José María de la Puerta y Salamanca
José de la Puerta: la pulsión imaginativa
Después de lustros de desprecio y
ostracismo, derivados tanto de una esclerotizada ideología de catecismo como de
la más absoluta incomprensión acerca de la genuina función creadora del
artista, plasmada en la obra, y, sobre todo, en el proceso íntimo del espíritu
que la impulsa a nacer, asistimos agradecidos desde hace algunos años en
nuestro país, aunque sólo sea por cuenta de un reducido grupo de estudiosos y
creadores plásticos, a una correcta valoración de los argumentos elaborados por
la clásica teoría formalista, sin la que, de otro lado, sería imposible
entender reflexiones muy valiosas sobre las obras concretas y la naturaleza del
genio, preñadas de lozanía y nuevas perspectivas de análisis, así como un buen
número de títulos fundamentales de la historiografía artística de este siglo.
Los escritos del padre de aquella
corriente de pensamiento, Konrad Fiedler (1841 – 1895), me han asaltado una y
otra vez, siempre que he disfrutado la maravillosa oportunidad de estar delante
de un cuadro del pintor José de la Puerta (Madrid, 1916), afincado en
Fuengirola hace bastantes años. Y esto ha sido así porque escasas son las
ocasiones, en el momento presente, de dirigir la atención a un objeto artístico
que requiera, según pensaba Fiedler respecto a la verdadera obra de arte, un
juicio riguroso desprovisto de adherencias extra-artísticas, lo cual significa
que ni puede ser confundido con el llamado juicio
estético -ya que la belleza no es una categoría consustancial a la obra
plástica-, ni le está permitido tomar como objeto principal de su investigación
y análisis crítico el conjunto de factores socioculturales que acompañan toda
producción artística representativa -resulta obvio que estos últimos
presupuestos, por el hecho de hallarse el artista incardinado en las
aspiraciones, carencias, logros y contradicciones del tiempo histórico en que
vive, no deben ser desatendidos; antes al contrario, el historiador y el
crítico tienen la obligación de potenciar su conocimiento, Sin embargo,
Fiedler, al exponer su teoría de la pura
visibilidad, donde diferencia taxativamente entre «arte» y «estética»,
«ciencia del arte» y las consideraciones sobre lo «bello», insiste de manera
muy precisa en la especificidad y autonomía de la conciencia y producción
artísticas, por tanto, en la naturaleza y fines esenciales del juicio
artístico, que no pueden ser otros que los que se desprenden de la escueta
naturaleza artística del objeto, esto es, un juicio en ningún modo ensombrecido
o subordinado a ámbitos de la sociedad y la cultura que nos ayudan a comprender
aspectos de la obra pero no su esencia íntima-.
Una ocasión magnífica en la que
vemos corroborada la necesidad de defender las tesis de Fiedler, es cuando nos
situamos ante la pintura de José de la Puerta. A principios de los sesenta, sus
composiciones, principalmente paisajes, ofrecían una densidad pastosa de la
materia pictórica, una exaltación cromática y un temblor vibrante de las
formas, inundadas de luz, que lo aproximaban al Vincent van Gogh del periodo
parisino, entre febrero de 1886 y febrero de 1888, y a las primeras obras fauve, las del verano y otoño de 1905,
sobre todo las de Maurice de Vlaminck y André Derain. ¡Qué distanciados
encontramos aquellos lienzos de José de la Puerta del torpe y adocenado
pseudoimpresionismo por entonces moneda común en muchas provincias españolas!
Estos comienzos señalados resultarían decisivos posteriormente en la
complicidad obsesiva por el color, puro símbolo y trasunto de una interioridad
riquísima, y en la vehemente aplicación de la pasta, realizada siempre con un
instrumento inusual, la navaja, nunca con pincel.
Los cuadros expuestos ahora, una
porción mínima de una producción vertiginosa e inmensa, corresponden a los
últimos tres o cuatro años de actividad, y en ellos se hacen efectivas las dos
principales características de la pintura de José de la Puerta: la presencia de
la figura animal y humana y la imaginación creadora desbordante, tumultuosa. En
rigor, antropofauna y bestiario personalísimos, incapaces de ser asimilados o
encasillados en ninguno de los numerosos estilos y neoestilos de la actualidad.
Una lectura superficial resaltaría tan sólo el contenido de crítica social y
política que rezuman, cuando en verdad esconden una honda reflexión sobre la
condición del individuo, el sufrimiento, la soledad y la enfermedad. Pero también
hay en una parcela no desdeñable de esta pintura un carácter alegre y festivo,
un finísimo sentido del humor y la ironía que es patrimonio de la verdadera
inteligencia. Aunque los títulos de las obras no los puso directamente el
artista, sí los ha confirmado. José de la Puerta, pintor de extraordinaria
pureza, merece cuanto antes un reconocimiento que el tiempo no hará más que
acrecentar.
Este texto fue publicado en el catálogo de la exposición individual dedicada a José de la Puerta en la Sala de Exposiciones de la Diputación Provincial de Málaga, entre el 2 y el 18 de octubre de 1991.
José María de la Puerta y
Salamanca, marqués de Cardeñosa y conde de Luque, pintor autodidacta, nació en
Madrid el 25 de octubre de 1916 y falleció en la misma ciudad el 13 de febrero
de 2003.
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