesen ver la evolución expresiva de los actores de la obra representada. Este tipo de teatro dio en llamarse Kammerspiel, no pudiendo asistir a las sesiones más de trescientos espectadores[7]. Pero hay que ser cautos a la hora de establecer las relaciones de Max Reinhardt con el teatro naturalista anterior, por mucho que el Kammerspielfilm beba en los «contenidos» de determinados dramas psicológicos y naturalistas de escritores de Alemania, Noruega y Suecia. Lionel Richard ha señalado, respecto a Reinhardt, dos cosas relevantes: la primera, que su aportación fue decisiva, durante esa docena de años anterior a la guerra, en el descubrimiento del teatro extranjero y en decidirse por incorporar a los mejores autores teatrales de la época, tales como Henrik Ibsen, Maurice Maeterlinck, Carl Sternheim, Augusto Strindberg, Nicolás Gogol (aunque fallecido en 1852), Hugo von Hofmannsthal, Frank Wedekind y Georg Kaiser; la segunda, que se alzó «contra el monopolio del teatro naturalista, representado por Otto Brahm», su maestro, alcanzando de este modo una «madurez de elaboración escénica» singularmente neo-romántica, decadentista (no olvidemos que Maeterlinck se desenvuelve en el ámbito del Simbolismo, esto es, donde la preeminencia corresponde a la Idea), «que intenta, sin ocultarlo, favorecer ensueños, provocar una evasión fuera de la realidad»[8]. Por eso no se puede ser maniqueo o taxativo cuando nos referimos a Reinhardt, como observó muy bien Lotte Eisner, pues, a pesar de sus innovaciones escénicas, se nutre de conceptos e ideas neo-románticas, simbolistas, naturalistas, expresionistas y vanguardistas, sin que necesariamente hayan de resultar antagónicas; su talento, por el contrario, consistió en reconciliar tendencias aparentemente opuestas. El mismo Lionel Richard nos recuerda la desaprobación de Lotte Eisner por la tendencia generalizada de la crítica a considerar «expresionistas» todas las películas rodadas en Alemania durante el decenio de 1920, fruto del desconocimiento de lo que realmente fue el Expresionismo y de la confusión en torno a él[9]. Pensemos, sin ir más lejos, en las extraordinarias películas de Pabst desde 1924 hasta 1929, enmarcadas por Kracauer en lo que llamó «nuevo realismo» cinematográfico alemán[10], emparentado con el movimiento artístico de la Neue Sachlichkeit («Nueva Objetividad») y con la renegociación de la deuda alemana que se concretó en el llamado Plan Dawes de abril de 1924 (por el nombre de su principal impulsor, Charles Gates Dawes, Director de la Oficina del Presupuesto de los Estados Unidos).

Pero, si bien existen indudables puntos de contacto entre el Kammerspielfilm y el Expresionismo cinematográfico, no puede ocultarse cierta oposición explícita entre ambos. El «cine de cámara» está incardinado en el teatro de Max Reinhardt y está vinculado al drama psicológico y naturalista alemán y nórdico, por ejemplo, a las obras del noruego Henrik Ibsen, del sueco Augusto Strindberg y del alemán Gerhart Hauptmann. A este último dramaturgo lo vemos, durante catorce segundos, avanzando enérgico y erguido desde el plano del fondo con un libro en la mano, en plena campiña, hasta detenerse y mover ligeramente la cabeza en una brevísima toma donde su figura ocupa el primer plano, antes de que comience propiamente la película Phantom (El nuevo Fantomas), dirigida en 1922 por Murnau a partir de una novela de Hauptmann, adaptada por Thea von Harbou, que fue la guionista. Aunque Phantom no tenga nada que ver con el Kammerspielfilm, la aparición preliminar del reputado escritor en la pantalla es no solo un documento histórico-visual, sino toda una declaración de principios acerca de los intereses argumentales de destacados cineastas alemanes de la época. Ya Hermann Bahr, en su fundamental ensayo Expressionismus, publicado en Munich en 1916, enfatizó la oposición entre el Impresionismo y el Expresionismo, es decir, el carácter irreconciliable entre el predominio de la retina, de la sensación, del ojo como mero analista visual de lo fugaz y transitorio, y la preeminencia del ojo interior, puramente espiritual, propio del Expresionismo[11], que, en definitiva, es, en buena medida, un hijo tardío del Romanticismo alemán, como es evidente si leemos, por mencionar el ejemplo más conocido, algunos pasajes escritos por el pintor Caspar David Friedrich.


                                                    Fritz Kortner en un plano del filme


El Expresionismo cinematográfico subraya poderosamente los decorados con aristas puntiagudas y fragmentos extremadamente angulosos (Caligari), o bien los decorados fantásticos, irracionales, subordinados a una desbordada imaginación, como los construidos por el arquitecto Hans Poelzig en la película Der Golem, de Paul Wegener y Carl Boese (1920). Los decorados picudos de Caligari se repiten de nuevo en otra película de Robert Wiene, Raskolnikow, de 1923, sirviendo de marco perfecto al desquiciamiento psicológico del protagonista y al desmoronamiento de los fundamentos de la sociedad. También hallamos escenas, como en el caso de Nosferatu de Murnau (1922), que enfatizan, con los intensos contrapicados y la presencia amenazadora de las sombras, el carácter «siniestro» del vampiro, del «no-muerto», encarnación del mal, según corrobora el título completo de esta obra maestra: Nosferatu, eines Symphonie des Grauens, donde este último adjetivo se traduce por siniestro. Las películas expresionistas no se centran en el drama psicológico interior, estrictamente individual, de los personajes, ni tampoco abordan los problemas económicos y sociales de la clase media proletarizada, ni siquiera la evolución de las pasiones, el peso insoportable de un pasado oscuro, el incesto, el sexo, la locura o el enfrentamiento entre las clases propia del teatro naturalista nórdico, temas que tienen ejemplos definitivos en Spöksonaten, El pelícano y La señorita Julia, de Strindberg, o en Rosmersholm de Ibsen.

Por su parte, el Kammerspielfilm no nos ofrece ese tipo de decorados, por mucho que no sea posible eliminar por completo la influencia expresionista. El decorado no es ahora «artificial», irracional, subjetivo, sino naturalista, a veces sórdido, escueto, sobrio, sintético, donde, en ocasiones, la Naturaleza tiene una presencia grandiosa, intemporal, cual símbolo de la permanencia del cosmos, tal y como vemos en Scherben y en Sylvester.

Leopold Jessner fue uno de los directores teatrales que, en 1918-1919, junto con Rudolf Leonhard, Karlheinz Martin y Erwin Piscator, se alzaron contra un teatro naturalista «popular» que pretendía captar a la clase obrera, impulsado por Bruno Wille y Franz Mehring, pero que acabó tornándose «comercial, burgués y tradicional»[12]. De aquéllos, los más ideologizados fueron Karlheinz Martin y Erwin Piscator, militantes comunistas.


                                                        Uno de los planos finales del filme


Como realizador, Jessner solamente dirigió cuatro películas, entre 1921 y 1935, siendo, con mucho, Hintertreppe la más destacada y la que le hace merecedor de ser incluido con nombre propio en las historias del cine mudo. No compartimos la apreciación crítica de Lotte Eisner acerca de que Hintertreppe sería un film sobrevalorado: «¿Será una antinomia fundamental entre el Kammerspiel, intimista y psicológico, y los procedimientos del expresionismo lo que hace que hoy esta obra sobrevalorada por las historias del cine nos parezca muy decepcionante?»[13] Criterio semejante, aunque por otros motivos, es el de Jean Mitry, que siente una decidida animadversión hacia todo el Kammerspielfilm, considerándolo un género impostado, artificial, exagerado y falso. La única excepción que hace es con Der Letzte Mann, a la que califica de obra maestra. Esa denostación del «cine de cámara» que lleva a cabo Mitry, «expresionismo realista» para él según hemos dicho, se concentra en sendas películas de Lupu Pick, aunque lo que afirma sirve igualmente para Hintertreppe. Sobre Sylvester (1923) escribe que «revela una tendencia más marcada todavía hacia un naturalismo psicológico pretendidamente realista; lo es por su tema, pero se expresa a través de una estructura elaborada, puramente expresionista. Y ello porque en este film, cuya acción se desarrolla en el espacio de una hora, todo lo que se cuenta es lo que ocurre justamente “alrededor del drama”. Es la vida de los juerguistas de cabaret, en medio de una pesada atmósfera de cerveza y humo; es también el contrapunto persistente que va a buscar en la Umwelt imágenes-símbolos (el mar encrespado, el cielo desfigurado, el cementerio crepuscular, la landa desierta, etc.), imágenes que procuran tornar perceptible el lado eterno de las cosas de las que el drama no constituye sino un aspecto momentáneo»[14]. Para Mitry, pues, el carácter fundamentalmente expresionista de Sylvester está determinado por el hecho de que lo importante de la narración, no es el drama familiar que transcurre durante la última hora del último día del año en la vivienda trasera del dueño del bar, sino lo que ocurre alrededor de ese drama, bien sean los clientes que protagonizan la francachela del bar, el ajetreo de la calle y de la plaza, con su omnipresente reloj a modo de monolito rematado por una esfera luminosa, el intenso tráfico rodado y el trasiego de los viandantes, la puerta giratoria del lujoso local de la acera de enfrente, y, sobre todo, la interpolación de imágenes de la Naturaleza. De esta explicación para calificar la película de «expresionista» es, precisamente, de la que discrepamos nosotros. Es cierto que todo lo que no es el trágico drama familiar que se desarrolla en el salón-comedor de la vivienda es Umwelt, esto es, «el mundo en torno», «el mundo alrededor», pero ello no conduce ineluctablemente a convertir el drama familiar en un acontecimiento marginal y secundario. La Umwelt, más bien, sería el contrapunto sinfónico del drama, que es el hecho decisivo, aunque también es verdad que cuando la Umwelt es pura naturaleza, se nos está indicando simbólicamente, como hemos insinuado anteriormente, que lo que ocurre en el interior de la casa es transitorio, fugaz, y que lo único que permanece es el ritmo eterno de la Naturaleza, ajena a las pasiones e instintos de los hombres. Las imágenes de la Umwelt se intercalan para reforzar el significado del drama, no para ignorarlo, subordinarlo o llevarlo a la marginación. Nos convence más la explicación que del papel de la Umwelt en Sylvester da Lotte Eisner, quien a este propósito trae a colación la interpretación del crítico, director de cine y poeta vienés de origen judío Ernst Angel (1894 – 1986), sintetizada por Eisner cuando escribe que la Umwelt «no es realmente independiente, sino que podríamos decir que es desinteresada y se atenuará de nuevo con la reanudación de la acción misma»[15].

Jean Mitry continúa exponiendo sin tapujos su rechazo del Kammerspielfilm, para él un género malogrado dentro del Expresionismo cinematográfico: «Buscando expresar la psicología individual a través de un simbolismo a ultranza, exponiendo solo acciones y reacciones elementales alrededor de diversos hechos convencionales, presentando caracteres esquemáticos hasta el exceso en situaciones paroxísticas, Lupu Pick y los cineastas de esta escuela realizaron filmes que de realistas solo tienen el título. Nada parece hoy más artificial y más falso que esta realidad retorcida, concebida únicamente para satisfacer una simbólica premeditada. El error consistió en querer estilizar el drama y los personajes persiguiendo un realismo psicológico cuyas exigencias son diametralmente opuestas»[16].


                                                        Henny Porten en su casa en 1922


No le falta, sin embargo, algo de razón a Mitry, aunque, en el caso de Lupu Pick, el principal error, al menos en Sylvester, está en no haber sabido traducir con la cámara la importancia concedida a la luz por Carl Mayer, ni haber sabido extraer todo el simbolismo que escondían elementos esenciales, como la puerta giratoria de entrada del lujoso local de la acera de enfrente, cuestión que sí supieron resolver magistralmente Murnau y su operador Karl Freund en El último. El propio Paul Leni, escribiendo en 1924 sobre Sylvester, dice: «Carl Mayer da a su película Sylvester el subtítulo de un “juego de luces”. Esta indicación no es ciertamente una simple alusión a la técnica que utiliza transformaciones y movimientos de luz. Con ello ha querido expresar el claroscuro que reina en el hombre, en su alma, ese ir y venir eterno de sombra y luz que afectan las relaciones psíquicas. Así es como yo he entendido este subtítulo»[17].

En Hintertreppe las dos presencias dominantes son la de la sirvienta y la del cartero. El amante aparece en escena muy poco.

La historia es sencilla. Debido a la importancia del texto escrito por Carl Mayer, describiremos detenidamente la acción, para que el lector, aun sin poder ver la película, pueda imaginársela. La descripción se irá viendo enriquecida por apreciaciones técnicas y estéticas. Con ello será suficiente. En la primera secuencia vemos a la sirvienta despertándose por la mañana, muy temprano, para comenzar su jornada. El reloj despertador suena a las 6:00, pero ella lo atrasa cinco minutos para arrellanarse un poco más en la cama. Observamos por dos veces, con todo detalle, el sencillo engranaje de la parte posterior del reloj, girando la ruedecilla. Esta presencia dominante de los objetos a favor de la acción dramática, ha sido resaltada por Kracauer a propósito de las películas de Carl Mayer[18]. La perseverancia y el detallismo con el que son ofrecidos los objetos visibles en Hintertreppe (papel, pluma, tintero, mesa, florero de cristal, platos, vasos, cubiertos, cocina de gas, cartera de cuero, hacha) resulta obsesiva. Mientras la criada se levanta, al otro lado del patio vecinal, el cartero la observa desde la ventanuca de su mugrienta y desaliñada vivienda, situada en una planta sótano (solamente la puerta de entrada y la ventana de arco escarzano están al nivel del pavimento del patio). En la siguiente secuencia, el cartero sube por la escalera de servicio y llama a la puerta de la cocina de la vivienda donde trabaja la sirvienta. Ésta abre, el cartero le entrega la correspondencia y se marcha. La criada camina un poco, deposita las cartas sobre una mesita del amplio salón-comedor, curiosea el nombre del remitente de uno de los sobres y se sonríe. El espectador ha podido observar con nitidez la escalera de servicio, sórdida, con las paredes desconchadas, adornada solo por una barandilla con balaustres de madera torneados. Esta escalera de servicio, trasera, descuidada, unas veces iluminada y otras tenebrosa, ocupa un puesto intermedio, es un lugar de paso que conduce solo a aquella puerta y al tejado, pero que tendrá un papel determinante como nexo de unión entre la sirvienta y el cartero, ya que se trata del único elemento físico que le permite entrar en contacto, aunque fugaz y pasajero, con la muchacha. Su función anuncia el espacio tras la puerta de entrada del bloque de viviendas que sirve de distribuidor en Die freudlose Gasse (La calle sin alegría), de Georg Wilhelm Pabst (1925), aunque en este último caso ese espacio conduce tanto al garito clandestino y vicioso que regenta la alcahueta Greifer (Valeska Gert) como a la puerta de la vivienda de clase media empobrecida por la inflación habitada por Greta Rumfort (Greta Garbo), su padre, el orgulloso consejero Rumfort (Jaro Fürth), y su hermana pequeña (Eleonore Nest). El vicio y la virtud se hallan muy próximos, aunque por fortuna enfrentados, a pesar de un conato de tentación frustrado, en ese notable exponente del «realismo social» cinematográfico alemán, por emplear la terminología de Kracauer. No es el caso de la escalera de servicio en el film de Jessner. La escalera pondrá en contacto al cartero y a la criada, pero también será el testigo mudo de desengaños, ansiedades, alegrías, esperanzas, y, por último, el paso obligado que conducirá a la muchacha a su trágico final. De otra parte, el espectador ha podido echar una ojeada a ese amplio patio interior empedrado del conjunto de viviendas, donde la clase media relativamente acomodada, reducida a una sola familia, convive con la clase media baja, proletarizada. Al principio de este artículo nos hemos referido a su función esencial, y ahora adelantamos que también será escenario de encuentros amorosos furtivos y de la tragedia postrera. Precursor indiscutible del que aparece en Der Letzte Mann, Murnau consigue iluminar, gracias a la intervención de Karl Freund, mucho mejor el suyo, algo esencial para ser fiel a las directrices estéticas sobre la iluminación de Carl Mayer, pero la diferencia más ostensible es que el construido por Paul Leni está prácticamente siempre bastante oscuro y vacío, salvo algún farol que proyecta una luz expresionista y la concurrencia de curiosos que rodea el cuerpo inerte de la joven en el suelo, mientras que el de Murnau, aunque solitario cuando la figura encorvada, humillada y asustadiza de Jannings se desliza adherida a las paredes, suele estar animado, con niños jugando y vecinas envidiosas demasiado entrometidas, cotillas y murmuradoras, una crítica despiadada de Murnau a esta práctica tan poco edificante que los habitantes de las riberas del Mediterráneo creemos sin ningún motivo que es exclusiva nuestra.

Por la noche, la sirvienta se reúne con su amante, en un recodo del patio de vecinos, iluminados por la luz indirecta de un farol, siendo ambos vistos por el cartero desde su casa, apenándose por ello. La cámara nos acerca su rostro lo suficiente para que podamos distinguir sus muecas con la boca y sus entristecidas facciones. A la noche siguiente, la criada sale de nuevo a reunirse con su amante en el mismo lugar, pero éste no viene. Ella da cortos paseos de un lado para otro, nerviosa y levemente agitada. El cartero vigila una vez más desde su lóbrega ventana. Al día siguiente, el cartero, de nuevo a través de la escalera de servicio, le entrega la correspondencia a la sirvienta, pero para ella no hay ninguna carta. Naturalmente, esperaba alguna de su amante, quien tampoco se presenta a la noche siguiente. Continúa sin recibir cartas de su amante. Éste, artesano de profesión, es posible que haya tenido que trasladarse por un tiempo a realizar algún trabajo fuera de la ciudad, pero, en realidad, lo que está sucediendo es que el cartero, secretamente enamorado de la joven, intercepta las cartas del amante, impidiendo que lleguen a su destinataria. El cartero, tímido, acomplejado y temeroso de ser rechazado por la hermosa y opulenta criada, le oculta su amor. Siempre se presenta ante ella como en actitud avergonzada, apocada, sin atreverse a mirarla directamente, con la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo. En otra toma, observamos a la joven rasgando, desolada, la correspondencia y echando los trozos en el barreño donde friega los platos. Suena la campanilla accionada por la señora -cuya forma y rápido movimiento prefigura las que se ven en Schloss Vogelöd (El castillo Vogeloed, dirigida por Murnau en 1921), Nosferatu y en Sylvester- y la criada emprende la nueva orden recibida, limpiar concienzudamente platos y vasos para la comida próxima, con invitados, que tendrá lugar en la casa. Parece absorta en su tarea, pero acecha la presencia del cartero en el patio. Desde una ventana, lo ve atravesar el pavimento, resguardado en un impermeable que brilla por el agua que chorrea, pues está lloviendo copiosamente. Deja su trabajo y acude a la puerta de la cocina. Al no recibir cartas de su amante, la muchacha se sorprende y muestra su disgusto ostensiblemente, hurgando incrédula en la negra cartera de cuero del empleado postal. La escena se desarrolla en el umbral, con la puerta entreabierta. Mientras ocurre, el hombre permanece con la cabeza vuelta, consciente de la angustia y preocupación de la joven. Ésta retorna a su anterior tarea, y la vemos disponer en el comedor, cuidadosa y eficientemente, la mesa de los invitados. Aquí repara Lotte Eisner en un contraste que salta inmediatamente a la vista: «… la vivienda sórdida del cartero contrasta con el salón “1900”, amueblado con sillones de felpa, dentro de un estilo del tipo “Levitan”, recargado por palmeras artificiales»[19]. Al día siguiente, por fin, el cartero le entrega una carta de amor, supuestamente de su amante. La lee, entusiasmada y presurosa, delante del propio cartero. Llena de gozo, comparte su alegría, en el umbral de la puerta, con el emisario de tan cálida misiva, cogiéndole uno de sus brazos con emoción. En esa carta, de letra limpia y clara, se especifica el amor que siente por ella y las razones por las que no ha podido recibir antes cartas suyas. Ella no se da cuenta, ni siquiera por el tipo de letra, pero la breve epístola, casi una nota o un billete, tierna y rezumando un amor auténtico, es del cartero, quien se ha decidido a suplantar en secreto al amante.

Una vez en sus reducidos dominios, en la cocina, de nuevo la lee y relee, exultante, disponiéndose de inmediato a contestarla, por lo que se sienta satisfecha junto a una mesa, bebe pequeños tragos de vino y comienza a escribir entregada por completo a su tarea. El papel, la pluma y el tintero son enfocados, convenientemente iluminados[20], con delectación física, material. Ahora, en una acción paralela, las escenas se alternan, ora en una vivienda, ora en otra, manteniendo la unidad de tiempo, pero no la de lugar. Durante el transcurso de la fiesta, con cena incluida, en casa de los propietarios donde trabaja la criada, que solo nos es posible observar a través de las sombras proyectadas en los cristales de una puerta interior de la vivienda burguesa, el cartero, en su casa, empieza a escribir otra carta de amor, mejor dicho, a transcribir la ya escrita anteriormente. La joven, que continúa estando gozosa por la epístola recibida, deja momentáneamente de redactar la contestación, coge dos copas de cristal y una jarra con vino, y se encamina diligente a la casa del cartero, con el propósito de compartir su alegría con el vecino que le ha traído tan buenas noticias. Al presentarse de improviso en casa del cartero, éste no tiene tiempo para ocultar la carta que estaba copiando, por lo que la coge con palpable nerviosismo y la arruga con una de sus manos, sin poder impedir que los bordes del papel sobresalgan del puño cerrado. Entonces, la joven, de manera juguetona, sin mala intención, una vez depositadas las copas y la jarra con el vino en la mesa, le arrebata la carta. Nada más empezar a leer, se da cuenta que se trata de una copia de la misiva que había recibido el día anterior. Compara la letra con la que guarda en el bolsillo, descubre lo sucedido, y se enfada con el cartero, quien permanece, abatido y con la cabeza vuelta gacha, de pie, levemente encorvado, avergonzado por lo que ha hecho. No obstante, su amor por la criada permanece incólume, a pesar de que teme haber perdido su confianza para siempre. La joven, comprendiendo al desdichado, posa ligera y suavemente su mano izquierda sobre la cabeza del hombre, que continúa inclinado sobre sí mismo, la desliza sobre uno de sus hombros, con delicadeza, y se va, sin duda perdonándolo. Toda la escena, tan breve, es un prodigio del extraordinario poder de los gestos, las actitudes, las expresiones, en el cine silente. Podrían recordarse aquí las certeras palabras de Rudolf Arnheim: «La ausencia de la palabra hablada concentra más la atención del espectador en el aspecto visible de la conducta, y de este modo el acontecimiento entero atrae especial interés. A esto se debe que tomas muy corrientes resulten con frecuencia tan notables en las películas mudas»[21].

La sirvienta regresa a la casa donde trabaja (Jessner, como en otras muchas ocasiones, se vale aquí de una elipsis, esto es, un salto temporal, pues no vemos a la chica atravesar el patio), pero se siente incapaz de terminar la carta que había empezado. Se la ve reflexiva, meditabunda. Se dispone a recoger los restos de la celebración en la que han participado sus señores y los invitados. Poco después, el cartero deja, delante de la puerta de servicio, una nueva carta, llama al timbre y corre escaleras abajo, a fin de no ser descubierto. La joven, al abrir la puerta, se percata del sobre que hay en el suelo. Lo recoge y se dispone a fregar los platos. Pero continúa intranquila. Abandona rápidamente su tarea y va con la carta a la casa del cartero. Una vez dentro, rompe la misiva delante de él y comienza a llorar, echada sobre la mesa. Es evidente su desazón. El cartero permanece sentado, avergonzado, sin atreverse a mirarla. Al verla llorar, se levanta y trata de consolarla. Ella, entonces, se serena un poco, ase con ternura la mano derecha del cartero y acaricia su brazo. La muchacha está emocionada ante el amor que por ella siente este hombre solitario, desaliñado, tenuemente tullido. Se dirige al fogón, para ver qué estaba cocinando. Comprueba fehacientemente su descuido, abandono y precariedad. Se seca los ojos humedecidos de emoción. De pronto repara en que debe volver, pero, al observar de nuevo al cartero con la cabeza vuelta, cuando ya ha abierto la puerta para salir, se gira sobre sí misma, extiende sus brazos, se dirige a él compasivamente, casi amorosamente, le coge la cabeza con ambas manos y lo besa en los labios. Es un beso fugaz, más bien un roce, pero basta con ese simple gesto de benevolencia. Acto seguido, se marcha. El cartero está muy contento. Se entrega con esmero a barrer la pequeña y desvencijada estancia que hace de cocina-comedor, pone la mesa cuidadosamente y prepara la comida. Es evidente que espera que la joven regrese. La muchacha, por su parte, coloca unas flores en un jarrón con agua. Antes de que vuelva la joven, el cartero se esconde detrás del fogón de la cocina para sorprenderla. La criada llega de nuevo y simula no ver al cartero, hasta que lo descubre en su infantil escondite. Haciéndose la despistada, se acerca con una inocente sonrisa burlona a la hornilla y posa su mano sobre la pelambrera del hombre agachado. Hay una gran ternura en la actitud de la muchacha. Coge ambas manos del hombre, acariciándolas y sonriendo sin el más mínimo asomo de malicia. Levanta su brazo izquierdo, para que él se coja con el derecho y la acompañe a la mesa. Continúa acariciándole una mano mientras dan unos pasos. Él, por su parte, se muestra muy atento. No permite que ella haga nada. Limpia el polvo de la silla donde la joven va a sentarse, aunque seguramente ya se lo había quitado cuando barrió la habitación.  Incluso le coloca un cojín en los pies. Ella, ante ese gesto tan gentil, le acaricia la cabeza una vez más, así como un hombro.

La joven se halla contenta, relajada, generosamente agradecida, pero, de improviso, cuando él está empezando a escanciar el vino, percibe unas sombras perturbadoras a través de la ventana: se trata de su amante, quien, en el patio exterior, pasea alterado y ansioso delante de la ventanuca, de un lado para otro, viéndose solamente sus piernas desde la parte inferior de los muslos, como sombras agitadas y nerviosas, a través de los visillos y los cristales. Sorprendida y angustiada, la sirvienta, apesadumbrada y temerosa, va incorporándose muy lentamente, descorre los visillos, mira y hace reposar su cuerpo, abatida, en el mugriento trozo de pared que hay junto al quicio de la puerta. El cartero se ha quedado como paralizado, encorvado, con la jarra de vino todavía inclinada para llenar un vaso. La joven sale al encuentro de su amante, quien la espera de pie, de perfil, con los brazos caídos pegados al cuerpo, proyectándose su figura, cual una sombra fuertemente expresionista, en la pared que hay junto a él. Al traspasar ella la puerta y colocarse a su lado, son ahora dos las sombras que la luz, muy directa, proyecta y recorta sobre el muro, aunque la del amante queda en gran parte oculta por su propio cuerpo. Tanto esas sombras como los dos seres que las producen, evocan de manera sorprendente, y no creemos que sea algo totalmente casual, un cuadro de tamaño mediano, misterioso, emotivo y lírico, religioso y arquetípico, El Ángelus de Jean-François Millet, pintado entre 1857 y 1859, y que se conserva hoy en el Musée d’Orsay, en París. Cualquier aficionado sabe que la pintura realista de Millet, de honda significación religiosa, y de ahí la poderosa influencia que tuvo en Vincent van Gogh, ofrece escaso parentesco conceptual y espiritual con la del fundador del Realismo pictórico, el también francés Gustavo Courbet, ateo y simpatizante de las ideas revolucionarias manifestadas en 1848. En el cuadro de Millet el campesino, casi en posición de tres cuartos, está a la izquierda, con la cabeza inclinada, los brazos doblados y las manos, algo separadas delante del pecho, sosteniendo suavemente el sombrero del que respetuosamente se ha despojado. Su mujer se halla a la derecha, de perfil, con un pañuelo de campesina en la cabeza y con las manos fervorosamente entrelazadas, musitando la oración a la Virgen María que corresponde a las seis de la tarde, a la hora del crepúsculo, según adivinamos al contemplar el campanario de la aldea en el plano del fondo (aunque lo más común y extendido es rezar a las doce del mediodía, abandonando cualquier tarea que se esté haciendo, siempre que sea posible, claro está). Entre los pies de ambos, pero más cerca de la mujer, un cesto de mimbre conteniendo lo que parecen ser algunas patatas. Los personajes de la película de Jessner están en esta escena situados en posición invertida respecto del óleo de Millet, con la sirvienta a la izquierda, de frente, con los brazos colgando y la cabeza gacha, y el amante, casi de perfil, a la derecha.

Resulta indudable que la visión de las dos figuras y sus sombras proyectadas prefiguran la tragedia inminente. Podría parecer descabellado lo que ahora vamos a sugerir, sobre todo por la distancia temporal entre la película de Jessner y la interpretación que Salvador Dalí hizo del célebre cuadro de Millet en 1963. Sin embargo, existe una misteriosa y profunda conexión entre los varios significados que Dalí otorga a la originalísima pintura, todos ellos «trágicos», escondidos en el mundo del subconsciente, y el carácter amenazador de las sombras y las figuras de la sirvienta y el amante, que hemos relacionado con el lienzo del artista francés. En nuestro caso, asumimos el riesgo en que incurrimos, pues ni Jessner conoció nunca la interpretación de Dalí, ni éste tiene en mente, en ningún momento, al llevar a cabo su análisis, la película de 1921, ni tampoco es seguro que Jessner quisiera evocar conscientemente la composición de El Ángelus. Lo importante, sin embargo, es que el análisis de Dalí nos sirve para mantener nuestra tesis de que esa escena del hombre y la mujer en el patio de vecinos anticipa el desenlace trágico de la narración fílmica.

Seremos escuetos. Solamente nos interesa señalar que Salvador Dalí estuvo obsesionado, desde su infancia, con el cuadro de Millet, del que había una barata reproducción en su casa paterna. En 1963 publicó en francés un ensayo memorable titulado El mito trágico de «El Ángelus» de Millet, maravillosamente bien escrito, como era lo habitual en él. Sirviéndose de su inmensa cultura, de sus profundos conocimientos acerca del Psicoanálisis y de lo que él llamaba método paranoico-crítico, disecciona la singular pintura con maestría incomparable, aunque pueda haber muchos a quienes su interpretación les parezca un despropósito, una simple extravagancia, semejante, para tales lectores, a lo que hizo Sigmund Freud cuando escribió en 1910 su breve e impactante ensayo Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci. Nada más empezar su libro, nos advierte Dalí que, en realidad, lo que está haciendo el joven matrimonio campesino es rezar ante la tumba de su hijito muerto, basándose no solo en comentarios de amigos de Millet, en el sentido de que habría borrado el diminuto féretro y lo habría escondido bajo la tierra labrada, sino en radiografías que el propio Dalí pudo ver, y que permitían conjeturar la existencia de un objeto geométrico, al lado de la mujer, bajo la capa de óleo[22]. En la segunda interpretación, que es a la que dedica todo su denso estudio, ve la figura de la mujer como la de la madre que va a abalanzarse, con una intención erótica, sobre su hijo, del mismo modo que la mantis religiosa, después de copular, devora al macho. Escribe el genio de Port Lligat refiriéndose a la postura de ambas figuras: «Es un momento de espera y de inmovilidad que anuncia la inminente agresión sexual. La figura femenina -la madre- adopta la figura expectante que identificamos con la postura espectral de la mantis religiosa, actitud clásica que sirve de preliminares al cruel acoplamiento. El macho -el hijo- está subyugado y como privado de vida por la irresistible influencia erótica; permanece “clavado” en el suelo, hipnotizado por el “exhibicionismo espectral” de su madre, que lo aniquila»[23]. Y, algunas páginas más adelante, dice: «Reconozco así, con una extrema evidencia, que el personaje masculino se me aparecía, desde el principio de la primera escena de expectación, bajo un aspecto trastornador, angustioso: lo veía “como muerto de una forma latente”, “como muerto de antemano”»[24]. ¿No va, también, a morir, muy poco después de aquel plano con su sombra, el amante de la película de Jessner? ¿No es también un «como muerto de una forma latente»? ¿No es la chica la causa indirecta del homicidio o del crimen que va a perpetrar el cartero? ¿No nos parece la sirvienta, con su opulenta y generosa vitalidad, émula de La lechera de Johannes Vermeer, en el Rijksmuseum, una madre, una madre nutricia arraigada en la tierra y en la naturaleza?

De las numerosas composiciones que Dalí dedicó al cuadro de Millet, reinterpretándolo pictóricamente según su acercamiento paranoico-crítico, destacan dos: Atavismo del crepúsculo (1933-1934), que subraya el significado de mantis religiosa de la campesina, apareciendo el hombre con un rostro que no es más que una siniestra calavera, y Reminiscencia arqueológica de «El Ángelus» de Millet (1935), donde ambos personajes, a modo de gigantescas esculturas que proyectan una alargada sombra, aparecen petrificados, mientras un padre liliputiense se las señala a su hijo pequeño.

Terminamos. El amante y la sirvienta discuten junto a la casa donde ella trabaja. Él le entrega una carta. Ella la lee, la estruja con su mano, lo abraza, le devuelve el papel y se marcha subiendo unas escaleras. Pero el amante permanece en el patio; lo cruza y entra en la casa del cartero. Al principio parece que se entienden e incluso comprenden, pero finalmente se enfrentan. El cartero se arrastra, retorciéndose suplicante, delante del amante. La escena de la pelea entre ambos no se ve: otra elipsis esencial; solo la joven percibe desde la ventana de la cocina lo que debe estar sucediendo. Alarmada, se aproxima, arrima el oído a la puerta y escucha. Cuando, por fin, comprende lo que ocurre, trata de forzar sin éxito el picaporte, aporrea desesperada la puerta tratando de que le abran y poder así entrar en la casa del cartero para impedir lo peor. Retrocede, de espaldas, en un movimiento paroxístico, con los brazos extendidos hacia atrás. Grita. Pide ayuda. Algunos vecinos acuden, derriban la puerta, y, cuando la abren, hallan un terrible «cuadro» expresionista: el cartero, de pie, con un hacha en la mano atravesada en diagonal delante de su cuerpo, está inmóvil, clavado a la pared, y a sus pies el amante, muerto. Incrédula ante tan horrible visión, totalmente abstraída y sumida en sus oscuros pensamientos, la joven se aleja muy despacio de la escena del crimen. Vuelve a la casa de sus señores, pero éstos ni siquiera la dejan entrar. Los tres miembros de la familia, dos mujeres maduras y un hombre mayor, de cuyo parentesco nada sabemos, situados en el umbral de la puerta de servicio, la despiden y le arrojan sus pertenencias envueltas en un trapo. Los señores, arriba de la escalera; la criada, varios peldaños más abajo, en un rellano. La puerta se cierra. Ella, desolada, sube por la escalera de servicio, muy lentamente, como una sonámbula o como si estuviera sumida en un trance hipnótico, hasta que alcanza el tejado de la casa (evocando aquí a Conrad Veidt llevando el cuerpo desvanecido de Lil Dagover en Caligari). Anda sobre él, firme, decidida, y, en un instante, se arroja al vacío (nueva elipsis), estrellándose contra el suelo del patio de vecinos, donde yace muerta, aunque su cuerpo no puede verse, pues aquéllos lo rodean espantados, volviendo del revés sus cabezas.

Málaga, 27 de febrero de 2021, festividad de Santa Ana Line.

 



[1] Algunos estudiosos han precisado que el texto de Carl Mayer partía de una obra teatral de Georg Kaiser. Es el caso del prestigioso investigador Jean Mitry. Estética y psicología del cine. 1. Las estructuras. Madrid, Siglo XXI, pág. 278. La edición original francesa es de 1963. El mismo dato, indicando más concretamente que la obra de Georg Kaiser era Johanna, lo corrobora Olaf Brill, en un capítulo dedicado a Carl Mayer, en el volumen colectivo coordinado por Karl Acham. Kunst und Geisteswissenschaften aus Graz. Wien – Köln – Weimar, Böhlau Verlag, 2009, pág. 295. El capítulo de Brill incluye la filmografía completa de Mayer, es decir, todos los guiones que escribió para las numerosas películas en las que participó de manera decisiva.

[2] Lotte Henriette Eisner. La pantalla demoníaca. Las influencias de Max Reinhardt y del Expresionismo. Madrid, Cátedra, 1996, pág. 124. Este ensayo, bajo el título L’Ecran Démoniaque. Les Influences de Max Reinhardt et de l’Expresionisme, se publicó originalmente en 1952. Exagera Eisner al calificar de «anodino» el patio del film de Murnau en comparación con el que nos ocupa.

[3] Sin renunciar expresamente al término Kammerspielfilm para referirse a Hintertreppe, Jean Mitry prefiere encuadrarla en lo que él llama «expresionismo realista», denominación que también emplea en el caso de las dos películas mencionadas de Lupu Pick y en el de Die Strasse (La calle) de Karl Grune (1923). Estética y psicología del cine. 1. Las estructuras, pág. 278.

[4] La pantalla demoníaca, pág. 123.

[5] Sigfried Kracauer. De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán. Barcelona, Paidós, 1985, pág. 96. Este ensayo, bajo el título From Caligari to Hitler. A Psychological History of the German Film, se publicó originalmente en Princeton en 1947.

[6] Roberto Paolella. Historia del cine mudo. Buenos Aires, Eudeba, 1967, pág. 320. La edición original italiana es de 1956.

[7] La pantalla demoníaca, pág. 124.

[8] Lionel Richard. Del Expresionismo al nazismo. Arte y cultura desde Guillermo II hasta la República de Weimar. Barcelona, Gustavo Gili, 1979, pág. 45. La edición original francesa es de 1976.

[9] Ibídem, pág. 133. Sobre esta misma cuestión insistió el profesor español Vicente Sánchez-Biosca. Del otro lado: la metáfora. Modelos de representación en el cine de Weimar. Valencia, 1985, págs. 53-54.

[10] De Caligari a Hitler, capítulo 14.

[11] Hermann Bahr. Expresionismo. Murcia, Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos, 1998, págs. 104-105.

[12] Del Expresionismo al nazismo, págs. 54-55.

[13] La pantalla demoníaca, pág. 125.

[14] Estética y psicología del cine. 1. Las estructuras, págs. 278-279.

[15] La pantalla demoníaca, pág. 128.

[16] Estética y psicología del cine. 1. Las estructuras, pág. 279.

[17] Citado por Lotte Eisner en La pantalla demoníaca, pág. 123.

[18] De Caligari a Hitler, pág. 101. Kracauer reproduce un pasaje de un recorte de periódico referente a esta presencia del despertador en Hintertreppe, consultado previamente por el crítico estadounidense Herman G. Weinberg en una recopilación de recortes de prensa correspondiente al periodo 1925-1927.

[19] La pantalla demoníaca, pág. 124. Un estilo decorativo Levitan propiamente dicho no existe. Lotte Eisner debe referirse seguramente al estilo de algunos de los paisajes realizados por el pintor ruso Isaac Levitan (1860 – 1900), que le sugieren a la ensayista esas plantas artificiales del comedor.

[20] En un sentido general, «utilizar la luz con sagacidad, contribuye también a articular la forma de lo que se muestra». Rudolf Arnheim. El cine como arte. Buenos Aires, Infinito, 1971, pág. 61. La edición original inglesa, Film as art, se publicó en 1933 por University California Press.

[21] Ibídem, pág. 91.

[22] Salvador Dalí. El mito trágico de «El Ángelus» de Millet. Barcelona, Tusquets, 2004, pág. 17.

[23] Ibídem, pág. 132.

[24] Ibídem, pág. 152.


miércoles, 17 de marzo de 2021

EL ASNO DE ORO, de APULEYO


Apuleyo (ca. 125 – ca. 164 o ca. 180/192)

Apuleyo, escritor en lengua latina, nació en Madaura, la moderna Henchir Mdaurush, en Argelia, en los confines de las antiguas regiones de Numidia y Getulia. Madaura era una pequeña ciudad de la provincia romana de África. Siendo todavía de corta edad, fue enviado a Cartago a estudiar Gramática y Retórica. Su curiosidad intelectual impulsóle a viajar a Atenas, donde se entregó al estudio de diversas disciplinas, púsose en contacto con representantes de la llamada Segunda Sofística y cultivó la filosofía. Su «platonismo» consistió en una amalgama del misticismo de Platón con el interés del propio Apuleyo por lo irracional, en una interpretación mistérica del mundo. Siempre se interesó por todo lo relacionado con las religiones mistéricas. Después de unos diez años después de salir de su patria, en la treintena de su vida, Apuleyo regresa, pletórico de cultura y de inquietudes espirituales. Se dedica a dar celebradas conferencias en griego y en latín, especialmente en Cartago. Su éxito es extraordinario. Esta carrera se va a ver frenada por un suceso que cambiaría su vida: yendo camino de Alejandría, cae enfermo, hace un alto en Oea (Trípoli), hospedándose en casa de los Apios, donde recibe de su antiguo camarada de estudios Sicinio Ponciano, quien se lo lleva a su casa. Aquí es seducido y se enamora de la todavía atractiva Pudentila, viuda y madre de Sicinio. Se casa con ella, pero los familiares de Pudentila lo llevan a juicio, con el pretexto de que su objetivo ha sido desheredarlos. El juicio se llevó a cabo en Sábrata, en el invierno del 158-159. Apuleyo nos ha proporcionado numerosos datos de su vida en su Apología, en realidad, retocado, el discurso que pronunció ante el tribunal. Fue absuelto. De lo que no hay duda es que el juicio se celebró antes de que escribiese su novela El asno de oro. En 164 se pierde el rastro de su vida. La fecha de su muerte no puede determinarse. En cuanto a su novela El asno de oro, algunos la fechan entre el 159 y el 164, mientras otros la retrasan hasta el 180-192.

De la historia del protagonista, Lucio, la Antigüedad nos ha transmitido dos manuscritos: uno en griego (Lucio o el asno, también conocido con el título griego de Onos), y otro en latín, en once libros, obra de Apuleyo (Metamorfosis o también Asinus aureus). El texto de Apuleyo, además de las desventuras de Lucio, narra numerosas historias, en la línea de las «fábulas Milesias», de las cuales la más importante y conocida es el «cuento de Amor y Psique».

No ha sido posible determinar si el Onos es anterior o posterior al Asinus aureus.

Pero, en el siglo IX, Focio, Patriarca de Constantinopla entre 878 y 886, nos informa en su Biblioteca de que ha leído unas Metamorfosis (en griego) de un tal Lucio de Patras, en varios libros (obra que no ha llegado hasta nosotros), por lo que surge así una tercera obra en discordia. Mientras que algunos estudiosos consideran a Lucio de Patras como el autor de la obra, otros entienden que Lucio es el nombre del protagonista del relato.

Los investigadores sucesivos no se ponen de acuerdo sobre la relación existente entre las tres obras. Francisco Pejenaute Rubio resume la cuestión concluyendo que lo más acertado es atenerse a la tesis tradicional: hubo una obra en griego que trataba de metamorfosis y cuyos dos primeros libros versaban sobre la metamorfosis de un joven, llamado Lucio, en asno; su existencia la conocemos únicamente por el testimonio de Focio, y de tal obra (perdida con posterioridad a este Patriarca de Constantinopla) derivarían, por un lado, el Onos del Pseudo-Luciano (llamada también Lucio o el asno), y, por otro, el Asinus aureus de Apuleyo.

A pesar de que hay estudiosos que niegan la existencia de la «novela» como género literario en la Antigüedad, Emilio Alarcos Llorach (Salamanca, 1922 – Oviedo, 1998), ateniéndose a la cualidad esencial que debe poseer tal forma literaria, esto es, la de entretener al lector, sí está a favor de la presencia de «novelas» en la Antigüedad, contando entre las últimas escritas el Satiricón de Petronio, El asno de oro de Apuleyo y las Etiópicas de Heliodoro de Emesa. Para ese mismo lingüista y filólogo español, por la misma razón, no considera novelas ni la Recherche de Marcel Proust ni el Ulises de James Joyce. Por su parte, Pejenaute Rubio indica que los principales antecedentes de la novela helenística estarían en la Odisea, en la épica griega y en la historiografía helenística. Junto con esta última, hay que tener en cuenta, por su proximidad, a la biografía. La denominada Novela de Alejandro (Vida y hazañas de Alejandro de Macedonia), del Pseudo-Calístenes (quien vivió en Alejandría en el siglo II o III), podría ser considerada como puente entre la novela, la historiografía y la biografía. Entre los relatos biográficos con tendencia ejemplarizante, destaquemos la Ciropedia de Jenofonte (escrita en torno al 370 a. C.), la Vida de Pitágoras del pensador neoplatónico Porfirio (Tiro, ca. 234 – Roma, 305) y la Vida de Apolonio de Tiana, de Filóstrato de Atenas (ca, 170 – ca. 245), dedicada a ese pensador pitagórico originario de Capadocia.

Otros precedentes de la novela son la poesía erótica de época helenística (con Calímaco a la cabeza) y el drama, especialmente la Comedia Nueva del ateniense Menandro (ca. 342 – ca. 292 a. C.).

El estudioso alemán Otto Weinreich (1886 – 1972) describe la novela griega como un hijo bastardo, fruto de una historia de amor entre la vieja Épica y el relato caprichoso de la Historiografía helenística; este hijo bastardo sería, por su parte, encantador y habría sido bautizado por las Musas del Drama y de la Poesía Erótica.

Frente a la tendencia de buscar precedentes de la novela griega en distintas formas literarias, el estudioso norteamericano Ben Edwin Perry (1892 – 1968) ha defendido que la novela es hija de su tiempo y que sólo pudo nacer en el seno de la sociedad helenística. Para él, apoyándose en la apreciación de Aristóteles de que ni el verso ni la prosa caracterizan estrictamente a un género literario, Épica y Novela serían el mismo género literario, aunque de épocas diferentes. La Épica homérica es reflejo de una sociedad homogeneizada, que permite que un individuo pueda convertirse en héroe, como representante de una sociedad con una comunidad de costumbres, tradiciones e ideales. A ese tipo de sociedad tribal le sucede otra, encarnada en la ciudad-estado griega, más compleja y sofisticada, que exige nuevas manifestaciones culturales: la Poesía Lírica, el Drama, la Prosa filosófica, la histórica y la científica. Pero todavía en la ciudad-estado se ofrecen lazos que mantienen la cohesión y la comunidad cultural de sus miembros: de ahí el surgimiento de la Tragedia ateniense. Ahora bien, cuando la ciudad-estado explota, como consecuencia de la Guerra del Peloponeso y de la posterior intervención de Filipo II de Macedonia y de su hijo Alejandro, surge la diversidad multiforme de la ciudad helenística, renaciendo la Épica en forma ahora de Novela. La Novela es, así, la forma literaria más laxa, menos definida, la más abordable por un público culto en cierta medida, pero ajeno a los grandes temas que servían de lazo entre los ciudadanos, como ocurría en la Tragedia ática.

El testimonio más antiguo en relación con el título es el de San Agustín, quien se refiere a nuestra novela con la de nominación de Asinus aureus (Ciudad de Dios, XVIII, 18, 1).

El latinita francés René Martin (nacido en 1932), en un artículo de 1970 titulado «Le sens de l'expression asinus aureus et la signification du roman apuléien» (Revue des Études latines, nº 48, págs. 332 – 354), ha sido de los que más han insistido en que el título de la novela de Apuleyo es un título en clave que esconde un mensaje. El protagonista es un tal Lucio, quien, tras beber una pócima equivocada ofrecida por una mujer, se metamorfosea en asno, pasando por una serie de duras tribulaciones, hasta que, gracias a la intercesión de la diosa Isis, recuperará su forma humana, si bien habrá de consagrarse para siempre al culto de esta gran deidad femenina.

Ya el primer traductor de la novela al castellano, Diego López de Cortegana, arcediano de Sevilla en el primer cuarto del siglo XVI[1], viene a decirnos en su Proemio que Lucio, convertido en asno, representaría al hombre sometido al pecado y a la más baja materialidad, que no encuentra su salvación hasta su encuentro con la divinidad.

No es casual que, desde el principio, el autor haga una referencia al mundo egipcio (el relato va a ser escrito sobre un papiro egipcio con una fina caña crecida junto al Nilo). Ahora bien, ¿qué relación cabe establecer entre Isis y el título (Asinus aureus) de la obra? En el culto de Isis, el enemigo implacable de Osiris, el esposo de la diosa, es Seth, hermano del propio Osiris. Es importante señalar que Seth está representado en ese culto por un asno de color rojizo (mostrándose así la animadversión de los antiguos egipcios por ese color), que pasa a ser considerado como representante del mal y del pecado. Numerosos autores latinos emplean aureus para designar un campo cromático próximo al rojo o rojizo, pero es el propio Apuleyo quien ofrece el ejemplo más definitivo: al describir el cuello del papagayo (que, como es sabido, parece llevar un collar rojo/rojizo), emplea la siguiente expresión: «ceruicula eius minio uelut aurea torque cingitur», que el latinista español Santiago Segura Munguía (1922 – 2014) traduce por «su cuello está ceñido y coronado por un anillo de color minio, una especie de collar rojizo».

Es decir, si, tal como hemos indicado, en el culto iniciático de Isis/Osiris, la encarnación del mal, Seth, está representado por un asno rojizo, y, por otro lado, sabemos que los iniciados en tal culto, en determinadas circunstancias, no debían tocar ni un asno ni nada que tuviera oro, la fórmula asinus aureus en la pluma de un autor como Apuleyo podía servir muy bien de clave para una novela en la que lo cómico queda transcendido al mundo de lo religioso.

El protagonista, Lucio, se transforma en asno al poco de llegar a la ciudad de Hipata, en Tesalia, por error en la elección de una pócima que le suministra su amante, Fotis.

La novela ofrece tres partes claramente diferenciadas: a) Lucio cuenta las peripecias anteriores a su metamorfosis (I, 1 – III, 23); b) Lucio-asno deambula por diversas ciudades en manos de distintos amos (III, 24 – XI, 12); c) Lucio narra los acontecimientos posteriores a la recuperación de su forma humana. Cómo viaja desde Grecia hasta Roma, se consagra al culto de Isis, mantiene una estricta castidad, ejerce como abogado e incluso alcanza la dignidad de decurión[2] quinquenal.

El asno de oro, en cuanto a su estructura, es tanto una novela cerrada como una novela abierta. En cuanto novela cerrada, parte de una situación inicial, esto es, la transformación de Lucio en asno, y, a través de una serie de peripecias intermedias, desemboca en una situación final, la recuperación de la forma humana, complementaria de la inicial. En cuanto novela abierta, en su trama central van insertándose múltiples historias, que atañen tanto al personaje principal como a muchos otros secundarios, historias que son, a su vez, narradas por algunos de esos personajes secundarios. La más célebre de esas narraciones es el cuento de Eros (Cupido) y Psique (IV, 28 – VI, 24).

Las hipotéticas relaciones de la novela con el cristianismo han sido abordadas por diferentes estudiosos, especialmente por el francés Léon Herrmann (1889 – 1984). El problema está en que, si bien Herrmann cree que Apuleyo era cristiano, no lo considera autor del Asinus aureus. Al finalizar la novela con el enaltecimiento de Isis, cabe la posibilidad de que Apuleyo intentara contrarrestar la propagación del cristianismo en el Norte de África durante el siglo II.

 

 



[1] En el prólogo latino con el que encabeza su versión, López Cortegana indica que su traducción se publicó en Sevilla en 1513, aunque lo únicamente seguro es que su traducción apareció en esa ciudad en torno a 1525, superando en calidad y fidelidad a cuantas versiones aparecieron en los distintos países europeos. La edición del poeta Matteo Maria Boiardo (1441 – 1494) al italiano apareció en Venecia en 1518, aunque es probable que estuviese terminada entre 1478-1479.

[2] Miembro del Consejo local o Senado de una ciudad provincial en el Imperio romano.


miércoles, 24 de febrero de 2021

 Las Etiópicas de Heliodoro de Emesa



Las Etiópicas de Heliodoro de Emesa



Heliodoro de Emesa (actual Homs). Escritor sirio-fenicio en lengua griega del siglo III d. C., natural de esa ciudad del W de Siria, a orillas del Orontes. El historiador Sócrates Escolástico (nacido en Constantinopla en 380), autor de una Historia de la Iglesia que relata hechos entre 306 y 439, informa que Heliodoro era obispo de Trica (Tricca / Trikka / hoy Trikala, ciudad griega al W de la región de Tesalia) en torno al año 384, es decir, después de su conversión al cristianismo y de escribir su libro más famoso. Esta información la corrobora Focio, Patriarca de Constantinopla a mediados del siglo IX. Una nota escrita en el siglo XIV en el códice manuscrito Vaticanus Graecus 157, informa que Heliodoro vivió en la época de Teodosio el Grande, a finales del siglo IV. Su obra más célebre es una novela, las Etiópicas, la última de las grandes novelas helenísticas o de las novelas griegas de la Antigüedad, que narra las peripecias de dos jóvenes enamorados, Teágenes y Cariclea. Otros destacados estudiosos fechan la redacción entre el 220 y el 370, aunque prefiriendo considerarla más próxima a este último año, y, por lo tanto, poco después del reinado de Juliano el Apóstata (que, siguiendo con las más altas magistraturas establecidas por Diocleciano durante la llamada Tetrarquía [285 – 305], fue césar entre el 6 de noviembre de 355 y febrero de 360; augusto entre febrero de 360 y el 3 de noviembre de 361; solamente augusto entre el 3 de noviembre de 361 y el 26 de junio de 363), quien, en 363, prohibió a los sacerdotes del clero pagano la lectura de novelas de amor porque despertaban las pasiones. La edición príncipe fue la del humanista alemán Vincentius Opsopoeus († en 1539 en Ansbach, Baviera), publicada en Basilea en 1534. Opsopoeus compró un manuscrito a un mercenario germano que lo encontró en las ruinas de la Biblioteca Corviniana del rey Matías Corvinus de Hungría después de que el sultán Suleimán [Solimán] el Magnífico capturó Buda (la ciudad antigua de Budapest) y destruyó el palacio real en 1526. La edición princeps es una pura copia de ese manuscrito. Un ejemplar de esta edición princeps se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid, con anotaciones manuscritas del humanista español Francisco de Mendoza y Bobadilla (1508 – 1566). La primera edición moderna, francesa, traducida por Jacques Amyot, es de 1547. La primera traducción latina, realizada por Pole Warschewiczki [el polaco Stanislao Warschewiczki], se publicó en Basilea en 1552. La primera edición alemana fue publicada por Johannes Zschorn en 1554. La primera edición inglesa, basada en la latina de Warschewiczki, es la de Thomas Underdowne de 1569. Dos traducciones al castellano se publicaron en el siglo XVI, aunque en la primera mitad de esa centuria Francisco de Vergara, Catedrático de Griego en Alcalá, realizó una traducción que no llegó a publicarse. La primera castellana publicada fue la de Amberes de 1554 (vuelta a imprimir en Salamanca en 1581 y en Alcalá en 1585). La segunda traducción castellana fue la de Fernando de Mena (Alcalá de Henares, 1587), a partir de la latina de Warschewiczki.

Las Etiópicas fue una novela muy apreciada por el humanista español Alonso López Pinciano (ver su Filosofía antigua poética, Madrid, 1596), por William Shakespeare (con una referencia muy precisa de un pasaje [I, 30, 7] en su comedia Twelfth Night (Noche de Reyes), V i 115-117, por Miguel de Cervantes (en el Prólogo a las Novelas Ejemplares, de 1613), por Pedro Calderón de la Barca (quien compuso en 1664 un drama titulado Los hijos de la Fortuna Teágenes y Cariclea), por el escritor seiscentista Juan Pérez de Montalbán, por Lope de Vega, por Baltasar Gracián y por Jean Racine, quien la consideraba una de sus obras favoritas y llegó a aprendérsela de memoria.

La edición de Emilio Crespo Güemes (Madrid, Gredos, 1982) se basa en la edición cuya fijación del texto fue llevada a cabo por Robert Mantle Rattenbury y Thomas Wallace Lumb, siendo traducida al francés por Jean Maillon (París, 1935 – 1943).

Resumimos el análisis de Crespo Güemes. Las Etiópicas es una novela dividida en diez libros que se caracteriza por una narrativa extraordinariamente bella. Trasciende los presupuestos básicos de la concepción helenística de la existencia humana que había constituido los fundamentos de la novela, a saber, la idea de que el hombre está expuesto a un mundo hostil, cuyas fuerzas y divinidades son incomprensibles, aunque un hado favorable pueda ser capaz de salvarlo. En la obra de Heliodoro, nuevos conceptos religiosos derivados de las ideas neoplatónicas o neopitagóricas substituyen este punto de vista. La heroína, Cariclea, cuya castidad es un requisito religioso indispensable, cae en la cuenta de que la causa de todas las adversidades, así como de la solución final de ellas es una justicia divina superior. La acción tiene una estructura lineal, no circular. Aunque la trama comienza y termina en Etiopía, el relato empieza en el delta del Nilo, narra a continuación una fase anterior que transcurre en Grecia, prosigue en el interior de Egipto y termina en Etiopía. Los protagonistas no vuelven a la situación de partida, sino que acceden a una condición distinta de la inicial: contraen matrimonio y se convierten en sacerdotes del Sol y de la Luna en la Etiopía utópica que presenta la trama. Hay una meta y los viajes de los protagonistas constituyen un acercamiento progresivo a ella. Sus peripecias son sufrimientos no sólo por los riesgos a los que se ven sometidos, sino porque suponen la privación de su meta, que consiste en el descubrimiento de la identidad de Cariclea y en el matrimonio de los enamorados, presentado como una aspiración espiritual.

El tiempo narrativo de las Etiópicas no es lineal. El relato no sigue el orden cronológico de la trama, sino que comienza in medias res. En la segunda mitad, el orden del relato es el cronológico del tema. La distribución del tiempo en el relato es notable. El tema abarca desde el nacimiento hasta la boda de Cariclea; pero el relato en total abarca más o menos un mes. Una parte es relatada por el narrador y otra por personajes.

Hay tres sacerdotes, Caricles en Delfos, Calasiris en Egipto y Delfos, y Sisimitres en Etiopía, que determinan el curso de los protagonistas. La progresiva aproximación al Sol soberano hace que el viaje sea una especie de peregrinación para descubrir la divinidad.

Un aspecto importante de la técnica narrativa de Heliodoro es su deseo de mostrar más que de relatar. Heliodoro evita con frecuencia adoptar el punto de vista de narrador omnisciente y prefiere el de uno o más personajes, lo que permite explicitar sólo en parte la causa de lo que se ve. El lector va obteniendo información a medida que los personajes van adquiriéndola. En II, 35, 5, la pitia de Delfos pronuncia un oráculo en verso cuyo contenido se irá descubriendo poco a poco a lo largo de la novela.

 

A la que Gracia es primero y Gloria al final tiene

Celebrad, oh delfios, y al que de la Diosa es Hijo[1].

Ellos, cuando mi templo abandonen y las olas surquen,

Llegarán del sol a la tierra oscurecida,

Donde por su excelente vida gran galardón obtendrán:

Alba corona sobre sus sienes negras.

 

La novela consiste en el desvelamiento progresivo de este oráculo.

Heliodoro propone acertijos y oculta datos o los presenta parcialmente a través de los personajes para mantener la intriga.

Los hechos ficticios de la novela están situados en un espacio y en un tiempo reales para hacer el tema verosímil.

El tiempo en el que transcurre la novela corresponde al primer periodo de la dominación persa de Egipto, esto es, del 525 al 404 a. C., situándose la acción a mediados del siglo V, cuando el encumbramiento de Atenas.

El comienzo de la novela se desarrolla en el lugar que ocuparía Alejandría, pero antes de la fundación de la ciudad por Alejandro.

La religión tiene importancia. Los protagonistas, Cariclea y Teágenes, se conocen y se enamoran en una ceremonia religiosa en Delfos. Su matrimonio se celebra junto con el acceso al sacerdocio en otra ceremonia en Méroe (en Etiopía).

La novela es una apología de la religión en general, no de una creencia específica.

La castidad de los protagonistas tiene un fundamento religioso. La castidad está integrada en la acción principal y es un aspecto más de la piedad de los protagonistas. La virginidad preconyugal no tiene por objeto evitar el placer sexual considerado como algo negativo, sino controlar la capacidad destructora de lo erótico[2].

Cariclea es superior a Teágenes en capacidad intelectual para interpretar sueños y oráculos.

El autor sitúa en una posición central a la protagonista femenina.

El autor atribuye superioridad moral a etíopes, y, por tanto, a personajes no griegos, hecho infrecuente en la literatura griega.

Los rasgos más característicos del estilo de Heliodoro son el afán de variedad y la tendencia a la solemnidad.

 

 

Algunas frases de la novela:


*«El arte puede superar incluso a la naturaleza» (Libro III, 17, 5).

*«Y es que el vino, como se sabe, llama a las lágrimas» (Libro V, 33, 4).

*«¡Qué gran verdad es que a los que viajan por tierra extranjera y llevan vida errante la ignorancia les hace ir como ciegos!» (Libro VII, 12, 2).

*«La propia conciencia de no haber cometido vileza es suficiente para esperar la benevolencia divina» (Libro VII, 26, 9).

*«Pues en lo que se suele confiar es en lo que se desea» (Libro VIII, 7, 6).

 

 

Personajes de las Etiópicas de Heliodoro de Emesa:

*Cariclea. Protagonista femenino de la novela. Nacida en Méroe, la capital del reino de Etiopía, es hija única del rey Hidaspes y de la reina Persina. El parto tuvo lugar nueve años después de haberse casado sus padres. Al nacer con piel blanca, pues su madre miró un cuadro que representaba a Andrómeda (a quien también se parece en sus rasgos la propia heroína) en el momento de la unión con su esposo, Cariclea va a ser expuesta (abandonada) por su madre, pues todos creerían que había cometido adulterio. No obstante, su madre la expone acompañada de objetos distintivos que no permiten dudar acerca de sus principescos orígenes: el anillo de compromiso de sus esponsales, en el que hay engastada una piedra especial llamada «pantarba», de propiedades mágicas (repele el fuego); un riquísimo collar de piedras preciosas y una cinta escrita con caracteres etíopes donde se narra su origen y su desdichada historia. El sacerdote etíope Sisimitres, perteneciente a la secta de los gimnosofistas[3], fue quien recogió a la niña recién nacida (según se cuenta en el libro segundo, aunque la identificación de Sisimitres no se desvela hasta el final, en el libro décimo), haciéndose cargo de ella hasta que cumplió siete años, aunque no cuidándola él directamente, sino que le fue entregada a unos pastores suyos para que la criaran. Cuando la niña cumplió siete años y comenzaba a destacar por una deslumbrante belleza, Sisimitres, aprovechando una embajada suya a Egipto, entregósela a un sacerdote griego de Delfos, a Caricles, quien la adoptó y la trató como a una verdadera hija, convirtiéndola en servidora (zácoro) del templo de Ártemis en Delfos. Cariclea permanecería en esta sagrada ciudad griega de Tesalia hasta los diecisiete años, en que, voluntariamente, abandona a su padre adoptivo, gracias al concurso del sacerdote egipcio Calasiris, motivada por haberse enamorado de Teágenes, quien la rapta en connivencia con Calasiris, a pesar del dolor que todo ello le causó a Caricles. Se trasladan al Bajo Egipto, a la región del Delta, donde continuarán sus peripecias y aventuras, unas veces en compañía de Teágenes y otras no teniendo más remedio que separarse de él, aunque casi siempre al lado de su nuevo padre adoptivo, Calasiris. Siempre que pueden, a fin de salvarse y mantenerse juntos, Cariclea y Teágenes simulan ser hermanos de sangre. Transcurrido un corto espacio de tiempo, Cariclea llegará como cautiva a Méroe, donde se desvelará por completo el misterio de su origen y las fases sucesivas de su accidentada biografía desde que abandona Delfos. Excelente tiradora de arco, pudorosa y recatada, decidida y valiente, instruida y docta, la cualidad moral que más distingue a Cariclea es la castidad, que jamás romperá, a pesar del amor que siente por Teágenes, un amor recíproco que, asimismo, llevará al joven a practicar idéntica virtud.

*Teágenes. Protagonista masculino de la novela. Es un joven tesalio que se considera descendiente de Aquiles, asimismo de extraordinaria belleza, como su amada Cariclea. Vigoroso y viril, atlético y valiente, jinete y luchador excelente, Teágenes soportará toda clase de pruebas, unas en compañía de Cariclea y otras sin ella, pero mostrando siempre el máximo respeto, lealtad y fidelidad a su amor, según quedará de manifiesto con la práctica de la virtud de la castidad, distintivo común de ambos amantes, mantenido hasta el día de su matrimonio en Méroe, convertida ella en sacerdotisa de la Luna y él en sacerdote del Sol. Sólo entonces se casarán y se consumará el matrimonio. El mayor peligro para Teágenes, y, de paso, para Cariclea, lo va a constituir Ársace, la esposa del sátrapa Oroóndates, quien desea a toda costa la unión sexual con el bello joven, hasta el punto de convertirse en una obsesión patológica. El rechazo firme de Teágenes lo llevará casi al borde la muerte, por despecho de Ársace.

*Hidaspes. Rey de Etiopía y padre de Cariclea. Disputa a los persas, dueños de Egipto, la isla de Philae, la cual conquista, al igual que Elefantina y Asuán, junto a la 1ª catarata. Se revela como un buen estratega en la guerra, así como un notable asediador de ciudades amuralladas.

*Persina. Reina de Etiopía, esposa de Hidaspes y madre de Cariclea. Su nombre revela que su raza desciende del héroe griego Perseo.

*Calasiris. Sacerdote egipcio, cuya presencia en la novela es muy destacada, ocupando varios libros. Debido al deseo que le provoca una mujer tracia de gran belleza, Rodopis, a fin de no caer en la tentación, huye de Menfis, su ciudad natal, y se refugia en Grecia, donde va a conocer, en la ciudad de Delfos, a Caricles, sacerdote de Apolo, y, a través de éste, a Cariclea, de la que terminará siendo una especie de padre adoptivo, en sustitución de Caricles. Ayuda a Cariclea a escapar de Delfos junto con Teágenes. Les acompañará el joven Cnemón. Después de un accidentado periplo, con estancias en las islas de Zacinto y Creta, recalarán en la región del Delta del Nilo, donde habrán de enfrentarse a nuevos peligros y aventuras. Es un hombre instruido, sensato, juicioso, inteligente, astuto y que sabe ejercer sabiamente su protección sobre su joven pupila. Tiene dos hijos, Tíamis y Petosiris, rivales entre sí, algo que apena profundamente a Calasiris. Finalmente, antes de morir, puede asistir a la reconciliación de los dos hermanos, aunque deja momentáneamente desamparada a Cariclea.

*Caricles. Sacerdote griego de Apolo Pitio en Delfos y padre adoptivo de Cariclea desde que ésta tiene siete años, cuando se la entrega en Egipto el sacerdote egipcio Sisimitres. Aunque Cariclea huye, al cumplir diecisiete años, con Calasiris y con Teágenes hacia Egipto, abandonando así a Caricles, de cuya pena es consciente Cariclea, pero es mucho más fuerte el amor que siente por Teágenes, al final de la novela Caricles se reencontrará con su hija adoptiva en Méroe, asistiendo a su felicidad, pues no sólo está ya con sus verdaderos padres, sino que se unirá en matrimonio con su amado.

*Alcámenes. Sobrino de Caricles, pues es hijo de una hermana suya. Caricles pretende casar a su sobrino con Cariclea, su hija adoptiva, plan que fracasa por completo.

*Tíamis. Sacerdote de Isis en Menfis, en Egipto. Es hijo de Calasiris, pero como éste, al abandonar secretamente Egipto con destino a Grecia, fue dado por muerto, Tíamis le sucedió en el importante título sacerdotal. No obstante, su hermano Petosiris lleva a cabo una rebelión contra él, consiguiendo despojarlo del cargo. También se había ganado la enemistad de Ársace, la esposa del sátrapa Oroóndates, al rechazar continuamente sus insinuaciones amorosas. Desde ese momento, Tíamis, que es un hombre con un fondo noble, se convierte en jefe de un numeroso grupo de bandidos de la zona del Delta del Nilo, los «vaqueros», cuya base de operaciones es la aldea de Quemis, que principalmente roban a los piratas que merodean por la región, aunque también sustraen mercancías a pacíficos comerciantes. Tíamis perdonará la vida a Cariclea y a Teágenes, aunque, enamorado de la bellísima joven, la quiere para él, y, por ello, la esconde en una cueva secreta. Tíamis dará muerte a la griega Tisbe, en circunstancias poco claras, pues parece como si, al darlo todo por perdido durante un asalto de un grupo de bandidos enemigo, diera muerte intencionadamente a quien cree que es Cariclea, aunque se trata en realidad de Tisbe. Tíamis se hace amigo de Teágenes, acudiendo con él a Menfis, a fin de recuperar su cargo de sacerdote y enfrentarse a su hermano. Cuando el duelo entre ambos parece inevitable, surge de pronto Calasiris, quien, como padre, reconcilia a ambos, recuperando así Tíamis la dignidad sacerdotal en Menfis.

*Termutis. Escudero de Tíamis. Él fue quien le robó al mercader Nausicles la posesión de la joven Tisbe, escondiéndola en la cueva subterránea de la isla de la laguna donde los «vaqueros» del Delta escondían sus riquezas, y a donde fue también a parar Cariclea.

*Petosiris. Hijo de Calasiris y hermano de Tíamis. Al arrebatarle por la fuerza a su hermano el cargo de sacerdote de Menfis, conviértese en un usurpador. Finalmente, no tendrá más opción que ceder ante Tíamis.

*Cnemón. Joven ateniense de una distinguida familia, ya que su padre, Aristipo, era miembro del Areópago. Sus desgracias comenzaron cuando, al morir su madre, su padre decidió casarse de nuevo, en esta ocasión con una bella pero malvada mujer, Deméneta, quien, pasado relativamente poco tiempo, insinuóse descaradamente a Cnemón, si bien éste siempre la rechazó, especialmente por ser la esposa de su padre. Al ver Deméneta que no podía obtener los favores de Cnemón, intentó una nueva estratagema valiéndose de su criada Tisbe, a quien lanzó en brazos de Cnemón. Tisbe lo engaña sutilmente, a fin de conseguir desacreditarlo ante Aristipo por indicación de Deméneta. El padre lo manda azotar, y, finalmente, lo conduce ante el tribunal, que condena a Cnemón al destierro. Las intrigas de Deméneta no cesaron, sin embargo, pues su pasión por Cnemón iba en aumento. Viendo Tisbe que Deméneta pretendía deshacerse de ella por haberle fallado en sus propósitos, se le adelanta, le tiende una sutil trampa amorosa y Deméneta, al ser descubierta por Aristipo, se suicida. Cnemón acompañará a Calasiris, Teágenes y Cariclea a Egipto, donde, como hemos dicho, trabará amistad con Tíamis, el jefe de los «vaqueros» de Quemis. Su lealtad a sus amigos, tanto Calasiris como los jóvenes enamorados, es completa. Por fin logró descubrirse en Atenas la verdad de su historia, abandonando Egipto y regresando a su patria.

*Tisbe. Criada griega de Deméneta, la esposa de Aristipo y madrastra de Cnemón. Tisbe, al principio, es cómplice de su ama, tratando de satisfacer sus deseos respecto de Cnemón, pero, cuando ve peligrar su integridad por los fracasos de Deméneta, se le adelanta y la conduce a la perdición. Amante ocasional de Cnemón, será un comerciante griego, Nausicles, quien se enamore de Tisbe, guardándola en la misma cueva llena de tesoros y con profundas y laberínticas galerías subterráneas en la que Tíamis ha depositado a Cariclea, en el centro del campamento de los «vaqueros» en Quemis. Tisbe muere apuñalada a manos de Tíamis, quien la confunde con Cariclea.

*Nausicles. Comerciante griego que tiene su base de operaciones en Naucratis, colonia griega en la zona del Delta del Nilo. Se enamora de Tisbe, aunque la pierde cuando ésta es muerta en Quemis a manos de Tíamis. También se enamora de Cariclea, pero, en atención a la profunda amistad que lo une a Calasiris, padre adoptivo y protector de la heroína, Nausicles desiste de su propósito de conseguirla.

*Nausiclea. Hija de Nausicles.

*Tirreno. Anciano pescador de la costa de la isla de Zacinto, en el Mar Jónico, que acoge fraternalmente durante varios meses en su casa a Calasiris, Teágenes, Cariclea y Cnemón, una vez que la tempestad los ha obligado a recalar allí después de haber embarcado en una nave fenicia en el Golfo de Corinto. Tirreno advierte a Calasiris de las aviesas intenciones del pirata Traquino, que se mantiene al acecho en la costa de Zacinto, esperando que la nave fenicia parta y poder así asaltarla. Esta advertencia permitirá huir furtivamente a nuestros amigos, que terminan atracando junto a la isla de Creta, aunque Traquino los perseguirá casi sin solución de continuidad.

*Traquino. Pirata despiadado, que se mueve por las aguas del Mar Jónico y del Mar de Creta. Persigue la nave fenicia en la que se hallan Calasiris, Teágenes, Cariclea y Cnemón, alcanzándola después de salir aquélla de Creta y de que los vientos la arrastrasen cerca de la costa egipcia. Aunque se apodera de la nave y se enamora de Cariclea, entabla disputa con unos de sus secuaces, Peloro, por el reparto del botín, pues Peloro, según la ley que rige a la piratería, tiene derecho a elegir el primero lo que sea del botín, bien sean bienes o personas, pues él ha sido quien en primer lugar ha abordado la nave mercante fenicia. Al elegir a Cariclea, Traquino rechaza frontalmente esa elección, suscitando una rebelión que finaliza con la muerte de Traquino a manos de Peloro. Este incidente permitirá huir a nuestros amigos y recalar en la costa egipcia, en uno de los brazos de la desembocadura del Nilo.

*Peloro. Pirata a las órdenes de Traquino. Una disputa entre ellos a causa de Cariclea llevará a Peloro a matar a su jefe.

*Oroóndates. Sátrapa persa de Egipto. Su principal lugar de residencia es la ciudad de Menfis. Está casado con Ársace, hermana del Rey de Reyes persa. Su comandante Mitranes intenta enviarles a Teágenes y Cariclea, quienes, por su extraordinaria belleza, pueden ser un magnífico regalo del sátrapa a su Gran Rey. Diversas circunstancias lo impiden. Oroóndates no sólo tiene que luchar contra los bandidos del Delta, sino, sobre todo, contra Hidaspes, rey de Etiopía, quien le disputa la posesión de la ciudad de Philae, cerca de la 1ª catarata, límite natural entre Egipto y Etiopía según Hidaspes. Otro importante motivo de disputa es el control de los yacimientos de esmeraldas que hay en la zona de Philae. En la guerra que tiene lugar, gana decidida y contundentemente Hidaspes, quien se mostrará clemente con las poblaciones vencidas y conquistadas, así como con el propio Oroóndates, con quien firmará un importante tratado de paz. El sátrapa sospecha desde hace tiempo de las infidelidades de su esposa, aunque no se atreve a actuar con firmeza debido al estrecho parentesco de Ársace con el Gran Rey.

*Ársace. Esposa de Oroóndates, sátrapa persa de Egipto. Es hermana de sangre del Gran Rey de los persas aqueménidas. Bella y ambiciosa, depravada e intrigante, sus apetitos carnales la absorben casi por completo. Su marido sabe de su infidelidad, pero no se atreve a actuar contra ella por su real parentesco. Uno de sus objetivos amorosos, como hemos visto, fue el sacerdote Tíamis, que la rechazó hasta el punto de ser en parte causa de perder su importante cargo en Menfis. Ársace va a ser la principal causante de las desgracias de Teágenes y de Cariclea en Egipto, precisamente por encapricharse primero y desear desenfrenadamente después a Teágenes, quien, a pesar de las amenazas y torturas, se niega tenazmente a romper su castidad y traicionar a su amada Cariclea. Cuando Teágenes y Cariclea, con el mayor sigilo, son sacados del palacio por orden del sátrapa y conducidos a Siene (Asuán), no sólo se salvan de una probable muerte urdida por Ársace contra ellos, después de haber fallado en una primera ocasión, sino que la propia regente, viéndose perdida y sin posibilidad de defensa, se suicida.

*Cíbele. Fiel sirvienta de Ársace y cómplice de todas sus depravaciones. Es la principal intermediaria en conseguir los favores de Teágenes para satisfacer a su ama. Tiene un hijo, Aquémenes, quien finalmente se pone de parte del sátrapa, dejando en situación desesperada a su madre. Pretendiendo envenenar a Cariclea, es ella, Cíbele, la que, equivocadamente, bebe el líquido letal.

*Aquémenes. Hijo de Cíbele. Cumple fielmente las órdenes del sátrapa Oroóndates. Él es el encargado, por orden de Mitranes, de conducir a Teágenes a Menfis, capturado en la región del Delta, pero, durante el traslado, Teágenes fue liberado por Tíamis, con quien presentóse ante las murallas de Menfis. Es Aquémenes quien denuncia en Siene a Ársace ante el sátrapa. Pero, cuando Oroóndates es derrotado por Hidaspes, y una vez que los testigos no le sirven de nada pues no pueden probar nada contra Ársace, Aquémenes se arrepiente de haberla denunciado, y en la confusión de la huida, intenta dar muerte al sátrapa, aunque la flecha de un etíope se lo impide, muriendo inmediatamente Aquémenes.

*Mitranes. Comandante de una importante guarnición de soldados del sátrapa de Egipto. Debe luchar contra las belicosas y rebeldes aldeas egipcias de la zona del Delta. Es Mitranes quien encarga a Aquémenes conducir a Teágenes a Menfis, si bien fracasa la operación por la intervención de Tíamis y su grupo de partidarios de la aldea de Besa, en el Delta. Mitranes muere durante el curso de las luchas contra los rebeldes de una de las aldeas del Delta.

*Bagoas. Eunuco al servicio de Oroóndates. Éste le encarga que se traslade a Menfis, desde Siene, para traer a su presencia a Teágenes y Cariclea, una vez producida la denuncia de Aquémenes al sátrapa sobre la conducta de Ársace.

*Eufrates. Escrito sin tilde en la primera letra. Jefe de los eunucos de Menfis, a quien Ársace le ha obligado a torturar a Teágenes. Finalmente se pliega a la voluntad del sátrapa cuando se presenta en palacio Bagoas para trasladar a Siene a los dos jóvenes cautivos.

*Sisimitres. Sacerdote etíope, Presidente del Consejo de los gimnosofistas. Su influencia es muy grande, tanto en el reino como ante Hidaspes. Goza de gran prestigio y respeto. Sus decisiones son casi determinantes, inmediatamente por debajo de las del rey, aunque no pocas veces se han impuesto a las del propio monarca. Él fue quien se hizo cargo de Cariclea hasta que cumplió siete años, momento en que se la entregó a Caricles en Egipto.

*Meroebo. Sobrino carnal de Hidaspes, pues es hijo de un hermano suyo ya fallecido. En Meroebo piensa Hidaspes como esposo de Cariclea, una vez enterado de que se trata de su hija. Ese deseo no se cumplirá, ya que Hidaspes aceptará plenamente al amado de su hija, Teágenes.

*Hermonias. Cortesano destacado al servicio de Hidaspes, con un cargo denominado «introductor».

 

 

 



[1] El nombre de Cariclea en griego está compuesto de dos elementos que significan respectivamente «gracia» y «gloria»; el de Teágenes consta de «diosa» e «hijo».

[2] No estaría de más recordar aquí lo que Gilbert Keith Chesterton escribió sobre la sexualidad en la antigua civilización pagana greco-romana, en su ensayo San Francisco de Asís (1923): «Lo que le había pasado a la imaginación humana, en conjunto, es que el mundo entero se había teñido de pasiones peligrosas y rápidamente putrescentes; de pasiones naturales convertidas en pasiones contra natura. Así, el efecto de tratar la sexualidad como cosa únicamente inocente y natural fue que todas las demás cosas inocentes y naturales se empaparan y mancharan de sexualidad. Porque no se puede conceder a la sexualidad una mera igualdad con emociones o experiencias elementales como el comer y el dormir. En el momento en que deja de ser sierva se convierte en tirana. Por la razón que sea, hay algo de peligroso y desproporcionado en el lugar que ocupa dentro de la naturaleza humana, y es verdad que requiere una purificación y una dedicación especiales. Todo eso que ahora se dice, de que la sexualidad sea libre como cualquier otro sentido, de que el cuerpo sea hermoso como un árbol o una flor cualesquiera, son, o descripciones del Jardín del Edén, o muestras de una pésima psicología que ya hace dos mil años que cansó al mundo».

[3] Los «filósofos desnudos» o gimnosofistas eran los santones hindúes, cuya sabiduría y ascetismo eran célebres entre los griegos. También en Etiopía había gimnosofistas, a los que Apolonio de Tiana fue a visitar, según cuenta Filóstrato en su Vida de Apolonio de Tiana.