Catalina de Siena. Vida y pasiones.
André Vauchez. Catalina
de Siena. Vida y pasiones. Barcelona, Herder, 2017. Traducción de Antonio
Martínez-Riu. Edición original francesa en 2015.
Resumen de Enrique Castaños, Doctor en Historia del
Arte.
*La primera biografía moderna de la santa es la del
escritor católico danés Johannes Joergensen, de 1919 (publicada en francés en
París). A partir de 1970-1980 se han interesado por ella historiadores como la
francesa Odile Redon (1936 – 2007), la italiana Sofía Boesch Gajano (nacida en
1934), la medievalista estadounidense Caroline Bynum (nacida en 1941), el
estadounidense Rudolph Bell (nacido en 1942), el italiano Antonio Volpato
(Profesor de la Universidad de Roma) y la italiana Gabriella Zarri (nacida en
1942); pensadoras como Dominique de Courcelles (nacida en 1953); teólogas como
Giuliana Cavallini (1908 – 2004) y psicoanalistas como las francesas Ginette
Raimbault (1924 – 2014) y Caroline Eliacheff (nacida en 1947).
*En tiempos de Catalina de Siena (1347 – 25 abril
1380), la ciudad estuvo sumida en turbulentas luchas sociales y políticas. De
tradición gibelina, los güelfos dominaron la ciudad entre 1287 – 1355. Durante
ese periodo el gobierno era ejercido de forma colegiada por Nueve priores
procedentes del patriciado urbano (alta burguesía o Popolo grasso), ayudados por el Consejo General de la Comuna. En
1355 este régimen es reemplazado por el de los Doce, que incorporaba
ampliamente a la burguesía artesanal de las corporaciones. El otro grupo
decisivo era la aristocracia, que no participaba directamente en el gobierno,
pero ejercía un papel determinante en los asuntos públicos. A partir del siglo
XIII, hubo en Siena una importante corriente religiosa laica, con figuras como
Andrea Gallerani († 1250) y Pietro Pettinaio († 1289). En vida de Catalina
residía en un bosque algo alejado un eremita de origen inglés, William Flete,
que influyó mucho en ella. Pero, desde 1350, se asiste a un pronunciado declive
del anacoretismo urbano, por hostilidad de la Iglesia hacia los penitentes
incontrolados. Sí fueron muy importantes las penitentes laicas vinculadas a la
Orden de Predicadores, llamadas Mantellate,
grupo al que perteneció nuestra Catalina Benincasa desde que cumplió los
dieciséis años hasta su muerte (hay quien estima la fecha en 1364 o 1365).
Llevaban una veste blanca, cubierta con un manto negro y la cabeza cubierta con
un velo blanco. Otra destacada hermandad penitencial y caritativa fue la de los
Disciplinati di Santa Maria della Scala,
de la que Catalina fue miembro. A partir de 1360 destacó el movimiento de los
Pobres de Cristo (Poveri di Cristo,
informalmente conocido por Brigata),
fundado por dos laicos sieneses, Giovanni Colombini († 1367) y Francesco di
Mino Vincenti. Su réplica femenina fue el grupo de las Povere Donne Ingesuate (Jesuatas), fundado por Catalina Colombini.
Después de la muerte de Giovanni Colombini, miembros de la Brigata se fusionaron con los discípulos de Santa Catalina, los Caterinati. También estaban en Siena las
benedictinas del monasterio de Santa Bonda y las Donne Agostiniane di Santa
Marta, monasterio fundado en 1328.
*Sus padres, Jacopo y Lapa, pertenecientes a un medio
artesano, se oponen a que no quiera casarse, decisión que toma Catalina con
quince años, en agosto de 1362, después de morir de parto su hermana mayor,
Bonaventura. Durante tres años la encerraron en un cuchitril, debajo de la
escalera, a base de pan y agua. Replegóse en sí misma, en lo que llamó su
«celda interior», un lugar de encuentro entre su conciencia y la presencia de
Dios. Pasados esos tres años ablandóse su padre, por lo que se le entregó
una habitación de la casa para ella sola, pudiendo así entregarse a la
meditación y la plegaria. La relación con su madre permaneció tensa, a pesar de
que ambas vivieron siempre juntas hasta la muerte de Catalina. Monna Lapa la
sobrevivió muchos años. Cada vez deseaba más replegarse a su «celda del
conocimiento de sí misma». Quien primero la comprendió fue el dominico Tommaso
della Fonte, del convento vecino de San Domenico, que la inició en los rudimentos
de la Teología. Leyó la Biblia y obras como las Vidas de los Santos Padres. Su estatus social lo encontró
adhiriéndose entre 1364-1365 a las Mantellate
que gravitaban en torno a los dominicos. Las penitentes laicas de las Mantellate no profesaban votos
religiosos propiamente dichos. Sus miembros femeninos solían vivir en sus
casas, reuniéndose una o dos veces al mes en San Domenico para orar y escuchar
la predicación. Dedicaban su tiempo a hacer obras de caridad, visitando
enfermos y encarcelados. Toda su vida, pues, hasta su muerte, fue Catalina una
laica consagrada. A la muerte de su padre, en 1368, renunció a cualquier
herencia familiar. Su cuñada Lisa, que se quedó viuda cuando murió Bartolo, un
hermano de Catalina, también se hizo Mantellata.
El que los dominicos de Siena no le aconsejasen entrar en el convento de monjas
dominicas de la ciudad, debióse quizás a una estrategia: impulsar la reforma de
esos conventos femeninos, cosa que podía hacerse más eficazmente a partir de
mujeres laicas que actuasen desde fuera y con mayor independencia. Su flexible
estatuto permitió a Catalina intervenir desde poco después de los veinte años
en la vida pública de la ciudad, algo insólito en su época.
*Desde su infancia tuvo visiones de Cristo. Ya
adolescente rechaza el mundo tal como es, lanzándose hacia su interioridad
(«celda interior»). Empezó a ser consciente de su propia nada. Sólo Dios podía
llenar su vida y curarle el mal que ella discernía en el fondo de sí misma (lo
que llamaba «amor propio»). Desde su adolescencia desapareció su gusto por el
alimento, perdiendo la capacidad de comer, a excepción de unas pocas legumbres
crudas y agua. Estos excesos, que ya no la abandonarían, parecían
inverosímiles; su única explicación era que Dios penetraba hasta lo más íntimo
de ella. Sus penitencias no albergaban ninguna tendencia autodestructiva, sino
que con ellas pretendía llegar a una mayor intimidad con Dios. El pecado era
para ella una falta de amor, una nada, mientras que Dios constituía la plenitud
del ser.
*El Martes de Carnaval de 1367 o 1368, según su primer
biógrafo, el dominico Raimundo de Capua (Raimondo da Capua), que fue su director
espiritual durante tres años, Catalina, sola en su habitación, experimentó un
acontecimiento decisivo y determinante en su vida, un «matrimonio místico con
Cristo» (Desposorios místicos). Además de Cristo, vio entonces también a la
Virgen María, San Pablo, Santo Domingo de Guzmán y al rey David. A partir de
esa experiencia sintióse autorizada a salir al mundo y mezclarse con los
hombres para salvarlos, siguiendo el ejemplo que la tradición adjudica a María
Magdalena en la Provenza. Un día de 1370, Catalina sintió que Jesús había
extraído su corazón de su pecho para poner en él el suyo, tras lo cual estuvo
como muerta varias horas, quedando marcada con una cicatriz. Colaboró con el
ermitaño William Flete en una labor de apostolado en Siena, así como en
apaciguar a familias aristocráticas enfrentadas. En una visión por aquel
tiempo, Cristo mismo le dijo, en un diálogo que mantuvo con ella: «Para mí no
hay hombre o mujer sabio o ignorante…».
*Entre sus seguidores y discípulos estuvieron hombres
como Tommaso di Guelfaccio, Santi de Terano, Neri di Landoccio Pagliaresi,
Gabriele di Divino Piccolomini, Giacomo de Tolomei, Francesco di Vanni
Malavolta, Nanni di Ser Vanni Savini y Cristofano di Gano Guidini, un notario
que ejerció como su secretario. En Florencia siempre contó con el apoyo de
Nicolás (Niccolò) Soderini.
*Las relaciones de Catalina con las autoridades
comunales de Siena fueron muchas veces difíciles, reprochando su conducta a los
gobernantes y a los habitantes de la ciudad. Siempre se mantuvo en el estado de
penitente laica. Para ella lo esencial era encontrar a Dios, y esto podía
hacerse en cualquier contexto. Se mantuvo en la lógica de la encarnación que le
había revelado Cristo: la verdadera vida se sitúa en la historia, pues es en
ella donde se juega el destino sobrenatural de los hombres. Esta actitud de
Catalina fue muchas veces censurada. A partir de 1372-1373 su fama comenzó a
desbordar los límites de Siena. En marzo de 1374 recibió la visita del obispo
español Alfonso Pecha de Vadaterra, quien había conocido a Santa Brígida de
Suecia († 23 julio 1373), de quien fue confidente, apoyándola en su deseo de
reformar la Iglesia. La entrevista dio buen resultado, pues de lo que Vadaterra
comunicase a Gregorio XI parece desprenderse que el Papa confió en Catalina,
quien desde entonces mantúvose en contacto con los principales representantes
del Papado en Italia (Gregorio, que fue elegido Papa el 30 de diciembre de
1370, residía por aquel tiempo en Aviñón). Poco después de esa entrevista, a
Catalina se le asignó como director espiritual Raimundo de Capua, que estuvo a
su lado tres años, hasta 1377, fecha en que es nombrado prior del convento dominicano
en Roma, Santa Maria sopra Minerva. En mayo de 1380, poco después de morir
Catalina, fue nombrado General de la Orden de Predicadores, muriendo en
Núremberg en 1399. También en 1374, Catalina asistió al Capítulo general de la
Orden de Predicadores en Florencia. Después volvió a Siena, entonces sacudida
por una violenta epidemia. Catalina dedicóse al cuidado de los apestados.
*El 1 de abril de 1375, Domingo de Ramos, recibió, en
la iglesia de Santa Cristina de Pisa, los estigmas de Cristo, invisibles para
algunos y visibles para otros que la conocieron muy directamente, según
reflejaría el proceso del convento de Castello, en Venecia, entre 1411-1416,
determinante después para su canonización. Raimundo de Capua, que estaba
presente, ha descrito el milagro con todo detalle en su Legenda maior.
*La acción de Catalina, desde 1374, tuvo tres ejes
principales: el regreso del Papa de Aviñón a Roma, organizar una cruzada contra
los turcos y la reforma profunda de la Iglesia. Ya en 1372 envió una carta al
legado pontificio en la Toscana, Gérard du Puy, abad de Marmoutier (en Alsacia),
en la que identificaba con precisión los males que era necesario atacar para
lleva a cabo la reforma de la Iglesia: la solicitud de los prelados por sus
parientes, la excesiva blandura respecto de los pecados, la impureza, la
avaricia y la soberbia que reinan en la Iglesia, especialmente entre los
miembros de la jerarquía, que, más bien, se preocupan sólo de riquezas, honores
y deleites. Incluso escribe en esa misma carta: «Creo que, para poder reformar
la Iglesia de arriba abajo, hay que derribarla hasta sus cimientos. Sí, quiero
que os dediquéis de lleno a destruirlo todo, pues no hay otra manera». No se
trataba de derribar la Iglesia en sí misma, sino el sistema político-religioso
que había acabado ahogando su vida espiritual. Los altos dignatarios, es
cierto, no dudaban en pedir consejo a Catalina, aunque también se asustaban por
su radicalismo. Una serie de hechos y de acciones de Catalina comenzaron,
además, a extender su reputación de santidad por Italia. Los grandes señores
laicos y eclesiásticos no dudaban en mantener correspondencia con ella.
*Catalina aprobaba la existencia de los Estados
Pontificios, en los que el Papa ejercía un poder temporal y espiritual. Pero
éste último era infinitamente más importante para ella; es más, el Papa no
podía comportarse en sus Estados como un príncipe cualquiera: tenía que
predicar con el ejemplo. En esos territorios debían imperar la dulzura, la paz
y el amor. En 1372 o 1373 visitó Pisa, entrevistándose con el capitán general
de la ciudad, Pietro Gambacorta, a fin de que se adhiriese a la Cruzada; fue
entonces cuando trabó amistad con la esposa y con la hija de Gambacorta,
llamada Tora, quien cambió su nombre a Clara (Chiara) cuando se hizo religiosa.
En marzo-abril de 1375 volvió a Pisa, a fin de conseguir de Gambacorta que no
se adhiriese a la Liga toscana promovida por Florencia contra los Estados
Pontificios. En ese mismo 1375 le impresionó profundamente la decapitación en
Siena de un joven noble de Perusa (Perugia), Niccolò Toldo, enviado allí con
una misión por el legado pontificio, Gérard de Puy, que no era otra que
atraerse a la causa del Papado al senador sienés Pietro Marchese. Pero Toldo
fue condenado a muerte por las autoridades de Siena, visitándolo Catalina en la
prisión. Entre los dos se estableció una relación tan extraña y misteriosa que
la propia Catalina presenta la decapitación del joven, a cuyo lado estaba en el
cadalso para recibir su cabeza, como un matrimonio concertado entre ambos, que
encontraría su consagración en el derramamiento de la sangre. Tommaso Caffarini
fue testigo ocular del hecho, describiéndolo meticulosamente en el proceso de
Castello (pág. 82). A partir de ese momento Catalina comprendió que su misión
particular era «conducir a los hombres a la llaga abierta del costado de
Cristo» y que su papel, como «dulce esposa» del Hijo de Dios, se situaba más
allá de toda autoridad humana.
*A partir de finales de 1375 se agudizó el conflicto
entre Florencia y el Papado, comenzando un turbulento periodo conocido como la
«guerra de los Ocho Santos», esto es, los miembros de un comité ejecutivo de la
ciudad revestido de plenos poderes. Desde 1353 Florencia había asistido
preocupada a la recuperación del poder del Papado en los Estados pontificios
gracias a la enérgica intervención del arzobispo de Toledo, el cardenal español
Gil Álvarez de Albornoz y Luna (Cuenca, 1302 – Viterbo, 1367). Para el gobierno
florentino, fuertemente anticlerical, constituían también una amenaza los
legados pontificios en la Italia central, todos franceses, cuyo propósito era
relanzar el partido güelfo en la ciudad, aliándose con poderosas familias
aristocráticas, como los Albizzi. La tregua concertada por Gregorio XI con
Bernabé Visconti, Duque de Milán, alarmó a los florentinos, que promovieron una
Liga contra el despotismo del Papado. Hubo revueltas en algunas ciudades
dependientes del Papado, sobre todo en Bolonia. El Papa acusó a Florencia y
lanzó un interdicto contra la gran ciudad (los clérigos no podían celebrar Misa
delante de los fieles ni administrar algunos Sacramentos), además de excomulgar
a sus dirigentes y autorizar a las potencias cristianas a que se apoderasen de
los bienes y riquezas de los mercaderes de la Signoria. Ésta contrató entonces los servicios del condottiero de origen inglés John
Hawkwood, gasto que se sufragaría con la expropiación de los bienes
eclesiásticos. También se adoptaron sanciones contra los clérigos opositores.
Todo era algo inédito en la Cristiandad. Las ideas de Marsilio de Padua
parecían estar poniéndose en práctica por vez primera. Catalina condenó sin
paliativos la conducta de la Signoria,
que no tenía autoridad alguna contra el Papado, pero, al mismo tiempo, instó al
Papa a que no castigase a las ciudades rebeldes y a que reformase la
administración corrupta de los Estados pontificios. Consecuencia: fue criticada
por ambos bandos. Pisa, Lucca y Siena se aliaron con Florencia. En marzo de
1376 Catalina volvió a Florencia en pro de la reconciliación. Sus
conversaciones con los partidarios del partido güelfo, que estaban de acuerdo
con ella (especialmente Niccolò Soderini y Buenaccorso di Lapo), sirvieron de
muy poco. El poder en Florencia estaba en manos de la llamada gente nueva, nada favorable a la
Iglesia. La cabeza visible era el canciller Coluccio Salutati, firme partidario
de la libertad republicana y de la lucha «contra los malos clérigos». No
obstante, Catalina fue recibida por los priores en el Palacio de la Signoria, en calidad de mediadora.
Después de enviar a Raimundo de Capua a Aviñón para preparar el terreno, ella
misma presentóse en la ciudad francesa, en junio de 1376, con el propósito de
entrevistarse con el Papa. Gregorio XI había recibido ya por entonces varias
cartas de Catalina. La entrevista, a la que asistió como traductor Raimundo de
Capua, ha sido malinterpretada, en el sentido de que no fue determinante para
que Gregorio tomase la decisión de volver a Roma, ya que esta idea rondaba la
cabeza del Papa desde hacía tiempo, comprendiendo que su prolongada ausencia de
Roma podría debilitar su autoridad en Italia. Pero, de otro lado, la
permanencia en Aviñón era una plataforma desde la que impulsar la paz entre
Francia e Inglaterra, que impedía la realización de la cruzada contra los
turcos que amenazaban Constantinopla. Una delegación florentina presentóse en
Aviñón con pocos propósitos de conciliación. La situación debilitó a Catalina
ante la Curia. Hoy podemos afirmar que la decisión de Gregorio XI de volver a
Roma el 13 de sep de 1376, no se debe tanto a la intervención de la Mantellata, como a una resolución de
Gregorio desde el principio de su pontificado. Es cierto que Catalina desempeñó
un papel catalizador, empujando al dubitativo Gregorio a tomar la resolución
definitiva. También decepcionó a Gregorio que Catalina no le revelase en Aviñón
alguna visión inequívoca sobre lo que debía hacer. Pero Catalina renunció
firmemente a jugar a «profeta de la corte», remitiendo al Papa a que consultase
a su propia conciencia. En el proceso de Castello las opiniones se dividieron:
Bartolomeo Dominici atribuyó el mérito de la vuelta a Roma del Papa a Catalina,
mientras que Stefano Maconi, más prudente, dijo que la Mantellata lo había confortado en su decisión.
*A pesar de las diferencias con Gregorio XI, molesto
con las duras palabras de Catalina siempre que le escribía, en relación a cuál
debía ser la intachable conducta de la jerarquía de la Iglesia, el Papa
concedióle la dispensa de poder comulgar todos los días, algo inefable para
ella. Por fin el Papa regresó a Roma el 17 de enero de 1377, aunque la
pacificación de la Italia central estaba aún muy lejana, aspecto que
desacreditó desde un punto de vista político a Catalina. El hermano menor de
Carlos V de Francia, Louis, Duque de Anjou, sí se mostró favorable a los
llamamientos de Catalina a una cruzada. En cuanto a la mediación de Catalina
para hacer posible la paz entre las dos grandes potencias cristianas, no surtió
efecto alguno. Escribió a Carlos V en unos términos que probablemente
desagradaron mucho al rey. Desde Aviñón la Mantellata
sienesa se dirigió a Génova, donde permaneció varios meses, en casa de Orietta
Scotti, por lo que no estuvo presente en Roma el día en que el Papa entró en la
ciudad. No olvidemos que Catalina iba siempre acompañada de su famiglia, esto es, su madre y su círculo
más íntimo de seguidores, unas veinte personas. Asimismo, consiguió del Papa la
aprobación para fundar un convento de monjas en Castello di Belcaro, un antiguo
fuerte muy cerca de Siena, bajo el patrocinio de Santa María de los Ángeles. La
fundación tuvo lugar el 15 de abril de 1377, aunque Catalina no pudo verlo
construido, por el rechazo de las autoridades de Siena a colaborar con ella. A
fin de obtener recursos para la nueva fundación, acudió a la Val d’Orcia, al SE
del condado sienés, donde trabajó para reconciliar a dos ramas de la familia de
los Salimbeni, en uno de cuyos castillos, la Rocca di Tentennano, inició en
julio de 1377 la redacción de su gran libro, el Diálogo, terminado en Siena en los primeros meses de 1378. A
finales de 1377 acudió por tercera vez a Florencia, pero los enemigos del
Papado no la recibieron con agrado; antes bien, intentaron desacreditarla y
tacharla de impostora. La ciudad estaba muy descontenta con el interdicto y las
grandes dificultades de la población para cumplir con los preceptos católicos.
Ante el creciente descontento algunos clérigos, entre ellos el obispo Angelo
Ricasoli, abandonaron la Signoria
para no desobedecer al Papa. Catalina aprobó la conducta del obispo, aunque se
vio entre dos fuegos. No obstante, hizo allí nuevos discípulos, tales como el
poeta Giannozzo Sacchetti y Barduccio Canigiani, que se convirtió en su
secretario particular y no la abandonó ya nunca.
*El 27 de marzo de 1378 falleció Gregorio XI en Roma,
siendo elegido, el 8 de abril, un italiano, Urbano VI. El gobierno florentino,
entretanto, cambió, lo que favoreció un arreglo con el nuevo Pontífice. Sin
embargo, Catalina asistió con profundo disgusto a las venganzas que se
sucedieron en la ciudad del Arno. El 22 de junio de 1378 estalló una
sublevación popular en Florencia contra los güelfos y los amigos de Catalina.
La propia santa, alojada en ese momento en casa de los Soderini, corrió grave
peligro. Su valiente actitud ante los intentos de asesinarla, detuvo a la
chusma, pudiendo Catalina abandonar la ciudad y retirarse a la abadía
benedictina de Vallombrosa (unos treinta km al SE de Florencia). Los disturbios
se reanudaron con más virulencia el 20 de julio de 1378, la célebre revuelta de
los Ciompi, protagonizada por los
trabajadores textiles, que arrasaron la ciudad durante tres días. Esta revuelta
propició el acuerdo entre las facciones rivales, que terminaron por entenderse
con Urbano VI, necesitado de ayuda para imponerse al Sacro Colegio. La paz
entre el Papa y Florencia se firmó en Tívoli el 28 de julio de 1378. Fue
entonces cuando Catalina volvió a Siena. El respiro duró poco. El 20 de
septiembre de 1378, en Fondi, en la frontera con el reino de Nápoles, un nuevo
cónclave eligió papa al francés Roberto de Ginebra, con el nombre de Clemente
VII. Éste fue el inicio del gran Cisma de Occidente, que duró hasta el 11 de
nov de 1417, con la proclamación de Martín V. Catalina se opuso con todas sus
fuerzas y autoridad moral al antipapa francés. El Gran Cisma también sirvió
para pacificar Italia, que se opuso a los intentos franceses de dominación.
*El 20 de nov de 1378 llegó Catalina a Roma, donde
murió el 25 de abril de 1380, rodeada de su famiglia.
En Roma alojóse en la actual Via di Santa Chiara, muy cerca del convento de
Santa Maria sopra Minerva, del que era prior Raimundo de Capua desde 1377.
Escuchaba misa todas las mañanas. A veces visitaba a Kari (Catalina), la hija
de Santa Brígida de Suecia. Desde el primer momento, Catalina consideró a
Clemente VII como el Anticristo. El primer manifiesto favorable a Urbano VI lo
redactó Catalina, quien entrevistóse con el Papa y le sugirió que convocase en
Roma un «concilio de los santos», esto es, un reagrupamiento de las grandes
figuras espirituales de Italia, si bien los intentos de Catalina no encontraron
eco, ni siquiera en esos hombres virtuosos. Lo que ella pretendía es que el Papa
se rodease de hombres justos y sabios, a fin de sustituir a la Curia corrupta y
llevar a cabo la necesaria reforma de la Iglesia. El 30 de abril de 1379 las
milicias romanas se apoderaron del Castello de Sant’Angelo, ocupado por los
partidarios de Clemente VII, con lo que Urbano VI pudo volver de Santa Maria in
Trastevere al Vaticano. Ese mismo día, el antipapa abandonó Italia con destino
a Aviñón. Pero Catalina se decepcionó rápida y profundamente de la política de
Urbano VI, lo que no impidió que siguiera apoyándolo firmemente hasta el final
de sus días. La reforma de la Iglesia la obsesionaba. El Papa, por quien tanto
había luchado, no honró sus restos mortales con una visita. Fue enterrada en el
cementerio contiguo al convento dominico de Santa Maria sopra Minerva. Su
desaparición pasó casi desapercibida en la vorágine turbulenta de aquella
época.
*No podemos disociar la vida espiritual de Catalina de
su compromiso político-religioso. Fue el amor de Catalina por Cristo el origen
de su celo por la reforma de la Iglesia y de la sociedad de su tiempo. No podía
resignarse a que se impusiesen las fuerzas del mal, pues ello supondría el
triunfo de la injusticia en la historia. Para Catalina el valor supremo es la
justicia, un ideal que las instituciones políticas deben hacer realidad a
través del Derecho.
*El primer foco del culto a Catalina, una vez muerta,
fue Venecia. Desde 1394, Raimundo de Capua fue secundado por el dominico sienés
Tommaso Caffarini († 1434). Junto con Giovanni Dominici, Caffarini hizo de los
dos conventos dominicanos de Venecia, San Zanipolo (Santos Juan y Pablo) y San
Domenico, los centros de la devoción a la Mantellata.
Para hacer accesible a Catalina al gran público, Caffarini redactó una versión
abreviada de la Legenda maior de Raimundo
de Capua, la conocida como Legenda minor,
que tradujo al italiano, así como redactó el Libellus de supplemento: legende prolixe virginis beate Catherine de
Senis, acabado entre 1417-18. Fue Gregorio XII, papa desde 1406, que había
conocido a Catalina cuando era obispo y por quien sentía gran devoción, quien
autorizó el célebre «proceso de Castello», celebrado en el convento veneciano
de Castello entre 1411-1416, por iniciativa y bajo la dirección de Caffarini. Este
proceso, llevado a cabo muy minuciosamente y con la participación de valiosos
testigos que aún quedaban con vida y que podían atestiguar la santidad y
milagros de Catalina, no fue un proceso de canonización, aunque resultó
determinante para hacerla santa en 1461. Stefano Marconi, secretario desde 1376
de Catalina y uno de sus principales confidentes, jugó un papel decisivo en el
proceso veneciano. Reunió una colección de cartas de Catalina que está
considerada como la más auténtica. El Concilio de Constanza puso fin al Gran
Cisma, terminando en 1417 con la elección del papa italiano Martín V. La
canonización tuvo lugar el 29 de junio de 1461 por Pío II Piccolomini, un gran
humanista cuya familia era de origen sienés. La fiesta litúrgica se fijó el 30
de abril. Por su parte, Benedicto XIII, en 1724, instituyó la fiesta de los
«santos estigmas» de la Mantellata
sienesa.
*La nueva edición de sus cartas, publicadas por orden
cronológico, la llevó a cabo Niccolò Tommaseo en 1860. Su figura anuncia el
Renacimiento italiano, y, junto con Dante, ha terminado siendo una de las
mayores encarnaciones del genio literario italiano. Otro gran investigador es
el medievalista francés Robert Fawtier (1885 – 1966), quien desde el decenio de
1920 reaccionó contra la idealización de Catalina. Fue crítico con la Legenda maior y detectó algunas cartas
falsas de la Mantellata. Asimismo,
desautorizó la idea de que Catalina hubiese sido determinante en la vuelta del
Papa a Roma desde Aviñón. Su obra fundamental, de 1948, en colaboración con
Louis Canet, es La double expérience de
Catherine Benincasa (Sainte Catherine de Sienne), de la que Fawtier
escribió la parte consagrada a la vida y a los compromisos políticos de la
santa, mientras que Canet trazaba su itinerario espiritual y las etapas de su
vida mística. André Vauchez denuncia este planteamiento dual, dicotómico, que
presenta numerosos problemas. En 1940, el medievalista romano Eugenio Dupré
Theseider alcanzó a publicar las primeras 88 cartas de Catalina, una edición
sumamente fiable. El 4 de octubre de 1970 Pablo VI la nombró Doctora de la
Iglesia, en un acto que contó con un luminoso y penetrante discurso del gran
Papa Montini: «…lo que más sorprende en la santa es la sabiduría infusa, es
decir, la luminosa, profunda y embriagadora asimilación de las verdades divinas
y de los misterios de la fe». Para Pablo VI, adelantóse esta excepcional mujer
al Concilio Vaticano II, pues fue una santa cuya «modernidad» sorprende. Juan
Pablo II, el 1 de octubre de 1999, la nombró, junto con Brígida de Suecia y
Edith Stein, patrona de Europa. El propósito que lo animaba está en la línea
del de Pablo VI. Poco antes, en 1980, en un coloquio celebrado en Siena,
descubrióse el papel esencial desempeñado por las mulieres religiosae, laicas y muchas veces iletradas, en los dos
últimos siglos de la EM europea. Aparecieron trabajos psicoanalíticos
destacados, especialmente en Estados Unidos, así como el estudio dedicado a la
«santa anorexia» por Rudolph Bell (Holy
Anorexia, Chicago, 1985). Al final de su vida, Catalina sólo se alimentaba
de un poco de agua y algunas hostias consagradas. Su caso se ha puesto en
relación con el de la pensadora católica francesa de origen judío Simone Weil,
quien dejóse morir de hambre en Londres en agosto de 1943 en solidaridad con el
sufrimiento de su pueblo en los campos de exterminio.
*De las dos primeras biografías que le dedicaron sus
contemporáneos, la de Raimundo de Capua, la Legenda maior, se distingue porque ve en Catalina una mujer sin
cuerpo, pero con voz celeste, que ha transmitido a los hombres las palabras que
Dios le había dirigido. A sus ojos, Catalina es una santa, pero no una autora;
carecía de talento, pero no de inspiración. Sus estigmas no fueron nunca
visibles, traduciéndose en dolores violentos en los lugares de las llagas. En
cambio, para Tommaso Caffarini, autor de la Legenda minor, la santa sienesa es mucho más que eso: las palabras
de Catalina son propiamente suyas, y ella no es un simple canal transmisor de
la voluntad de Dios a los hombres. Más que de los diálogos que Catalina pudo
tener con Cristo, Caffarini deja constancia de sus preguntas y demandas, sin mencionar
las respuestas que habría recibido de Nuestro Señor. Subraya que Catalina
confió su mensaje a la escritura, que ella dominaba, lo que la convierte en una
verdadera autora, cuyos escritos, que tanto él contribuyó a difundir,
constituyen la mejor prueba de su ortodoxia. Para él, Catalina es ante todo una
auténtica mística, comparable con las más grandes figuras de la espiritualidad
cristiana. Sus estigmas constituían una realidad física auténtica y visible,
signos de su intensa devoción a la Pasión de Cristo (en unos manuscritos del Libellus de supplemento, mandado
redactar por Caffarini en Venecia, figura un dibujo hecho por el círculo del
miniaturista e iluminador veneciano Cristoforo Cortese, nacido hacia 1399,
donde se representa la recepción de los estigmas por la santa).
*Los promotores de la investigación llevada a cabo
durante el proceso de Castello, no dejaron de subrayar que los carismas de
Catalina procedían de la discretio
spirituum, esto es, el «discernimiento espiritual», que era la principal
norma de valoración de las manifestaciones sobrenaturales por los teólogos.
*Sus escritos se componen esencialmente de las cartas
que dictó entre 1367 y 1380, el Diálogo
y las Oraciones (veintiséis oraciones
pronunciadas en sus últimos cuatro años de vida). Han llegado a nuestras manos
383 cartas. En el Diálogo
desarróllanse los dos temas fundamentales de su doctrina: el primero es el de
Cristo-puente, el único que puede ayudar a los hombres a cruzar sin ahogarse el
río que separa el mundo de los vivos del de los muertos. El segundo tema,
relacionado con el primero, es el de la Cruz, omnipresente en todas las obras
de Catalina: al verter su sangre en el Calvario, Cristo abrió para todos los
hombres un camino hacia Dios y les ofreció la salvación; a cambio, el hombre
debe esforzarse por darle respuesta y busca asemejarse a Cristo humillado y
sufriente. Pero este movimiento de retorno a Dios sólo puede hacerse por la
mediación de la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo y que «administra» y
distribuye la sangre redentora. Para Catalina, como después para Juana de Arco,
Cristo y la Iglesia son una misma cosa. La segunda parte del Dialogo está dedicada a una larga
descripción, muy realista, de los males que afligían a la Iglesia de su tiempo.
A propósito de la sed padecida por Cristo en la Cruz, precisa en su Diálogo que la responsabilidad de su
sufrimiento incumbe a toda la humanidad, y no sólo a los judíos, idea que
recuperará Pascal cuando escribió: «Cristo está en agonía hasta el fin del
mundo. ¡No hay que dormir durante este tiempo!» Catalina escenifica y hace
concreta la teología tomista y su intención no es innovar, sino actualizar y
divulgar su mensaje dándole vida.
*Catalina presenta los síntomas de la anorexia mental,
enfermedad de carácter neuropsiquiátrico. Dos psicoanalistas, Ginette Raimbault
y Caroline Eliacheff, le dedicaron un estudio en su libro Las indomables. Figuras de la anorexia (París, 1989; Buenos Aires,
Nueva Visión, 1991), inspirado en el mencionado libro de Rudolph Bell (Holy Anorexia, 1985). Ya se ha señalado
la comparación con Simone Weil, quien escribió: «Para entrar en el otro mundo
es necesario dejar de ser un animal social». En ambos casos, la privación de
alimento (o, más bien, su incapacidad para alimentarse correctamente) formaba
parte de su identificación con los excluidos, los pobres y los que sufren. La
experiencia ascética desemboca en ambas mujeres en una búsqueda del martirio;
ambas consideraban que los males y crímenes de los hombres no podían ser
perdonados más que por medio de los sufrimientos de una víctima obediente,
hasta la muerte si era preciso[1]. El
pensamiento, la ascética y la actitud de Catalina la condujeron a cometer un
acto de locura, que puede parecer un
suicidio, a fin de llevar a cabo la curación de un mundo enfermo y conducir de
este modo a los hombres a sentir hambre del Bien absoluto, que está escondido
en el interior de ellos mismos. También Simone Weil escribió algo que podría
haber suscrito Catalina: «En el mundo sobrenatural el alma por la contemplación
se alimenta de la verdad». La conducta alimenticia errática de Catalina fue
más sufrida que escogida. La anorexia no es expresión de un rechazo de la
naturaleza humana y del cuerpo, sino una propedéutica a su asimilación y fusión
con el cuerpo de Cristo. Catalina no buscaba destruir su cuerpo, sino su ego,
y, a pesar de las apariencias, no hay en ella trazas de masoquismo. En
ella, la energía física tenía su origen en el poder del espíritu, movido por
Dios. Empleó todas sus fuerzas para adquirir un perfecto dominio de su cuerpo.
Decía no padecer frío y casi no dormía. Buscó disimular su femineidad. No
quería ser un objeto de deseo masculino. Se atiene a la Carta de San Pablo a
los Gálatas (Ga 3, 27-28): «En efecto, todos los bautizados en Cristo os
habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni
libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús».
*Para Catalina no hay dos vías: la del espíritu y la
del cuerpo. Todo el léxico con el que se declina su relación con Dios posee una
fuerte dimensión corporal y Catalina se distingue por traducir las nociones
espirituales en imágenes sensibles. Según Michel de Certeau, el místico es una
persona que quiere «ofrecer un cuerpo al espíritu, “encarnar” el discurso y
dejar resplandecer la verdad» (La fable mystique.
XVIe-XVIIe siècle, París, 1982; Madrid, 2006).
Catalina está muy alejada de la mística especulativa alemana del Maestro
Eckhart († 1327) y sus seguidores. Tomando sobre sí la abyección física y
espiritual de los demás, flagelando su carne para constreñirla a obedecer,
Catalina restituye su cuerpo a lo sagrado y restablece una circulación
simbólica entre los hombres que permite la redistribución de los bienes
materiales y espirituales, lo que la hace capaz de convertirse, a su vez, en
figura crística y fundar en Dios su propia autoridad. Su piedad y su vida
religiosa son cristocéntricas, como ocurre con San Francisco de Asís.
*El aspecto más original de su pensamiento es el
acento que pone en sus escritos sobre la primacía del amor. El amor propio
impide el amor a Dios y al prójimo. Si el hombre se considera un absoluto, está
negando a su Creador.
*En su Diálogo
le hace decir a Dios: «Vosotros (los simples fieles) estáis en el cuerpo
universal de la Iglesia y ellos [los clérigos] están en el cuerpo místico,
puestos allí para alimentar vuestras almas», lo que corrobora que Catalina está
impregnada de una concepción teocrática de la Iglesia. Pero, al mismo tiempo,
fustiga la corrupción y los graves pecados de los miembros de la jerarquía
eclesiástica. Así como no cesa de recordar que las distinciones entre laicos y
clérigos deben relativizarse. En cuanto a su «feminismo», hay que precisar lo
que ella entiende por «virilidad». Vivir con virilidad es dar muestras de
tenacidad en la vida ascética y moral para liberar en uno mismo el deseo de
Dios en tensión constante hacia la imitación de Cristo. En Catalina el empleo
del término «viril» y de su contrario «femenino» no tiene una connotación
sexual ni remite a categorías ligadas al género. No debe ser considerada una
feminista, ya que nunca criticó la división de funciones entre los sexos
prevalente en la Iglesia de su tiempo, pero se esforzó en ir más allá de la
diferencia sexual refiriéndose en sus escritos sólo a la humanidad,
subvirtiendo desde dentro la compartimentación tradicional, mostrando con su
ejemplo que una mujer poco culta y de modesta extracción social podía
desempeñar funciones típicamente masculinas. Sin duda, tuvo una concepción
sacerdotal de su papel en la Iglesia y en la ciudad.
*El arrobamiento que experimentaba durante la
Consagración era un sustitutivo de la Comunión, cuando no podía recibirla.
Dios, sobre el altar, se convertía en alimento y el sacerdote en ministro de la
sangre de Cristo, de la que era necesario impregnarse para alcanzar la
salvación. Esta convicción a veces revestía formas paroxísticas en su
comportamiento. La historiadora francesa Christiane Klapisch-Zuber (nacida en
1936) ha dicho de Catalina y las Mantellate
sienesas que buscaban «sentir en sus cuerpos verdades teológicas», sobre todo
la Encarnación: «a través de metáforas corporales femeninas se expresa siempre
una ambición espiritual». Para Catalina la «vida en Cristo» consiste en estar
unida físicamente a Jesús crucificado y a sus heridas. Habla de refugiarse en
la llaga del costado de Cristo, esa «tienda llena de perfumes», que es el lugar
donde ella se sitúa con mayor agrado, por encima de toda autoridad humana. No
se trata de una imagen o de una metáfora, sino de una verdad experimentada: dejándose
reducir al estado de cuerpo sufriente, Cristo devino mujer y madre, porque Él
nos engendró a una vida nueva con sus sufrimientos y sus llagas. Para
Catalina, la carne de Cristo en la Pasión se hizo carne femenina, y de ella
habla como de una vulva que se abre al aguijón (spillo) del deseo, lo que conduce a una especie de inversión de los
sexos en la unión mística en la que el alma deviene el esposo y Cristo la
Esposa que-sólo ella-puede colmar su deseo. La imitatio Christi constituye, pues, un planteamiento en el que las
mujeres cobran ventaja y hasta gozan de un privilegio, en la medida
precisamente en que se vinculan con lo corporal.
*Una de las visiones decisivas de Catalina tuvo lugar
el 1 de abril de 1376, relatada en una carta a Raimundo de Capua (págs.
194-195). En varias ocasiones dijo que su función era hacer entrar a la
humanidad en la llaga abierta del costado de Cristo para llevarla a la
salvación.
*El equilibrio entre la crítica al clero y el respeto
incondicional a la jerarquía, equipara a Catalina con la gran mística, polímata
[esto es, con conocimientos en el campo de las ciencias, las humanidades y el
arte] y abadesa benedictina alemana Hildegarda de Bingen († 1179). Lo que hizo
de Catalina una profetisa no fue su capacidad de predecir el futuro, sino la
libertad y autoridad de tono con que se dirigió a papas, reyes y obispos. Hacia
el final de su vida era perfectamente capaz de escribir por sí sola, hecho que
Raimundo de Capua intentó ocultar, a diferencia de Tommaso Caffarini. Ella
misma se presenta como una «escritora inculta» (scrittrice illiterata), es decir, ajena a la cultura latina, y, en
consecuencia, al mundo de la ciencia y de la teología. De modo parecido se había
definido a sí mismo San Francisco de Asís: illiteratus
et idiota («inculto e ignorante»). No se ha conservado ninguna carta de
Catalina de la que pueda decirse que fuera ciertamente escrita de su mano. Son
cartas dictadas a personas de su confianza, especialmente el aristócrata Neri
di Landoccio Pagliaresi, Stefano Maconi y el notario florentino Barduccio di
Pietro Canigiani. La estudiosa Sonia Porzi escribió en 2006 que «la relación de
la mujer con la palabra escrita era todavía, en el siglo XIV, algo problemático».
Catalina seguramente releyó y editó ella misma el Diálogo; en cuanto a las cartas, cabe pensar que las revisaba antes
de hacerlas llegar a sus destinatarios.
*En 1389 fundóse en Colmar el primer convento
dominicano reformado, por Conrado de Prusia, uno de los principales líderes de
la Observancia en Alemania. La referencia de estos conventos reformados fue el
«protomonasterio» de San Domenico en Pisa, que se apoyaba en una red de oblatos
y oblatas laicos en torno a las monjas. Fue fundado en 1385 por Clara (Chiara)
Gambacorta, de nombre de pila Tora, que conoció a Catalina y fue su amiga. Gabriella
Zarri ha señalado que los dominicos observantes, sobre todo Giovanni Dominici y
Tommaso Caffarini (verdadero fundador de la Tercera Orden dominicana),
inspirándose en Catalina, elaboraron un proyecto de identidad femenina en el
terreno religioso, que no se limitaba a un robustecimiento de la disciplina,
sino que pretendía apoyarse en las capacidades espirituales de las mujeres para
reformar la Iglesia. El movimiento de la Observancia dominicana fue muy
influyente en la vida religiosa de Italia y Alemania durante el siglo XV. Los
conventos femeninos predominaron sobre los masculinos.
*Catalina fue la primera mujer en la EM en intentar
establecer un vínculo entre mística y política y en asociar revelaciones
privadas a una acción constante en el seno de la Iglesia, a fin de que
prevaleciera la justicia. La entrada en política de Catalina no pretendía
conseguir que se aplicasen sus ideas acerca del gobierno, sino afirmar en
cualquier circunstancia la primacía de lo espiritual. Su espiritualidad se
funda en su absoluto desprecio del mundo (de sus vanidades, riquezas y bienes
materiales), construyéndose su vida sobre una ruptura con su familia y con
todas las afecciones «carnales». Su actuación inauguró una nueva época en la
historia de Occidente.
[1] Esta idea recuerda una expresada
en 1865 por Jules Barbey d’Aurevilly en su novela Un cura casado, en el capítulo X, cuando el misterioso personaje de
la Malgaigne, una espigada octogenaria que presentía lo que iba a ocurrir, le
dice al joven Néel de Néhou: «Es preciso que los buenos, los inocentes y los
justos paguen por los pecadores en esta vida: porque, si no pagaran, ¿quién,
pues, el día de pedir cuentas, pagaría el rescate de los culpables ante el
Señor?» El más ferviente discípulo de Barbey, el también novelista y ensayista
francés León Bloy, manifiesta la misma idea en su novela El desesperado (comienzo de la segunda parte), publicada en 1887, a
través del personaje del protagonista, Caín Marchenoir.
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