Los exploradores españoles del siglo XVI
Los exploradores españoles del siglo XVI
VINDICACIÓN
DE LA ACCIÓN COLONIZADORA
ESPAÑOLA EN AMÉRICA
CHARLES FLETCHER
LUMMIS
Barcelona, Araluce,
19225. Traducción de Arturo Cuyás. La 1ª edición en español es de
1916. La edición original inglesa es de 1893. Ver original en: https://www.gutenberg.org/files/33095/33095-h/33095-h.htm
[La práctica totalidad de las notas, las aclaraciones topográficas, la
completitud de los nombres propios y la inmensa mayoría de las fechas
biográficas relativas a los personajes citados por el autor, se deben a Enrique
Castaños, Doctor en Historia del Arte]
Al distinguido ingeniero
D. Juan Carlos Cebrián
de cuyo amor a España, acrisolado durante su larga residencia en
los Estados Unidos, son prueba evidente la generosidad y largueza con que ha
contribuido a la diseminación de obras de cultura en ambos países, sin otro
objetivo que el de procurar el adelanto y enaltecer el nombre de nuestra
Patria, dedican la versión y publicación de esta obra como público testimonio
de gratitud, sus leales amigos y admiradores,
Arturo Cuyás y Ramón de San Nicolás Araluce
Nota biográfica acerca del autor
Antes de empezar la lectura de un libro, procura saber algo tocante a la
personalidad del autor. DAVID PRYDE.
Este libro es una gallarda reivindicación de España y
de sus métodos de colonización en el Nuevo Mundo. Avalora y encarece esta
reivindicación el ser obra espontánea, desinteresada, y por ende imparcial, de
un ilustrado escritor norteamericano, y fruto de sus estudios, investigaciones
y concienzudos juicios. Basta leer el Prefacio de su libro, para poder apreciar
el móvil que le impulsó a escribirlo y la sinceridad y entusiasmo que puso en
su labor.
Es natural que los hechos y proezas de los
exploradores españoles despertasen el interés y la admiración de un hombre como
Mr. Lummis, cuya vida ha sido una continua serie de pasmosos esfuerzos,
trabajos y penalidades, que le han obligado a luchar con obstáculos al parecer
insuperables, y que sólo por el vigor de su naturaleza y por la indómita fuerza
de su voluntad ha sabido vencer y dominar.
Una biografía detallada de este hombre extraordinario
parecería más bien una leyenda o una novela, que la historia real y verdadera
de una viviente personalidad. Algunos tendrán por increíble la realización de
todo cuanto ha emprendido y llevado a cabo Mr. Lummis en
56 años de vida. Pero ahí están sus obras y sus éxitos y la fortuna que ha
sabido labrarse a fuerza de trabajo y perseverancia, que lo evidencian y lo
acreditan.
Nació Mr. Charles Fletcher Lummis en Lynn, población
fabril del Estado de Massachusetts, el día primero de marzo de 1859. Estudió y
se graduó a los 22 años, en la Universidad de Harvard, cercana a Boston, y
publicó entonces un librito de poesías, impreso sobre corteza de álamo raspada
por sus manos hasta dejarla como hojas de papel fino.
Al año siguiente trasladóse a Ohio, donde
publicó The Scioto Gazette, y movido por su espíritu aventurero,
emprendió en septiembre de 1883 una marcha a pie desde Ohio hasta California,
llegado a Los Ángeles después de recorrer 5.642 kilómetros en 147 días.
Fue admitido como redactor del Daily Times de
Los Ángeles al día siguiente de su llegada, y más tarde logró ser uno de los
propietarios del periódico.
Pero el trabajo intenso y excesivo que sostuvo durante
cuatro años fue causa de un ataque de hemiplejía que le paralizó todo el lado
izquierdo y le privó del habla. Entonces se trasladó a Nuevo Méjico con la
firme voluntad de reponerse, y allí estuvo cuatro años entre los indígenas, los
cuales aprovechó para estudiar sus costumbres y tradiciones y sus cantos
populares y para aprender dos de sus idiomas.
En un libro interesantísimo, titulado My
friend Will, en que «el amigo Will», representa su voluntad, describe Mr.
Lummis los novelescos incidentes relacionados con el proceso de su curación,
que fue completa, recobrando el habla, así como el movimiento y la agilidad de
sus miembros por efecto de una vida ruda y montaraz y de la tenacidad de su
propósito. Posteriormente ha sufrido y podido vencer otros
dos ataques, que en una persona de otro temple hubieran tenido fatal desenlace.
Hace algunos años quedó ciego; pero ha vuelto a recobrar la vista después de
mucho tiempo.
A pesar de estos padecimientos físicos y el dolor
moral que le causó la pérdida de su quinto hijo, Amado, la labor de Mr. Lummis
en los campos de la literatura, de la exploración y de la investigación, ha
sido intensa y fecunda.
Asociado con Mr. Adolph Francis Bandelier, el cual ha
aplicado métodos científicos al estudio de la historia, emprendieron los dos
juntos una expedición etnológica e histórica, recorriendo Tejas, Colorado,
Utah, Arizona y California en los Estados Unidos, y después Méjico, la América
Central, Perú y Bolivia, visitando los parajes donde se desarrollaron los
principales hechos de los exploradores y colonizadores españoles.
«He recorrido—dice él mismo en una carta—unos dos
millones de millas de Hispano-América, no como turista, sino como un hijo del
país; con cartas oficiales de recomendación para diversos Gobiernos y poniéndome
en relaciones con ellos; pero familiarizándome al propio tiempo con gente de
todas las clases sociales; puesto que un país se compone de todas ellas, desde
los mendigos y los peones hasta los hombres de ciencias y los gobernantes. Y he
tenido la suerte de conocer y tratar a todas esas clases.»
Lo cual es garantía del profundo conocimiento que ha
adquirido Mr. Lummis respecto del asunto de que trata este libro.
De regreso a Los Ángeles en 1894, funda y dirige dos
periódicos, y construye su casa de piedra con sus propias manos, ayudado de
algunos indios.
Desde entonces, ha recibido títulos de varias
Universidades; ha sido fundador y presidente de sociedades para educar a los
indios, para conservar los monumentos históricos de California; fundador y secretario
de la Sociedad de Arqueología del Sudoeste; miembro vitalicio del Instituto
Arqueológico de América, y miembro activo y honorario de muchas otras
sociedades.
En el año 1907 fundó en Los Ángeles el Southwest
Museum, al cual ha hecho donación de su copiosa biblioteca particular, la
más rica en libros referentes a la América española, y de su colección de
objetos arqueológicos hispano-americanos, que se valúa en más de cien mil
dólares.
Además de muchos artículos para la Enciclopedia
Británica, la Enciclopedia Americana, y diversas revistas y periódicos, ha
publicado quince obras, entre ellas: Villagran's
New México, Benavides Memorial of
1630 y uno referente a la República de Méjico bajo el gobierno del general
Porfirio Díaz.
Por último, este notable americanista, explorador,
arqueólogo, historiador, novelista, periodista y fundador de Sociedades y
museos, ha tenido tiempo para investigar las costumbres de los indios; ha
traducido sus canciones al inglés; las ha puesto en notación de música, y desde
hace quince años se ocupa en compilar para un Diccionario Enciclopédico,
cuantos datos biográficos, geográficos, históricos, etnológicos y arqueológicos
acerca de América se hallan en libros y documentos publicados desde el
descubrimiento del Nuevo Mundo hasta 1850. Será una obra monumental, cuya
publicación se propone costear y dirigir, con ayuda de varios competentes
redactores.
Mucho deberá América a ese infatigable y filantrópico
historiógrafo; pero no menos le debe España por la noble defensa y la justa y
entusiástica loa que ha hecho de los héroes españoles que descubrieron y
exploraron aquel mundo. Reconociendo esta deuda, el Gobierno español ha tenido
a bien manifestar su alto aprecio de la labor de Mr. Lummis, agraciándole con
la encomienda de Isabel la Católica.
Arturo Cuyás
Los conceptos que en este libro se exponen
han entrado ya a ocupar su sitio en la literatura histórica; pero forman una
base enteramente nueva para una obra de carácter popular. Por ser nueva, tal
vez aquellos que no han seguido del todo la marcha reciente de la investigación
científica, pongan en duda su exactitud. Puedo afirmar que las apreciaciones y
los asertos que se hacen en este libro son rigurosamente exactos y que yo estoy
dispuesto a defenderlos desde el punto de vista de la ciencia histórica.
Y digo esto no tan sólo por razón del
aprecio personal en que tengo al autor, sino muy especialmente en vista del
mérito de su obra y del valor que tiene para los jóvenes de la presente y de
futuras generaciones.
Ad. F. Bandelier.
PREFACIO
Porque creo que todo joven
sajón-americano ama la justicia y admira el heroísmo tanto como yo, me he
decidido a escribir este libro. La razón de que no hayamos hecho justicia a los
exploradores españoles es, sencillamente, porque hemos sido mal informados. Su
historia no tiene paralelo; pero nuestros libros de texto no han reconocido esa
verdad, si bien ahora ya no se atreven a disputarla. Gracias a la nueva escuela
de historia americana vamos ya aprendiendo esa verdad, que se gozará en conocer
todo americano de sentimientos varoniles. En este país de hombres libres y
valientes, el prejuicio de la raza, la más supina de todas las ignorancias
humanas, debe desaparecer. Debemos respetar la virilidad más que el
nacionalismo, y admirarla por lo que vale dondequiera que la hallemos; y la
hallaremos en todas partes. Los hechos que levantan a la humanidad no provienen
de una sola raza. Podemos haber nacido dondequiera—esto es un mero accidente—;
mas, para llegar a ser héroes, debemos crecer por medios que no son accidentes
ni provincialismos, sino por la propia naturaleza y para gloria de la
humanidad.
Amamos la valentía, y la
exploración de las Américas por los españoles fue la más grande, la más larga y
la más maravillosa serie de valientes proezas que registra la historia. En mis
mocedades no le era posible a un muchacho anglosajón aprender esa verdad; aun
hoy es sumamente difícil, dado que sea posible. Convencido
de que es inútil la tarea de buscar en uno o en todos los libros de texto
ingleses, una pintura exacta de los héroes españoles del Nuevo Mundo, me hice
el propósito de que ningún otro joven americano amante del heroísmo y de la
justicia, tuviese necesidad de andar a tientas en la obscuridad como a mí me ha
sucedido; pero no habrá de agradecerme a mí, tanto como al amigo de ambos,
Adolph Francis Bandelier, maestro de la nueva escuela[1],
los siguientes atisbos de los hechos más interesantes de la historia. Sin la
luz que este aventajado discípulo del gran Humboldt ha derramado con su
erudición sobre los primeros tiempos de América, no hubiera sido posible
escribir este libro, ni hubiese podido escribirlo yo, sin su personal y
generosa ayuda.
Charles Fletcher Lummis
LOS
EXPLORADORES
ESPAÑOLES
DEL
SIGLO XVI
I
LA NACIÓN EXPLORADORA
Es ya un hecho reconocido por
la historia que los piratas escandinavos habían descubierto y hecho algunas
expediciones a la América del Norte mucho antes que pusiera su planta en ella
Cristóbal Colón. El historiador que hoy considere aquel descubrimiento de los
escandinavos como un mito, o como algo incierto, demuestra no haber leído nunca
las Sagas. Vinieron aquellos hombres del Norte, y hasta acamparon en el Nuevo
Mundo antes del año 1000; pero no hicieron más que acampar; no construyeron
pueblos, y realmente nada añadieron a los conocimientos del mundo; nada
hicieron para merecer el título de exploradores. El honor de dar América al
mundo pertenece a España; no solamente el honor del descubrimiento, sino el de
una exploración que duró varios siglos y que ninguna otra nación ha igualado en
región alguna. Es una historia que fascina, y, sin embargo, nuestros
historiadores no le han hecho hasta ahora sino escasa justicia. La historia
fundada sobre principios verdaderos era una ciencia desconocida hasta hace cosa
de un siglo; y la opinión pública fue ofuscada durante mucho tiempo por los
estrechos juicios y falsas deducciones de historiadores que sólo estudian en
los libros. Algunos de estos hombres han sido no tan sólo escritores íntegros,
sino amenos también; pero su misma popularidad ha servido para difundir más sus
errores. Su época ha pasado, y principia a brillar una nueva luz. Ningún hombre
estudioso se atreve ya a citar a William Hickling Prescott (1796 – 1859) o a Washington
Irving (1783 – 1859) o a ningún otro de sus secuaces, como autoridades de la
historia; hoy sólo se les considera como brillantes noveladores y nada más. Es
menester que alguien haga tan populares las verdades de la historia de América
como lo han sido las fábulas, y tal vez pase mucho tiempo antes de que salga un William Prescott sin equivocaciones; entre tanto, yo quisiera ayudar a los
jóvenes americanos a penetrarse de las verdades en que se basarán de aquí en
adelante las historias. Este libro no es una historia; es sencillamente un hito
que marca el verdadero punto de vista, la idea amplia, y tomándolo como punto
de partida, los que tengan interés en ello podrán con más seguridad llevar
adelante la investigación de los detalles, mientras que aquellos que no puedan
proseguir sus estudios, poseerán siquiera un conocimiento general del capítulo
más romántico y más repleto de valientes proezas que contiene la historia de
América.
No se nos ha enseñado a
apreciar lo asombroso que ha sido el que una nación mereciese una parte tan grande
del honor de descubrir América; y, sin embargo, cuando lo estudiamos a fondo,
es en extremo sorprendente. Había un Viejo Mundo grande y civilizado: de
repente se halló un Nuevo Mundo, el más importante y pasmoso descubrimiento que
registran los anales de la Humanidad. Era lógico suponer que la magnitud de ese
acontecimiento conmovería por igual la inteligencia de todas las naciones
civilizadas, y que todas ellas se lanzarían con el mismo empeño a sacar
provecho de lo mucho que entrañaba ese descubrimiento en beneficio del género
humano. Pero en realidad no fue así. Hablando en general, el espíritu de
empresa de toda Europa se concentró en una nación, que no era por cierto la más
rica o la más fuerte.
A una nación le cupo en
realidad la gloria de descubrir y explorar la América, de cambiar las nociones
geográficas del mundo y de acaparar los conocimientos y los negocios por
espacio de siglo y medio. Y esa nación fue España.
Un genovés, es cierto, fue el
descubridor de América; pero vino en calidad de español; vino de España
por obra de la fe y del dinero de españoles; en buques españoles y con
marineros españoles, y de las tierras descubiertas tomó posesión en nombre de
España.
Imaginad qué reino tendrían
entonces Fernando e Isabel, además de su pequeño jardín de Europa: medio mundo
desconocido, en el cual viven hoy una veintena de naciones civilizadas, y en
cuya inmensa superficie, la más nueva y la más grande de las naciones no es
sino un pedazo. ¡Qué vértigo se hubiera apoderado de Colón si hubiese podido
entrever la inconcebible planta cuyas semillas, por nadie adivinadas, tenía en
sus manos aquella hermosa mañana de octubre de 1492!
También fue España la que envió
un florentino de nacimiento, a quien un impresor alemán hizo padrino de medio
mundo, que no tenemos seguridad que él conociese; pero que estamos seguros de
que no debiera llevar su nombre. Llamar América a este continente en honor de
Amérigo Vespucci (Américo Vespucio) fue una injusticia, hija de la ignorancia, que ahora nos
parece ridícula; pero, de todos modos, también fue España la que envió el varón
cuyo nombre lleva el Nuevo Mundo.
Poco más hizo Colón que
descubrir la América, lo cual es ciertamente bastante gloria para un hombre.
Pero en la valerosa nación que hizo posible el descubrimiento, no faltaron héroes
que llevasen a cabo la labor que con él se iniciaba. Ocurrió ese hecho un siglo
antes de que los anglosajones pareciesen despertar y darse cuenta de que
realmente existía un nuevo mundo; durante ese siglo la flor de
España realizó maravillosos hechos. Ella fue la única nación de Europa que no
dormía. Sus exploradores, vestidos de malla, recorrieron Méjico y Perú, se
apoderaron de sus incalculables riquezas e hicieron de aquellos reinos partes
integrantes de España. Cortés había conquistado y estaba colonizando un país
salvaje doce veces más extenso que Inglaterra, muchos años antes que la primera
expedición de gente inglesa hubiese siquiera visto la costa donde iba a fundar
colonias en el Nuevo Mundo, y Pizarro realizó aún más importantes obras. Juan Ponce de
León había tomado posesión en nombre de España de lo que es ahora uno de los
Estados de nuestra República [la Florida], una generación antes de que los
sajones pisasen aquella comarca. Aquel primer viandante por la América del
Norte, Álvaro Núñez Cabeza de Vaca, había hecho a pie un recorrido incomparable
a través del continente, desde la Florida al Golfo de California, medio siglo
antes de que nuestros antepasados sentasen la planta en nuestro país.
Jamestown, la primera población inglesa en la América del Norte, no se fundó
hasta 1607, y ya por entonces estaban los españoles permanentemente
establecidos en la Florida y Nuevo Méjico, y eran dueños absolutos de un vasto
territorio más al Sur. Habían ya descubierto, conquistado y casi colonizado la
parte interior de América, desde el nordeste de Kansas hasta
Buenos Aires, y desde el Atlántico al Pacífico. La mitad de los Estados Unidos,
todo Méjico, Yucatán, la América Central, Venezuela, Ecuador, Bolivia,
Paraguay, Perú, Chile, Nueva Granada[2]
y además un extenso territorio, pertenecía a España cuando Inglaterra adquirió
unas cuantas hectáreas en la costa de América más próxima. No hay palabras con
qué expresar la enorme preponderancia de España sobre todas las demás naciones
en la exploración del Nuevo Mundo. Españoles fueron los primeros que vieron y
sondearon el mayor de los golfos; españoles los que descubrieron los dos ríos
más caudalosos; españoles los que por vez primera vieron el océano Pacífico;
españoles los primeros que supieron que había dos continentes en América;
españoles los primeros que dieron la vuelta al mundo. Eran españoles los que se
abrieron camino hasta las interiores lejanas reconditeces de nuestro propio
país y de las tierras que más al Sur se hallaban, y los que fundaron sus ciudades
miles de millas tierra adentro, mucho antes que el primer anglosajón
desembarcase en nuestro suelo. Aquel temprano anhelo español de explorar era
verdaderamente sobrehumano. ¡Pensar que un pobre teniente español[3]
con veinte soldados atravesó un inefable desierto y contempló la más grande
maravilla natural de América o del mundo—el gran Cañón del
Colorado—nada menos que tres centurias antes de que lo viesen ojos
norteamericanos! Y lo mismo sucedía desde el Colorado hasta el Cabo de Hornos.
El heroico, intrépido y temerario Balboa realizó aquella terrible caminata a
través del Istmo, y descubrió el océano Pacífico y construyó en sus playas los
primeros buques que se hicieron en América, y surcó con ellos aquel mar
desconocido, y ¡había muerto más de medio siglo antes de que Francis Drake
(1540 – 1596) y John Hawkins (1532 – 1595) pusieran en él los ojos!
La falta de recursos de
Inglaterra, la desmoralización que siguió a la Guerra de las Dos Rosas
(1455-1487), así como las disensiones religiosas, fueron las causas principales
de su apatía de entonces. Cuando sus hijos llegaron por fin al borde occidental
del Nuevo Mundo, dejaron de sí buena memoria; pero nunca tuvieron que afrontar
tantas y tan inconcebibles penalidades y tan continuos peligros como los españoles.
La comarca que conquistaron era bastante salvaje, es cierto; pero era fértil,
tenía extensos bosques, mucha agua y mucha caza; mientras que la que dominaron
los españoles era el desierto más terrible que jamás hombre alguno, ni antes ni
después, ha logrado conquistar, y estaba poblado por una hueste de tribus
salvajes, las cuales no podían compararse con los pequeños guerreros del «rey
Felipe»[4],
como no cabe comparación entre una zorra y una pantera. Los apaches y los
araucanos no hubieran sido tal vez peores que los otros indios si se hubiesen
trasladado a Massachusetts; pero en su áspero país eran los salvajes más
furibundos con que habían tropezado los europeos. Si en la región oriental duró
un siglo la guerra con los indios, tres siglos y medio pelearon en el sudoeste
los españoles. En una colonia española (Bolivia) perecieron a manos de los
naturales, en una carnicería, tantos como habitantes tenía la ciudad de Nueva
York cuando empezó la guerra de la independencia. Si los indios de levante hubiesen
dado muerte a veintidós mil colonos en una horrible matanza, como hicieron
con los españoles los indios de Sorata[5],
hasta muy entrado el siglo XIX no hubieran podido las diezmadas colonias de
Norteamérica desatar los lazos que las unían a la madre patria y constituirse
en nación independiente.
Cuando sepa el lector que el
mejor libro de texto inglés ni siquiera menciona el nombre del primer navegante
que dio la vuelta al mundo (que fue un español), ni del explorador que
descubrió el Brasil[6] (otro español), ni del que
descubrió California[7]
(español también), ni los españoles que descubrieron y formaron colonias en lo
que es ahora los Estados Unidos, y que se encuentran en dicho libro omisiones
tan palmarias, y cien narraciones históricas tan falsas como inexcusables son
las omisiones, comprenderá que ha llegado ya el tiempo de que hagamos más
justicia de la que hicieron nuestros padres a un asunto que debiera ser del
mayor interés para todos los verdaderos americanos.
No solamente fueron los
españoles los primeros conquistadores del Nuevo Mundo y sus primeros
colonizadores, sino también sus primeros civilizadores. Ellos construyeron las
primeras ciudades, abrieron las primeras iglesias, escuelas y universidades;
montaron las primeras imprentas y publicaron los primeros libros; escribieron
los primeros diccionarios, historias y geografías, y trajeron los primeros
misioneros; y antes de que en Nueva Inglaterra hubiese un verdadero periódico,
ya ellos habían hecho un ensayo en Méjico ¡y en el siglo XVII!
Una de las cosas más asombrosas
de los exploradores españoles—casi tan notable como la misma exploración—es el
espíritu humanitario y progresivo que desde el principio hasta el fin
caracterizó sus instituciones. Algunas historias que han perdurado, pintan a esa
heroica nación como cruel para los indios; pero la verdad es que la conducta de
España en este particular debiera avergonzarnos. La legislación española
referente a los indios de todas partes era incomparablemente más extensa, más
comprensiva, más sistemática, y más humanitaria que la de la Gran Bretaña, la
de las colonias y la de los Estados Unidos todas juntas. Aquellos primeros
maestros enseñaron la lengua española y la religión cristiana a mil indígenas
por cada uno de los que nosotros aleccionamos en idioma y religión. Ha habido
en América escuelas españolas para indios desde el año 1524. Allá por 1575—casi
un siglo antes de que hubiese una imprenta en la América inglesa—se habían
impreso en la ciudad de Méjico muchos libros en doce diferentes
dialectos indios, siendo así que en nuestra historia sólo podemos presentar la
Biblia india de John Eliot (1604 – 1690); y tres universidades españolas tenían
casi un siglo de existencia cuando se fundó la de Harvard. Sorprende por el
número la proporción de hombres educados en colegios que había entre los
exploradores; la inteligencia y el heroísmo corrían parejos en los comienzos de
la colonización del Nuevo Mundo.
II
GEOGRAFÍA EMBROLLADA
La menor de las dificultades
que se presentaban a los descubridores del Nuevo Mundo era el tremendo viaje
que había que hacer entonces para llegar a él. Si las tres mil millas de mar
desconocido hubiese sido el principal obstáculo, hubiéralo vencido la
civilización algunos siglos antes. Fueron la ignorancia humana, más honda que
el Atlántico, y el fanatismo, más tempestuoso que sus olas, los que cerraron
por tanto tiempo el horizonte del occidente de Europa. A no ser por estas
causas, el mismo Colón hubiera descubierto la América diez años antes; es más,
América no hubiera tenido que esperar tantos siglos a que Colón la descubriese.
Es realmente curioso que la mitad más rica del planeta jugase al escondite
durante tanto tiempo con la civilización; y que la hallasen, al fin, por una
mera casualidad, los que buscaban otra cosa muy distinta. Si hubiese esperado
América a ser descubierta por alguien que fuese en busca de un nuevo
continente, quizá estuviese aguardando todavía.
A pesar de que, mucho antes que
Colón, varios navegantes vagabundos de media docena de distintas razas habían
ya llegado al Nuevo Mundo, lo cierto es que no dejaron huellas en América, ni
aportaron provecho alguno a la civilización; y Europa, aun hallándose al borde
del más grande de los descubrimientos y de los más importantes sucesos de la
historia, ni siquiera lo soñó. El mismo Colón no tenía la menor idea de la
existencia de América. ¿Sabe el lector lo que iba a buscar al occidente? Asia.
Las investigaciones hechas de
algunos años a esta parte, han modificado grandemente nuestro juicio
acerca de Colón. La tendencia de la generación pasada, era convertirlo en un
semidiós, en una figura histórica sin tacha, en un ser perfecto, todo él
nobleza. Esto es absurdo; porque Colón no era más que un hombre, y todos los
hombres, por grandes que sean, no llegan nunca a la perfección. La generación
actual tiende a lo contrario, esto es, a quitarle toda cualidad heroica y hacer
de él un pirata impune y un despreciable instrumento de la suerte; a tal
extremo, que muy pronto no va a quedar nada de Colón. Esto es igualmente injusto
y poco científico. En su terreno era Colón un grande hombre, a pesar de sus
defectos, y distaba mucho de ser un ente despreciable. Para comprenderle,
debemos antes tener un conocimiento general de la época en que vivía. Para
apreciar hasta qué punto fue inventor de la gran idea, debemos principiar por
investigar cuáles eran entonces las ideas que predominaban en el mundo, y
cuánto contribuyeron a ayudarle o a estorbarle.
En aquella edad remota, la
geografía era una cosa curiosísima: entonces un mapamundi era algo que muy
pocos de nosotros podríamos ahora descifrar; porque todos los sabios del orbe
sabían de la topografía del mundo menos de lo que sabe hoy un colegial de ocho
años. Se había convenido finalmente en que el mundo no era plano, sino esférico;
por más que aun ese conocimiento fundamental era reciente; pero ningún ser
viviente sabía de qué estaba compuesta la mitad del globo. Hacia el occidente
de Europa se extendía el «Mar de las Tinieblas», y más allá de una pequeña
zona, nadie sabía lo que era o lo que contenía. No se conocía aún la desviación
de la aguja. Todo era en gran parte suposiciones y tanteos. Las inseguras
embarcaciones de entonces, no osaban aventurarse sin ver tierra, porque no
tenían nada seguro que las guiase para volver; ¡y causa risa saber que una de
las razones por que no se atrevían a arriesgarse mar afuera, era el temor de
llegar inadvertidamente más allá del límite del Océano, y de que el buque y la
tripulación cayesen en el vacío! Aun cuando sabían que el mundo era esférico, todavía
no se soñaba en la ley de gravitación; y se suponía que, si uno avanzaba
demasiado lejos por la superficie de la esfera, corría el peligro de lanzarse
al espacio.
No obstante, era general la
creencia de que había tierra en aquel mar desconocido. Esa idea fue creciendo
durante más de mil años, puesto que, en el siglo II de la era cristiana,
empezó a creerse que había islas más allá de Europa. En tiempo de Colón, los
cartógrafos ponían generalmente en sus burdos mapas algunas islas, que colocaban
al azar en el «Mar de las Tinieblas».
Más allá de ese enjambre de
islas, se suponía que se hallaba la costa oriental de Asia, y eso a no muy
grande distancia porque el verdadero tamaño del globo se calculaba que era una
tercera parte menor del que tiene realmente. La geografía estaba entonces en
mantillas; pero atraía la atención y motivaba el estudio de muchísimos hombres
afanosos de saber, y que eran muy ilustrados para su época. Cada uno de ellos
trazaba un mapa según las suposiciones que le inspiraban sus estudios, y así
resultaban los mapas muy distintos unos de otros.
En una cosa estaban todos
conformes: en que había tierra hacia occidente. Algunos decían que
unas pocas islas; otros que millares de islas; pero todos convenían en que
había tierra. Así, Colón no inventó la idea; ésta era general antes de que él
naciera. La cuestión no estriba en saber si había un Nuevo Mundo: sino en
determinar si era posible o practicable el llegar hasta él, sin caer en el
abismo, o sin encontrar otros peligros más horrendos. La gente decía que No;
Colón dijo que Sí; y ese es su título de gloria. El no inventó la
teoría, pero supo llevarla a la práctica; y aun lo que realizó materialmente,
es menos notable que la fe que le sostuvo. No tuvo necesidad de enseñarle a
Europa que había un nuevo país; pero sí le hizo creer que podía llegar hasta
él; y esa fe en sí mismo y su tenaz valor en hacer que otros tuviesen fe en él,
fue el rasgo más grande de su carácter. Requirió menos valentía el
hacer la prueba final, que convencer al público de que no era una
temeridad el intentarla.
Cristóbal Colón, como se le
llamaba en su tiempo, nació en Génova (Italia), y fueron sus padres Domenico
Colombo, cardador de lana, y Susana Fontanarossa. No se conoce con certeza el año
de su nacimiento, pero vio probablemente la luz en 1446. Nada sabemos de su
infancia, y muy poco de su vida de joven, aunque es seguro que era activo,
arrojado y muy estudioso. Dicen que su padre le envió por algún tiempo a la
Universidad de Pavía; pero sus estudios escolásticos no pudieron durar mucho
tiempo. El mismo Colón nos dice que fue a navegar a los catorce años. En su
calidad de marino, le fue fácil continuar los estudios que más le interesaban,
como la geografía y otros análogos. Los detalles de sus primeros viajes son muy
escasos; pero parece cosa cierta que navegó y tocó en Inglaterra, Islandia,
Guinea y Grecia, con lo cual se consideraba entonces haber viajado más que hoy
dando la vuelta al mundo; con este vasto conocimiento de hombres y de tierras,
iba adquiriendo acerca de la navegación, la astronomía y la geografía, todo el
saber que era posible en aquel tiempo.
Es interesante la conjetura de
cómo y cuándo concibió Colón un proyecto de tan estupenda importancia. No debió
ser sin duda, sino siendo ya un hombre maduro y de experiencia, no tan sólo
como experto navegante, sino por su conocimiento de lo que habían hecho otros
marinos. Hacía más de un siglo que se habían descubierto las islas de Madeira y
las Azores. El príncipe Enrique, el Navegante (gran patrocinador de las
primeras exploraciones), enviaba dotaciones por la costa occidental del África;
pues a la sazón ni siquiera se sabía lo que era la parte más baja de ese
continente. Esas expediciones sirvieron de gran ayuda a Colón y contribuyeron a
ensanchar los conocimientos del mundo. También es casi seguro que, cuando
estuvo en Islandia, debió de oír algo acerca de los piratas escandinavos que
habían estado en América. Dondequiera que fuese, su mente perspicaz hallaba
algún nuevo aliento, directo o indirecto, para la gran resolución que casi
inconscientemente se iba formando en su cerebro.
Por el año de 1473 Colón anduvo
errante hasta Portugal; y allí hizo conocimientos que influyeron en su
porvenir. Con el tiempo contrajo matrimonio con Filipa Moniz, que fue la madre
de su hijo y cronista Diego. Hay mucha incertidumbre respecto de su vida
conyugal, y no se sabe si fue modelo de esposos o todo lo contrario. Por sus
propias cartas se viene en conocimiento de que tuvo otros hijos, además de
Diego; pero no se poseen más noticias acerca de ellos. Parece ser que su esposa
era hija de un capitán de barco a quien llamaban el «Navegante», y cuyos
servicios fueron premiados nombrándole primer gobernador de la recién
descubierta isla de Porto Santo, cerca de las de Madeira. Como la cosa más
natural del mundo, fue Colón a visitar a su intrépido suegro; y tal vez fuese
durante su estancia en Porto Santo cuando empezó a dar forma a su colosal
pensamiento.
Tratándose de un hombre como
aquel «genovés que buscaba un mundo», una resolución como esa, una vez formada,
sería como flecha de púas: muy difícil de arrancar. Desde aquel día no tuvo
descanso. La idea capital de su vida fue ir «¡hacia Occidente! ¡Hacia el
Asia!», y empezó a trabajar para llevarla a cabo. Se asegura que, con intención
patriótica, se apresuró a ir a su país natal para hacerle la primera oferta de
sus servicios. Pero Génova no iba en busca de nuevos mundos, y rehusó el
ofrecimiento. Entonces expuso sus planes a Juan II de Portugal. Al rey Juan le
encantó la idea; pero un consejo de sus hombres más sabios le aseguró que el
plan era ridículamente temerario. Pero después envió una expedición secreta, la
que, una vez perdida la tierra de vista, se descorazonó y regresó sin
resultado. Cuando Colón tuvo conocimiento de esta traición, se indignó de tal
modo que salió inmediatamente para España e interesó allí a varios nobles, y
por último a los mismos reyes, en sus audaces esperanzas. Pero después de tres
años de profunda deliberación, una junta de geógrafos y astrónomos decidió que
su plan era absurdo e irrealizable; no era posible llegar hasta las islas.
Descorazonado, Colón salió para Francia; pero por suerte se detuvo en un
monasterio de Andalucía, donde logró interesar al guardián, Juan Pérez de
Marchena. Este monje había sido confesor de la reina, y, gracias a su urgente
intercesión, los reyes al fin llamaron a Colón, el cual regresó a la Corte. Sus
planes se habían agrandado de tal modo en su cerebro, que estaba casi
desequilibrado, y parecía olvidar que sus descubrimientos eran sólo una
esperanza y no un hecho positivo. Tenía, sin duda alguna, valor y
perseverancia; pero en aquella ocasión hubiéramos querido verle un poco más
modesto. Cuando el rey le preguntó en qué condiciones emprendería el viaje,
contestóle: «Que se me nombre almirante antes de partir; que se me haga virrey
de todas las tierras que descubra, y que se me dé una décima parte de todas las
ganancias». ¡Desmedidas pretensiones, a la verdad, las que tenía el pobre hijo
de un cardador de Génova para con el excelso rey de España!
Fernando rechazó en el acto esa
atrevida exigencia; y en enero de 1492, Colón se hallaba camino de Francia para
probar allí fortuna, cuando le alcanzó un mensajero que le hizo regresar a la
Corte. Muy grande es nuestra deuda para con la buena reina Isabel, pues gracias
a su gran interés personal, tuvo Colón la oportunidad de descubrir el Nuevo
Mundo. Cuando todos los hombres de ciencia fruncían el entrecejo y los ricos
negaban su apoyo, la inquebrantable fe de una mujer—ayudada por la
Iglesia—salvó la Historia.
En pro y en contra de esa gran
reina mucho se ha escrito, igualmente falto de razón. Algunos han querido hacer
de ella una santa inmaculada—tarea sumamente difícil tratándose de un ser
humano—, y otros la pintan como una mujer codiciosa, mercenaria y de ningún
modo admirable. Ambos extremos son igualmente ilógicos y falsos; pero el último
es el más injusto. La verdad es que todos los caracteres tienen más de una
fase, y lo mismo en la Historia que en la vida real, hay comparativamente pocas
figuras que se puedan santificar o condenar en absoluto. Isabel no era un
ángel; era una mujer, y tenía sus debilidades como todas las mujeres. Pero era
una mujer notable, una gran mujer, que merece nuestro respeto al par que
nuestra gratitud. Puede afrontar la comparación de su carácter con el de la
«Buena Reina Elizabeth», y ha dejado un nombre mucho más grande en la Historia.
No fue la sórdida ambición ni la codicia lo que le hizo prestar oídos al descubridor
de mundos. Fue la fe, la simpatía y la intuición de una mujer, que tantas veces
ha cambiado el curso de la historia y dado pie a las proezas de tantos héroes,
quienes hubieran muerto desconocidos si hubiesen confiado en la más lenta, más
fría y más interesada simpatía de los hombres.
Isabel tuvo la iniciativa, y
asumió la responsabilidad. Tenía un reino propio, y su real esposo Fernando no
creyó prudente embarcar las fortunas de Aragón en tan descabellada empresa:
bien podía ella sufragar los gastos con cargo al reino de Castilla. Parece que
Fernando lo veía con indiferencia; pero su reina rubia y de ojos azules, cuyo
rostro gentil ocultaba un gran valor y determinación, la acogió con entusiasmo.
Se le concedieron al genovés las condiciones que imponía, y el 17 de abril de
1492, firmaron Sus Majestades y Colón uno de los documentos más importantes en
que se ha puesto la pluma. Si el lector pudiese ver ese precioso convenio,
probablemente no adivinaría de quién es el autógrafo que está al pie, porque el
jeroglífico de la firma de Colón, pondría hoy en grande aprieto al interventor
de una casa de banca. La substancia de este famoso contrato era como sigue:
1.º Que
Colón y sus herederos tuviesen por siempre el cargo de almirante en todas las
tierras que él llegase a descubrir.
2.º Que
él sería virrey y gobernador general en dichas tierras, con voz en el
nombramiento de sus gobernadores subalternos.
3.º Que reservase
para sí una décima parte de todo el oro, la plata, las perlas y demás tesoros
que adquiriese.
4.º Que
él y su lugarteniente fuesen los únicos jueces, junto con el gran almirante de
Castilla, en los asuntos comerciales del Nuevo Mundo.
5.º Que
tendría el privilegio de contribuir con una octava parte a los gastos de
cualquiera otra expedición que se enviase a las nuevas tierras, con derecho a
percibir entonces una octava parte de los beneficios.
Es lástima que la conducta de
Colón en España no estuviese libre de una doblez que redundaba en su
descrédito. Entró al servicio de España el día 20 de enero de 1486. El 5 de
mayo de 1487, los reyes de España le dieron tres mil maravedises «por un
servicio secreto hecho a Sus Majestades»; y durante el mismo año recibió ocho
mil maravedises más. Y, no obstante, después de esto ofreció secretamente sus
servicios al rey de Portugal, el cual en 1488 le escribió a Colón una carta
ofreciéndole la libertad del reino, a cambio de las exploraciones que
hiciese en favor de Portugal. Pero esto no se llevó a cabo.
Es más fácil que el lector
tenga noticias respecto al viaje, aquel viaje que duró unos cuantos meses, pero
cuya realización le costó al valeroso genovés cerca de 20 años de desaliento y
de oposición. Fueron esos años de incesante lucha para convertir al mundo a su
insondable sapiencia, lo que mostró el carácter de Colón más claramente que
todo lo que hizo después que el mundo creyó en él.
Habiéndose vencido por fin las
dificultades de obtener el consentimiento y el permiso oficial, no quedaba otro
obstáculo que el de organizar la expedición. Esto era un asunto serio: pocos
estaban dispuestos a embarcarse en una empresa tan loca como aquella se
reputaba. Finalmente, a falta de voluntarios, hubo que llevar una tripulación
por orden de la Corona; y con su nao, la «Santa María» y sus dos carabelas, la
«Niña» y la «Pinta», tripuladas por hombres renuentes, estuvo al fin listo para
hacerse a la mar el descubridor de un mundo.
III
COLÓN EL DESCUBRIDOR
Salió Colón del puerto de
Palos, el viernes 3 de agosto de 1492, a las 8 de la mañana, con 120 españoles
a su mando. Ya sabe el lector cómo él y su valiente camarada Pinzón alentaron
el decaído espíritu de su marinería, y cómo en la mañana del 12 de octubre
vislumbraron por fin la tierra. No era el continente de América—que Colón no
llegó a ver hasta cerca de ocho años más tarde—, sino la isla de Watling. Fue
ese viaje el más largo que había hecho hombre alguno hacia el occidente, e
ilustraba de un modo muy característico la suma de conocimientos a que había
llegado la humanidad. Cuando los viajeros observaron las desviaciones de la
aguja magnética, decidieron que lo que se desviaba no era la aguja, sino la
estrella polar. Tenía tal vez Colón tantos conocimientos como cualquier otro
geógrafo de su época; pero llegó a la conclusión de que la causa de ciertos
fenómenos debía de ser el estar navegando sobre una corcova de la
tierra[8].
Esto se hizo más evidente en el viaje que realizó después al Orinoco, cuando
halló una corcova todavía mayor y dedujo que el mundo debía tener la forma de
una pera. Es interesante notar que, a no ser por un cambio accidental de su
derrota, los viajeros hubieran encontrado la corriente del golfo que les
hubiera llevado hacia el norte, en cuyo caso la parte que hoy ocupan los
Estados Unidos hubiera sido el primer campo de la conquista de España.
El primer hombre blanco que vio
la tierra del Nuevo Mundo, fue un simple marinero llamado Rodrigo de Triana, si
bien el mismo Colón había divisado una luz la noche anterior. Aun cuando es
probable—como verá el lector más adelante—que Juan Caboto (ca. 1450 –
1499) viese el continente de América antes que Colón (en 1497), fue Colón quien
descubrió el Nuevo Mundo, tomó posesión de él como gobernador en nombre de España,
y hasta fundó en él las primeras colonias europeas, construyendo y poblando con
43 hombres un pueblo que bautizó con el nombre de la Navidad, en la isla de
Santo Domingo (o La Española como él la llamaba), en diciembre de 1492. Además,
si Colón no hubiese antes descubierto el Nuevo Mundo, Caboto nunca hubiera
navegado.
Los exploradores fueron de isla
en isla, encontrando en ellas muchas cosas notables. En Cuba, donde llegaron el
26 de octubre, descubrieron el tabaco, que no era conocido en los países civilizados,
así como la desconocida batata. Estos dos productos, de cuyo valor no supo
darse cuenta ninguno de los primeros exploradores, debían ser factores más
importantes en los mercados monetarios y en las comodidades del mundo, que
todos los tesoros de mayor brillo. También la hamaca y su nombre fueron
conocidos por personas civilizadas después de ese primer viaje.
En marzo de 1493, después de un
terrible viaje de regreso, Colón se halló de nuevo en España, comunicando la
portentosa nueva a Fernando e Isabel, a quienes mostró sus trofeos de oro,
algodón, pájaros de vistoso plumaje, plantas y animales raros, y hombres más
extraños todavía, puesto que llevó nueve indios, que fueron los primeros
americanos que se trasladaron a Europa. Agradecido su país adoptivo, confirió a
Colón toda clase de honores. Debió de ser un hermoso espectáculo el que
presentaba aquel alto, fornido, tostado y encanecido nuevo grande de España,
montando a caballo junto al rey, y con esplendor casi regio, ante la asombrada
Corte.
La grave y graciosa reina
mostraba gran interés por los descubrimientos realizados y mucho entusiasmo
para disponer otros nuevos. El Nuevo Mundo era un potente atractivo, para su
inteligencia y su corazón de mujer; y en cuanto a los aborígenes, llegó a enfrascarse
en muy meditados planes para su bienandanza. Después que Colón probó que
se podía navegar de un lado a otro del mundo sin caer en el espacio «fuera del
borde», se presentaron muchos imitadores[9].
Había llevado a cabo la obra de un genio, halló el camino, y había terminado su
gran misión. Si se hubiese detenido allí, hubiera dejado un nombre más excelso,
pues en todo lo que hizo después no demostró tener aptitudes.
Organizóse a toda prisa una
segunda expedición, y el 25 de septiembre de 1493 salió Colón de nuevo,
llevando esta vez mil quinientos españoles en diez y siete buques, con animales
y utensilios para colonizar su Nuevo Mundo. Y entonces, con estrictas órdenes
de la Corona de cristianizar a los indios y de darles siempre buenos tratos,
Colón llevó consigo los doce primeros misioneros que fueron a América. El
asombroso cuidado maternal de España por las almas y los cuerpos de los
salvajes que por tanto tiempo disputaron su entrada en el Nuevo Mundo, empezó
temprano y nunca disminuyó. Ninguna otra nación trazó ni llevó a cabo un
«régimen de las Indias» tan noble como el que ha mantenido España en sus
posesiones occidentales por espacio de cuatro siglos.
El segundo viaje se realizó
luchando con mil y una dificultades. Algunos de los buques eran inservibles y
hacían agua, teniendo las tripulaciones que achicarlos continuamente.
Colón desembarcó por segunda
vez en el Nuevo Mundo el 3 de noviembre de 1493, en la isla de la Dominica. Su
colonia de La Navidad había sido destruida, y en diciembre fundó la ciudad de
Isabela. En enero de 1494 construyó allí la primera iglesia que se erigió en el
Nuevo Mundo. Durante esa misma estancia construyó también el primer camino.
Conforme antes hemos dicho, los
primeros viajes a América no eran tan difíciles como el obtener los medios para
realizarlos; y los riesgos del mar no eran nada comparados con los que existían
después de llegar a tierra. Entonces fue cuando Colón experimentó los
disgustos que obscurecieron el resto de su vida gloriosa. Si grande fue su
genio como explorador, como colonizador fue un fracasado; y aun cuando fundó
las primeras cuatro ciudades del Nuevo Mundo, sólo sirvieron para su mal. Sus
colonos de Isabela no tardaron en amotinarse, y Santo Tomás[10],
que fundó en Haití, no le dio mejor resultado. Las penalidades de sus continuas
exploraciones en las Antillas alteraron su salud, y estuvo enfermo en Isabela
cerca de medio año. A no ser por su audaz y diestro hermano Bartolomé, de quien
tan poco se sabe, no se hubieran tenido tantas noticias de Colón.
En 1495, la Corona, justamente
disgustada por la ineptitud del primer virrey del Nuevo Mundo, envió a Juan
Aguado con la comisión de inspeccionar lo que allí ocurría[11].
Esto era más de lo que Colón podía tolerar, y dejando a Bartolomé como
Adelantado (rango que ahora no tiene equivalente y que era el de un oficial que
mandaba en calidad de jefe una expedición de descubridores), Colón se apresuró
a regresar a España y a sincerarse con sus soberanos. Volviendo a América tan
pronto como le fue posible, descubrió por fin el continente de la América del
Sur, el día primero de agosto de 1498; pero creyó en un principio que era una
isla, y le puso el nombre de Zeta[12].
Sin embargo, muy pronto llegó a la desembocadura del Orinoco, cuya caudalosa
corriente le hizo deducir que regaba un continente.
Sintiéndose enfermo, volvió a
Isabela, y allí se encontró con que los colonos se habían rebelado contra
Bartolomé. Colón aplacó a los amotinados, enviándolos a España con unos cuantos
esclavos, acto que no le honra y que sólo puede disculpar la época en que
vivía. La buena reina Isabel se indignó de tal modo al saber esta barbaridad,
que ordenó que se pusiese en libertad a los pobres indios, y envió a Francisco
de Bobadilla, el cual aprehendió a Colón y a sus dos hermanos el año 1500 en La
Española, y los embarcó, encadenados, para la Península. No tardó Colón en
rehabilitarse con la Corona, y Bobadilla fue depuesto; pero con eso terminó el
virreinato de Colón en el Nuevo Mundo. En 1502 emprendió su cuarto viaje;
descubrió la Martinica y otras islas, y en 1503 fundó su cuarta colonia, a la
que dio el nombre de Belén [Santa María de Belén, en Veragua, Panamá]. Pero la
desgracia se le venía encima. Después de más de un año de penalidades y
trastornos, regresó a España, y allí murió el 20 de mayo de 1506.
En Valladolid se dio sepultura
a los restos del descubridor de un mundo; pero varias veces fueron trasladados
a distintos lugares. Se dice que están ahora sepultados en una capilla de la
catedral de la Habana, al lado de los de su hijo Diego; pero no puede tenerse
certeza de esto. Tampoco la hay para negar que tan preciosa reliquia se conservarse
e inhumase en la catedral de Santo Domingo, adonde realmente fueron conducidos
desde España. De todos modos, se hallan en el Nuevo Mundo, descansando
finalmente en paz en el seno de la América que descubrió[13].
No era Colón ni un hombre
perfecto ni un tunante; aun cuando se le ha presentado bajo ambos aspectos. Era
un hombre notable, y, teniendo en cuenta su época y su profesión, era un hombre
bueno. A la fe del genio, reunía una maravillosa energía y tenacidad, y gracias
a su testarudez pudo llevar a cabo una idea que ahora nos parece naturalísima,
pero que entonces todo el mundo consideraba absurda. Mientras se limitó a la profesión
a que se había dedicado y en la que probablemente ni tenía entonces quien le
igualase, sus hechos fueron portentosos. Pero cuando, después de medio siglo de
navegante, de repente se convirtió en virrey, vino a ser como el proverbial
«marino en tierra»: se perdió por completo. En el desempeño de su nuevo cargo,
fue poco práctico, tozudo y hasta perjudicial a la colonización del Nuevo
Mundo. Se ha dado en la flor de acusar a los reyes de España de baja ingratitud
para con Colón; pero esto es injusto. La culpa la tuvo él con sus propios
actos, que hicieron necesarias y justas las rigurosas medidas de la Corona. No
era buen administrador, ni tenía elevados principios morales, sin los cuales
ningún gobernante puede ganar prestigio. Sus fracasos no eran debidos a
bellaquería, sino a ciertas debilidades y a su ineptitud en general para
el desempeño de su nuevo cargo, al cual, a sus años, le era difícil adaptarse.
Hay muchos retratos de Colón,
pero probablemente ninguno se le parece. En su tiempo era desconocida la
fotografía, y no sabemos que ninguno de sus retratos se tomase del natural.
Todos los que se conocen, con una sola excepción, se hicieron después de su
muerte, y todos de memoria o ajustándose a descripciones de su semblante. Se le
representa alto e imponente, de aspecto severo, ojos grises, nariz aguileña,
mejillas coloradas y pecosas y pelo cano, y gustaba de llevar el hábito gris de
los misioneros franciscanos. Han quedado algunas de sus cartas originales, con
su notable autógrafo, y un dibujo que se le atribuye.
IV
HACIENDO GEOGRAFÍA
Mientras Colón navegaba de un
lado a otro del Océano, entre el Viejo y el Nuevo Mundo descubierto por él, y
construía ciudades y daba nombre a futuras naciones, Inglaterra parecía casi
dispuesta a meter baza. Europa entera sintióse pronto conmovida por las
extrañas noticias procedentes de España. Movióse entonces Inglaterra,
valiéndose de un veneciano conocido por el nombre de Sebastián Caboto (Venecia,
1484 – Londres, 1557, hijo de Juan Caboto). El día 5 de marzo de 1496—cuatro
años después del descubrimiento de Colón—Enrique VII de Inglaterra expidió una
patente a «Juan Gabote, ciudadano de Venecia» y sus tres hijos, autorizándoles
para navegar hacia occidente en un viaje de exploración. Juan y su hijo
Sebastián salieron de Bristol en 1497, y al nacer el día 24 de junio del mismo
año vieron el continente de América—probablemente la costa de Nueva Escocia[14]—,
pero nada más hicieron. Después de su regreso a Inglaterra, murió el viejo Juan
Caboto (en 1499). En mayo de 1498 emprendió Sebastián su segundo viaje, que
probablemente le llevó a la Bahía de Hudson y unos cuantos centenares de millas
costa abajo. Hay pocas probabilidades en favor de la hipótesis de que llegase a
ver parte alguna de lo que es hoy los Estados Unidos. Navegaba errante por los
mares del Norte, de tal modo, que los 300 colonos que se llevó, perecieron de
frío en el mes de julio.
Inglaterra no trató muy bien a
su primer explorador, y en 1512 entró Sebastián Caboto al servicio, más
grato, de España. En 1517 salió para las posesiones españolas de las Antillas,
y en ese viaje le acompañó un inglés llamado Thomas Pert. En agosto de 1526
volvió a salir Sebastián Caboto con otra expedición española, con rumbo al
Pacífico, ya descubierto por un héroe español; pero se amotinaron sus oficiales
y se vio obligado a abandonar la empresa. Exploró el Río de la Plata en una
extensión de mil millas, aproximadamente; construyó un fuerte en una de las
bocas del Paraná, y exploró parte de dicho río y del Paraguay, pues la América
del Sur había sido posesión española durante casi una generación. De allí
regresó a España, y más tarde a Inglaterra, donde murió, por el año de 1557.
Se han perdido todos los mapas
imperfectos que hizo Sebastián Caboto del Nuevo Mundo, a excepción de uno que
se conserva en Francia; y no ha quedado de ese navegante documento alguno.
Caboto era un verdadero explorador y debe incluírsele en la lista de los
primeros de América; pero como uno cuyo trabajo fue infructuoso y sin
consecuencias, y que vio el Nuevo Mundo, pero no hizo en él nada práctico. Era
hombre de gran valor y de tenaz perseverancia, y se le recordará siempre como
descubridor de Terranova y del extremo superior del Continente norteamericano.
Después de Caboto, Inglaterra
durmió una siesta de más de medio siglo. Cuando se despabiló, se encontró con
que los despiertos hijos de España se habían esparcido por la mitad del Nuevo
Mundo, y que hasta Francia y Portugal la habían dejado rezagada. Sebastián Caboto,
que no era inglés, fue el primer explorador que envió Inglaterra; y a éste
siguieron Francis Drake y John Hawkins, y más tarde los capitanes Philip Amadas
y Arthur Barlowe, con lapsos de setenta y cinco y ochenta y siete años
respectivamente, durante los cuales una gran parte de los dos continentes había
sido descubierta, explorada y poblada por otras naciones, de las que
decididamente iba España a la cabeza. Colón, el primer explorador que envió
España, no era español; pero con su primer descubrimiento se inició una
corriente tan impetuosa y tan constante de exploradores nacidos en España,
que en cien años hicieron más en América que todas las otras naciones de
Europa juntas en los primeros trescientos años. Caboto vio, pero nada hizo; y
tres cuartos de siglo después Sir John Hawkins y Sir Francis Drake—de quienes
hacen las viejas historias grandes elogios, pero que se enriquecieron vendiendo
infelices africanos como esclavos y con sus piraterías contra buques y ciudades
indefensas de las colonias de España, con las que Inglaterra se hallaba en paz—vieron
las Antillas y el Pacífico, cuando hacía más de medio siglo que eran posesiones
españolas. Drake fue el primer inglés que pasó por el Estrecho de Magallanes, y
lo hizo sesenta años después que aquel heroico portugués lo descubriera y
bautizara con su sangre y su vida. Drake fue probablemente el primero que vio
la tierra que hoy llamamos Oregón, único descubrimiento que hizo de alguna
importancia. Tomó posesión de Oregón para Inglaterra, con el
nombre de «Nueva Albión»; pero la vieja Albión jamás fundó allí colonia alguna.
Sir John Hawkins, pariente de
Drake, fue como éste un marino distinguido; pero no un verdadero descubridor ni
explorador. Ninguno de los dos exploró o colonizó el Nuevo Mundo, y ninguno
tampoco dejó en la historia de éste más honda impresión que si nunca hubieran
nacido. Drake llevó a Inglaterra las primeras patatas; pero no se soñó siquiera
en la importancia de tal descubrimiento hasta mucho tiempo después, y eso por
otros hombres.
Los capitanes Philip Amadas y Arthur
Barlowe, en 1584, vieron la costa en el Cabo Hatteras[15]
y la isla de Roanoke[16],
y se alejaron de ella sin resultado permanente. Al siguiente año, Sir Richard
Grenville descubrió el Cabo Fear[17],
y de ahí no pasó. Siguieron las famosas, pero pequeñas expediciones de Sir
Walter Raleigh a Virginia, al Orinoco y a Nueva Guinea, y los menos importantes
viajes de John Davis al Noroeste, en 1585-87.
No debemos tampoco olvidar los
infructuosos viajes del valiente Martín Frobisher a la Groenlandia, en 1576-81.
No hubo más exploraciones de Inglaterra en América hasta el siglo XVII. En 1602,
el capitán Bartholomew Gosnold costeó casi todo el litoral del Atlántico,
particularmente alrededor del Cabo Cod[18];
y hasta cinco años más tarde no empezó la ocupación del Nuevo Mundo por Inglaterra.
La primera colonia inglesa que hizo gran papel en la historia—como no lo hizo
Jamestown—fue la de los Padres Peregrinos, en 1620; y esos no vinieron con el
objeto de inaugurar un mundo nuevo, sino para huir de la intolerancia del viejo[19].
En realidad, como ha hecho notar Mr. Justin Winsor (1831 – 1897), los sajones
no tuvieron gran interés por América sino cuando empezaron a comprender que
ofrecía oportunidades al comercio.
Pero, si volvemos los ojos a
España, ¡cuánto no hizo en los cien años que pasaron después de Colón y antes
del desembarco de los fugitivos ingleses en Plymouth Rock! En 1499 Vicente
Yáñez de Pinzón, compañero de Colón, descubrió la costa del Brasil y reclamó
dicho país en nombre de España; pero no dejó allí colonia alguna. Hizo sus
descubrimientos cerca de las bocas del Amazonas y del Orinoco, y fue el primer
europeo que vio el mayor río del mundo. Al año siguiente, Pedro Álvarez Cabral
(1467/68 – ca. 1520), portugués, fue arrojado a la costa del Brasil por una
tormenta; tomó posesión en nombre de Portugal y fundó allí una colonia[20].
En cuanto a Américo Vespucio,
el insignificante aventurero, cuya fama de tal modo eclipsa sus hechos, son en
extremo dudosas sus pretensiones por lo que toca a América. Vespucio nació en
Florencia, en 1451, y era un hombre instruido, pues su padre ejercía de notario
y tenía un tío dominico que le enseñó humanidades. Fue dependiente de la gran
casa de los Médicis, y hallándose a su servicio, lo enviaron a España en 1490.
Estando allí, entró al empleo del comerciante que equipó la segunda expedición
de Colón, el cual era un florentino llamado Juanoto Berardi. Cuando éste murió,
en 1495, dejó sin terminar una contrata para equipar doce buques para la
Corona; y se encargó a Vespucio que llevase a cabo la contrata. No hay razón
alguna para creer que acompañase a Colón en su primero, ni en su segundo viaje.
Según su propio relato, salió de Cádiz el día 10 de mayo de 1497, en una
expedición española, y llegó al continente de América diez y ocho días antes de
que lo viese Juan Caboto. Es ridículo el supuesto de algunas enciclopedias de
que Vespucio «probablemente se remontó por el norte hasta el cabo Hatteras».
Hay pruebas innegables de que nunca vio ni una pulgada del Nuevo Mundo al norte
del Ecuador. Volviendo a España a fines de 1498, se embarcó de nuevo el 16 de
mayo de 1499[21], en compañía de Alonso de
Ojeda (Cuenca, ca. 1466 – Santo Domingo, 1516), con rumbo a Santo Domingo, y en
ese viaje empleó unos diez y ocho meses. Salió de Lisboa en su tercer viaje, el
10 de mayo de 1501, con destino al Brasil. No es cierto, aun cuando lo digan
las enciclopedias, que descubriese y diese nombre a la bahía de Río Janeiro:
ambos honores pertenecen a Cabral, verdadero descubridor y explorador del
Brasil y hombre de mucha más importancia histórica que Vespucio. El cuarto
viaje de este último le llevó a Lisboa, el 10 de junio de 1503[22],
a Bahía, y de allí a Cabo Frío[23],
donde construyó un pequeño fuerte. En 1504 regresó a Portugal, y al año
siguiente a España, donde murió en 1512.
La historia de estos viajes no
tiene más fundamento que el propio relato de Vespucio, el cual no merece entero
crédito. Es probable que no se hiciese a la mar en todo el año 1497, y es del
todo cierto que no tuvo la menor participación en los verdaderos descubrimientos
del Nuevo Mundo[24].
El nombre de «América» lo
inventó y aplicó por primera vez en 1507 un mal informado impresor alemán,
llamado Waldzeemüller, a cuyo poder llegaron los documentos de Vespucio. La
historia está llena de injusticias; pero nunca se ha cometido otra mayor que
ese bautismo de América. Con igual razón hubiera podido llamársela
Valdzeemüllera. El primer mapa del Nuevo Mundo lo hizo el español Juan de la
Cosa[25],
en 1500, y ese mapa le parecería hoy muy raro a
cualquier chico de la escuela. La primera geografía de América, que data
de 1517, se debe a Martín Fernández de Enciso, un español nacido en Sevilla ca.
1469.
Es grato pasar de un hombre
harto ponderado y de hechos muy dudosos, a esos verdaderos, pero casi
desconocidos héroes portugueses que se llamaron Gaspar y Miguel Corte-Real.
Gaspar salió de Lisboa el año 1500, y descubrió y dio nombre a la península del
Labrador[26]. En 1501 se embarcó de
nuevo en Portugal para el mar Ártico, y no se le volvió a ver. Después de
esperar un año, su hermano Miguel dirigió una expedición para rescatarlo; pero
también él pereció, con todos sus hombres, entre los témpanos del mar del
Norte. Un tercer hermano quiso salir en busca de los perdidos exploradores;
pero se lo prohibió el rey, quien envió una expedición de dos buques para
salvarlos: sin embargo, no se halló la menor huella de los valientes
Corte-Reales ni de ninguno de sus hombres.
Tales fueron las exploraciones
de América hasta fines de la primera década del siglo XVI: una serie de viajes atrevidos
y peligrosos (de los cuales sólo hemos mencionado los más notables de la gran
invasión española), que dieron como resultado el establecimiento de unas
cuantas colonias efímeras pero importantes únicamente como un atisbo por las
puertas del Nuevo Mundo. Las verdaderas penalidades y peligros, la verdadera
exploración y conquista de las Américas, comenzaron con la década de 1510 a
1520: principio de una centuria de exploraciones y conquistas tales como jamás
vio el mundo antes, ni ha vuelto a ver después. España lo hizo todo, salvo las
heroicas, pero comparativamente pequeñas, hazañas de Portugal en la América del
Sur, entre los sitios conquistados por España. El siglo XVI, en lo que afecta al Nuevo
Mundo, no tiene paralelo en la historia militar, y produjo, o, mejor dicho,
desarrolló hombres tales que en sus proezas sobrepujaron en alto grado a
cuantos conquistadores vinieron después. Nuestra parte del hemisferio jamás ha
dado a la historia unos capítulos de conquista tan sorprendentes como los que
grabaron, en los formidables y selváticos desiertos del sur, Hernán Cortés, Francisco
Pizarro, Pedro de Valdivia y Gonzalo Jiménez de Quesada, los más grandes
dominadores de la América salvaje.
Hubo por lo menos otros cien
héroes españoles en aquella época, desconocidos de la fama y enterrados en la
obscuridad hasta que la verdadera historia les dé su bien ganada gloria. No hay
motivo para creer que esos héroes olvidados fuesen más capaces de
realizar grandes hazañas que nuestros Israel Putnams, Ethan Allens, Francis
Marions y Daniel Boones[27];
pero hicieron cosas mucho más grandes, espoleados por una
mayor necesidad y en el momento perentorio. He dicho un centenar; pero
realmente la lista es demasiado larga para ni siquiera catalogarla aquí; y el
ocuparnos de sus más grandes cofrades, nos dará materia suficiente para llenar
este libro. Ninguna otra nación madre, dio jamás a luz cien Stanleys y cuatro
Julios Césares en un siglo; pero eso es una parte de lo que hizo España para el
Nuevo Mundo. Pizarro, Cortés, Valdivia y Quesada tienen derecho a ser llamados
los Césares del Nuevo Mundo, y ninguna de las conquistas, en la historia de
América, puede compararse con las que ellos llevaron a cabo. Es sumamente difícil
decir cuál de los cuatro fue el más grande; si bien para el historiador sólo
hay una respuesta posible. La elección está, por descontado, entre Cortés y
Pizarro, y durante mucho tiempo se ha hecho con error. Cortés fue el primero en
el orden cronológico, y sus hechos se realizaron más cerca de nuestro país. Era
un hombre muy ilustrado en su época y, como César, tenía la ventaja de saber
escribir su propia biografía; mientras que su primo lejano Pizarro, no sabía
leer ni escribir y firmaba con una cruz; notable contraste con la firma bien
trazada y elegante, en aquella época, de Hernán Cortés. Pero Pizarro, que desde
un principio tuvo la desventaja de su falta de instrucción; que se vio obligado
a luchar con penalidades y obstáculos infinitamente mayores que Cortés, y supo
conquistar un territorio tan grande como el de éste con una tercera parte de
hombres, mucho más violentos y rebeldes, fue, sin duda alguna, el más grande de
los españoles que fueron a América, y a la vez el más grande de
los dominadores del Nuevo Mundo. Por esta razón, y porque ha sido tratado
con tan supina injusticia, he escogido su maravillosa carrera, que se relatará
más adelante, como ejemplo del supremo heroísmo de los primeros exploradores
españoles.
Pero, si bien Pizarro fue el
más grande, los cuatro citados son dignos de ser considerados como los Césares
de América.
Lo cierto es que aquel grande
hombre, pequeño y calvo, de la antigua Roma, que llena con sus hechos las
páginas de la historia antigua, ninguna proeza llevó a cabo que superase las de
cada uno de esos cuatro héroes españoles, los cuales, con unos pocos
compatriotas harapientos en vez de las férreas legiones romanas, conquistaron
cada uno un inconcebible desierto, tan salvaje como el que halló César, y cinco
veces mayor. La opinión popular hizo durante mucho tiempo una gran injusticia a
esos y otros de los conquistadores españoles, empequeñeciendo sus hechos
militares por causa de la gran superioridad de sus armas sobre los indígenas, y
acusándoles de crueles y despiadados en la exterminación de los aborígenes. La
luz clara y fría de la verdadera historia nos los presenta de un modo muy
distinto. En primer lugar, la ventaja de las armas apenas era otra cosa que una
superioridad moral en inspirar el terror al principio entre los naturales,
puesto que las tristemente toscas e ineficaces armas de fuego de aquella época,
apenas eran más peligrosas que los arcos y las flechas que se les oponían. Su
eficacia no tenía mucho mayor alcance que las flechas, y eran diez veces más
lentas en sus disparos. En cuanto a las pesadas y generalmente dilapidadas
armaduras de los españoles y de sus caballos, no protegían del todo a unos ni a
otros contra las flechas de cabeza de ágata de los indígenas, y colocaban al
hombre y al bruto en desventaja para luchar con sus ágiles enemigos en un lance
extremo, además de ser una carga muy pesada con el calor de los trópicos. La
«artillería» de aquellos tiempos era casi tan inútil como los ridículos
arcabuces. En cuanto a su comportamiento con los indígenas, hay que
reconocer que los que resistieron a los españoles fueron tratados con
muchísima menos crueldad que los que se hallaron en el camino de otros
colonizadores europeos. Los españoles no exterminaron ninguna nación
aborigen—como exterminaron docenas de ellas nuestros antepasados ingleses—y, además, cada primera y necesaria lección
sangrienta iba seguida de una educación y de cuidados humanitarios. Lo cierto
es que la población india de las que fueron posesiones españolas en América, es
hoy mayor de lo que era en tiempo de la conquista, y este asombroso contraste
de condiciones y la lección que encierra respecto del contraste de los métodos,
es la mejor contestación a los que han pervertido la historia.
Sin embargo, antes de hablar de
los grandes conquistadores, debemos bosquejar la vida aventurera y el fin
trágico del descubridor del océano Pacífico, Vasco Núñez de Balboa.
En uno de los más hermosos
poemas escritos en lengua inglesa, se lee:
«Como el bravo Cortés,
cuando con ojos de águila
contemplaba
al Pacífico, mientras sus hombres
mirábanse
absortos en raras conjeturas,
silenciosos
todos sobre un pico de Darién».
Pero John Keats se equivocó. No
fue Cortés el primero que vio el Pacífico, sino Balboa, y cinco años antes de
que Cortés sentase la planta en el continente de América.
Nació Balboa en la provincia de
Extremadura [Jerez de los Caballeros, Badajoz], en 1475. Embarcóse, con Rodrigo
de Bastidas (Sevilla, 1475 – Santiago de Cuba, 1527), con rumbo al Nuevo Mundo
en 1501, y entonces vio Darién; pero se estableció en la isla La Española.
Nueve años después se trasladó con Martín Fernández de Enciso (Sevilla, ca.
1469 – ca. 1533) a Darién, y allí permaneció. La vida en el Nuevo Mundo era
entonces muy turbulenta, y los primeros años de la de Balboa fueron muy
movidos; pero tenemos que pasarlos por alto. Pronto hubo disturbios
en la colonia de Darién. Enciso fue depuesto y llevado a España como
prisionero, y Balboa tomó el mando. A su llegada a España, Enciso echó toda la
culpa a Balboa, y consiguió que el rey condenara a éste por el delito de alta
traición. Al saber esto, determinó Balboa dar un golpe maestro cuya resonancia
le granjease de nuevo el favor del rey. Había oído a los indígenas hablar de
otro océano y del Perú—los que no habían visto todavía ojos europeos—y se hizo
el propósito de hallarlos. En septiembre de 1513, se embarcó para Coyba con 190
hombres, y desde aquel punto, con sólo 90 que le siguieron, atravesó a pie el
istmo hasta llegar al Pacífico, realizando uno de los viajes más horribles que
puede imaginarse, por su longitud[28].
Fue el 26 de septiembre de 1513 el día en que, desde la cima de una sierra, los
harapientos y ensangrentados héroes contemplaron la inmensidad azul del mar del
Sur, que no se llamó Pacífico hasta mucho tiempo después. Bajaron a la costa, y
Balboa, vadeando el nuevo océano hasta la rodilla; blandiendo en alto su espada
con la mano derecha, y con la izquierda el invicto pendón de Castilla, tomó
posesión solemne de aquel mar en nombre del rey de España.
Los exploradores regresaron a
Darién en 18 de enero de 1514, y Balboa envió a España una relación de su gran
descubrimiento.
Pero Pedro Arias de Ávila
(Pedrarias Dávila) había ya salido de la madre patria para substituirle. Al fin
la nueva de la proeza de Balboa llegó a conocimiento del rey, el cual le
perdonó y le nombró Adelantado; y algún tiempo después casó el descubridor con
la hija de Pedro Arias. Siempre con grandes planes, Balboa condujo el material
necesario a través del istmo con muchísimo trabajo, y en las playas del azul
Pacífico construyó dos bergantines, que fueron los primeros buques que se
hicieron en las Américas. Con éstos tomó posesión de las islas de las Perlas, y
después salió en busca del Perú; pero tuvo que retroceder por la fuerza de las
tormentas, que pusieron un fin desastroso a su empresa. Su suegro, celoso del
brillante porvenir de Balboa le llamó a Darién, engañándolo con un mensaje
traicionero; y le prendió y lo hizo ejecutar públicamente el año 1517,
acusándolo falsamente de alta traición[29].
Tenía Balboa todo el temple de un gran explorador, y a no ser por la infame
acción de Ávila, es probable que hubiese alcanzado más altos honores. Su valor
era pura audacia, y su energía incansable; pero fue imprudente y descuidado en
su actitud con respecto a la Corona.
V
CAPÍTULO DE LA CONQUISTA
Mientras el descubridor del
mayor de los océanos estaba aún tratando de averiguar sus lejanos misterios, un
guapo, atlético y gallardo joven español, que estaba destinado a hacer mucho
más ruido en la historia, empezaba a dar que hablar desde los umbrales de
América, de cuyos reinos centrales debía ser más tarde el conquistador.
Hernando Cortés (Medellín,
Badajoz, 1485 – Castilleja de Cuesta, Sevilla, 2 dic 1547) pertenecía a una
noble y empobrecida familia española, y nació en Extremadura diez años después
que Balboa. A la edad de 14 años lo enviaron a estudiar leyes a la ciudad de
Salamanca; pero el espíritu aventurero del hombre se manifestaba con fuerza en
el endeble muchacho, y a los dos años salió de aquel centro y se fue a su hogar
con la determinación de entregarse a una vida errabunda. No se hablaba de otra
cosa que de Colón y de su Nuevo Mundo, y ¿qué joven arriscado podía quedarse
entonces en España para bucear en enmohecidos libros de leyes? Ciertamente no
era de esos el impertérrito Hernando.
Accidentes imprevistos impidiéronle
acompañar dos expediciones para las cuales se había preparado; pero al fin, en
1504, se hizo a la vela con rumbo a Santo Domingo, nueva colonia de España, en
la que prestó tan buenos servicios, que el comandante Nicolás de Ovando le
ascendió varias veces, alcanzando la fama de ser un soldado modelo. En 1511
acompañó a Diego Velázquez de Cuéllar a Cuba, y fue nombrado alcalde de
Santiago, donde ganó nuevo prestigio por su valor y firmeza en circunstancias
muy críticas. Entre tanto, Francisco Hernández de Córdoba, descubridor de
Yucatán, héroe del que debemos limitarnos a hacer esta breve mención, había
anunciado su importante descubrimiento. Un año después, Juan de Grijalva,
teniente de Velázquez, había seguido el derrotero de Córdoba, remontándose más
al norte, hasta que por fin descubrió Méjico. No hizo, sin embargo, esfuerzo
alguno para conquistar o colonizar la nueva tierra, lo cual indignó tanto a Velázquez,
que degradó a Grijalva y confió la conquista a Cortés.
El ambicioso joven se embarcó
en Santiago de Cuba el 18 de noviembre de 1518, con menos de 700 hombres y 12
pequeños cañones de los llamados falconetes. Apenas se había alejado del
puerto, Diego Velázquez se arrepintió de haberle dado tan buena ocasión de
distinguirse, y en seguida envió fuerza para arrestarlo y conducirlo a su
presencia. Pero Cortés era el ídolo de su pequeño ejército y, seguro de su
afecto, se resistió a los emisarios de Velázquez y se mantuvo firme en su
empresa. Desembarcó en la costa de Méjico el 4 de marzo de 1519, cerca de lo
que es hoy la ciudad de Veracruz, que él fundó y fue la primera ciudad europea
en el continente de América al sur de Méjico.
El desembarco de los españoles
causó tanta sensación como causaría hoy la llegada a Nueva York de un ejército
procedente del planeta Marte.
Los aterrorizados indígenas[30] no
habían visto nunca un caballo (porque fueron los españoles los primeros que
llevaron al Nuevo Mundo caballos, carneros y otros animales domésticos), y
juzgaron que aquellos extraños y pálidos recién venidos, que iban sentados en
bestias de cuatro patas y llevaban camisas de hierro y palos que despedían
truenos, sin duda debían de ser dioses.
Allí se exaltó la imaginación
de los aventureros con áureas leyendas de Montezuma, mito que no engañó a
Cortés más paladinamente [claramente] de lo que ha engañado a algunos
historiadores modernos, quienes parecen no saber distinguir entre lo que oyó Cortés
y lo que halló en realidad. Le dijeron que Montezuma—cuyo
nombre propiamente es Moctezuma, o bien Motecuzoma, que significa «Nuestro
Airado Jefe»—era «Emperador» de Méjico, y que treinta «Reyes», llamados caciques,
eran sus vasallos; que poseía incalculables riquezas y un poder absoluto, y que
su morada resplandecía entre oro y piedras preciosas. Hasta algunos amenos
historiadores han caído en el desatino de aceptar como verdaderas estas
imposibles leyendas. Nunca ha habido en Méjico más que dos emperadores: Agustín
de Iturbide [1783 – 1824, fusilado] y el infortunado Maximiliano; ambos en el
siglo XIX.
Moctezuma no fue emperador, ni siquiera rey de Méjico. La organización social y
política de los antiguos mejicanos era exactamente igual a la de los indios
llamados «Pueblo» de Nuevo Méjico en la época actual: una democracia militar,
con una poderosa y complicada organización religiosa, que ejerce su «poder
detrás del trono». Moctezuma era simplemente el Tlacatécutle, o sea el jefe
guerrero de los Nahuatl (que así se llamaban los antiguos mejicanos), y no era
ni el supremo ni el único ejecutivo. De su ignominioso fin puede fácilmente
deducirse cuán poca era su importancia[31].
Cuando hubo fundado Veracruz,
Cortés se hizo elegir gobernador y capitán general (que era el más alto grado
militar) de aquel nuevo país; y después de quemar sus naves, como el famoso
general griego[32], para hacer imposible la
retirada, empezó su marcha a través del imponente desierto que se extendía ante
su vista.
Entonces fue cuando Cortés
empezó a dar muestras del genio militar que le colocó a mayor altura que los
demás exploradores de América, excepción hecha de Pizarro. Con sólo un puñado
de hombres, pues había dejado parte de sus fuerzas en Veracruz al mando de su
teniente Juan de Escalante, en una tierra desconocida, poblada de enemigos
poderosos e indómitos, de poco le hubiera servido el valor y la fuerza bruta.
Pero, con una diplomacia tan rara como brillante, descubrió los puntos
débiles de la organización de los indios; fomentó la división que causaban los
celos entre las tribus; hizo aliados suyos de los que secreta o abiertamente se
oponían a la federación de tribus de Moctezuma—liga algo parecida a las Seis
Naciones de nuestra propia historia—y de este modo redujo en gran manera las
fuerzas que tenía que combatir. Después de derrotar a las tribus de Tlaxcala y
Cholula, Cortés llegó por fin a la extraña ciudad lacustre de Méjico, con su
escasa tropa española engrosada con 6.000 aliados indios. Moctezuma lo recibió
con gran ceremonia; pero sin duda con intención traicionera. Mientras él
obsequiaba a sus visitantes en una gran casa de adobe—no un «palacio», como
dicen las historias, porque no había ningún palacio en Méjico—, uno de los
subjefes de su liga atacó la pequeña guarnición de Escalante en Veracruz, y
mató a varios españoles, incluso al mismo Escalante. La cabeza del teniente
español fue enviada a la ciudad de Méjico, porque los indios que vivían al sur
de lo que es hoy los Estados Unidos, no se contentaban con quitar el cuero
cabelludo a un enemigo, sino que le cortaban la cabeza. Esto fue un terrible
desastre, no tanto por la pérdida de unos cuantos hombres, sino porque
demostraba a los indios (que era lo que querían probar los mensajeros) que los
españoles no eran dioses inmortales, sino que se les podía matar como a los
demás hombres.
Cuando Cortés se enteró de la
triste nueva, vio en el acto el peligro que corría, y dio un golpe audaz para
salvarse. Ya había hecho fortificar de un modo seguro el edificio de adobe en
que estaban acuartelados los españoles, y entonces, yendo de noche con sus
oficiales a la casa del jefe guerrero, se apoderó de Moctezuma y amenazó
matarle si no entregaba en el acto los indios que habían atacado a Veracruz.
Moctezuma los entregó y Cortés los hizo quemar en público. Esto fue un acto
cruel; pero era sin duda necesario para causar una viva impresión a los
indígenas, so pena de ser aniquilados por ellos. No hay apología posible para
esa barbaridad; sin embargo, es justo medir a Cortés por el rasero de
aquel tiempo, y entonces reinaba la crueldad en todo el mundo.
Al llegar aquí, es divertido
leer en algunos pretenciosos libros de texto que «Cortés hizo encadenar a
Moctezuma y le obligó a pagar un rescate de seiscientos mil marcos de oro puro
y una inmensa cantidad de piedras preciosas». Esto se halla de acuerdo con las
fábulas imposibles que llevaron engañosamente a tantos exploradores a la
desilusión y la muerte, y es una buena muestra del brillo de oro con que
algunos historiadores, igualmente crédulos, rodean a la naciente América.
Moctezuma no compró su rescate; jamás volvió a gozar de libertad, y no pagó
cantidad alguna en oro; en cuanto a piedras preciosas, tal vez tuviese unos
pocos granates y turquesas verdes de escaso valor, y quizá hasta alguna
esmeralda, pero nada más.
En este momento crítico de su
carrera, Cortés se vio amenazado desde otro punto. Llególe la noticia de que
Pánfilo de Narváez, de quien nos ocuparemos más adelante, había desembarcado
con 800 hombres, con el objeto de arrestar a Cortés para llevárselo prisionero
por su desobediencia a Velázquez. Pero aquí se mostró de nuevo el genio del
conquistador de Méjico, y lo salvó. Marchando contra Narváez con 140 hombres,
lo hizo prisionero; alistó bajo su bandera a los 800 que habían venido a
arrestarle, y apresuradamente regresó a la ciudad de Méjico.
Allí encontró que de día en día
se ponía la situación más amenazadora. Pedro de Alvarado, a quien había
confiado el mando, provocó al parecer un conflicto atacando un baile de los
indios. Por cruel que esto parezca, y como tal se ha censurado, no fue más que
una necesidad militar, reconocida así por todos los que realmente conocen a los
aborígenes, aun en nuestros días. Los historiadores de gabinete han descrito a
los españoles como si hubiesen sorprendido villanamente un festival del
país; pero esto es simplemente por ignorancia del asunto. Una danza india no
es un festival; es, generalmente, y lo era en aquel caso, un macabro
ensayo de matanza. Un indio nunca baila por diversión, y a menudo sus
bailes tienen más grave intento que el de divertir a otros. En una palabra, Pedro
de Alvarado, viendo que los indios se dedicaban a un baile que evidentemente no
era otra cosa que el preludio supersticioso de una carnicería, quiso arrestar a
los hechizadores y a otros jefes del cotarro. Si lo hubiese logrado, nada
habría sucedido, al menos por algún tiempo. Pero los indios eran demasiado
numerosos para su pequeña fuerza, y los belicosos cabecillas pudieron
escaparse.
Cuando regresó Cortés con sus
800 hombres, tan raramente reclutados, se encontró con que la ciudad había
cambiado de aspecto, y que sus hombres estaban sitiados en sus cuarteles. Los
indios dejaron tranquilamente que Cortés entrase en la trampa, y después la
cerraron de modo que no había escapatoria. Allí estaban unos cuantos centenares
de españoles encerrados en su prisión, y los cuatro canales, que eran las
únicas vías para llegar a ella (porque la ciudad de Méjico era entonces una
Venecia americana), estaban atestados de muchos millares de enemigos.
El indio rara vez se excusa por
un fracaso; y los Nahuatl habían ya elegido un nuevo capitán de guerra, llamado
Cuitlahuátzin, para reemplazar al inepto Moctezuma. Este continuaba prisionero,
y cuando los españoles le hicieron salir a la azotea para que hablase en favor
suyo, la furiosa muchedumbre de indios lo mató a pedradas. Entonces, al mando
de su nuevo caudillo, atacaron a los españoles con tal furia, que ni los toscos
falconetes, ni los más toscos fusiles de chispa, fueron parte a resistirlos, y
no tuvieron los españoles más remedio que abrirse paso a lo largo de uno de los
canales, en una última y desesperada lucha por la vida. El principio de aquella
retirada de seis días, fue una de las páginas más dolorosas de la historia de
América. Aquella fue la Noche Triste
[30 de junio de 1520], tan celebrada en los romances y relatos españoles. Los
sucesos de tan terrible noche, robaron para siempre la dicha de muchos hogares
de la madre Patria, y las burbujas de sangre que cubrieron el lago Texcoco,
llevaron el luto y el dolor a muchos amantes corazones. En aquellas pocas
horribles horas, perecieron dos terceras partes de los conquistadores, y los
enloquecidos indios persiguieron a los heridos supervivientes por encima de más
de 800 cadáveres españoles.
Después de una terrible
retirada de seis días, ocurrió la importante batalla en los llanos de Otumba [7
de julio de 1520], donde se vieron los españoles enteramente cercados; pero se
abrieron paso tras una desesperada lucha cuerpo a cuerpo, que realmente decidió
la suerte de Méjico. Cortés marchó a Tlaxcala, levantó un ejército de indios
que eran hostiles a la federación, y con su ayuda puso sitio a aquella ciudad.
Duró el asedio setenta y tres días, y fue el más notable que registra la
historia de toda la América. Ocurrían todos los días luchas sangrientas. Los
indios se defendieron con denuedo; pero al fin el genio de Cortés triunfó, y el
día 13 de agosto de 1521, entró victorioso en la segunda de las grandes
ciudades del Nuevo Mundo.
Estas asombrosas proezas de
Cortés, aquí tan brevemente esbozadas, despertaron en España una admiración sin
límites, haciendo que la Corona condonase su insubordinación a Diego Velázquez
de Cuéllar. Las quejas de éste fueron desoídas y Carlos V nombró a Cortés
gobernador y capitán general de Méjico, además de hacerle marqués del Valle de
Oaxaca y otorgarle una considerable pensión.
Investido y seguro con esta
alta autoridad, Cortés sofocó un complot contra él, y mandó ejecutar al nuevo
caudillo y a muchos de los caciques, que no eran potentados, sino oficiales
religioso-militares, cuyo ascendiente sobre las supersticiones de los indios
les hacían peligrosos.
Pero Cortés, cuyo genio
brillaba más cuanto más insuperables parecían las dificultades y peligros que
se le presentaban, tropezó en lo que ha causado la caída de muchos: el éxito.
Al contrario de su analfabeto, pero más noble y más grande primo Pizarro, la
prosperidad le dañó y le hizo perder la cabeza y el corazón. A pesar de los
juicios poco estudiados de algunos historiadores, Cortés no fue un conquistador
cruel. No tan sólo era un gran genio militar, sino que trataba con mucha
clemencia a los indios, y era muy querido de ellos. La llamada carnicería de
Cholula, no fue una mancha en su carrera, como algunos han pretendido. La
verdad, reivindicada al fin por la historia exacta, es como sigue: Los indios
lo habían atraído traidoramente a una trampa, so pretexto de amistad. Era ya
demasiado tarde para una retirada, cuando averiguó que los indígenas intentaban
atacarle. Y al ver el peligro que corría, no halló más que una escapatoria,
esto es, sorprender a los que intentaban sorprenderle; caer sobre ellos antes
de que estuviesen listos para caer sobre él; y esto es precisamente lo que
hizo. Lo de Cholula es simplemente el caso del que fue por lana y salió
trasquilado.
No, Cortés no era cruel con los
indios; pero, tan pronto como vio asegurado su poder, se hizo un tirano cruel
para sus propios compatriotas, un traidor a sus amigos y hasta a su propio rey,
y lo que es peor, un desalmado asesino. Hay pruebas evidentes de que hizo
«desaparecer» a varias personas que cerraban el paso a su desmedida ambición; y
la infamia que colmó la medida fue el mal trato que dio a su esposa. Tuvo
Cortés mucho tiempo por amante a la hermosa india Malinche; pero, después que
conquistó a Méjico, su legítima esposa fue a dicho país para compartir con él
su fortuna. Mas el amor que le profesaba no era tan grande como su ambición, y
ella se lo estorbaba. Por fin, se la halló una mañana estrangulada en su lecho.
Obcecado por su ambición,
proyectó rebelarse abiertamente contra España y declararse emperador de Méjico.
La Corona husmeó este lindo plan, y envió emisarios que se incautaron de sus
bienes, hicieron prisioneros a sus hombres y se dispusieron a desbaratar sus
planes secretos. Cortés se apresuró audazmente a volver a España, donde se
presentó a su soberano con gran esplendor. Carlos V le dispensó buena acogida,
y le condecoró con la ilustre orden de Santiago, patrón de España. Pero su
estrella estaba ya declinando, y aun cuando se le permitió volver a Méjico,
aparentemente con el mismo poder, desde entonces fue vigilado y nada hizo ya
que pudiese compararse con sus primeros y portentosos hechos. Habíase
vuelto muy poco escrupuloso, en extremo vengativo y sobradamente peligroso para
dejarle en plena autoridad, y al cabo de pocos años se vio obligada la Corona a
nombrar un virrey para desempeñar el gobierno civil de Méjico, dejando a Cortés
solamente el mando militar, con el permiso de hacer nuevas conquistas. En el
año 1536, Cortés descubrió la Baja California, y exploró parte de su golfo. Al
fin, disgustado por su posición inferior, donde antes había sido supremo,
volvió a España, donde el rey le recibió muy fríamente. En 1541 acompañó a su
soberano a Argel como agregado, y se portó bizarramente en aquellas guerras.
Sin embargo, al regresar de nuevo a España se vio abandonado. Se cuenta que un
día en que Carlos V iba a un acto de ceremonia, Cortés montó en el estribo de
la regia carroza, resuelto a que se le oyera.
«—¿Quién sois?»—preguntó el rey
malhumorado.
«—Soy»—replicó el altivo
conquistador de Méjico—«un hombre que ha dado a V. M. más provincias que ciudades
le dejaron sus abuelos».
Sea o no verdad esta anécdota,
ilustra gráficamente la arrogancia y los servicios de Cortés. Faltábale el
modesto equilibrio de la grandeza verdaderamente grande, como le faltaba a
Colón. La presunción de uno y otro, no hubiera sido posible para aquel hombre
más grande que ambos: el discreto Pizarro.
Al fin, disgustado, Cortés se
retiró de la Corte, y el día 2 de diciembre de 1547, el hombre que había sido
el primero en abrir el interior de América al mundo, falleció cerca de Sevilla.
Algunos exploradores hubo en la
América del Sur cuyas proezas fueron tan asombrosas como las de Cortés en
Méjico. La conquista de los dos continentes fue casi contemporánea, e
igualmente notable por el más elevado genio militar, el más impertérrito valor,
y por haber salvado peligros espantosos y penalidades que eran casi sobrehumanas.
Francisco Pizarro (Trujillo, 16
marzo 1478 – Lima, 26 junio 1541), el analfabeto pero invencible conquistador
del Perú, tenía siete años más que su bizarro primo Cortés, y nació en la misma
provincia de España. Empezóse a hablar de él en América en el año 1510.
Desde 1524 a 1532, estuvo haciendo esfuerzos sobrehumanos para llegar a la
desconocida y aurífera tierra del Perú, venciendo obstáculos que ni siquiera
Colón los había encontrado iguales, y arrostrando peligros y penalidades
mayores que los que sufrieron César y Napoleón. Desde 1532 hasta su muerte,
acaecida en 1541, ocupóse en conquistar y explorar aquel enorme país, y fundar
una nueva nación entre sus feroces tribus, luchando no sólo con numerosas
hordas de indios, sino también con hombres desalmados de su séquito, a manos de
los cuales pereció traidoramente. Pizarro halló y dominó el país más rico del
Nuevo Mundo, y, no obstante sus incomparables sufrimientos, vio realizados, más
que ninguno de los otros conquistadores, los sueños dorados que todos
perseguían. Probablemente ninguna otra conquista, en la historia del mundo,
produjo tan rápida y deslumbradora riqueza, y ciertamente ninguna se compró más
cara en punto a penalidades y heroísmo. Algunos historiadores ignorantes de los
hechos reales, y obcecados por el prejuicio, han tratado muy injustamente la
conquista de Pizarro; pero esa historia maravillosa, cuyos detalles relataremos
más adelante, está depurándose y poniéndose en su lugar, como uno de los hechos
más estupendos y atrevidos de la Historia. Es la de un héroe a quien todos los
verdaderos americanos, jóvenes o viejos, harán justicia de buen grado. Por
mucho tiempo se nos ha presentado a Pizarro como un conquistador sanguinario y
cruel, como un hombre egoísta, inmoral y peligroso; pero bajo la clara y
verdadera luz de la historia de los hechos, destaca ahora como uno de los más
grandes hombres, hijos de su propio esfuerzo, y que, considerando las
circunstancias que le rodearon, merece el mayor respeto y admiración por la
figura que de sí mismo supo labrar. La conquista del Perú no causó ni con mucho
tanto derramamiento de sangre como la sujeción final de las tribus indias de
Virginia. Escasamente hizo tantas víctimas de peruanos como la guerra del «rey
Philip»[33] y
fue mucho menos sanguinaria, porque era más abierta y honrosa que
cualquiera de las conquistas de Inglaterra en la India Oriental. En el Perú,
los más cruentos sucesos ocurrieron después de la conquista, cuando los
españoles empezaron a pelear unos contra otros, y entonces Pizarro no fue el
agresor, sino la víctima. Todo se debió a la traición de sus propios aliados,
de los hombres a quienes había procurado fama y fortuna. Sus conquistas se
extendieron en una comarca tan vasta como los Estados de California, Oregón y
una gran parte del de Washington, o como nuestro litoral desde Nueva Escocia a
Port Royal[34] y 200 millas tierra
adentro, y en una tierra donde había abundantes indios, los mejor organizados y
más adelantados del hemisferio Occidental; y esto lo llevó a cabo con menos de
300 hombres harapientos y desgarbados. ¡A tal grandeza llegó el pobre,
ignorante y desvalido porquero de Trujillo! Fue uno de los grandes capitanes
que han existido, y casi tan noble como organizador y como ejecutivo de un
nuevo imperio, que fue el primero en la costa del Pacífico de la América del
Sur.
Pedro de Valdivia, conquistador
de Chile, sometió aquel vasto territorio de los crueles araucanos con un
«ejército» de doscientos hombres. Estableció la primera colonia en Chile en
1540, y en el mes de febrero siguiente fundó la actual ciudad de Santiago de
Chile. De sus largas y encarnizadas guerras con los araucanos no hablaremos
aquí por falta de espacio. Fue muerto por los indígenas el día 3 de diciembre
de 1553, con casi todos sus hombres, después de una desesperada e
indescriptible lucha[35].
No tenemos aquí bastante
espacio para relatar los portentosos hechos que ocurrieron en el continente del
sur o en la parte inferior de la América del Norte: la conquista de Nicaragua,
por Gil González Dávila, en 1523; la conquista de Guatemala, por Pedro de
Alvarado, en 1524; la de Yucatán, por Francisco de Montijo, que empezó en 1526;
la de Nueva Granada, por Gonzalo Jiménez de Quesada, en 1536; las conquistas y
exploración de Bolivia, del Amazonas y del Orinoco (hasta cuyas cataratas
habían penetrado los españoles en 1530, con casi sobrehumanos esfuerzos);
las incomparables guerras con los araucanos en Chile (por espacio de dos
siglos), con los tarrahumares en Chihuahua, con los tepehuenes en Durango[36]
y con los indómitos yaquis en el noroeste de Méjico las proezas del capitán
Diego Martínez de Hurdaide[37]
(el Daniel Boone de Sinaloa y Sonora), y de centenares de otros desconocidos
españoles, que hubieran alcanzado renombre universal, si hubiesen sabido de
ellos los trompeteros de la fama.
VI
LA VUELTA ALREDEDOR DEL MUNDO
Antes de que Cortés conquistase
a Méjico, o que Pizarro y Valdivia viesen las tierras con las que debían
asociar sus nombres para siempre, otros españoles—menos conquistadores, pero tan
grandes exploradores como ellos—cambiaban rápidamente la geografía del Nuevo
Mundo. También Francia se había despertado un poco; y en el año 1500[38]
su bizarro hijo, el capitán Binot Paulmier de Gonneville, se había embarcado.
Pero entre él y el siguiente explorador, que fue un florentino pagado por los
franceses, hubo un lapso de veinticuatro años; y en ese tiempo España llevó a
cabo cuatro importantísimos hechos.
Fernao Magalhaes, a quien
conocemos con el nombre de Fernando Magallanes, nació en Portugal el año de
1470; y al llegar a su viril edad adoptó la vida de marino, a la cual le
inclinaba su carácter aventurero. En el Viejo Mundo no se hablaba más que del
Nuevo, y Magallanes anhelaba explorar las Américas. Por haberle tratado muy
desabridamente el rey de Portugal, se alistó bajo la bandera de España, donde
se reconoció su talento. Salió de la Península, al mando de una expedición
española, el 10 de agosto de 1519, y navegando más al sur de lo que fueran
otros marinos, descubrió el Cabo de Hornos y el estrecho que lleva su nombre.
El hado no le permitió llevar más lejos sus descubrimientos, ni recoger el
galardón de los que realizara, pues durante ese viaje (en 1521) fue
descuartizado por los indígenas de una de las islas Molucas. Su heroico
lugarteniente, Juan Sebastián de Elcano, tomó entonces el mando y continuó el
viaje hasta dar la vuelta al globo por vez primera en la historia. Cuando
regresó a España, la Corona premió sus brillantes hechos y le dio, entre otros
honores, un escudo que tenía por blasón un globo y el lema «tu primus
circumdedisti me» (tú fuiste el primero en dar la vuelta en torno mío).
Juan Ponce de León, descubridor
de la Florida, primer Estado de nuestra Unión que vieron los europeos, fue un
explorador tan desgraciado como Magallanes; porque vino a la «Tierra de las
flores», atraído por el fantástico mito de una fuente de perenne juventud, tan
sólo para ser víctima de los indios que la habitaban. Ponce de León nació en
San Servás (España), en el último tercio del siglo XV. Conquistó la isla de Puerto
Rico, y embarcándose en 1512 en busca de la Florida, de la que tenía noticia
por los indios, descubrió la nueva tierra el mismo año, y tomó posesión de ella
en nombre de España. Se le dio el título de Adelantado de la Florida, y en el año
1521 volvió con tres buques para conquistar su nuevo país; pero fue mortalmente
herido en una lucha con los indios, muriendo al regresar a Cuba. Fue uno de los
bravos españoles que acompañaron a Colón en su segundo viaje a América, en
1493.
Mucho más que Ponce de León
hizo Hernando de Soto en la Florida. Este valiente conquistador nació en
Extremadura, hacia el año 1495. Pedro Arias de Ávila [Pedrarias Dávila] tomó
afecto a su joven y perspicaz pariente, le ayudó a obtener una educación
universitaria, y en el año 1519 lo llevó consigo en su expedición a Darién.
Soto ganó prestigio en el Nuevo Mundo, y llegó a ser considerado como un
oficial prudente y valeroso. En 1528 mandó una expedición para explorar la
costa de Guatemala y Yucatán; en 1532 llevó un refuerzo de 300 hombres para
ayudar a Pizarro en la conquista del Perú. En aquella aurífera tierra, Soto
obtuvo grandes riquezas, y el pobre soldado que desembarcara en América sin más
que su espada y su escudo, volvió a España con lo que entonces se consideraba
una enorme fortuna. Allí se casó con una hija de su protector Ávila, y de este
modo fue cuñado del descubridor del Pacífico, Balboa. Soto prestó una parte de
su fácilmente adquirida fortuna al emperador Carlos, que con las
constantes guerras había agotado el erario, y Carlos lo envió como gobernador
de Cuba y Adelantado de la nueva provincia de la Florida. En 1538 se hizo a la
mar con un ejército de seiscientos hombres muy bien equipados, grupo de
aventureros atraídos a la bandera de su famoso compatriota por el deseo de
hacer descubrimientos y hallar oro. La expedición desembarcó en la Florida, en
la bahía del Espíritu Santo[39],
en mayo de 1539, y volvió a tomar posesión de aquel ignoto desierto en nombre
de España.
Pero el brillante éxito que
alcanzó Soto en los montes del Perú, pareció abandonarle del todo en los
pantanos de la Florida. Es digno de notarse que casi todos los exploradores que
hicieron maravillas en la América del Sur, fracasaron cuando llevaban sus
operaciones al continente del norte. Era tan completamente distinta la
geografía física de ambos, que después de acostumbrarse a las necesidades del
uno, el explorador parecía incapaz de adaptarse a las condiciones opuestas del
otro.
Hernando de Soto y sus hombres
anduvieron errantes por la parte meridional de lo que es hoy Estados Unidos,
por espacio de cuatro mortales años. Es probable que en sus viajes pasasen por
los actuales Estados de la Florida, Georgia, Arkansas, Misisipí, Alabama,
Luisiana y la parte nordeste de Tejas. En 1541 llegaron al río Misisipí, y
fueron ellos los primeros europeos que vieron el padre de las aguas (en algún
punto de su corriente excepto en su boca) un siglo y cuarto antes de que lo
viesen los heroicos franceses Jacques Marquette (Picardía, 1637 – Michigan,
1675) y René-Robert Cavalier de La Salle (Rouen, 1643 – Texas, 1687). Aquel
invierno lo pasaron a lo largo del río Washita[40],
y al principio del verano de 1542, cuando regresaba Misisipí abajo, murió el
valiente Soto, depositándose su cadáver en el lecho del copioso río que él
había descubierto, doscientos años antes de que lo viese ningún
«norteamericano». Sus hombres, maltrechos y descorazonados, pasaron allí un
terrible invierno, y en 1543, al mando del teniente Luis Moscoso de Alvarado[41]
(Badajoz, 1505 – Perú, 1551), construyeron unos toscos buques, y bajaron en
ellos por el río Misisipí hasta el golfo en diez y nueve días, realizando la
primera navegación que se llevó a cabo en nuestra parte de América. Desde
la desembocadura fueron costeando hacia Occidente, y al fin llegaron a Pánuco[42]
(en Méjico), después de cinco años de penalidades y sufrimientos tales como
jamás los experimentó ningún explorador sajón en las Américas. Cerca de un
siglo y medio después que el desgarbado ejército de hombres famélicos de Soto
tomara posesión de Luisiana en nombre de España, pasó aquel territorio a poder
de los franceses, y a Francia lo compró los Estados Unidos al cabo de más de un
siglo.
De modo que cuando Giovanni da Verrazzano
(1485 – 1528), el florentino enviado por Francia, llegó a América, en 1524,
costeó el Atlántico desde un punto de La Carolina del Sur hasta Terranova, y
publicó una breve descripción de lo que había visto, ya España había dado la
vuelta al mundo; había llegado al extremo sur de América, conquistando un vasto
territorio y descubierto más de media docena de nuestros actuales Estados,
después de la última visita de un francés a América[43].
Por lo que toca a Inglaterra, era casi tan desconocida en esta parte del mundo
como si nunca hubiese existido.
Después de Ponce de León y
antes que Hernando de Soto, Francisco de Garay, conquistador de Tampico, visitó
la Florida en 1518. Fue con el objeto de dominar aquel país; pero fracasó y
murió poco después en Méjico, siendo probable que fuese envenenado por orden de
Cortés. Dejó aún menos recuerdo de lo que hizo en la Florida que Ponce de León,
y pertenece al número de exploradores españoles que, aun siendo verdaderos
héroes, llevaron a cabo hechos de poca resonancia; y éstos fueron demasiado
numerosos para hacer ni siquiera una lista de ellos.
En 1527 salió de España la
expedición más desastrosa que se envió al Nuevo Mundo; expedición notable
únicamente por dos cosas, fue tal vez la más desgraciada de que hay historia, y
condujo al hombre que supo ser el primero en cruzar el Continente americano, el
cual hizo verdaderamente una de las más asombrosas marchas a pie que se han
realizado desde que el mundo es mundo. Pánfilo de Narváez, que tan
vergonzosamente fracasó cuando fue a arrestar a Cortés, mandaba la
expedición con autoridad para conquistar la Florida, y su tesorero era Álvar
Núñez Cabeza de Vaca. En 1528 desembarcó esa compañía en la Florida, y empezó
desde luego una serie de horrores que ponen los pelos de punta. Los naufragios,
los indígenas y el hambre causaron tal destrozo en la malhadada compañía, que,
cuando en 1529 los pieles rojas hicieron esclavos a Cabeza de Vaca y tres de
sus compañeros, eran éstos los únicos supervivientes de la expedición.
Cabeza de Vaca y sus compañeros
anduvieron al azar desde la Florida hasta el Golfo de California, sufriendo
increíbles peligros y tormentos, y llegando allí después de andar errantes
durante más de ocho años. El heroísmo de Cabeza de Vaca recibió su galardón. El
rey le hizo gobernador del Paraguay en 1540; pero resultó tan inepto para este
cargo como lo fue Colón para el de virrey, y no tardó en volver cargado de
cadenas a España, donde murió [en Sevilla, entre 1558 y 1564, tras un largo
pleito, al final del cual el Consejo de Indias, el 23 de abril de 1552, en sentencia
firme después de haber sido apelada la primera, le obligaba a no volver a las
Indias].
Pero la relación que publicó de
cuanto vio en ese pasmoso viaje (porque Cabeza de Vaca era un hombre educado y
dejó dos libros muy interesantes y valiosos), hizo que sus compatriotas se
determinasen a comenzar con empeño la exploración y colonización de lo que es
hoy los Estados Unidos, a construir las primeras ciudades, y a labrar las
primeras granjas en el país, que ha llegado a ser la nación más vasta del mundo.
Los treinta años que siguieron
a la conquista de Méjico por Cortés, vieron un cambio asombroso en el Nuevo
Mundo. En esos años ocurrieron maravillas. Brillantes descubrimientos,
exploraciones sin igual, intrépidas conquistas y colonizaciones heroicas se siguieron
unas a otras con vertiginosa rapidez; y, a excepción de las bizarras pero
escasas proezas de los portugueses en la América del Sur, España fue la única
que llevó a cabo esos hechos. Desde Kansas hasta el Cabo de Hornos era todo una
vasta posesión española, salvo algunas partes del Brasil, donde el héroe
portugués Pedro Álvarez Cabral había sentado la planta en nombre de su país. Se
construyeron centenares de poblaciones españolas; escuelas, universidades,
imprentas, libros e iglesias españolas empezaban su obra de ilustración en los
ignotos continentes de América, y los incansables secuaces de Santiago
marchaban siempre adelante. La América, particularmente Méjico, era rápidamente
colonizada por los españoles. El desarrollo de las colonias donde había
recursos para mantener una población creciente era muy notable en relación a
aquellos tiempos. La ciudad de Puebla, por ejemplo, en el Estado mejicano del
mismo nombre, se fundó en 1532 y empezó con treinta y tres colonos, y en 1678
tenía 80.000 habitantes, que son veinte mil más de los que tenía la ciudad de
Nueva York ciento veintidós años después.
VII
ESPAÑA EN LOS ESTADOS UNIDOS
Cortés era todavía capitán
general cuando llegó Cabeza de Vaca a las colonias españolas, después de su
correría de ocho años, portador de noticias de países extranjeros situados más
al norte; pero Antonio de Mendoza y Pacheco era virrey de Méjico y superior a
Cortés en jerarquía, y entre él y el conquistador traicionero había
interminables disensiones. Cortés trabajaba para sí mismo; Mendoza, para
España.
A medida que en Méjico se
hacían más espesas las colonias españolas, la atención de los inquietos
exploradores de mundos empezó a dirigirse hacia los misterios del vasto y
desconocido país situado más al norte. Las cosas raras que Vaca había visto, y
las más raras aún de que había oído hablar, no podían menos de excitar la
curiosidad de los intrépidos aventureros a quienes las contaba. Lo cierto es
que antes de un año de haber llegado a Méjico el primer viajero transcontinental,
habían descubierto sus compatriotas dos más de nuestros actuales Estados como
resultado directo de sus narraciones. Y ahora llegamos a uno de los hombres más
calumniados de todos: Fray Marcos de Nizza, descubridor de Arizona y Nuevo
Méjico.
Fray Marcos era natural de la
provincia de Niza, que formaba entonces parte de Saboya, y debió llegar a
América por el año 1531. Acompañó a Pizarro al Perú, y de allí volvió
finalmente a Méjico. Fue el primero en explorar las tierras desconocidas de que
Vaca había oído a los indios contar cosas tan estupendas, aun cuando él no las
había visto: «las Siete Ciudades de Cibola, llenas de oro», y otras
innumerables maravillas. Fray Marcos salió a pie de Culiacán
(Sinaloa, borde occidental de Méjico) en la primavera de 1539, con el
negro Estebanico, que fue uno de los compañeros de Vaca, y unos cuantos indios.
Un hermano lego, Honorato, que salió con él, pronto cayó enfermo y no continuó
el viaje. Ahora bien; esa fue una verdadera exploración española, un buen
ejemplo de centenares de ellas: aquel denodado sacerdote, sin armas, con una
veintena de hombres que no inspiraban confianza, emprendió una marcha de un
año, a través de un desierto, donde, aun en estos días de ferrocarriles y
carreteras, caminos y aguas alumbradas, hay hombres que mueren todos los años
de sed, sin contar los millares que perecen a manos de los indios. Pero esas
pequeñeces sólo servían para abrir el apetito de los españoles, y Fray Marcos
siguió sufriendo el cansancio del camino hasta que, a principios de junio de
1539, llegó por fin a las Siete Ciudades de Cibola. Estas se hallaban al
extremo occidental de Nuevo Méjico, cerca del actual y extraño pueblo indio de
Zuñi [en la frontera entre Nuevo México y Arizona], que es todo lo que queda de
aquellas famosas ciudades, y está hoy casi lo mismo que como lo vio aquel
heroico sacerdote hace trescientos cincuenta años. Al pie del pasmoso risco de
Toyallahnah, la sagrada montaña de los truenos de Zuñi, el negro Estebanico fue
muerto por los indios, y Fray Marcos se libró de igual suerte por haberse
retirado a tiempo. Obtuvo cuantos informes pudo acerca de las extrañas y
elevadas poblaciones que divisó, y regresó a Méjico con grandes noticias. Se le
ha acusado de haber dado informes erróneos y exagerados; pero si sus críticos
no hubiesen sido tan desconocedores de la calidad, de los indios y de sus
tradiciones, no hubieran hablado de esta suerte. Las afirmaciones de Fray
Marcos eran absolutamente verídicas.
Cuando el buen padre hizo su
relación, bien se puede asegurar que todos aguzaron el oído en Nueva España,
nombre que entonces se daba a Méjico, y en cuanto fue posible organizar una
expedición armada, salió para las Siete Ciudades de Cibola, sirviéndola de guía
el mismo Fray Marcos. De dicha expedición hablaremos en breve. Fray Marcos la
acompañó hasta llegar a Zuñi, y entonces regresó a Méjico, baldado por el
reumatismo, del cual nunca llegó a curarse. Murió en el convento de la ciudad
de Méjico, en 25 de marzo de 1558.
El hombre a quien Fray Marcos
condujo a las Siete Ciudades de Cibola fue el más grande explorador que jamás
pisó el continente del norte, si bien sus exploraciones sólo le produjeron
desastres y amarguras. Nos referimos a Francisco Vázquez de Coronado, natural
de Salamanca (España). Coronado era joven, ambicioso y tenía ya renombre. Era
gobernador de la provincia mejicana de Nueva Galicia, cuando supo la noticia
referente a las Siete Ciudades. Antonio de Mendoza y Pacheco[44],
contra la fuerte oposición de Cortés, decidió efectuar una expedición, que
libraría al país de unos cuantos centenares de audaces y jóvenes espadachines
españoles que estaban reñidos con la paz, y al mismo tiempo a fin de conquistar
nuevos países para la Corona. En consecuencia, puso a Coronado al frente de un
grupo de unos doscientos cincuenta españoles, para que fuesen a colonizar las
tierras descubiertas por Fray Marcos, con estrictas órdenes de no volver jamás.
Coronado salió de Culiacán con
su pequeño ejército en los albores de 1540. Guiados por el incansable
sacerdote, llegaron a Zuñi en julio, y tomaron el pueblo después de una lucha
feroz, con lo cual terminaron entonces las hostilidades. Desde allí envió
Coronado pequeñas expediciones a los extraños pueblos de Moqui, construidos sobre
riscos (en la parte nordeste de Arizona), el gran Cañón del Colorado y al
pueblo de Gemez, situado al norte de Nuevo Méjico. Durante aquel invierno
trasladó todas sus fuerzas a Tiguex, donde se encuentra ahora la linda aldea
Nuevo-Mejicana de Bernalillo en el Río Grande, y allí empeñó una seria y poco
digna guerra con los indios Pueblo de Tigua.
Allí fue donde oyó hablar del
áureo mito que le tentó, haciéndole pasar tan duras penalidades, y que causó
después la muerte a muchos centenares de hombres: la fábula de Quivira. Esta,
según le aseguraban los indios de las vastas llanuras, era una ciudad toda de
oro puro. En la primavera de 1541, Coronado y sus hombres salieron en
busca de Quivira y marcharon a través de aquellas tremendas sabanas, hasta el
centro de nuestro actual territorio indio. Allí, viendo que había sido
engañado, Coronado hizo retroceder su ejército a Tiguex, y él, con 30 hombres,
siguió adelante y atravesó el río Arkansas hasta llegar al extremo nordeste de
Kansas, esto es, a tres cuartas partes de la distancia que media entre el Golfo
de California y Nueva York, y mucho más si se tiene en cuenta los rodeos que
dieron.
Encontró allí la tribu de los
quiviras, salvajes nómadas que se dedicaban a la caza del búfalo, pero no
tenían oro, ni sabían dónde se hallaba. Coronado regresó por fin a Bernalillo,
después de un lapso de tres meses de incesantes marchas y horribles
sufrimientos. Poco después de su vuelta, una caída del caballo puso su vida en
grave peligro. Pasó la crisis; pero su salud quedó quebrantada, y descorazonado
por sus dolencias físicas y por las infructíferas contrariedades de la
inhospitalaria tierra que se propusiera colonizar abandonó el proyecto de
poblar Nuevo Méjico y en el verano de 1542 regresó a Méjico con sus hombres. Su
desobediencia al virrey, por haber abandonado su empresa, le hizo caer en
disfavor, y pasó el resto de su vida en relativa obscuridad.
Triste final fue ese para el
hombre notable que descubriera tantos miles de millas del sediento sudoeste,
casi tres siglos antes de que lo viese ninguno de nuestros paisanos; para aquel
soldado bien nacido, instruido y denodado, y que fue el ídolo de su tropa. Como
explorador no tiene rival; pero como colonizador fracasó por completo. Habíase
criado en la ciudad y no era montaraz; y acostumbrado solamente a vivir en
Jalisco y las regiones de Méjico situadas junto al Golfo de California, no
conocía los terribles desiertos de Arizona y Nuevo Méjico y no pudo acomodarse
a aquel medio ambiente. Hasta medio siglo después que llegó un español nacido
en la frontera de aquellas tierras áridas, no pudo colonizarse Nuevo Méjico con
feliz éxito.
Mientras el descubridor del
territorio indio y de Kansas iba en persecución de un mito de oro a través
de las solitarias llanuras, sus compatriotas habían hallado y estaban
explorando otro de nuestros Estados: nuestro dorado jardín de California.
Hernando de Alarcón, en 1540, navegó por el río Colorado hasta una gran
distancia del Golfo, probablemente hasta Great Bend[45],
y en 1543 Juan Rodríguez Cabrillo exploró la costa californiana del Pacífico,
hasta llegar a cien millas al norte del sitio donde, tres siglos más tarde,
debía fundarse la ciudad de San Francisco.
Después de los desalentadores
descubrimientos de Francisco Vázquez de Coronado, los españoles, durante muchos
años, consagraron muy poca atención a Nuevo Méjico. ¡Bastante había que hacer
en la Nueva España para tener ocupada por algún tiempo la indómita energía
española en la civilización de su nuevo imperio! Fray Pedro de Gante había
fundado en Méjico, en 1524, las primeras escuelas del Nuevo Mundo, y desde
entonces todas las iglesias y conventos, en la América española, tenían adjunta
una escuela de indios. En 1524 no había entre los innumerables millares de
indios de Méjico uno solo que supiese lo que eran letras; pero veinte años
después eran tantos los que habían aprendido a leer y escribir, que el obispo Juan
de Zumárraga (1468 – 1548) hizo imprimir para ellos un libro en su propio
idioma. En 1543 había hasta escuelas industriales para aquellos indios. Ese
buen obispo Zumárraga fue también el que trajo la primera prensa al Nuevo
Mundo, en 1536. Se montó en la ciudad de Méjico y pronto empezó a trabajar
activamente. El libro más antiguo impreso en América que hoy existe, salió de
dicha prensa en 1539. La mayoría de los primeros libros que allí se
imprimieron, tenían por objeto hacer inteligibles los dialectos indios; medida
de humanitaria educación que no ha sabido copiar ninguna otra nación
colonizadora en el Nuevo Mundo. La primera música que se imprimió en América,
salió también de la misma prensa en 1548.
Lo más notable de todo, y que
demuestra la actitud educadora de los españoles en los nuevos continentes, fue
un resultado enteramente singular. No solamente su actividad intelectual creó
entre ellos mismos una constelación de eminentes escritores, sino que, al
cabo de pocos años, había una escuela de importantes autores indios.
Sería una pérdida irreparable para el conocimiento de la verdadera historia de
América, la de las crónicas de escritores indios tales como Hernando de
Alvarado Tezozomoc (1523 – ca. 1610), Diego
Muñoz Camargo (1529 – 1599) y Juan Bautista Pomar (ca. 1535 – 1590), en Méjico;
Juan de Santa Cruz Pachacuti Yamqui Salcamayhua, en el Perú, y muchos otros. ¡Y
qué ganancia no hubiera tenido la ciencia si nosotros nos
hubiésemos tomado la pena de educar a nuestros aborígenes para que se prestasen
tan útil ayuda a sí mismos y a los conocimientos humanos!
En todas las demás tareas
intelectuales que conocía entonces el mundo, los hijos de España realizaban en
América notables progresos. En geografía, en historia natural, en física y
química y en otras ciencias, fueron en nuestros países los primeros, como lo
habían sido en sus descubrimientos y exploraciones. Es un hecho pasmoso que, en
época tan lejana como el año 1579, se hizo en público una autopsia del cadáver
de un indio en la Universidad de Méjico para indagar la naturaleza de una
epidemia que entonces causaba estragos en Nueva España. Es dudoso que en
aquella época hubiesen llegado tan lejos en la misma ciudad de Londres. Y en
libros de aquel período, que existen todavía, hallamos proyectos de armas de
repetición, y hasta una inequívoca indicación del teléfono. ¡La primera prensa
no llegó a las colonias inglesas de América hasta 1638! ¡Cerca de cien años a
la zaga de Méjico! En todo el mundo tardaron en aparecer los periódicos; el
primero auténtico de que hay noticia en la historia, se publicó en Alemania en
1615. En Inglaterra apareció el primero en 1622, y las colonias norteamericanas
no tuvieron uno hasta 1704. «El Mercurio Volante», folleto que daba noticias,
se publicaba en la ciudad de Méjico antes del año 1693.
Cuando las malas nuevas de
Francisco Vázquez de Coronado se habían en gran parte olvidado, empezó otra
incursión española hacia Nuevo Méjico y Arizona. Entre tanto habían ocurrido en
la Florida importantes acontecimientos. Los muchos fracasos padecidos en ese
desgraciado país, no desalentaron a los españoles en su empeño de
colonizarlo. Por último, en 1560, se estableció allí de un modo permanente
Pedro Menéndez de Avilés (1519 – 1574), español muy cruel, el cual, no
obstante, tuvo el honor de fundar y dar nombre a la ciudad más antigua de los
Estados Unidos—San Agustín—en 1560. Menéndez encontró una pequeña colonia de
hugonotes franceses que se habían desviado hasta allí el año antes al mando de Jean
Ribault (1520 – 1565), a los que él hizo prisioneros y los ahorcó, poniéndoles
un cartel en que decía que habían sido ejecutados «no por ser franceses, sino
por herejes». Dos años después, la expedición francesa de Dominique de Gourges
(1530 – 1593) se apoderó de los tres fuertes españoles que allí se habían construido,
y ahorcó a los colonos, «no por ser españoles, sino por asesinos»; lo cual no
dejó de ser una venganza muy ingeniosa como réplica; pero muy censurable por el
hecho. En 1586 Sir Francis Drake, a cuyas aficiones piráticas hemos aludido ya,
destruyó la floreciente colonia de San Agustín, que se volvió a construir en
seguida. En 1763 España cedió la Florida a la Gran Bretaña, en cambio de la
Habana, de la que George Keppel, III Conde de Albemarle (1724 – 1772), habíase
apoderado un año antes.
También es interesante el hecho
de que los españoles estuvieron en Virginia cerca de treinta años antes de que
Sir Walter Raleigh intentase establecer allí una colonia, y medio siglo largo
antes de la visita de John Smith. Ya en 1556, la bahía de Chesapeake [entre
Virginia y Maryland] era conocida de los españoles con el nombre de Bahía de
Santa María, y se había enviado allí, para colonizar el país, una expedición
que fracasó.
En 1581 tres misioneros
españoles, Fray Agustín Rodríguez, Fray Francisco López y Fray Juan de Santa
María, salieron de Santa Bárbara (Chihuahua, Méjico) con una escolta de nueve
soldados españoles al mando de Francisco Sánchez Chamuscado. Anduvieron
trabajosamente a lo largo del Río Grande hasta donde se encuentra ahora
Bernalillo, o sea en una marcha de unas mil millas. Allí quedaron los
misioneros para enseñar la doctrina, mientras los soldados exploraban el país
hasta Zuñi[46], y entonces regresaron
a Santa Bárbara. Chamuscado murió en el camino. En cuanto a los valientes
misioneros que quedaron atrás en el desierto, no tardaron en ser mártires. Fray
Juan de Santa María fue muerto por los indios cerca de San Pedro[47],
mientras realizaba una penosa caminata, solo y a pie, para volver a Méjico
aquel otoño. Fray Agustín Rodríguez y Fray Francisco López fueron asesinados
por su traicionero rebaño en Puaray [cerca de Bernalillo], en diciembre de
1581.
Al año siguiente, Antonio de
Espejo, opulento hijo de Córdoba, salió de Santa Bárbara (Chihuahua), con
catorce hombres, para afrontar los desiertos y los salvajes de Nuevo Méjico. Anduvo
Río Grande arriba hasta un poco más allá de donde ahora se halla Alburquerque,
sin que le hiciesen resistencia los indios de la tribu Pueblo. Visitó sus
ciudades de Zía, Jenez, la empinada Acoma, Zuñi y la lejana Moqui, y se internó
bastante en la parte norte de Arizona. Volviendo al Río Grande, visitó el
pueblo de Pecos, bajó por el río del mismo nombre a Tejas, y de allí cruzó de
nuevo a Santa Bárbara. Tenía la intención de volver a colonizar Nuevo Méjico;
pero su muerte (ocurrida probablemente en 1585) desbarató su plan, y el único
resultado importante de su gigantesca jornada, fue una adición a los
conocimientos geográficos de su época.
En 1590, Gaspar Castaño de
Sosa, teniente gobernador de Nuevo León, estaba tan ansioso de explorar Nuevo
Méjico, que organizó una expedición sin pedir permiso al virrey. Subió por el
río Pecos y cruzó hasta el Río Grande; pero en el pueblo de Santo Domingo fue
arrestado por el capitán Juan Morlette, que había ido desde Méjico con ese solo
objeto, y conducido a su destino con cadenas.
Juan de Oñate Salazar
(Zacatecas, 1549 – Guadalcanal, Sevilla, 1626), colonizador de Nuevo Méjico y
fundador de la segunda ciudad situada dentro de los límites de los Estados
Unidos, como también de otra ciudad que es la segunda en antigüedad en el mismo
país, nació en Zacatecas (Méjico). Su familia, procedente de Vizcaya, había
descubierto en 1548 y poseía a la sazón algunas de las minas más ricas del
mundo: las de Zacatecas. Pero, no obstante haber nacido de una familia que
nadaba en oro, Oñate deseaba ser explorador. La Corona rehusó equipar
nuevas expediciones para el norte, que tantos desengaños ofrecía, y por el año
1595 Oñate hizo un contrato con el virrey de Nueva España, Luis de Velasco,
para colonizar Nuevo Méjico por su cuenta. Hizo todos los preparativos y equipó
una costosa expedición. Justamente entonces fue nombrado otro virrey, Gaspar de
Zúñiga y Acevedo, el cual le tuvo esperando en Méjico con todos sus hombres por
espacio de dos años, antes de darle el permiso necesario para emprender la
marcha. Por fin, a principios de 1597, salió con su expedición, la cual le
costó el equivalente de un millón de dólares antes de salir de viaje. Llevó
consigo cuatrocientos colonos, incluso doscientos soldados, con mujeres y
niños, y reses vacunas y lanares. Después de tomar posesión de Nuevo Méjico el
30 de mayo de 1598, marchó Río Grande arriba hasta donde se halla hoy la
aldehuela Chamita, al norte de Santa Fe y allí fundó, en septiembre de aquel
año, San Gabriel de los Españoles, segunda ciudad establecida en los Estados
Unidos [de efímera existencia].
Oñate fue notable no tan sólo
por su éxito en colonizar un país tan adusto como era aquél, sino también como
explorador. Reconoció todo el país; viajó hasta Acoma [unos 97 km al W de
Albuquerque, en el condado de Sandoval, Nuevo México], y sofocó una rebelión de
los indios, y en el año 1600 efectuó una expedición hasta la misma Nebraska. En
1604, con treinta hombres, marchó desde San Gabriel y a través de aquel árido
desierto hasta el Golfo de California, regresando a San Gabriel en abril de
1605. Por entonces los ingleses no se habían internado en América más que a
cuarenta o cincuenta millas de la costa del Atlántico.
En 1605 Oñate fundó la ciudad
de Santa Fe de San Francisco [Santa Fe, al N de Nuevo México], respecto de cuya
antigüedad se han escrito muchas fábulas inverosímiles. La ciudad ha llegado a
celebrar el 333.º aniversario de su fundación, veinte años antes de cumplir los
tres siglos.
En 1606 Oñate hizo otra
expedición a tierras lejanas del nordeste; pero de ella no se sabe casi nada, y
en 1608 fue sustituido por Pedro de Peralta, segundo gobernador de Nuevo
Méjico.
Oñate era de mediana edad
cuando realizó estos notables hechos. Nacido en la frontera, avezado a los
desiertos, dotado de gran tenacidad, sangre fría y conocimiento de la guerra de
frontera, era el hombre a propósito para establecer con éxito las primeras
importantes colonias en los Estados Unidos, en los lugares más difíciles y
peligrosos.
VIII
DOS CONTINENTES DOMINADOS
Tal era, pues, la situación del
Nuevo Mundo al empezar el siglo XVII. España, después de descubrir las Américas, en
poco más de cien años de incesante exploración y conquista, había logrado
arraigar y estaba civilizando ambos países. Había construido en el Nuevo Mundo
centenares de ciudades, cuyos extremos distaban más de cinco mil millas, con
todas las ventajas de la civilización que entonces se conocían, y dos ciudades
en lo que es ahora los Estados Unidos, habiendo penetrado los españoles en
veinte de dichos Estados. Francia había hecho unas pocas cautelosas
expediciones, que no produjeron ningún fruto, y Portugal había fundado unas
cuantas poblaciones de poca importancia en la América del Sur. Inglaterra había
permanecido durante todo el siglo en una magistral inacción, y entre el Cabo de
Hornos y el Polo Norte no había ni una mala casuca inglesa, ni un solo hijo de
Inglaterra.
El que en tiempos posteriores
haya cambiado por completo la situación; el que España (mayormente porque se
desangró por una conquista tan enorme que ni aun hoy podría nación alguna dar
los hombres o el dinero necesarios para poner la empresa al nivel del progreso
mundial) no haya vuelto a recobrar su antiguo poderío y esté ahora inactiva en
comparación con la joven y gigantesca nación que ha crecido desde entonces en
el imperio que ella inició, no exime a la historia de América del deber de
hacerle justicia por su pasado. Si no hubiese existido España hace 400
años, no existirían hoy los Estados Unidos. Para todo verdadero americano es el
de su país un relato que fascina, porque todo el que lleva ese nombre, admira
el heroísmo y es amante de la justicia, y antes que nada le interesa conocer la
verdad respecto de su patria.
Por los años de 1680, el valle
del Río Grande, en Nuevo Méjico, estaba salpicado de caseríos españoles desde
Santa Cruz [localidad del actual condado de Santa Fe] hasta más allá de
Socorro, o sea en una extensión de 200 millas, y había también colonias en el
valle de Taos [localidad al N de Nuevo México] hacia el extremo norte del
territorio. Desde 1600 a 1680 se habían hecho numerosas expediciones a través
del sudoeste, penetrando hasta el mortífero Llano Estacado [región que
comprende parte del NO de Texas y el centro-este de Nuevo México]. El heroísmo
con que se conservó por tanto tiempo el sudoeste, no fue menos maravilloso que
la exploración que lo descubrió. La vida de los colonos era una lucha diaria
con la avara Naturaleza—porque Nuevo Méjico nunca fue feraz—teniendo, además,
que afrontar mortales peligros. Durante tres siglos fueron incesantemente
hostilizados por los terribles apaches, y hasta 1680 no les dejaron en paz los
conatos de insurrección de los indios Pueblo [o indios anasazi, entre los que estaban las tribus de los hopi y de los zuñi], quienes vivían entre ellos y los rodeaban. Las afirmaciones
de los historiadores de gabinete, de que los españoles esclavizaron a los
Pueblo o a otros indios de Nuevo Méjico; de que les obligaban a escoger entre
el cristianismo y la muerte; que les forzaban a trabajar en las minas, y otras
cosas por el estilo, son enteramente inexactas. Todo el régimen de España para
con los indios del Nuevo Mundo fue de humanidad y de justicia, de educación y
de persuasión moral, y aun cuando hubo, como es natural, algunos individuos que
violaron las estrictas leyes de su país respecto al trato de los indios,
recibieron por ello el condigno castigo.
Sin embargo, la mera presencia
de extranjeros en su tierra, fue bastante para sublevar la naturaleza celosa de
los indios, y en 1680 estalló, sin causa alguna, entre los pieles rojas de
Pueblo Rebelión, un complot para hacer una matanza. Había entonces en el
territorio mil quinientos españoles, que vivían en Santa Fe y en granjas o
caseríos dispersos, pues hacía tiempo que Chamita había sido abandonada.
Treinta y cuatro ciudades de la
tribu Pueblo tomaron parte en la rebelión, bajo la dirección de un peligroso
indio Tehua, llamado Popé. Emisarios secretos habían ido de pueblo en pueblo, y
la matanza de españoles se efectuó simultáneamente en todo el territorio. En
ese 10 de agosto de 1680, de triste recordación, más de cuatrocientos españoles
fueron asesinados, incluso veintiuno de los bondadosos misioneros que,
desarmados y solos, se habían esparcido por aquel desierto con el objeto de
salvar las almas e iluminar las inteligencias de los naturales.
Antonio de Otermín, que era
entonces gobernador y capitán general de Nuevo Méjico, fue atacado en su
capital de Santa Fe por un ejército de indios muy numeroso. Los 120 soldados
españoles que estaban encerrados en su pequeña ciudad de adobe, pronto se
hallaron en la imposibilidad de resistir por más tiempo al enjambre de
sitiadores, y después de una semana de desesperada defensa, hicieron una salida
y se abrieron paso hasta ponerse a salvo, llevándose consigo sus mujeres y sus
hijos. Se retiraron después Río Grande abajo, evitando una emboscada que les
habían preparado los indios en Sandia; llegaron al pueblo de Isleta, doce
millas más abajo de la antigua ciudad de Alburquerque, sanos y salvos; pero la
aldea estaba desierta y los españoles se vieron obligados a continuar su huida
hacia El Paso (Tejas), que no era entonces más que una misión española para los
indios.
En 1681 el gobernador Otermín
hizo una incursión hacia el norte hasta el pueblo de Cochití, veinticinco
millas al oeste de Santa Fe, en la margen del Río Grande; pero los indios
hostiles le obligaron a retirarse de nuevo a El Paso. En 1687, Pedro Reneros de
Posada llevó a cabo otra arremetida en Nuevo Méjico y tomó el pueblo roqueño de
Santa Ana, después de un brillante y sangriento asalto. Pero también tuvo que
retirarse. En 1688, Domingo Gironza Petriz de Cruzate, el más bizarro soldado
de Nuevo Méjico, realizó una expedición en la que tomó por asalto el
pueblo de Zía, hecho todavía más notable que el de Posada, y a su vez se
retiró a El Paso.
Por último, el conquistador
definitivo de Nuevo Méjico, Diego de Vargas Zapata (1643 – 1704), llegó en
1692. Marchando a Santa Fe, y de allí hasta el fin de Moqui, con sólo ochenta y
nueve hombres, visitó todos los pueblos de la provincia, sin encontrar
oposición por parte de los indios, los cuales habían sido completamente acobardados
por Cruzate. Volviendo a El Paso, regresó a Nuevo Méjico en 1693, esta vez con
unos ciento cincuenta soldados y unos cuantos colonos. Entonces estaban los
indios preparados y le hicieron la más sangrienta recepción de que hay memoria
en Nuevo Méjico. Se levantaron primero en Santa Fe, y tuvo que asaltar esa
ciudad, que logró tomar después de dos días de lucha. Luego comenzó el sitio de
Mesa Negra de San Ildefonso [a unos 38 km al NO de Santa Fe], el cual se
prolongó durante nueve meses. Los indios habían trasladado su aldea a la cima
de aquel Gibraltar de Nuevo Méjico, y allí resistieron cuatro atrevidos
asaltos, hasta que por fin se vieron obligados a rendirse.
Entre tanto Vargas había
asaltado la inexpugnable ciudadela de San Diego Viejo y el saliente risco de
San Diego de Gemez, dos proezas que con el asalto del Peñol de Mistrol
(Jalisco, Méjico) y el de la ingente roca de Acoma, pueden considerarse como
los dos asaltos más maravillosos en toda la historia de América. La toma de
Quebec no puede compararse con ellos.
Estas costosas lecciones
tuvieron a los indios quietos hasta 1696, en que de nuevo se levantaron. Esta
rebelión no fue tan formidable como la primera; pero ocasionó otro
derramamiento de sangre en Nuevo Méjico, y sólo pudo sofocarse después de una
lucha de tres meses. Ya los españoles eran dueños de la situación; y la
dominación de esa revuelta puso fin a todos los disturbios de los indios Pueblo,
los cuales subsisten hasta hoy entre nosotros casi en el mismo número de
entonces, aun cuando con menos ciudades, como una raza quieta, pacífica,
cristianizada, de labradores industriosos, que son monumentos vivos
del humanitarismo y la enseñanza moral de sus conquistadores.
Luego vino el último siglo, una
lúgubre centuria de incesante hostilidad por parte de los apaches, navajos y
comanches, y alguna que otra vez por los utes; hostilidad que apenas había
cesado hace diez años. Las guerras con los indios eran tan constantes; tan
innumerables las exploraciones [como esa asombrosa tentativa para abrir un
camino desde San Antonio de Béjar (Tejas) a Monterrey de California] que el
heroísmo individual de aquellos hombres se pierde en su pasmosa multitud.
Hace más de dos siglos los
españoles exploraron Tejas, y no tardaron en establecerse allí. Hubo algunas
pequeñas expediciones; pero la primera de alguna magnitud fue la de Alonso de
León, gobernador del Estado mejicano de Coahuila, que hizo extensas
exploraciones en Tejas en 1689. Al principio del siglo pasado había varios
poblados y presidios españoles en lo que más de cien años después debía ser el
más vasto de los Estados Unidos.
La colonización española de
Colorado no fue muy extensa, y no tenían ciudades al norte del río Arkansas;
pero hasta en poblar dicho Estado nos precedieron en medio siglo, como se
adelantaron varios siglos en descubrirlo.
En California los españoles
fueron muy activos. Durante largo tiempo hicieron varias expediciones sin
resultado. Entonces fueron los franciscanos, en 1769, a la bahía de San Diego;
desembarcaron en la desierta playa, donde se yergue hoy un hotel americano que
ha costado un millón de dólares, y en el acto empezaron a educar a los indios,
a plantar olivares y viñedos y a construir las imponentes iglesias tan
admirablemente descritas por la autora de Ramona[48],
las cuales perdurarán sin duda como monumentos de una fe sublime hasta mucho
después que la raza que las alzó desaparezca de la haz de la tierra.
California tuvo una larga serie
de gobernadores españoles antes de adquirir nosotros aquel Estado-jardín
de los Estados, y el último de ellos fue el valiente, el cortés, el amable
anciano Pío Pico[49], que falleció hace poco.
Los españoles descubrieron allí oro hace siglos, y lo explotaron diez años
antes de que un «norteamericano» soñase en los preciosos depósitos que habían
de influir tanto en la civilización, y con otros diez años de antelación,
hallaron los ricos «placeres» de Nuevo Méjico.
En Arizona, el padre Francisco
Eusebio Kuehne (a quien otros llaman Quino), jesuita austriaco de nacimiento,
pero bajo auspicios españoles, fue el primero en establecer las misiones del
río Gila[50], desde 1689 hasta 1717,
año en que murió. Hizo lo menos cuatro terribles jornadas a pie desde el
desierto de Sonora al Gila, y bajó por este río hasta su afluencia con el
Colorado. Sería sumamente interesante, si lo permitiese el espacio, seguir paso
a paso las andanzas y proezas de los misioneros españoles, esos exploradores
pacíficos de América que han dejado tan profundas huellas en todo el sudoeste.
Su celo y su heroísmo eran infinitos. No había desierto bastante terrible para
ellos; no había peligro asaz espantoso. Solos, inermes, atravesaron las tierras
más inhospitalarias e hicieron frente a los salvajes más sanguinarios; dejando
en las vidas de los indios un monumento más soberbio que el que han dejado los
exploradores armados y los ejércitos conquistadores.
Lo que antecede es un sucinto
sumario de las primeras exploraciones de América, las únicas que se hicieron
durante más de un siglo, y las más asombrosas durante otra centuria. En cuanto
a la grande y maravillosa obra que al fin han realizado los de nuestra sangre,
no tan sólo en conquistar parte de un continente, sino en formar una poderosa
nación, no necesita el lector que yo le ayude a comprenderla, puesto que ya
está debidamente consignada en la historia. El transcribir todas las
heroicidades de los exploradores, llenaría no ya este libro, sino toda una
biblioteca. He creído más conveniente, en vista del extenso campo que ofrecen,
hacer un breve bosquejo como el que hecho queda, y luego ilustrarlo
agregando, con detalles, unos pocos ejemplos elegidos de entre un gran número
de hechos heroicos. He indicado ya cuantas conquistas y exploraciones y
peligros se llevaron a cabo, y ahora voy a exponer en breves páginas, una
muestra de lo que realmente eran las conquistas y exploraciones y la fortaleza
de los españoles.
II
Los primeros caminantes
en América
I
EL PRIMER CAMINANTE EN AMÉRICA
Las proezas de un explorador
son de las más importantes, como son también de las más fascinadoras que
presentan los heroísmos humanos. Las cualidades físicas y mentales necesarias
para su labor, son raras y admirables. Ha de reunir muchas condiciones y
sobresalir en cada una de ellas; ha de ser el hombre completo que se propuso
hacer la Naturaleza. No necesita su cuerpo ser tan fuerte como el de Sansón, ni
su mente como la de Napoleón, ni tener un corazón mayor que todos los hombres.
Pero necesita que su cuerpo, su mente y su corazón sean los de un hombre
fuerte. Apenas hay otra profesión en que cada músculo, por decirlo así, de su
triple naturaleza, se ponga más constantemente o más equilibradamente en juego.
Es un hecho curioso que algunos
de los más grandes descubrimientos son debidos al azar. Muchos de los más
importantes que registra la historia de la humanidad, se deben a hombres que no
buscaban la gran verdad que descubrieron. La ciencia es el resultado no tan
sólo del estudio, sino de inapreciables accidentes; y esto mismo puede decirse
de la historia. Ofrece un estudio interesante de por sí, la influencia que
felices equivocaciones y fortuitos sucesos tuvieran en la civilización.
En las exploraciones, como en
los inventos, algunos de los éxitos se deben a un mero accidente. Algunas de
las exploraciones más valiosas fueron realizadas por hombres que no tenían más
idea de ser exploradores que de inventar un ferrocarril hasta la luna, y
es un hecho curioso que la primera exploración del interior de América y las
dos jornadas más portentosas que en ella se hicieron, no sólo fueron
accidentes, sino desdichas y contrariedades que coronaron los esfuerzos de
hombres que esperaban hallar algo muy distinto.
Las exploraciones, ya sean
intencionadas o involuntarias, no sólo han producido grandes resultados para la
civilización, sino que, además, han sido causa de los hechos más heroicos de la
humanidad. Particularmente América ha sido quizá el campo donde se han llevado
a cabo las más grandes y asombrosas jornadas; pero los dos hombres que hicieron
las más pasmosas que se han realizado en toda la América, nos son casi
desconocidos. Son héroes cuyos nombres suenan como si fuesen griego para la
gran mayoría de los norteamericanos, no obstante ser hombres a los que
precisamente los norteamericanos debieran considerar con profundo interés y
admiración. Esos héroes fueron Álvaro Núñez Cabeza de Vaca, el primero que
viajó en América, y Andrés Docampo, el que recorrió en este Continente la mayor
distancia.
En un mundo tan grande, tan
viejo y tan lleno de hechos memorables como este en que vivimos, es sumamente
difícil poder decir de cualquier hombre que fue «el más grande de todos», en
tal o cual cosa, y aun tratándose de marchas a pie, ha habido tantas y tan
notables, que hasta desconocemos algunas de las más pasmosas. Como
exploradores, ni Vaca ni Docampo rayaron a gran altura, por más que las
exploraciones del último no son de despreciar y las de Vaca fueron muy
importantes. Pero, como proezas de resistencia física, las jornadas de estos
olvidados héroes puede afirmarse con toda seguridad que no tienen paralelo en
la historia. Fueron las marchas más estupendas que ha podido hacer hombre
alguno. Ambos las realizaron en América, y la mayor parte de sus caminatas las
hicieron en lo que es hoy los Estados Unidos.
Cabeza de Vaca fue realmente el
primer europeo que penetró en lo que era entonces el «obscuro
continente» de Norteamérica, como fue el primero que lo cruzó siglos
antes que otro cualquiera. Sus nueve años de marchas a pie, sin armas, desnudo,
hambriento, entre fieras y hombres más fieros todavía, sin otra escolta que
tres camaradas tan malhadados como él, ofrecieron al mundo la primera visión
del interior de los Estados Unidos y dieron pie a algunos de los hechos más
excitantes y trascendentales que se relacionan con su temprana historia. Casi
un siglo antes de que los Padres Peregrinos estableciesen su noble comunidad en
la costa de Massachusetts; setenta y cinco años antes de que se instalase el
primer poblado inglés en el Nuevo Mundo, y más de una generación antes de que
hubiese un solo colono de la raza caucásica de cualquier nación dentro del área
que hoy ocupan los Estados Unidos, Cabeza de Vaca y sus desharrapados
acompañantes atravesaron penosamente este país desconocido.
¡Mucho tiempo ha pasado desde
aquellos días! Enrique VIII era a la sazón rey de Inglaterra, y desde entonces
han ocupado aquel trono diez y seis monarcas[51].
Elizabeth, la reina virgen, no había nacido cuando Cabeza de Vaca emprendió su
tremenda jornada, y no empezó a reinar hasta veinte años después que él
terminara. Ocurrió el hecho cincuenta años antes de que naciese el capitán John
Smith (1580 – 1631), fundador de Virginia; una generación antes del nacimiento
de Shakespeare (en 1564), y dos y media generaciones antes de John Milton (1608
– 1674). Henry Hudson (ca. 1565 – 1611), el famoso explorador que ha dado
nombre a uno de nuestros principales ríos, no había nacido todavía. El mismo
Colón hacía menos de veinticinco años que había muerto, y al conquistador de
Méjico sólo le quedaban diez y siete años de vida. Hasta sesenta años después
no supo el mundo lo que era un periódico, y los mejores geógrafos todavía
creían posible el navegar a través de América para llegar al Asia. No había
entonces un hombre blanco en América más al norte de la mitad de Méjico, ni se
había internado ninguno doscientas millas en este desierto continental,
del cual se sabía casi menos de lo que hoy sabemos de la Luna.
El nombre de Cabeza de Vaca nos
parece a nosotros muy raro por lo que literalmente significa. Pero este curioso
apellido era muy honroso en España y representaba un noble timbre. Fue ganado
en la batalla de las Navas de Tolosa en el siglo XIII, uno de los combates
decisivos en todos aquellos siglos de guerra con los moros. El abuelo de Álvaro
fue también un hombre notable, puesto que conquistó las islas Canarias [Pedro
de Vera y Mendoza (ca. 1430 – 1505), conquistador de Gran Canaria entre 1480-81].
Nació Álvaro en Jerez de la
Frontera a fines del siglo XV. Muy poco sabemos de los primeros años de su vida,
excepto que había ganado ya algún renombre cuando en 1527, siendo ya un hombre
maduro, vino al Nuevo Mundo. En dicho año le hallamos embarcándose en España
como tesorero y alguacil mayor de la expedición de 600 hombres con que Pánfilo
de Narváez trató de conquistar y colonizar Florida, que descubriera Ponce de
León diez años antes.
Llegaron a Santo Domingo, y de
allí salieron para Cuba. El Viernes Santo de 1528, diez meses después de haber
salido de España, llegaron a la Florida, y desembarcaron en el punto que hoy se
llama bahía de Tampa. Tomando solemne posesión de aquel país en nombre de
España, salieron a explorar y conquistar aquel desierto. En Santo Domingo ya
los habían diezmado un naufragio y varias deserciones, de modo que, de los
primitivos 600 hombres, sólo quedaron trescientos cuarenta y cinco. Apenas
habían llegado a la Florida, empezaron a caer sobre ellos las más terribles
desgracias, y cada día empeoraba su situación. Estaban casi desprovistos de
subsistencias; los indios hostiles les rodeaban por todos lados, y los
innumerables ríos, lagos y pantanos hacían su marcha difícil y peligrosa. El
pequeño ejército iba disminuyendo rápidamente por la guerra y el hambre, y
entre los supervivientes producíanse motines con frecuencia. Tan debilitados se
hallaban, que no pudieron siquiera regresar a sus buques. Luchando por fin para
llegar al punto más cercano de la costa, muy al oeste de la bahía de
Tampa, decidieron que su única salvación estaba en construir barcos para ir
costeando hasta las colonias españolas de Méjico. Con mucho trabajo lograron construir
cinco toscos buques, y los infelices se lanzaron a navegar hacia poniente,
costeando el golfo. Fuertes tormentas separaron los barcos, que naufragaron uno
tras otro. Muchos de los infortunados aventureros perecieron ahogados—Narváez
entre ellos—y muchos que fueron arrojados sobre una costa inhospitalaria,
perecieron igualmente por los rigores de la intemperie y del hambre. Los
supervivientes se vieron obligados a alimentarse con los cadáveres de sus
compañeros. De los cinco barcos, tres se habían ido a pique con todos los
tripulantes; de los ochenta hombres que se salvaron del naufragio, sólo quince
sobrevivieron. Todas sus armas y sus ropas estaban en el fondo del golfo.
Los supervivientes arribaron a
la isla del Mal Hado. No sabemos de la situación de esa isla, sino que estaba
al oeste de la boca del Misisipí. Sus barcos habían cruzado la caudalosa
corriente donde desemboca en el golfo, y ellos fueron los primeros europeos que
vieron esa parte del Padre de las Aguas. Los indios de la isla, que no tenían otros
alimentos que raíces, bayas y pescado, trataron a sus infelices huéspedes tan
generosamente como pudieron, y Cabeza de Vaca habla de ellos con mucho
agradecimiento.
En la primavera, los trece
compañeros que le quedaron, determinaron escaparse. Cabeza de Vaca estaba
demasiado enfermo para andar, y lo abandonaron a su suerte. Otros dos enfermos,
Lope de Oviedo y Jerónimo de Alaniz, también se quedaron, y no tardó en perecer
el último de ellos. Se halló, pues, Cabeza de Vaca en una lamentable situación.
Hecho un verdadero esqueleto, casi imposibilitado de moverse, abandonado por
sus amigos y a la merced de los salvajes, no es extraño, como él nos dice, que
se le cayese el alma a los pies. Pero era uno de esos hombres que no cejan en
su empresa. Un espíritu fuerte sostenía aquel pobre cuerpo débil y demacrado; y
cuando el tiempo fue más favorable, Cabeza de Vaca recuperó lentamente la
salud.
Cerca de seis años estuvo
viviendo una vida enteramente solitaria, pasando de una tribu de indios a otra,
unas veces como esclavo y otras como un despreciable paria. Oviedo huyó a la
vista de algún peligro, y no volvió a saberse de él; Cabeza de Vaca lo afrontó
y salió con vida. No cabe la menor duda de que sus sufrimientos eran casi
insoportables. Hasta cuando no era víctima de algún trato brutal, se le miraba
como un estorbo, como un inútil intruso, entre pobres indígenas que vivían del
modo más miserable y precario. El hecho de no haberle quitado la vida, habla en
favor de los sentimientos humanitarios de éstos. [Todo lo que le sucedió
durante tan extraordinario periplo lo narra Cabeza de Vaca en su relato Naufragios, Madrid, Cátedra, 2018.
Edición crítica de Eloísa Gómez-Lucena y Rubén Caba. Asimismo, publicado en
cervantesvirtual.com]
Los trece que escaparon,
tuvieron peor suerte. Cayeron en manos de indios crueles, y todos fueron
muertos, excepto tres, a quienes se reservó el duro hado de la esclavitud.
Estos tres fueron Andrés Dorantes, natural de Béjar; Alonso del Castillo
Maldonado, natural de Salamanca, y el negro Estebanico, que nació en Azamor (África).
Estos tres y Cabeza de Vaca fueron todo el remanente de los valerosos
cuatrocientos cincuenta hombres (entre los que no se cuentan los que desertaron
en Santo Domingo) que salieron tan esperanzados de España en 1527, para
conquistar un rincón del Nuevo Mundo; cuatro sombras desnudas, atormentadas,
temblorosas; y aun éstos vivían separados, si bien de vez en cuando sabían el
uno del otro e hicieron varias tentativas para juntarse. Hasta septiembre de
1534 (cerca de siete años después), no lograron reunirse Dorantes, Castillo,
Estebanico y Cabeza de Vaca; y el sitio donde tuvieron esta dicha fue por la
parte oriental de Tejas, al oeste del río Sabina [o Sabine, que discurre por la
frontera entre Louisiana y Texas].
Pero los seis años de soledad y
de inefables sufrimientos de Cabeza de Vaca no fueron vanos; porque sin saberlo
halló la llave de la seguridad, y entre todos aquellos horrores, y sin soñar en
su significado, tropezó con la extraña e interesante clave que debía salvarles
a todos. Sin eso, los cuatro hubieran perecido en el desierto y nunca hubiera
tenido el mundo conocimiento de su fin.
Mientras se hallaban en la isla
del Mal Hado, se les hizo una proposición que parecía el colmo de la
ridiculez. «En aquella isla—dice Cabeza de Vaca—querían hacernos doctores,
sin examinarnos ni pedirnos nuestros diplomas, porque ellos mismos curan las
enfermedades soplando al enfermo. Con ese soplo y con sus manos le libran de la
enfermedad, y querían que nosotros hiciésemos lo mismo para que les fuésemos de
alguna utilidad. Al oír esto nos reímos, diciéndoles que se burlaban, y que
nosotros no sabíamos curar, por lo cual nos privaron de todo alimento hasta que
hiciésemos lo que querían. Y viendo nuestra terquedad, me dijo un indio que yo
no les comprendía; pues no era necesario que nadie supiese cómo se hace, porque
las mismas piedras y otras cosas de la Naturaleza tienen propiedad de curar, y
que nosotros, por ser hombres, debíamos ciertamente tener mayor poder».
Esto que dijo el indio viejo,
era muy característico y daba la clave de las notables supersticiones de la
raza. Pero, por supuesto, los españoles aún no lo entendían.
Luego, los indígenas se
trasladaron al Continente. Vivían siempre en la más abyecta pobreza, y muchos de
ellos murieron de hambre y por efecto de los rigores de su miserable
existencia. Durante tres meses del año «sólo tenían mariscos y agua muy mala»;
y en otras épocas únicamente bayas y otras plantas, y se pasaban el año yendo
de aquí para allá en busca de ese escaso y poco substancioso alimento.
Es de celebrar el que Cabeza
fuese completamente inútil a los indios. Como guerrero no les servía, porque en
su estado de debilitamiento no podía ni siquiera manejar el arco. Como cazador,
también era inservible, porque, como él mismo dice, «le era imposible seguir el
rastro de los animales». No podía ayudarles a llevar agua o leña ni en otras
faenas por el estilo, porque era hombre, y sus amos indios no podían consentir
que un hombre hiciese el trabajo de una mujer. Así es que, entre aquellos
hambrientos nómadas, un hombre que en nada podía ayudarles y a quien tenían que
alimentar, constituía una carga pesada, y fue milagro que no le quitasen la
vida. En estas circunstancias, Cabeza empezó a caminar de un sitio a otro.
Sus indiferentes amos no prestaban atención a sus movimientos, y gradualmente fue
haciendo más largos viajes hacia el norte y a lo largo de la costa. Con el
tiempo cogió una oportunidad de hacer tráfico, al cual le animaron los indios,
contentos al fin de que su «elefante blanco» fuese útil para algo. De las
tribus del norte les trajo pieles y almagre (tierra roja indispensable para
embadurnarse la cara los indígenas), hojuelas de pedernal para hacer cabezas de
flecha, juncos fuertes para astiles de las mismas y borlas de pelo de gamo
teñidas de rojo. Estos objetos los cambiaba fácilmente entre las tribus de la
costa por conchas y cuentas de madreperla y otros por el estilo, los cuales, a
su vez, tenían demanda entre sus parroquianos del norte.
Por causa de sus constantes
guerras, no podían los indios aventurarse a salir de sus propios terrenos; así
es que aquel negociante intermediario era para ellos una conveniencia, que
sostenían. Por lo que a él toca, aun cuando la vida que llevaba era de grandes
sufrimientos, iba constantemente adquiriendo conocimientos, que habían de serle
sumamente útiles para su acariciado plan de volver al mundo. En esas
expediciones solitarias de su comercio, recorrió a pie miles de millas por un
desierto sin caminos, de manera que la suma de sus viajes fue mucho mayor que
la de cualquiera de sus compañeros de fatigas.
En una de esas largas y
terribles marchas le ocurrió a Cabeza de Vaca un incidente sumamente
interesante. Fue el primer europeo que vio el gran bisonte norteamericano, el
búfalo, cuya raza casi se ha extinguido en los últimos diez años, pero que en otro
tiempo vagaba por las llanuras en grandes manadas. Los vio y comió su carne en
la región del río Colorado de Tejas, y nos ha dejado una descripción de esas
«vacas con joroba». Ninguno de sus compañeros llegó a ver una, porque cuando
los cuatro españoles viajaron después juntos, pasaron por el sur del país de
los búfalos.
Entre tanto, como he dicho ya,
el desventurado y casi desnudo traficante, se vio obligado a ejercer las
funciones de médico. Él no comprendía de cuánto podía servirle esta
involuntaria profesión; al principio se vio forzado a adoptarla, y después la
siguió no por gusto, sino para librarse de desazones. «No servía para otra cosa
más que para médico». Había aprendido el tratamiento peculiar de los magos
aborígenes; pero no sus ideas fundamentales. Los indios todavía consideran la
enfermedad como una «posesión del espíritu»; y la idea que tienen de la
medicina no es tanto el curar la enfermedad, como el exorcizar los malos
espíritus que la causan.
Esto se hace, aun hoy día, por
medio de la prestidigitación y de un galimatías. El médico indio chupaba la
parte enferma y pretendía extraer una piedra o una espina que se suponía era la
causa de la dolencia, y así el paciente quedaba «curado». Cabeza de Vaca empezó
a «practicar medicina» a la manera de los indios, y él mismo dice: «He probado
este sistema y daba buen resultado».
Cuando los cuatro errabundos se
juntaron por fin, después de su larga separación —durante la cual habían sufrido
indecibles horrores—, Cabeza tenía, aunque de un modo muy vago, un rayo de
esperanza. Su primer proyecto fue escaparse de sus amos. Diez meses tardaron en
llevarlo a cabo, y entre tanto grandes fueron sus apuros, como lo habían sido
constantemente por muchos años. A veces se alimentaban con una ración diaria de
dos puñados de guisantes silvestres y un poco de agua. Cabeza refiere que
consideró como una merced de la providencia que le permitiesen raspar pieles
para los indios, pues guardaba cuidadosamente las raspaduras, que le servían de
alimento muchos días. No tenían ni ropa ni lugar donde guarecerse, y la
constante exposición al calor y al frío y los millares de espinas que tenía la
vegetación de aquel país, les hacían «soltar la piel como si fuesen culebras».
Por fin, en el mes de agosto de
1535, los cuatro compañeros de sufrimiento se escaparon a una tribu llamada de
los avavares. Entonces empezó para ellos una nueva carrera. A fin de que sus
camaradas no fuesen tan inútiles como él había sido, Cabeza de Vaca les
instruyó en las «artes» de los médicos indios, y los cuatro empezaron a
poner en práctica su nueva profesión. A los ensalmos y encantamientos que de
ordinario empleaban los indios, aquellos humildes cristianos añadían fervientes
oraciones al verdadero Dios. Era una especie de «curación por medio de la fe»
del siglo XVI;
y naturalmente entre aquellos enfermos supersticiosos era muy eficaz. Aquellos
aficionados pero sinceros doctores, con una humildad edificante, atribuían sus
numerosas curas enteramente a la intervención divina; pero empezaron a darse
cuenta de que esto podía influir grandemente en hacer cambiar su suerte. De
errabundos, desnudos, hambrientos, despreciables mendigos y esclavos de
salvajes brutales que eran, se convirtieron de repente en personajes notables,
pobres y dolientes todavía como eran todos sus enfermos; pero pobres de gran
poder. No hay cuento de hadas tan novelesco como la carrera que de allí en
adelante realizaron aquellos hombres pobres y valerosos, caminando
dolorosamente a través de un continente, como amos y bienhechores de aquella
hueste de salvajes.
Yendo con toda suerte de
penalidades de tribu en tribu, lenta y sufridamente cruzaron los exorcistas
blancos el territorio de Tejas, hasta llegar cerca del actual Nuevo Méjico. Los
historiadores de gabinete vienen repitiendo que entraron en Nuevo Méjico y
llegaron hacia el norte, hasta donde hoy se asienta Santa Fe. Pero la moderna
investigación científica ha comprobado de un modo absoluto que, saliendo de
Tejas, pasaron por Chihuahua y Sonora y jamás vieron ni una pulgada de Nuevo
Méjico.
En cada nueva tribu los
españoles se detenían algún tiempo para curar a los enfermos. En todas partes
eran tratados con la mayor consideración que podían demostrarles sus míseros
huéspedes y hasta con religiosa reverencia. Su progreso es una lección objetiva
muy valiosa, pues demuestra cómo se forman algunos mitos indios: primero es el
afortunado exorcista que, a su muerte o al marcharse, se recuerda como un
héroe; después se le venera como un semidiós y, por último, como una divinidad.
En los Estados mejicanos
hallaron primero agricultores indios que vivían en chozas de césped y ramas y
cultivaban judías y calabazas. Estos eran los jovas, que constituían una rama
de los pimas. De las decenas de tribus que visitaron en nuestros actuales Estados
del Sur, ni una sola ha sido identificada. Eran miserables criaturas errantes
que hace mucho tiempo desaparecieron de la tierra. Pero en la Sierra Madre de
Méjico encontraron indios más inteligentes, cuya raza subsiste todavía. Allí
vieron que los hombres iban desnudos, mientras que las mujeres mostrábanse «muy
honestas en el vestir», usando túnicas de algodón que ellas mismas tejían, con
medias mangas y una falda hasta la rodilla, y por encima otra falda de gamuza
curtida que llegaba hasta el suelo y se amarraba por delante con unas correas.
Lavaban su ropa con una raíz saponífera llamada amole, que usan
igualmente los indios y los mejicanos en toda la región del sudoeste. Aquellas
gentes dieron a Cabeza de Vaca algunas turquesas y cinco cabezas de flecha
labrada, cada una de una sola esmeralda.
En esta aldea del sudoeste de
Sonora permanecieron los españoles tres días, alimentándose de corazones de
gamo, por lo cual la llamaron «Pueblo de los corazones».
A una jornada de allí
tropezaron con un indio que llevaba en su collar la hebilla de un tahalí [tira
de cuero] y un clavo de herradura; y sintieron palpitar su corazón al ver,
después de ocho años de andar errantes, estas señales de la proximidad de los
europeos. El indio les dijo que unos hombres de barbas largas como ellos habían
venido del cielo y hecho la guerra a su gente.
Los españoles entraban entonces
en Sinaloa y se hallaron en una tierra fértil regada por varios ríos. Los
indios tenían un miedo cerval porque dos bárbaros de una clase que era muy rara
entre los conquistadores españoles (y que me complazco en decir que fueron
castigados por quebrantar las estrictas leyes de España), estaban tratando de
coger esclavos. Los soldados se habían marchado; pero Cabeza de Vaca y
Estebanico, con once indios, les siguieron rápidamente la pista y al día
siguiente alcanzaron a cuatro españoles, quienes les condujeron a su pillastre
capitán, Diego de Alcaraz. Mucho le costó a este oficial dar crédito al
asombroso relato que le hizo aquel hombre desharrapado, roto, hirsuto y
estrafalario; pero después templóse su frialdad y extendió un certificado de la
fecha y condición en que se le había presentado Cabeza de Vaca y entonces envió
a buscar a Andrés Dorantes y Alonso del Castillo Maldonado. Cinco días después
llegaron éstos, acompañados de varios centenares de indios.
Diego de Alcaraz y su socio en
crímenes, Lázaro de Cebreros, querían esclavizar a aquellos aborígenes; pero
Cabeza de Vaca, sin parar mientes en el peligro que corría, se opuso,
indignado, a este infame proyecto, y al fin obligó a aquellos villanos a que lo
abandonasen. Los indios se salvaron; pero, en medio de la alegría que les
produjo el volver al mundo, los caminantes españoles se separaron con verdadera
pena de aquellos buenos y sencillos amigos. Después de unos cuantos días de
pesado viaje, llegaron a Culiacán, sobre el primero de mayo de 1536, y allí
fueron calurosamente recibidos por el malogrado héroe Melchor Díaz. Este
condujo al ignoto norte una de las primeras expediciones (1539), y en 1540,
durante una segunda expedición a California, a través de una parte de Arizona, fue
muerto accidentalmente.
Después de un corto descanso
los viandantes salieron para Compostela [hoy
en el Estado de Nayarit, en la región centro-oeste de Méjico, muy cerca del
Pacífico], que era entonces la población principal de
la provincia de Nueva Galicia, pequeña jornada de trescientas millas a través
de una tierra en que pululaban indios hostiles. Por fin llegaron, el 24 de
julio de 1536, a la ciudad de Méjico sanos y salvos, y fueron allí recibidos
con grandes honores. Pero tardaron mucho tiempo en acostumbrarse a los alimentos
y a la ropa de la gente civilizada.
El negro Estebanico se quedó en
Méjico. Cabeza de Vaca, Alonso del Castillo y Andrés Dorantes se embarcaron
para España el 10 de abril de 1537 y llegaron en agosto. El héroe principal
nunca volvió a la América del Norte; pero se dice que Dorantes estuvo allí al
siguiente año. Las noticias que dieron de lo que habían visto y de los extraños
países situados más al norte, de que habían oído hablar, hicieron que se
enviasen las notables expediciones que condujeron al descubrimiento de Arizona,
Nuevo Méjico, el Territorio Indio, Kansas y Colorado, y la construcción de las
primeras ciudades europeas dentro de los Estados Unidos. Estebanico tomó parte,
con Fray Marcos, en el descubrimiento de Nuevo Méjico, y fue asesinado por los
indios.
Cabeza de Vaca, como premio por
su incomparable marcha de mucho más de diez mil millas en una tierra
desconocida, fue nombrado gobernador de Paraguay en 1540. No tenía condiciones
para ese cargo, y regresó a España, bajo una acusación ignominiosa. Que no fue
culpable, sin embargo, sino más bien la víctima de las circunstancias, lo
indica el hecho de que fue rehabilitado y se le asignó una pensión de dos mil
ducados. Murió en Sevilla a una edad avanzada.
II
EL MÁS INTRÉPIDO CAMINANTE
El estudiante más familiarizado
con la historia, se queda atónito a cada paso ante el relato de las jornadas de
los exploradores españoles. Aun cuando no hubiesen hecho otra cosa en el Nuevo
Mundo, sus largas marchas por sí solas serían suficientes para darles fama. En
ninguna otra parte se ha sabido jamás de tantos y tan largos viajes por
semejantes desiertos. Para comprender esas jornadas de millares de millas, que
hacían aquellos héroes, ya solos o en pequeñas partidas, tiene uno que conocer
el país que atravesaron y saber algo de los tiempos en que esos hechos se
llevaron a cabo. Los cronistas españoles de aquel tiempo no insisten al hablar
de las dificultades y peligros que encontraban: es lástima que, siquiera por
vanagloria, no se extendieran en el relato de aquellos obstáculos. Pero, por
lacónicas que sean las narraciones sobre tales puntos, despréndese de ellas que
encontraron grandes obstáculos y tuvieron que vencerlos; y aun hoy día, después
que tres centurias y media han hecho más habitable aquel desierto que cubría
medio mundo; que han domeñado a sus naturales; que lo han llenado de cómodas
estaciones; que lo han cruzado con fáciles caminos y le han quitado el noventa
por ciento de sus terrores, encontraríanse pocos hombres lo bastante atrevidos
para emprender las tremendas jornadas que aquellos bravos héroes consideraban
como tareas diarias. El único hecho casi comparable con las caminatas de los
españoles por el Nuevo Mundo, es la historia de los argonautas de
California, en 1849, los cuales atravesaron las extensas llanuras con el
más notable movimiento de población que refiere la historia; pero aun ese
incidente fue mezquino en cuanto a superficie, penalidades, peligros y
fortaleza, comparado con los viajes de los exploradores españoles. Las jornadas
de mil millas a través de los desiertos o de las más fatales todavía selvas
tropicales, fueron demasiado numerosas para ni siquiera catalogarlas. Una cosa
es seguir una senda, y otra penetrar en un páramo sin senda alguna. Una cosa es
ir en larga caravana de carromatos bien armados, y otra muy distinta marchar en
pequeñas partidas, a pie o en pencos cansados. Una jornada desde un punto
conocido a otro punto conocido también—ambos dentro del mundo civilizado, aun
cuando entre los dos se extiendan tierras desiertas—es muy distinta de una
jornada que se emprende desde un punto, a través de tierras ignotas, a otro
punto ignorado, siendo la salida, el trayecto y el término cosas del azar y la
ventura, sin guías ni jalones que marquen el camino. Lejos de mí la idea de
rebajar el heroísmo de nuestros argonautas. Dejaron en la historia una página
de la que puede estar orgulloso cualquier pueblo; pero no llegaron nunca a
igualar las proezas de similares héroes de otra nacionalidad y de otra época.
El recorrido de Álvaro Núñez
Cabeza de Vaca, el primer caminante de Norteamérica, quedó eclipsado por la
proeza del infeliz y olvidado soldado portugués Andrés Docampo. Cabeza de Vaca
anduvo mucho más de diez mil millas; pero Docampo pasó de veinte mil, y
sufriendo igualmente terribles penalidades. Las exploraciones de Cabeza de Vaca
fueron mucho más valiosas para el mundo; no obstante, ninguno de los dos salió
con intenciones de explorar. Pero Andrés Docampo hizo su terrible marcha a pie,
voluntariamente y con un fin heroico, que tuvo a la postre un enorme resultado;
mientras que la empresa de Cabeza de Vaca fue simplemente el heroísmo de un
hombre muy singular para librarse de la desgracia. Las andanzas de Docampo
duraron nueve años; y aun cuando no dejó libro alguno relatando sus
observaciones, como lo hizo Cabeza de Vaca, el esqueleto de su historia
que nos ha quedado es sumamente sugestivo y característico de aquella época, y
refiere otros heroísmos, además del de aquel bravo soldado.
Cuando Francisco Vázquez de Coronado
fue por primera vez a Nuevo Méjico, en 1540, llevó cuatro misioneros con su
pequeño ejército. Fray Marcos de Nizza pronto volvió a Méjico desde Zuñi por
causa de sus dolencias. Fray Juan de la Cruz emprendió con empeño su obra de misionero
entre los indios Pueblo; y cuando Coronado y su partida abandonaron el
territorio, insistió en quedarse con sus atezados catecúmenos de Tiguex
(Bernalillo). Era ya muy viejo y estaba seguro de que su vida acabaría en
cuanto se fuesen sus paisanos, y, en efecto, así aconteció. Fue asesinado por
los indios sobre el 25 de noviembre de 1542.
El hermano lego Fray Luis
Descalona, también muy anciano, escogió como parroquia el pueblo de Tshiquite
(Pecos[52])
y se quedó allí después que se fueron los españoles. Construyóse una pequeña
choza fuera de la gran ciudad fortificada de los indios, y allí enseñaba a los
que querían oírle, y cuidaba un pequeño rebaño de carneros, resto de los que
llevara Coronado y que fueron los primeros que entraron en los actuales Estados
Unidos. Los indios llegaron a quererle sinceramente, excepto los exorcistas,
que le odiaban por su influencia; por fin éstos lo asesinaron y se comieron los
carneros.
Fray Juan de Padilla, el más
joven de los cuatro misioneros y el primero que sufrió el martirio en tierra de
Kansas, era natural de Andalucía y hombre de gran energía, tanto física como
mental. Tampoco hizo mal papel como andariego, y nuestros andarines
profesionales quedarían estupefactos si tuviesen que recorrer por el desierto
los millares de millas que recorrió aquel incansable apóstol de los indios en
el desierto sudoeste. Había desempeñado muy importantes cargos en Méjico, pero
abandonó gustoso sus honores para convertirse en un pobre misionero entre los
salvajes del ignoto norte. Habiendo acompañado la partida de Vázquez de Coronado
desde Méjico a las Siete Ciudades de Cibola, a través de los desiertos,
Fray Juan de Padilla se trasladó a Moqui con Pedro de Tovar [nacido ca. 1501] y
su partida de veinte hombres [marzo de 1541]. Después, retrocediendo a Zuñi, no
tardó en salir de nuevo con Hernando de Alvarado y veinte hombres, para
recorrer otras mil millas. Fue en esta expedición, uno de los primeros europeos
que pudieron contemplar la elevada ciudad de Acoma[53],
el Río Grande dentro de lo que es hoy Nuevo Méjico y el gran pueblo de Pecos.
En la primavera de 1541, cuando
un puñado de hombres se había reunido en Bernalillo, y Vázquez de Coronado
salió en busca del fatal mito áureo de Quivira, Fray Juan de Padilla le
acompañó. En esa marcha de ciento cuatro días por las áridas llanuras, antes de
llegar a las Quiviras, al nordeste de Kansas, sufrieron los exploradores muchas
torturas por falta de agua y a veces de alimento. El traicionero guía que
llevaban les engañó, y anduvieron errabundos mucho tiempo en un círculo,
cubriendo una larga distancia, probablemente de más de mil quinientas millas.
Los expedicionarios iban a caballo, pero en aquellos días los humildes padres iban
a pie. No hallando más que contrariedades, los exploradores retrocedieron hacia
Bernalillo, aunque por un camino más corto, y Fray Juan de Padilla fue con
ellos.
Pero ya el héroe había
determinado que su campo de acción debía estar entre aquellos indios, sioux y
otros hostiles, errantes y que convivían con los búfalos en las llanuras; así
es que cuando los españoles evacuaron Nuevo Méjico, él se quedó. Con él estaban
el soldado Andrés Docampo, dos jóvenes mejicanos de Michoacán, Lucas y
Sebastián, llamados los Donados, y unos cuantos jóvenes indios mejicanos. En el
otoño de 1542, esa pequeña partida salió de Bernalillo para emprender una
marcha de mil millas. Andrés Docampo era el único que iba montado; el misionero
y los jóvenes indios marchaban penosamente a pie por aquel desierto arenoso.
Pasaron por la población de Pecos; de allí atravesaron un rincón de lo que es
hoy Colorado y el gran Estado de Kansas en casi toda su longitud. Por fin,
después de una larga y fatigosa marcha, llegaron a las aldeas de los indios
quiviras, donde hallaron albergue provisional. Vázquez de Coronado había
plantado una cruz de gran tamaño en una de esas aldeas, y allí estableció su
misión Fray Juan de Padilla. Con el tiempo los indios hostiles fueron
deponiendo su recelo y «le amaron como a un padre». Por último, decidió
trasladarse a otra tribu nómada, donde parecía que era más necesaria su
presencia. Fue un paso muy peligroso; porque no tan sólo podían aquellos
desconocidos recibirle con intención homicida, sino que corría igual riesgo al
abandonar su presente rebaño. Los indios, supersticiosos, no se avenían a
perder a tan gran exorcista como creían que era Fray Juan, y menos a que sus
enemigos se aprovechasen de sus servicios, pues todas aquellas tribus errantes
se hacían la guerra unas a otras. No obstante, Fray Juan de Padilla resolvió
irse, y se fue con su pequeño cortejo. A un día de jornada de las aldeas de los
quiviras, tropezaron con una partida de indios en son de guerra. Al verles
acercarse, el buen padre pensó, ante todo, en salvar a sus compañeros. Andrés
Docampo tenía aún su caballo, y los muchachos eran veloces corredores.
«—¡Huid, hijos míos!—gritó Fray
Juan.—Salvaos, porque no podéis ayudarme y nada ganaríamos con morir todos
juntos. ¡Corred!»
Al principio rehusaron; pero el
misionero insistió, y como nada podían contra los indígenas, por fin
obedecieron y apelaron a la fuga. Esto, a primera vista, no parece muy heroico;
pero les disculpa la consideración de lo que eran aquellos tiempos. No tan sólo
era gente humilde, acostumbrada a obedecer a los buenos padres, sino que había
otro y más poderoso motivo para que procediesen como lo hicieron. En aquellos
días de fervorosa fe, se consideraba el martirio no solamente como un heroísmo,
sino como una profecía: creíase que indicaba nuevos triunfos para el
cristianismo, y era un deber llevar la noticia y propagarla por el mundo. Si
ellos se hubiesen quedado y hubiesen perecido con el padre—y a buen seguro que
sus fieles secuaces no lo temían físicamente—, la lección y la gloria de su
martirio se hubiesen perdido para la humanidad.
Fray Juan de Padilla se
arrodilló en la vasta llanura y encomendó su alma a Dios; y mientras oraba, los
indios le atravesaron con sus flechas. Cavaron luego una fosa y echaron el
cadáver del primer mártir de Kansas, colocando en aquel sitio un gran montón de
tierra. Esto ocurrió en el año 1542.
Andrés Docampo y los muchachos
pudieron escapar entonces; pero no tardaron en caer prisioneros de otros indios,
que los tuvieron diez meses como esclavos. Les pegaban y mataban de hambre,
obligándoles a hacer las labores más pesadas y más viles. Por fin, después de
trazar muchos planes y de varias tentativas infructuosas, lograron escapar de
sus bárbaros amos. Luego anduvieron a pie y errantes durante ocho años, solos y
sin armas, de un lado para otro, en aquellas llanuras secas e inhospitalarias,
sufriendo increíbles privaciones y peligros. Por último, después de aquellos
millares de millas que lastimaron sus pies, todavía anduvieron hasta la ciudad
mejicana de Tampico, situada en el gran golfo. Fueron allí recibidos como
muertos resucitados. No conocemos los detalles de tan horrenda e incomparable
jornada; pero está comprobada en la historia. Durante nueve años aquellos
infelices fueron recorriendo los desiertos a pie y dando mil vueltas, empezando
al nordeste de Kansas, para ir a terminar en la Nueva España.
Sebastián murió poco después de
su llegada al Estado mejicano de Culiacán; las penalidades del viaje habían
sido demasiado excesivas aun para un cuerpo tan joven y fuerte como el suyo. Su
hermano Lucas se hizo misionero entre los indios de Zacatecas y continuó su
trabajo entre ellos durante muchos años, muriendo al fin a una edad muy
avanzada. En cuanto al valiente soldado Docampo, poco después de haber vuelto
al mundo civilizado, desapareció, sin que se supiese más de él. Tal vez se
llegue a descubrir algunos antiguos documentos españoles que arrojen alguna luz
sobre el resto de su vida y la suerte que le cupo.
III
LA GUERRA DE LA ROCA
Algunos de los heroísmos y
penalidades más característicos de los exploradores en nuestro dominio,
ocurrieron alrededor de la asombrosa roca Acoma, la extraña ciudad empinada de
los Queres, una tribu de los Pueblo. Todas las ciudades de los indios Pueblo
estaban construidas en sitios fortificados por la Naturaleza, lo cual era
necesario en aquellos tiempos, puesto que estaban rodeadas por hordas, muy
superiores en número, de los guerreros más terribles de que nos habla la historia;
pero Acoma era la más segura de todas. En medio de un largo valle de cuatro
millas de ancho, bordeado por precipicios casi inaccesibles, se levanta una
elevada roca que remata en una meseta de setenta acres de superficie[54],
y cuyos lados, que tienen trescientos cincuenta y siete pies ingleses de altura[55],
no sólo son perpendiculares, sino que en algunos puntos se inclinan hacia
delante. En su cumbre se alzaba—y se alza todavía—la vertiginosa ciudad de
Queres. Las pocas sendas que conducen a la cima, y en las que un paso en falso
puede precipitar a la víctima a una muerte horrible, despeñándola desde una
altura de centenares de metros, bordean abruptas y peligrosas hendeduras, desde
cuya parte superior un hombre resuelto, sin otras armas que piedras, podría
casi tener a raya a todo un ejército.
La primera vez que los europeos
supieron de esa curiosa ciudad aérea fue en 1539, cuando a Fray Marcos de
Nizza, descubridor de Nuevo Méjico, la gente de Cibola le habló de la gran
fortaleza roqueña de Hákuque, nombre que ellos daban a Acoma, y que sus
habitantes llamaban Ahko. Al año siguiente, Francisco Vázquez de Coronado la
visitó con su pequeño ejército y nos ha dejado un exacto relato de sus
maravillas. Esos primeros europeos fueron allí bien recibidos, y los supersticiosos
habitantes, que nunca habían visto una barba, ni la cara de un hombre blanco,
tomaron a los extranjeros por dioses. Pero hasta medio siglo después, no
trataron los españoles de establecerse allí.
Cuando Juan de Oñate entró en
Nuevo Méjico en 1598, no encontró de momento oposición alguna, porque su fuerza
de cuatrocientos hombres, incluso doscientos armados, era bastante para
atemorizar a los indios. Estos eran, naturalmente, hostiles a los invasores de
su dominio; pero, viendo que los extranjeros les trataban bien, y temerosos de
hacer guerra abierta a aquellos hombres que llevaban trajes duros y mataban de
lejos con sus bastones de trueno, los indios Pueblo esperaron ver el resultado
de la invasión. Las tribus de los Queres, Tigua y Jemez se sometieron
formalmente al régimen español e hicieron juramento de alianza a la Corona por
medio de sus representantes reunidos en la población de Guipuy (que ahora se
llama Santo Domingo, en el condado de Sandoval); lo mismo hicieron los Tanos,
Picuries (Picuris), Tehuas y Taos, en una conferencia parecida, que celebraron
en la población de San Juan [en el condado de San Juan, en el extremo NO de
Nuevo México, a orillas del río San Juan], en septiembre de 1598. Al ver su
fácil sumisión, Oñate sintió grandes alientos, y decidió visitar personalmente
todos los pueblos principales, para hacerlos más seguros súbditos de su
soberano. Había ya fundado la primera ciudad de Nuevo Méjico y la segunda en
los Estados Unidos, San Gabriel de los Españoles, donde hoy está Chamita (en el
condado de Río Arriba). Antes de salir a esa peligrosa jornada, despachó a Juan
de Zaldívar, su edecán, con cincuenta hombres, a explorar las vastas y
desconocidas llanuras que quedaban hacia oriente, para después seguir él por el
mismo camino.
Juan de Oñate, con una reducida
fuerza, salió de la pequeña y solitaria colonia española, que estaba a más
de mil millas de distancia de toda ciudad de hombres civilizados, el 6 de
octubre de 1598. Primero se dirigió a los pueblos de las grandes llanuras de
los lagos salados, al este de las montañas Manzano [pequeña cadena montañosa en
la zona central de Nuevo México], sedienta jornada de más de doscientas millas.
Volviendo después al pueblo de Puaray (opuesto al que hoy se llama Bernalillo)
se desvió hacia el oeste. El 27 del mismo mes acampó al pie de los altos
acantilados de Acoma. Los principales de la ciudad bajaron desde lo alto de la
roca, y solemnemente juraron alianza a la Corona de España. Se les advirtió la
gran importancia y significación del paso que acababan de dar, y que si
violaban su juramento serían considerados y tratados como rebeldes a Su
Majestad; pero ellos se comprometieron a ser fieles vasallos. Trataron a los
españoles muy amistosamente, y varias veces invitaron al jefe y a sus hombres a
visitar la empinada ciudad. En realidad, habían tenido espías en las
conferencias celebradas en Santo Domingo y San Juan, y decidieron que el hombre
más peligroso entre los invasores era el mismo Oñate. Si podían matarle a él,
creían que los demás extranjeros blancos serían fácilmente derrotados.
Pero Oñate nada sabía de su
proyectada traición, y al día siguiente él y su puñado de hombres, dejando sólo
una guardia con los caballos, treparon por una de las peligrosas «escaleras» de
piedra, y se hallaron en Acoma. Los oficiosos indios los condujeron acá y
acullá, mostrándoles las extrañas casas de varios pisos de altura y con varias
terrazas, los grandes estanques labrados en la roca y el vertiginoso borde del
precipicio que por todas partes rodeaba aquella ciudad, semejante a un nido de
águila. Finalmente, condujeron a los españoles a un sitio en que había una
larga escalera de mano, cuyo extremo superior pasaba por una trampa situada en
el techo de una gran casa, que era la estufa o sea la sagrada
cámara del concejo. Los visitantes subieron al techo por una escalera más
pequeña, y los indios trataron de que Oñate bajase por la trampa. Pero el
gobernador español, observando que en el aposento de abajo reinaba la
obscuridad y sintiéndose de momento receloso, rehusó bajar; y como estaba
rodeado de soldados, los indios no insistieron. Después de una corta visita a
la población, los españoles bajaron de la roca a su campamento, y desde allí
prosiguieron su larga y peligrosa jornada a Moqui y Zuñi. Aquel repentino rasgo
de prudencia en la mente de Oñate salvó la historia de Nuevo Méjico, porque en
aquella estufa se hallaban apostados algunos guerreros armados. Si hubiese
entrado en la cámara, lo hubieran asesinado en el acto; y su muerte hubiera
sido la señal para un ataque a los españoles, los que hubieran perecido en
aquella lucha desigual.
Volviendo de su viaje de
exploración por aquellas desiertas y mortíferas llanuras, Juan de Zaldívar
salió de San Gabriel el 18 de noviembre, para seguir a su jefe. Sólo tenía
treinta hombres. Llegando al pie de la ciudad empinada el día 4 de diciembre, fue
muy bien acogido por los acomas, quienes le invitaron a subir y visitar la
ciudad. Era Juan tan bueno como valiente soldado, y conocía las estratagemas de
guerra de los indios; pero por la primera vez en su vida, y fue la última, se
dejó engañar. Dejando la mitad de su fuerza al pie del risco para guardar el
campamento y los caballos, subió con diez y seis hombres. Había en la ciudad
tantas maravillas; era la gente tan cordial, que los visitantes pronto
olvidaron toda sospecha que pudieran abrigar, y gradualmente fueron
dispersándose aquí y allá para ver las cosas más notables. No esperaban sino
esto los habitantes, y cuando el jefe de los guerreros lanzó su grito de
guerra, hombres, mujeres y niños cogieron piedras y mazas, arcos y cuchillos de
pedernal, y cayeron con furia sobre los dispersos españoles. Fue una horrenda y
desigual lucha la que contempló el sol de invierno aquella triste tarde en la
ciudad empinada. Aquí y allá, de espalda a la pared de una de aquellas extrañas
casas, veíase un soldado de faz lívida, desharrapado, cubierto de sangre,
blandiendo su pesado mosquete como si fuese una maza, o dando tajos
desesperados con una espada ineficaz contra la tostada y famélica canalla que
le rodeaba, mientras llovían piedras sobre su calada visera y por todas
partes recibían golpes de clavas y pedernales. No había ningún cobarde en
aquella malhadada cuadrilla: vendieron caras sus vidas; delante de cada cual
había tendido un montón de cadáveres. Pero uno a uno, aquella ola de rugientes
bárbaros ahogaba a cada tremendo y silencioso luchador, y se desviaba para ir a
henchir el mortífero aluvión que envolvía a otro. El mismo Zaldívar fue una de
las primeras víctimas, y en aquel desigual combate murieron otros dos
oficiales, seis soldados y dos sirvientes. Los cinco que sobrevivieron—Juan
Tabaro, que era alguacil mayor y cuatro soldados—pudieron por fin juntarse, y
con sobrehumano esfuerzo, luchando y sangrando por varias heridas, se abrieron
paso hasta el borde del precipicio. Pero sus salvajes enemigos los perseguían,
y sintiéndose demasiado débiles para seguir matando hasta llegar a una de las
escaleras del risco, en el paroxismo de su desesperación, los cinco se
arrojaron desde aquella tremenda altura.
No hay memoria de otro salto
tan terrible como el que dieron Juan Tabaro y sus cuatro compañeros. Aun
suponiendo que hubiesen tenido la suerte de llegar hasta el borde más bajo de
aquel risco, la altura no pudo ser de menos de ¡ciento cincuenta pies
ingleses! y, sin embargo, sólo uno de los cinco se mató en tan
inconcebible caída: los cuatro restantes, atendidos por sus aterrorizados
compañeros del campamento, finalmente se repusieron. Esto parecería increíble
si no estuviese completamente comprobado por pruebas históricas. Es probable
que cayesen sobre uno de los montones de blanca arena que el viento había
arremolinado en algunos sitios al pie del risco.
Afortunadamente los indios
victoriosos no atacaron el pequeño campamento. Los supervivientes tenían aún
sus caballos, animales desconocidos de los indígenas, a quien infundían pavor.
Durante algunos días los catorce soldados y sus cuatro semimuertos compañeros,
acamparon bajo el saliente costado del risco, donde estaban a salvo de toda
clase de proyectiles que pudiesen arrojarles desde arriba, pero esperando a
cada momento ser atacados por los naturales. Tenían la seguridad de que la
matanza de sus camaradas no era más que el preludio de un levantamiento general
de los veinticinco o treinta mil indios Pueblo, y sin reparar en el peligro que
corrían, decidieron por fin dividirse en pequeños grupos y separarse; unos para
seguir a su jefe en su jornada hasta Moqui y avisarle del peligro que le
amenazaba; y otros para cruzar a toda prisa centenares de áridas millas hasta
llegar a San Gabriel y defender a las mujeres y los niños que allí había y a
los misioneros que se habían esparcido entre los indios. Este plan de
abnegación se realizó felizmente. Los pequeños grupos de tres y de cuatro
llevaron la noticia a sus compatriotas, y a fines del año 1598 todos los
españoles supervivientes en Nuevo Méjico se pusieron a salvo en la aldea de San
Gabriel. Estaba la población construida al modo indio, esto es, en forma
cuadrada, y en la plaza central se habían colocado los rudos pedreros—especie
de obuses que lanzaban balas de piedra—, los cuales defendían las puertas.
Sobre las azoteas de las casas de adobe, de tres pisos, las valerosas mujeres
vigilaban de día, y los hombres, con sus pesados mosquetes, montaban la guardia
en las noches de invierno, para prevenirse contra el esperado ataque. Pero los
Pueblo quedaron sobre las armas. Esperaban ver lo que Juan de Oñate haría con
Acoma, antes de tomar medida alguna contra los extranjeros.
Oñate se encontró en un difícil
dilema. No se necesita saber ni la mitad de lo que sabía aquel español, ya
encanecido y sosegado, acerca del carácter de los indios, para comprender que
debía castigar sumariamente a los rebeldes por la matanza de sus hombres, o
abandonar para siempre su colonia y Nuevo Méjico. Si semejante atropello
quedase sin castigo, los osados indios Pueblo no dejarían con vida a ningún
español. Por otra parte, ¿cómo podía él llegar a conquistar aquella
inexpugnable fortaleza de roca? Tenía menos de doscientos hombres, y sólo podía
destinar parte de éstos para la campaña, pues de lo contrario, los otros Pueblo,
en su ausencia, se levantarían y aniquilarían a San Gabriel y sus habitantes.
En Acoma había trescientos guerreros bien contados, secundados, además,
por no menos de cien navajos.
Pero no existía otra
alternativa. Cuanto más lo pensaba y consultaba con sus oficiales, más claro
veía que la única salvación estaba en tomar aquel Gibraltar de Queres, y
resolvió llevar a cabo el proyecto. Oñate deseaba dirigir en persona tan
atrevida empresa; pero había uno que tenía más derecho al desesperado honor que
el capitán general, y ese era el olvidado héroe Vicente de Zaldívar, hermano
del asesinado Juan. Era sargento mayor de aquel pequeño ejército, y cuando se
presentó a Oñate y pidió que se le diese el mando de la expedición contra
Acoma, no hubo medio de rehusarle.
El 12 de enero de 1599, Vicente
de Zaldívar salió de San Gabriel a la cabeza de setenta hombres. Sólo unos
cuantos de ellos iban armados con los toscos mosquetes de la época; la mayoría
no eran arcabuceros, sino piqueros, armados únicamente con lanzas y espadas, y
llevaban chaquetas acolchadas o mallas batidas. Un pequeño pedrero, amarrado
sobre el lomo de un caballo, era su única «artillería».
Silenciosa y denodadamente la
pequeña fuerza emprendió la ardua jornada. Todos conocían la inexpugnable roca,
y pocos acariciaban la esperanza de volver de aquella misión desesperada; pero
a nadie se le ocurrió la idea de retroceder. La tarde del onceno día, la
fatigada tropa pasó la última meseta y llegó a la vista de Acoma. Los indios,
avisados por sus centinelas, estaban prontos a recibirla. Toda la población,
con los aliados navajos, hallábase en armas en las azoteas y en los riscos
estratégicos. Indígenas desnudos, pintados de negro, saltaban de grieta en
grieta, aullando, desafiando y vomitando insultos contra los españoles. Los
exorcistas, grotescamente disfrazados, estaban en pináculos prominentes,
tocando sus tambores y lanzando maldiciones y exorcismos a los vientos, y todo
el populacho se unía al coro de rugidos y amenazas.
Zaldívar hizo alto con su
pequeña partida al pie del risco, acercándose cuanto pudo hacerlo sin peligro. El
indispensable heraldo salió de las filas, y después de un toque de trompeta,
procedió a leer a voz en cuello la formal intimación a rendirse en nombre del
rey de España. Por tres veces vociferó aquella intimación; pero cada vez
apagaron su voz los gritos y aullidos de los enfurecidos indígenas, y una
lluvia de piedras y flechas cayó en peligrosa proximidad. Zaldívar deseaba
conseguir la rendición de la plaza, pedir que se le entregasen los cabecillas
de la matanza y llevárselos a San Gabriel, para que fueran oficialmente
procesados y castigados, sin causar daño a los demás habitantes de Acoma; pero
los indios, viéndose seguros en su natural fortaleza, se burlaban del
misericordioso llamamiento. Era evidente la necesidad de tomar Acoma por
asalto. Los españoles acamparon sobre la arena, y haciendo lúgubres planes para
el día siguiente, pasaron allí la noche, que hizo más horrenda la baraúnda de
la monstruosa danza de guerra que celebraban los habitantes de la ciudad.
IV
EL ASALTO A LA EMPINADA CIUDAD
Al romper el alba del día
veintidós de enero, Zaldívar dio la señal para el ataque, y el cuerpo principal
de la fuerza española empezó a disparar sus pocos arcabuces y a intentar un
asalto desesperado por el extremo norte de la gran roca, que era por allí absolutamente
inexpugnable. Los indios, apiñados en el borde de los farallones, despedían una
lluvia de proyectiles, y muchos de los españoles fueron heridos. Entre tanto,
doce hombres escogidos, que durante la noche se habían ocultado debajo de la
parte saliente del risco, el cual les protegía contra el fuego y la observación
de los indios, trepaban cautelosamente por debajo y alrededor del precipicio,
arrastrando con cuerdas el pedrero. Algunos de aquellos doce hombres eran
arcabuceros y, además del peso del ridículo cañón, llevaban sus pesados
arcabuces y su tosca armadura, que no les ayudarían ciertamente a escalar
alturas, cuyo ascenso sería difícil hasta para un atleta libre de trabas.
Continuando su trabajosa tarea sin ser vistos, tirando uno de otro, y después
del pedrero peñas arriba, llegaron por fin a la cumbre de un alto farallón,
separado del gran risco de Acoma por un angosto pero terrible tajo. Al
atardecer tenían ya el cañón apuntando hacia la ciudad, y el retumbante
disparo, cuando la bala de piedra fue lanzada sobre Acoma, fue la señal, para
la tropa que estaba al extremo norte de la meseta, de que se había tomado la
primera posición estratégica, a la vez que advirtió a los indios del peligro
que les amenazaba por otro lado.
Aquella noche, pequeños grupos
de españoles treparon por los grandes precipicios que cercan ese valle en forma
de artesa por oriente y poniente; talaron pequeños pinos, arrastrando con
inmenso trabajo los troncos peñas abajo y a través del valle, para subirlos al
farallón donde se habían situado los doce hombres con el pedrero. Una docena de
hombres quedaron guardando los caballos al extremo norte de la meseta, y el
resto de la fuerza se juntó a los doce arcabuceros, ocultándose en las grietas
del farallón. Al otro lado del tajo, los indios estaban tendidos en las
hendeduras o detrás de las rocas, esperando el ataque.
La madrugada del veintitrés, un
piquete de hombres escogidos, a una señal, salieron corriendo de sus escondites
con una toza [trozo grande de madera, en este caso de pino] cargada en hombros,
y con una acertada maniobra la colocaron al otro extremo sobre el lado opuesto,
por encima del abismo. Salieron corriendo los españoles y empezaron a desfilar,
guardando el equilibrio, por aquel vertiginoso «puente», recibiendo una
descarga de piedras y saetas. Habían cruzado ya varios, cuando uno de ellos, en
su excitación, cogió la cuerda que estaba amarrada a la toza y arrastró ésta
detrás de él.
Fue aquél un momento terrible.
Eran menos de doce los españoles que así quedaron al borde de Acoma, separados
de sus compañeros por un precipicio de centenares de pies de profundidad, y
rodeados por enjambres de indios. Estos, saliendo de su refugio, cayeron al
instante sobre ellos, rodeándolos. Mientras el soldado español podía mantener a
los indios a distancia, hasta sus toscas armas e ineficaz armadura le daban
cierta ventaja; pero, a tan corto alcance, aquellos mismos arreos eran un
impedimento fatal por su tosquedad y su peso. Parecía entonces como si fuese a
repetirse la anterior matanza de Acoma, y los aislados españoles fuesen a ser
destrozados; pero en aquel momento crítico, un hecho de increíble valor
personal les salvó a ellos y a la causa de España en Nuevo Méjico. Un esbelto,
inteligente y joven oficial, un estudiante que era amigo particular y favorito
de Oñate, salió del grupo de los consternados españoles que se hallaban al
otro lado del tajo, y que no se atrevían a disparar contra los enemigos para no
herir a sus compañeros que estaban mezclados con ellos, y, corriendo como un
gamo, se fue hacia el precipicio. Al llegar al borde, encogió su ágil cuerpo,
saltó al aire como un pájaro y salvó el abismo. Cogiendo en seguida la toza,
con un esfuerzo desesperado la empujó hasta que sus compañeros pudieron
agarrarla desde el otro borde, y por encima del restablecido puente pasaron los
soldados españoles, salvando la situación.
Empezó entonces una de las más
tremendas luchas cuerpo a cuerpo que registra la historia de América. Peleando
en proporción de uno contra diez; mezclados entre una turba de salvajes que
daban alaridos y luchaban con el frenesí de la desesperación; acuchillados con
armas melladas; aturdidos por los golpes de maza; acribillados por las erizadas
flechas; agotados, exhaustos y cubiertos de sangre, Zaldívar y su puñado de
héroes se abrieron camino, pulgada a pulgada, paso a paso, usando sus mosquetes
pesados como mazas; hiriendo con sus chafarotes [espada ancha o muy larga];
parando mortales golpes y arrancando las barbadas flechas de sus trémulas
carnes. ¡Iban avanzando, avanzando siempre; lanzando valerosos el grito de
guerra de Santiago; acorralando a su tenaz enemigo con valor todavía más tenaz;
hasta que, al fin, los indios, convencidos de que aquellos no eran enemigos
humanos, huyeron a refugiarse en sus casas, semejantes a fortalezas, pudiendo
así alentar los españoles! Otras tres veces se leyó la intimación a rendirse
ante aquellas extrañas viviendas de cerca de mil pies de largo cada una y que
parecían tramos de una gigante escalinata labrada en una sola roca. Aun
entonces deseaba Zaldívar evitar más derramamiento de sangre y pidió que sólo
le entregasen, para castigarlos, a los asesinos de su hermano y de sus
compatriotas. Todos los demás que se rindiesen y se hiciesen súbditos del «Rey,
nuestro Señor», serían bien tratados. Pero los tercos indios, como lobos
heridos en su madriguera, se mantuvieron parapetados en sus casas y rehusaron
toda proposición de paz.
El risco fue tomado; pero
quedaba aún la ciudad. Cada pueblo de los indios era una verdadera fortaleza, y
Zaldívar tuvo que atacar a Acoma casa por casa, habitación por habitación. El
pequeño pedrero fue colocado enfrente de la primera fila de casas, y pronto
empezó a hacer disparos con alguna lentitud. Al derrumbarse las paredes de
adobe bajo el constante cañoneo de las balas de piedra, sólo formaban grandes
barricadas de tierra que ni siquiera podría atravesar nuestra moderna
artillería, y cada casa tenía que tomarse separadamente a punta de espada.
Algunas de las casas derruidas se incendiaban con la lumbre de sus fogones, y
no tardó en cubrir la ciudad un humo asfixiante, del cual salían los gritos de
las mujeres y de los niños y los provocadores alaridos de los guerreros. El
humanitario Zaldívar hizo cuanto pudo para salvar a las mujeres y a los niños,
con gran peligro de sí mismo; pero muchos perecieron bajo las paredes
derrumbadas de sus propias casas.
El terrible asalto duró hasta
el mediodía del veinticuatro de enero. De vez en cuando partidas de guerreros
realizaban salidas, tratando de abrirse paso por entre las filas de españoles.
Muchos, en su desesperación, se lanzaron desde lo alto del risco, pereciendo
estrellados al pie del mismo. Sólo dos indios de los que dieron tan pasmoso
salto sobrevivieron, tan milagrosamente como los cuatro españoles de la primera
matanza, y también como ellos lograron salvarse.
Por fin, al mediodía del
tercero, los viejos salieron pidiendo clemencia, y ésta les fue concedida en el
acto. En el momento en que se rindieron, se olvidó su rebeldía y se perdonó su
traición. Ya no hubo necesidad de más castigo. Los cabecillas que causaron la
muerte del hermano de Zaldívar habían muerto, como también casi todos sus
aliados navajos. Fue aquella la lucha más sangrienta que se ha conocido en
Nuevo Méjico. En aquellos tres días de combate tuvieron los indios quinientos
muertos y muchos heridos, y de los españoles supervivientes, no hubo uno que no
quedase para toda la vida con horrendas cicatrices como recuerdos de Acoma.
Quedó la ciudad tan destrozada que tuvo que construirse de nuevo, y el
infinito trabajo con que los pacientes indios habían subido a lo alto del risco
sobre sus espaldas todas las piedras y la madera y la arcilla necesarias para
construir una ciudad de casas de varios pisos, para cerca de mil almas, tenía
que repetirse. También sus cosechas y todas las provisiones que tenían
almacenadas, en obscuros aposentos de aquellas casas con terrados, habían
quedado destruidas y era necesario reponerlas. En verdad que «los de arriba»
habían enviado un terrible castigo a aquel pueblo por su traición a Juan de
Zaldívar.
Cuando sus hombres se hubieron
recuperado lo bastante de sus heridas, Vicente de Zaldívar, héroe del asalto
más prodigioso que refiere la historia, regresó victoriosamente a San Gabriel
de los Españoles, llevando consigo ochenta muchachas de Acoma, que envió a las
monjas de Méjico para que las educasen. ¡Qué gritería debió de armarse en las
murallas de la pequeña colonia cuando sus ansiosos atalayas vieron por fin su
pequeño ejército de guerreros, pálidos y cubiertos de andrajos, regresar
lentamente a sus hogares, caminando sobre la nieve y montados en flacos
jamelgos!
Los demás indios Pueblo, que
habían estado en acecho como los gatos, escondiendo las uñas, pero con todos
sus músculos prontos a saltar, quedaron paralizados de espanto. Esperaban ver a
los españoles derrotados, ya que no aplastados, en Acoma, y entonces un rápido
levantamiento de todas las tribus hubiera acabado con todos los invasores. Pero
había sucedido lo imposible. ¡Ahko, la orgullosa ciudad encumbrada de los
Queres! ¡Ahko, la rodeada de riscos, la inexpugnable, había caído en poder de
los pálidos extranjeros! ¡Sus bravos guerreros habían perecido; sus fuertes
casas eran un montón de humeantes ruinas; su riqueza se había perdido; su
pueblo estaba casi borrado de la faz de la tierra! ¿Cómo luchar contra «hombres
tan poderosos», contra aquellos extraños brujos a quienes debían proteger «los
de arriba», pues de otro modo no podrían hacer tan sobrehumanas proezas?
Relajados sus encogidos nervios, el gran gato empezó a runrunear como si
nunca hubiese soñado en coger ratones. Ya no se pensó más en rebelarse contra
los españoles, y los indios hasta se esforzaron en aquistarse el favor de
aquellos terribles extranjeros. Le llevaron a Oñate la noticia del asalto de
Acoma algunos días antes de que Zaldívar y sus héroes regresasen a la pequeña
colonia, y fueron asaz villanos para entregarle dos indios Queres que, huyendo
de aquel espantoso combate, se habían refugiado entre ellos. En adelante, los
Pueblo no dieron ya que hacer al gobernador Oñate.
Pero los de Acoma no parecieron
tomar la lección tan a pecho como los otros. Quedaron demasiado destrozados y
quebrantados para pensar en otra guerra con sus invencibles enemigos; no
obstante, mostraron una implacable hostilidad a los españoles por espacio de
treinta años, hasta que fue la ciudad conquistada de nuevo mediante una
heroicidad tan brillante como la de Zaldívar, aunque de muy distinta manera.
En 1629, Fray Juan Ramírez, «el
apóstol de Acoma», salió solo de Santa Fe para fundar una misión en la encumbrada
ciudad de feroces bárbaros. Se le ofreció una escolta de soldados, pero él la
rehusó y salió a pie, enteramente solo y sin más armas que su crucifijo.
Recorriendo con dificultad su penoso y arriesgado camino, llegó al cabo de
muchos días al pie de la gran «isla» de roca, y empezó el ascenso. En cuanto
los indios vieron a una persona extraña, y de la gente que ellos aborrecían,
corrieron hasta el borde del risco y le lanzaron una lluvia de flechas, algunas
de las cuales atravesaron sus hábitos. En aquel momento, una niña de Acoma, que
estaba en el mismo borde de la ingente roca, se asustó al ver la saña de su
gente y, perdiendo el equilibrio, se despeñó al precipicio. Pero quiso la
Providencia que sólo cayese unas cuantas yardas sobre un reborde arenoso cerca
de donde estaba Fray Juan, y donde no podían verlos los indios, quienes
supusieron que había caído a la sima. Fray Juan se acercó a recogerla y la
llevó sana y salva hasta arriba, y al ver este aparente milagro, los
salvajes quedaron desarmados y lo recibieron como a un mago. El buen
hombre vivió solo en Acoma más de veinte años, amado por los naturales como un
padre, y enseñando a sus atezados conversos con tanto éxito, que con el tiempo
muchos de ellos sabían el catecismo y podían leer y escribir en español.
Además, bajo su dirección y con muchísimo trabajo, construyeron una gran
iglesia [la Misión de San Esteban del Rey, de ca. 1641]. Cuando murió, en 1664,
los acomas, que habían sido los indios más feroces, llegaron a ser los más
dóciles de Nuevo Méjico y los más adelantados en civilización. Pero pocos años
después de su muerte, ocurrió el levantamiento de todos los indios Pueblo, y
durante las largas y desastrosas guerras que se siguieron, fue destruida la
iglesia y desaparecieron, en gran parte, los frutos del trabajo del valiente
Fray Juan Ramírez. En aquella rebelión, Fray Lucas Maldonado, que era entonces
misionero en Acoma, fue asesinado por su rebaño el diez o el once de agosto de
1680. En noviembre de 1692, Acoma se rindió voluntariamente al reconquistador
de Nuevo Méjico, Diego de Vargas Zapata. Al cabo de pocos años, sin embargo, se
rebeló de nuevo, y en agosto de 1696, Vargas marchó contra la ciudad, pero no
pudo asaltarla. Gradualmente, los Pueblo fueron viviendo en paz con los humanitarios
conquistadores y llegaron a merecer la benevolencia con que constantemente se
les trataba. La misión fue restablecida en Acoma por el año 1700, y allí se
eleva hoy una enorme iglesia, que es una de las más interesantes del mundo,
dados el infinito trabajo y la paciencia con que fue construida. La última
tentativa de levantamiento de los indios Pueblo ocurrió en 1728; pero en ella
no tomó parte Acoma.
La curiosa escalera de piedra
por la que Fray Juan Ramírez subió la primera vez a su peligrosa parroquia bajo
una lluvia de flechas, todavía la usan los habitantes de Acoma, quienes le han
dado el nombre del «camino del Padre».
V
EL SOLDADO POETA
Pero retrocedamos un poco. El
joven oficial que dio aquel soberbio salto sobre el tajo de Acoma [el 23 de
enero de 1599], que repuso la toza para hacer puente y salvó de este modo la
vida a sus camaradas, e indirectamente a todos los españoles de Nuevo Méjico, fue
el capitán Gaspar Pérez de Villagrán (Gaspar de Villagrá / Puebla de los
Ángeles, Nueva España, 1555 – Océano Atlántico, nov 1620). Era muy culto, había
obtenido el grado de bachiller en una Universidad española, era joven,
ambicioso, valiente y un verdadero atleta. Fue un héroe entre los héroes del
Nuevo Mundo, y un cronista a quien mucho debe la historia. Los seis ejemplares
existentes del pequeño y grueso volumen en pergamino que contiene su histórico
poema de treinta y cuatro heroicos cantos, valen cada uno de ellos muchas veces
su peso en oro. ¡Lástima grande que no haya habido un Villagrán para cada una
de las campañas de los exploradores de América, que nos diese más detalles de
aquellos sobrehumanos peligros y sufrimientos, pues la mayoría de los cronistas
de la época tratan de esos episodios tan brevemente como describiríamos nosotros
un paseo de Nueva York a Brooklyn!
El salto del tajo no fue la
única parte que tomó el capitán Villagrán en el sangriento combate de Acoma, en
el invierno de 1598-99. Estuvo a punto de ser víctima de la primera matanza, en
la que Juan de Zaldívar y sus hombres perecieron, y se escapó de aquel lance
sólo para sufrir penalidades tan terribles como la muerte.
En el otoño de 1598, cuatro
soldados desertaron del pequeño ejército de Juan de Oñate en San Gabriel y el
gobernador envió a Villagrán con tres o cuatro soldados para arrestarlos. No
sabemos lo que diría hoy un sheriff si le mandasen perseguir a
cuatro malhechores en un recorrido de mil millas por un desierto como aquel y
con una fuerza tan pequeña. Pero el capitán Villagrán siguió la pista de los
desertores, y después de perseguirlos por más de novecientas millas, los
alcanzó al sur de Chihuahua (Méjico). Los desertores hicieron una feroz
resistencia. Dos fueron muertos por los soldados y dos se escaparon. Villagrán
dejó allí su pequeña fuerza y desanduvo solo las peligrosas novecientas millas.
Llegado al pueblo de Puaray, en la margen occidental del Río Grande, frente a
Bernalillo, supo que su jefe Oñate acababa de marchar hacia el oeste, en su
peligroso viaje a Moqui[56]
(finales de 1598), el cual ya hemos descrito. Villagrán se volvió en el acto
hacia el oeste saliendo solo para seguir y alcanzar a sus compatriotas. La
pista era fácil de seguir, porque los españoles tenían los únicos caballos que
había en lo que es hoy los Estados Unidos; pero aquel solitario caminante que
la iba rastreando, se vio continuamente rodeado de peligros y sufrimientos.
Llegó a la vista de Acoma justamente después de la matanza de Juan de Zaldívar
y del tremendo salto de los cinco españoles [ocurridos el 4 de diciembre de
1598]. Los supervivientes ya se habían alejado de aquel sitio fatal, y cuando
los habitantes vieron a un español que se acercaba solo, bajaron de su
ciudadela roqueña para rodearle y darle muerte. Villagrán no tenía armas de
fuego, sino únicamente su espada, una daga y un escudo. Aun cuando ignoraba los
terribles sucesos que acababan de ocurrir, le inspiró recelos la manera como
los salvajes trataban de envolverle, y aun cuando su caballo renqueaba por
efecto de su larga jornada, lo espoleó para ponerlo al galope y luchó,
abriéndose paso por entre el círculo que iban estrechando los indios. Continuó
su fuga hasta muy entrada la noche, describiendo un largo circuito, para no
acercarse a la ciudad, y al fin descendió, exhausto, de su también exhausto
caballo, y se tendió a descansar sobre la dura tierra. Cuando despertó
caía una gran nevada, y se encontró medio sepultado bajo la fría y blanca
nieve. Montando de nuevo, avanzó en la obscuridad para alejarse todo lo posible
de Acoma, antes de que lo denunciase la luz del día. De repente, caballo y
jinete cayeron en un hondo pozo que los indios habían abierto para que sirviese
de trampa, cubriéndolo con ramas y tierra. En la caída se mató el pobre
caballo, y Villagrán quedó maltrecho y aturdido. Por fin logró salir del pozo,
con gran contento de su fiel perro, que estaba sentado aullando y tiritando al
borde de aquél. El soldado poeta habla muy tiernamente de aquel mudo compañero
de su larga y peligrosa jornada, y es evidente que lo quería con un cariño que
sólo un hombre valiente puede profesar y un fiel perro merecer.
Emprendiendo de nuevo la marcha
a pie, pronto perdió Villagrán el camino en aquel desierto sin huellas ni
veredas. Durante cuatro días y cuatro noches anduvo errante, sin un bocado que
comer y sin una gota de agua, pues ya se había derretido la nieve. Muchos
hombres han hecho más largos ayunos entre iguales sufrimientos; pero sólo los
que han experimentado sed en tierras áridas, pueden tener una remota idea de lo
que significa vivir noventa y seis horas sin agua. Dos días de aquella sed
suele ser fatal a muchos hombres fuertes, y es poco menos que milagroso que
Villagrán pudiese resistirla cuatro días. Por fin, casi muriendo de sed, con la
lengua seca e hinchada, y dura y áspera como una lima, saliéndole fuera de los
dientes, se vio en la triste necesidad de matar a su fiel perro, lo cual hizo
con lágrimas de varonil remordimiento. Llamando al pobre animal hacia sí, lo
despachó con su espada y ansiosamente apuró la sangre caliente. Esto le dio
fuerzas para arrastrarse un poco más, y cuando ya iba a dejarse caer sobre la
arena para morir, divisó un pequeño hoyo en una gran roca, a poca distancia.
Arrastrándose débilmente hasta llegar allí, descubrió con júbilo que había
quedado en la cavidad un poco de agua de nieve. Esparcidos alrededor había unos
cuantos granos de maíz, que le parecieron llovidos del cielo, y los devoró
famélicamente.
Había abandonado ya toda
esperanza de alcanzar a su jefe, y decidió retroceder y andar las terribles
doscientas millas que le separaban de San Gabriel. Pero ya no podía su cuerpo
obedecer por más tiempo a su heroico espíritu, y hubiera perecido
miserablemente junto al pequeño tanque de la roca, a no ser por una extraña
casualidad.
Mientras estaba allí tendido,
sin ánimo y sin fuerzas, oyó súbitamente voces que se acercaban. Supuso que los
indios habían rastreado su pista, y se dio por perdido, porque se sentía
demasiado débil para luchar. Pero al fin llegaron a su oído acentos españoles,
y aun cuando eran voces ásperas y broncas de soldados, con toda seguridad
debieron de parecerle los sonidos más dulces del mundo. Sucedió que la noche
anterior, algunos de los caballos del campamento de Oñate se habían extraviado,
y un pelotón de soldados salió en busca de ellos. Siguiendo sus huellas,
llegaron cerca del sitio donde el capitán Villagrán se hallaba tendido. Por
fortuna le vieron, pues él no podía ni gritar ni correr tras ellos. Con sumo
cuidado levantaron al oficial herido y lo llevaron al campamento, y allí, con
los solícitos cuidados de hombres barbudos, recuperó lentamente sus fuerzas y
con el tiempo volvió a ser el osado atleta de otros tiempos. Acompañó a Oñate
en su larga marcha por el desierto, y pocos meses después estuvo presente en el
asalto de Acoma y realizó la pasmosa proeza que se cita como una de las
heroicidades más notables en la historia del Nuevo Mundo.
VI
LOS MISIONEROS EXPLORADORES
Pretender narrar la historia de
la exploración española de las Américas sin dedicar especial atención a los
misioneros exploradores, sería hacerles poca justicia y dejar incompleta la
historia. En esto, aún más que en otras fases, la conquista fue ejemplar. El
español no tan sólo descubrió y conquistó, sino que, además, convirtió. Su celo
religioso no le iba en zaga a su valor. Como ha sucedido con todas las naciones
que han entrado en nuevas tierras, y como sucedió con nosotros mismos en la que
ocupamos, su primer paso tuvo que ser la sujeción de los naturales que se le
oponían. Pero no bien hubo castigado a esos feroces indios, empezó a tratarlos
con grande y noble clemencia, que aún hoy no se prodiga y que en aquella cruel
época del mundo era casi desconocida. Nunca dejó sin hogar a los atezados
[ennegrecidos] indígenas de América ni los fue arrollando, ni acorralando
delante de él, sino que, por el contrario, les protegió y aseguró por medio de
leyes especiales la tranquila posesión de sus tierras para siempre. Debido a
las generosas y firmes leyes dictadas por España hace tres siglos, nuestros
indios más interesantes e interesados, los «Pueblo», gozan hoy completa
seguridad en sus posesiones, mientras que casi todos los demás (que nunca
estuvieron enteramente bajo el dominio de España), han sido de vez en cuando
arrojados de las tierras que nuestro gobierno solemnemente les había concedido.
Esa era la ventaja de un
régimen de Indias que no obedecía a la política, sino a los invariables
principios de humanidad. Primero se exigía al indio que fuese obediente a
su nuevo gobierno. No se le podía enseñar la obediencia a todas las cosas de
una vez; pero debía al menos abstenerse de matar a sus nuevos vecinos. Tan
pronto como aprendía esta lección, se le protegía en sus derechos sobre su
hogar, su familia y sus bienes. Entonces, y tan rápidamente como podían hacer
esa vasta labor el ejército de misioneros que dedicaban su vida a esa peligrosa
tarea, se le educaba en los deberes de ciudadanía y de la religión cristiana.
Es casi imposible para nosotros, en estos pacíficos tiempos, comprender lo que
significaba convertir entonces medio mundo de indios. En nuestra parte de
Norteamérica nunca ha habido tribus tan terribles como encontraron los
españoles en Méjico y en otras tierras más al sur. Nunca pueblo alguno llevó a
cabo en ninguna parte tan estupenda labor como la que realizaron en América los
misioneros españoles. Para empezar a comprender las dificultades de aquella
conversión, debemos primero leer una horripilante página de la historia.
Muchos indios y pueblos
salvajes profesan religiones tan distintas de la nuestra como son sus
organizaciones sociales. Pocas tribus hay que sueñen con un Ser Supremo. La
mayoría de ellos adora muchos dioses; dioses cuyos atributos son muy parecidos
a los del mismo adorador; dioses tan ignorantes y crueles y traidores como él.
Es una cosa horrenda estudiar esas religiones, y ver qué cualidades tan
tenebrosas y repulsivas puede deificar la ignorancia. Los despiadados dioses de
la India que se supone que se deleitan aplastando a miles de sus fieles bajo
las ruedas del carro Juggernaut, y con el sacrificio de niños al Ganges y de
jóvenes viudas a la hoguera, son buena muestra de lo que puede creer una mente
descarriada. Pues bien; los horrores de la India tenían su paralelo en América.
Las religiones de nuestros indios del norte tenían muchos ritos sorprendentes y
terribles; pero eran inocentes y civilizados si se comparan con los monstruosos
que se observaban en Méjico y la América del Sur. Para comprender algo de
lo que tuvieron que combatir los misioneros españoles en América, aparte
del peligro común a todos, echemos una ojeada al estado de cosas en Méjico
cuando ellos llegaron.
Los Naturales, o Aztecas, y
otras tribus indias parecidas del antiguo Méjico, observaban el credo pagano
general a todos los indios de América, con algunos horrores que ellos le
añadían. Estaban en un constante y ciego terror de sus innumerables dioses
salvajes, pues para ellos todo lo que no podían ver y entender, y casi todo lo
que veían y entendían, era una deidad. Lo que no podían concebir era un dios
que les inspirase amor: debía ser siempre algo que les inspirase miedo; pero un
miedo mortal. Todo su objeto en la vida era esquivar los crueles golpes de una
mano invisible; era aplacar algún dios terrible que no podía amar, pero a quien
se podía sobornar para que no causase daño. No podían imaginar una verdadera
creación, ni que pudiese haber algo sin tener padre ni madre:
las estrellas y las piedras y los vientos y los dioses tenían que nacer lo
mismo que los hombres. Su «cielo», si ellos hubiesen podido entender lo que
significa esta palabra, estaba atestado de dioses, cada uno tan individual y
personal como nosotros; con más poder que nosotros, pero con las mismas
debilidades y pasiones y pecados. En realidad, habían inventado y arreglado los
dioses según su propia forma salvaje, dándoles los poderes que deseaban para sí
mismos; pero eran incapaces de atribuirles virtudes que no podían comprender.
Así también, para juzgar lo que podría agradar a sus dioses, se guiaban por lo
que a ellos les placía. Tomar cruenta venganza de sus enemigos; robar y matar,
o recibir tributo para dejar de robar y de matar; vestirse ricamente y comer
bien; estas y otras cosas parecidas, que ellos consideraban como las más altas
ambiciones personales, creían que de igual modo agradarían a «los de arriba». Y
así consagraban la mayor parte de su tiempo y de su afán en sobornar a esos
extraños dioses, que les causaban más terror que los indígenas vecinos.
Su idea de un dios la
expresaban gráficamente en los grandes ídolos de piedra que antes
abundaban en Méjico, y algunos de los cuales se conservan todavía en los
museos. Son, por lo general, de tamaño heroico, y están labrados con mucho esmero
en piedra sumamente dura, pero sus cuerpos y sus caras son indeciblemente
horribles. Un ídolo como el del grotesco Huitzilopochtli era una cosa tan
espantosa como no pudo jamás inventarla el ingenio humano; y la misma repulsiva
fealdad se ve en todos los ídolos mejicanos.
Se atendía a estos ídolos con
un cuidado sumamente servil, y se les vestía con los ornamentos más costosos
que podía procurarse la riqueza de los indios. Sobre esas grandes pesadillas de
piedra se colgaban con profusión largos collares de turquesas, que era la joya
más preciada de los aborígenes americanos, y preciosos mantos de brillantes
plumas de pájaros tropicales y conchas de iridiscentes colores. Millares de
hombres dedicaban su vida a cuidar de esas mudas deidades, y se humillaban y
atormentaban de un modo indecible para agradarles.
Pero ni los regalos ni los
cuidados eran bastantes. De un dios como esos había que temer también que
traicionase a los amigos. Había que llevar más lejos el soborno. Todo lo que al
indio le parecía valioso lo ofrecía a su dios para tenerle propicio, y como la
vida humana era la cosa de más valor a los ojos del indio, esa era su ofrenda
más importante, y llegó a ser la más frecuente. Un indio no consideraba un
crimen el sacrificar una vida para agradar a uno de sus dioses. No tenía idea
de recompensa o castigo después de la muerte, y llegó a considerar el
sacrificio humano como una institución legítima, moral y hasta divina. Con el
tiempo llegaron a consumarse casi a diario esos sacrificios en cada uno de los
numerosos templos. Era la forma más estimada del culto: era tan grande su
importancia, que los oficiales o sacerdotes tenían que pasar por un aprendizaje
más oneroso que cualquier ministro de la religión cristiana. Sólo podían llegar
a ocupar ese puesto prometiendo y manteniendo una incesante y terrible
práctica de privaciones y mutilaciones de su cuerpo.
Se ofrecían vidas humanas no
tan sólo a uno o dos de los ídolos principales de cada comunidad, sino que cada
población tenía, además, fetiches menores, a los que se hacía esta clase de
sacrificios en determinadas ocasiones. Tan arraigada estaba la costumbre del
sacrificio, y se consideraba tan corriente, que cuando Cortés llegó a Cempohual
[Zempoala, en el Estado de Veracruz], los indígenas no concibieron otro modo de
recibirle con bastantes honores, y muy cordialmente propusieron ofrendarle
sacrificios humanos. Excusado es decir que Cortés rehusó con energía esa
muestra de hospitalidad.
Esos ritos se verificaban casi
siempre en los teocalis, o montículos para sacrificios, de los cuales había uno
o más en cada población india. Eran grandes montones artificiales de tierra en
forma de pirámides truncadas y recubiertos de piedra. Tenían de cincuenta a
doscientos pies de altura, y algunas veces varios centenares de pies cuadrados
en su base. En la parte superior de la pirámide había una pequeña torre, que
era la obscura capilla donde se encerraba el ídolo. La grotesca faz de la
pétrea deidad miraba una piedra cilíndrica que tenía una cavidad en forma de tazón
en la parte superior, y era el altar o piedra del sacrificio. Esa piedra era
usualmente labrada, algunas veces con muchos detalles y esmerada mano de obra.
El famoso «calendario azteca de piedra» que se halla en el Museo Nacional de
México y que en un tiempo dio pie a tan extrañas conjeturas, es meramente uno
de esos altares para sacrificios, de época anterior a Cristóbal Colón. Es un
ejemplar notabilísimo de piedra labrada por los indios.
El ídolo, las paredes
interiores del templo, el piso y el altar estaban siempre humedecidos con el fluido
más precioso de la tierra [la sangre]. En el tazón ardían en rescoldo corazones
humanos. Magos vestidos de negro, con sus rostros también ennegrecidos y con
círculos blancos pintados alrededor de los ojos y de la boca, con los cabellos
empapados en sangre, con las caras cortadas por incesantes mortificaciones,
iban continuamente de un lado para otro, vigilando de día y de noche,
siempre listos para las víctimas que aquella horrenda superstición llevaba al
altar. Solían elegirse las víctimas de entre los prisioneros de guerra y los
esclavos que, como tributo, cedían las tribus conquistadas; y el contingente
era enorme. A veces en un día señalado se sacrificaban quinientas víctimas en
un solo altar. Se les extendía desnudos sobre la piedra de sacrificios y se les
descuartizaba de una manera demasiado horrible para describirla aquí. Sus
corazones palpitantes se ofrendaban al ídolo, y después se arrojaban al gran
tazón de piedra, mientras que los cuerpos eran lanzados a puntapiés, escaleras
abajo, hasta que iban a parar al pie de la pirámide, donde eran arrebatados por
una ávida muchedumbre. Los mejicanos no eran ordinariamente tan caníbales, ni
gustaban de serlo, pero devoraban aquellos cuerpos como parte de su repulsiva
religión.
Repugna entrar en más detalles
acerca de esos ritos: bastante queda dicho para dar una idea de la barrera
moral que encontraron los misioneros españoles cuando fueron a enseñar a tan
sanguinarios indígenas un evangelio que predica el amor y la universal
fraternidad de los hombres. Semejante credo era tan incomprensible para los
indios, como lo sería para nosotros el decirnos que lo negro es blanco: la
lucha para hacérselo comprender fue una de las más enormes y, al parecer,
imposibles que ha emprendido maestro alguno. Antes de que los misioneros
pudiesen lograr que los indios escuchasen siquiera el catecismo, y mucho menos
entenderlo, tenían que dedicarse a la peligrosa tarea de probar lo falso que
era su paganismo. El indio creía absolutamente en el poder de su sangriento
dios de piedra. Estaba seguro de que, si abandonaba su ídolo, le castigaría y
destruiría, y por consiguiente no quería creer nada contrario a su religión. El
misionero no solamente tenía que decirle: «Tu ídolo es impotente; no puede
hacer daño a nadie; no es más que una piedra, y si lo pateas no puede
castigarte», sino que además había de probarlo. Ningún indio era tan temerario
que quisiese hacer el experimento, y el nuevo maestro tenía que
demostrarlo él mismo. Por supuesto que ni siquiera podía hacer esto al
principio, porque si hubiese empezado su labor catequista maltratando a uno de
aquellos grotescos dioses de pórfido, los «sacerdotes» de éste lo hubieran
asesinado en el acto. Pero, cuando los indios vieron al fin que ningún poder
sobrenatural aplastaba al misionero por hablar mal de sus dioses, ya se había
dado el primer paso. Gradualmente pudo después tocar el ídolo, y vieron que
también quedaba ileso. Por último, derrumbó y rompió las crueles imágenes, y
los atónitos y aterrorizados devotos empezaron a dudar y a despreciar las
cobardes deidades a quienes habían servido de esclavos, y a las que un extraño
podía insultar y maltratar impunemente. Sólo empleando esta ruda lógica, que
era la que los envilecidos indios podían entender, los misioneros españoles
lograron probarles que el sacrificio humano era un error de los hombres y no la
voluntad de «los de arriba». Fue un maravilloso adelanto el extirpar ésta, que
era la peor práctica de la religión de los indios, la cual había arraigado a
través de varios siglos de constante observancia. Pero los apóstoles españoles
estaban a la altura de su misión, y la infinita fe y el celo y paciencia con
que finalmente abolieron el sacrificio humano en Méjico, llevó gradualmente,
paso a paso, a la conversión de los indígenas de un continente y medio al cristianismo.
VII
LOS FUNDADORES DE IGLESIAS
EN NUEVO MÉJICO
Para dar siquiera un bosquejo
de la obra realizada por los misioneros españoles en ambas Américas se
necesitaría llenar varios volúmenes. Lo más que podemos hacer aquí es tomar
como muestra una hoja de tan fascinador como formidable relato, y para ello
describiré brevemente lo que se hizo en una región que nos es particularmente
interesante: la provincia de Nuevo Méjico. Hubo muchas otras comarcas en que fue
preciso vencer todavía mayores obstáculos, en que perdieron la vida, sin
quejarse, muchos más mártires y en que lucharon desesperadamente más
generaciones; pero lo mejor será tomar un modesto ejemplo, especialmente uno
que tanta relación tiene con nuestra historia nacional.
Nuevo Méjico y Arizona,
verdaderos países de maravillas de los Estados Unidos, fueron descubiertos,
como es sabido, en 1539, por aquel misionero español a quien todos los jóvenes
americanos debieran recordar con veneración: Fray Marcos de Nizza. Hemos
bosquejado también las proezas de Fray Juan Ramírez, Fray Juan de Padilla y
otros misioneros en aquella inhospitalaria tierra, y se habrá podido formar
idea de las penalidades que eran comunes a todos sus cofrades; porque las
tremendas jornadas, la abnegación en la soledad, el amoroso celo y muy a menudo
la muerte cruel de esos hombres, no eran excepciones, sino ejemplos corrientes
de lo que tenía que esperar un apóstol en el sudoeste.
En todas partes ha habido
misioneros cuyos rebaños fueron tan desagradecidos y crueles; pero pocos o
ninguno que se hallasen en regiones tan apartadas e inaccesibles. Nuevo Méjico fue
por espacio de trescientos cincuenta años, y lo es aún hoy día, en su mayor
parte un páramo, salpicado de unos pocos pequeños oasis. A la gente de los
Estados del Este, un desierto les parece que ha de estar sumamente lejos; pero
en nuestra región del Sudoeste hay en la actualidad cientos de miles de millas
cuadradas donde el viajero fácilmente muere de sed y donde todos los años hay
infelices víctimas de ese horrendo martirio. Aun ahora pueden hallarse
penalidades y peligros en Nuevo Méjico; pero hubo un tiempo en que fue uno de
los más crueles desiertos imaginables. Apenas han transcurrido diez años desde
que se puso fin a las guerras y las hostilidades de los indios, que duraron sin
cesar por más de tres siglos. Cuando el colono o el misionero español salía de
Nueva España para atravesar un desierto de mil millas y sin caminos, con rumbo
a Nuevo Méjico, su vida se hallaba en constante riesgo, y no pasaba un día en
que no se hallase en peligro en aquella provincia salvaje. Si conseguía no
morir de sed o de hambre durante el camino; si no perecía a manos de los
despiadados apaches, se instalaba en el vasto erial, tan lejos de cualquier
otro hogar de gente blanca como Chicago lo está de Boston. Si era misionero, se
quedaba, por regla general, solo con un rebaño de centenares de crueles indios;
si era soldado o labrador, tenía de doscientos a mil quinientos amigos en una
superficie tan extensa como Nueva Inglaterra, Nueva York, Pensilvania y Ohio
juntos, en medio de cien mil cobrizos enemigos, cuyos gritos de guerra era
probable que oyese a cada momento, sin llegar nunca a olvidarlos. Vino pobre y
pudo hacerse rico en aquel árido suelo. Aun al principio del siglo XIX, cuando
alguien empezó a tener grandes rebaños de carneros, con frecuencia quedaban sin
una res por una incursión nocturna de apaches o de navajos.
Esa era la situación de Nuevo
Méjico cuando llegaron los misioneros, y así poco más o menos se
mantuvo por más de trescientos años. Si el hombre más ilustrado y
optimista del Viejo Mundo hubiese podido ver con los ojos de la inteligencia
aquella tierra infecunda, nunca hubiera podido soñar que no tardaría aquel
desierto en verse poblado de iglesias, pero no de pequeñas capillas de troncos
o de adobe, sino de edificios de piedra de sillería, cuyas ruinas se ven hoy y
son las más imponentes de Norteamérica. Pero así fue; ni el desierto ni los
indios pudieron frustrar aquel fervoroso celo.
La primera iglesia alzada en lo
que hoy se llama Estados Unidos, fundóla en San Agustín (Florida) Fray
Francisco de Pareja, en 1560; pero medio siglo antes había ya muchas otras
iglesias españolas en América. Los varios sacerdotes que Coronado llevó consigo
a Nuevo Méjico, en 1540, hicieron muy buena labor catequista; pero pronto
fueron muertos por los indios. La primera iglesia de Nuevo Méjico, segunda en
los Estados Unidos, la fundaron en septiembre de 1598 los diez misioneros que
acompañaron al colonizador Juan de Oñate. Fue una pequeña capilla, edificada en
San Gabriel de los Españoles (que ahora se llama Chamita). San Gabriel quedó
desierto en 1605, y entonces Oñate fundó Santa Fe, aun cuando es probable que
todavía se utilizase la capilla de vez en cuando. Con el tiempo, sin embargo,
se desmoronó. Todavía eran visibles en 1680 las ruinas de aquella venerable y
antigua iglesia; pero ahora apenas puede distinguirse. Una de las primeras
cosas que se hicieron después de establecer la nueva ciudad de Santa Fe, fue,
naturalmente, construir una iglesia, y allí, en 1606, se erigió la tercera de
los Estados Unidos. No llenó por mucho tiempo las necesidades de la colonia, y
en 1622, Fray Alonso de Benavides, el historiador, puso los cimientos de la
iglesia parroquial de Santa Fe, que se terminó en 1627. El templo de San Miguel
en la misma antigua ciudad, se construyó después de 1636. Sus primitivos muros
se conservan todavía y forman parte de una iglesia que sirve hoy día para el
culto. Fue parcialmente destruida durante la rebelión de los indios Pueblo en
1680, y restaurada en 1710. La nueva catedral de Santa Fe está construida
sobre los restos de la más antigua parroquia.
En 1617, tres años antes de que
desembarcasen los peregrinos en Plymouth Rock, había ya once iglesias dedicadas
al culto en Nuevo Méjico. Santa Fe era la única población española; pero había
también iglesias en los peligrosos pueblos indios de Galisteo y Pecos, dos en
Jemez (cerca de cien millas al oeste de Santa Fe y en un terrible desierto),
Taos (casi a igual distancia al norte), San Ildefonso, Santa Clara, Sandia, San
Felipe y Santo Domingo. Era una asombrosa proeza para cada misionero solitario,
porque no tenían apoyo civil ni militar en sus parroquias, el inducir tan
pronto a su bárbaro rebaño a construir una iglesia de piedra para adorar allí
al nuevo Dios blanco. Las dos iglesias de Jemez hubieron de abandonarse en
1622, por la incesante hostilidad de los navajos, los cuales desde tiempo
inmemorial habían desolado aquella región; pero fueron ocupadas de nuevo en
1626. Los españoles, por lo que toca a la construcción de hogares, se vieron
limitados, por las imposiciones del desierto, al valle del Río Grande, que
corre de norte a sur por el centro de Nuevo Méjico. Pero sus misioneros no
reconocieron ese límite. Donde las colonias no podían vivir, ellos podían orar
y enseñar, y muy pronto empezaron a penetrar en los desiertos que se extienden
a gran distancia a ambos lados de aquella estrecha faja de tierra colonizable.
En Zuñi, muy al oeste del río, y a trescientas millas de Santa Fe, los
misioneros se habían establecido ya por el año 1629. Pronto tuvieron seis
iglesias en seis de las «Siete Ciudades de Cibola» (poblaciones Zuñi), de las
cuales la situada en Chyánahue [Halona Pueblo] todavía está admirablemente
conservada y en el mismo período se habían establecido doscientas millas más
adentro del desierto, y construido allí tres iglesias entre las pasmosas
ciudades situadas en los riscos de Moqui [al NE de Arizona].
En la parte baja del Río Grande
notábase igual actividad. En el antiguo pueblo de San Antonio de Senecú, que
casi ha desaparecido ya, fundó en 1629 una iglesia Fray Antonio de Arqueaga y
este hombre valiente fundó otra en el mismo año en el pueblo de Nuestra
Señora del Socorro, hoy ciudad americana que lleva el nombre de esa Virgen. La
iglesia del pueblo de Picuries (Picuris), que estaba en las lejanías de las
montañas del norte, debió ser construida antes del año 1632, puesto que en esta
fecha fue enterrado en ella Fray Ascensión de Zárate. La iglesia de Isleta, que
está hacia el centro de Nuevo Méjico, fue construida antes de 1635. Unas
cuantas millas más arriba de Glorieta, pueden verse, desde las ventanas de
cualquier tren de la línea de Santa Fe, unas grandes e imponentes ruinas de
adobe, cuyos hermosos paredones sueñan en aquella encantadora solana. Es la
vieja iglesia del pueblo de Pecos, y aquellas paredes se erigieron hace
doscientos setenta y cinco años. El pueblo, que fue en su tiempo el mayor de Nuevo
Méjico, quedó desierto en 1840, y su gran plaza cuadrangular, rodeada de casas
indias de muchos pisos, está en completa ruina; pero por encima de sus montones
grises descuellan todavía los muros de la vieja iglesia, que se construyó antes
de que hubiese un sajón en Nueva Inglaterra. Conforme se ve, el «ladrillo de
barro», como algunos llaman despectivamente al adobe, no es una cosa tan
despreciable, si siquiera para arrostrar la intemperie de los siglos. Había una
iglesia en el pueblo de Nambé, por el año de 1642. En 1662 Fray García de San
Francisco fundó una iglesia en El Paso del Norte, en la actual frontera entre
Méjico y los Estados Unidos, y esa era una misión peligrosa, por hallarse a
centenares de millas de las colonias españolas, tanto del Viejo como del Nuevo
Méjico.
Los misioneros también cruzaron
las montañas del este del Río Grande, y establecieron misiones entre los indios
Pueblo que vivían al borde de las grandes llanuras. Fray Jerónimo de la Llana
fundó la hermosa iglesia de Quarai, en 1642, y poco después se erigieron las de
Abo, Tenabo y Tavira o Tabira, más conocida ahora, aunque incorrectamente, con
el nombre de La Gran Quivira. Las iglesias de Quarai, Abo y Tavira son las
ruinas más grandiosas que hay en los Estados Unidos, y mucho más hermosas que
muchas que los americanos van a admirar al extranjero. La segunda y mayor
iglesia de Tavira, fue construida entre los años de 1660 y 1670, y casi al
mismo tiempo y en la misma región, si bien a muchas millas de distancia, en el
árido desierto, las iglesias de Tajique y Chililí (Chilili). Acoma, como es
sabido, tenía una misión permanente en 1629, y el misionero construyó una
iglesia. Además de todas las citadas, los pueblos de Zía, Santa Ana, Tesuque,
Pojoaque, San Juan, San Marcos, San Lázaro, San Cristóbal, Alameda, Santa Cruz
y Cochití tenían una iglesia cada uno por el año de 1680. Esto da una idea de
la eficacia del trabajo de los misioneros españoles. Un siglo antes del
nacimiento de nuestra nación, habían construido los españoles, en uno de
nuestros territorios, medio centenar de iglesias permanentes, casi todas de
piedra, y casi todas expresamente para beneficio de los indios. Esa labor de
los misioneros no ha tenido igual en ningún otro punto de los Estados Unidos,
hasta el presente; y en todo el país no habíamos construido en aquel tiempo
tantas iglesias para nosotros mismos.
Una ojeada a la vida de los
misioneros que iban a Nuevo Méjico por entonces, antes de que hubiese quien
predicase en inglés en todo el hemisferio de occidente, presenta rasgos que
fascinan a cuantos admiran el heroísmo solitario, que no necesita ni aplauso ni
espectadores para mantenerse vivo. Ser valiente en el campo de batalla y en
casos de excitación parecida es muy fácil; pero es cosa muy distinta hacer una
heroicidad cuando nadie la presencia y en medio, no tan sólo de peligros, sino
de toda clase de penalidades y obstáculos.
Los misioneros que iban a Nuevo
Méjico tenían que salir, naturalmente, del Viejo Méjico, y antes que eso, de
España. Algunos de esos hombres tranquilos que vestían el hábito gris, habían
hecho ya tan largas jornadas y afrontado peligros tales, como no los han
conocido nunca los Stanleys de nuestra época. Tenían que procurarse sus
vestiduras y los ornamentos de la iglesia y pagarse el viaje desde Méjico a
Nuevo Méjico, pues desde un principio se había organizado un servicio
semianual de expediciones armadas a través del peligroso desierto que los
separaba. La tarifa era de doscientos sesenta y seis pesos, desembolso muy duro
para un hombre cuyo salario era de ciento cincuenta pesos al año (no pasaron
los salarios de esta cifra hasta 1665, en que se aumentaron hasta trescientos
treinta pesos, pagaderos cada tres años). No puede compararse ese estipendio
con el que se da hoy en nuestras iglesias de moda. Con esa mezquina paga, que
era todo lo que podía darle el sínodo, tenía que sufragar los gastos de su
persona y de la iglesia.
Llegado al Nuevo Méjico después
de una peligrosa jornada (y tanto la jornada como el territorio ofrecían
todavía peligros en la presente generación), el misionero se dirigía primero a
Santa Fe. Allí su superior no tardaba en designarle una parroquia, y volviendo
la espalda a la pequeña colonia de sus compatriotas, el buen fraile recorría a
pie cincuenta, cien, o trescientas millas, según el caso, hasta llegar a su
nuevo y desconocido puesto. Algunas veces le acompañaba una escolta de tres o
cuatro soldados españoles; pero a menudo tenía que hacer aquel peligroso
recorrido enteramente solo. Sus nuevos feligreses lo recibían unas veces con
una lluvia de flechas y otras con un hosco silencio. Él no podía hablarles, y
tampoco ellos a él, y lo primero que tenía que hacer era aprender de aquellos
reacios maestros su extraña lengua; mucho más difícil de adquirir que el latín,
el griego, el francés o el alemán. Enteramente solo entre ellos, tenía que
depender de sí mismo y de los favores que de mal grado le hacía su rebaño para
las necesidades de la vida. Si decidían matarle, le era imposible hacer
resistencia. Si rehusaban darle alimento, tenía que morirse de hambre. Si
enfermaba o se imposibilitaba, no tenía más enfermeros ni doctores que aquellos
traicioneros indios. No creo que la historia presente otro cuadro de tan
absoluta soledad, desamparo y desconsuelo como era la vida de aquellos mártires
desconocidos, y por lo que toca a peligros, no ha habido hombre alguno que los
haya arrostrado mayores.
La manera de atender al
mantenimiento de los misioneros era muy sencilla. Además del pequeño
salario que le pagaba el sínodo, el pastor debía recibir algún auxilio de su
parroquia. Esa era una necesidad así moral como material. Es un principio,
reconocido en todas las iglesias, que el interés que en ellas se toma depende
en parte de las dádivas personales. Así, pues, las leyes españolas exigían de
los Pueblo la misma contribución a la iglesia que la establecida por Moisés.
Cada familia india tenía que dar el diezmo y las primicias de los frutos a la
iglesia, como los habían siempre dado a sus caciques paganos. Esto no era una
carga para los indios y mantenía el misionero con un modesto pasar. Por
supuesto que los indios no daban un diezmo; al principio daban lo menos que
podían. El alimento que llevaban al padre consistía en maíz, judías y
calabazas, con sólo un poquito de carne, que rara vez conseguían en la caza,
porque pasó mucho tiempo antes de que hubiese manadas de vacas o rebaños de
carneros que se la proporcionasen. También dependía de su insegura congregación
para que le ayudase a cultivar su pequeña huerta; para que le suministrase leña
con que calentarse en aquellas frías alturas, y hasta para que le diese agua,
pues no había allí acueductos ni pozos y era preciso ir a buscar el agua a
largas distancias y traerla en grandes jarras. Teniendo que depender por
completo, para su subsistencia, de gente tan sospechosa, recelosa y
traicionera, el buen hombre con frecuencia debía padecer hambre y frío.
Excusado es decir que no había tiendas, y si no podía obtener comestibles de
los indios, no tenía más remedio que morirse de hambre. La leña se hallaba en
algunos casos a veinte millas de distancia, como lo está hoy de Isleta. Y no
eran pocas sus tareas. No tan sólo tenía que convertir aquellos paganos al
cristianismo, sino además enseñarles a leer y escribir, a cultivar mejor sus
tierras y, en general, a trocar su barbarie por la civilización.
Cuán difícil era esa labor,
apenas puede apreciarlo el estadista moderno; pero lo que costaba en sangre sí
lo comprenderá cualquiera. No se reducía todo a que de vez en cuando una
ingrata congregación matase a uno de esos hombres abnegados: eso era casi
una costumbre; ni tampoco que pecasen de ese modo una o dos poblaciones. Los
pueblos de Taos, Picuries (Picuris), San Ildefonso, Nambé, Pojoaque, Tesuque,
Pecos, Galisteo, San Marcos, Santo Domingo, Cochití, San Felipe, Puaray, Jemez,
Acoma, Halona, Hauicu, Ahuatui, Mishongenivi y Oraibe—veinte diferentes
poblaciones—, tarde o temprano asesinaron a sus respectivos misioneros. Algunos
de ellos reincidieron en el crimen varias veces. Hasta el año 1700, cuarenta de
esos pacíficos héroes grises habían sido inmolados por los indios en Nuevo
Méjico; dos de ellos por los apaches, y los demás por sus respectivas congregaciones.
De los últimos, uno fue envenenado; los otros sufrieron una muerte horrible y
cruenta. Todavía en el siglo pasado algunos misioneros fueron misteriosamente
envenenados con tósigos secretos, arte diabólico en que los indios eran y son
aún muy duchos; y cuando había muerto el misionero, los indios incendiaban la
iglesia.
Conviene no perder de vista un
hecho muy importante. No tan sólo llevaron a cabo esos maestros españoles una
obra de catequesis como no se ha realizado en parte alguna, sino que, además,
contribuyeron grandemente a aumentar los conocimientos humanos. Había entre
ellos algunos de los más notables historiadores que América ha tenido, y eran
contados entre los hombres más doctos en todos los ramos del saber,
especialmente en el estudio de las lenguas. No eran meros cronistas, sino
versados en las antigüedades del país, en sus artes y en sus costumbres:
realmente historiadores que sólo pueden parangonarse con los grandes clásicos,
Herodoto y Estrabón. La larga y notable lista de autores misioneros españoles incluye
nombres como Torquemada, Sahagún, Motolinia, Mendieta y muchos otros; y sus
voluminosas obras nos sirven de grande e indispensable ayuda para el estudio de
la verdadera historia de América.
VIII
EL SALTO DE ALVARADO
Si alguna vez fuese el lector a
Ciudad de México—y espero que pueda ir, pues esa antigua ciudad, que era ya
vieja y populosa cuando nació Colón, está llena de romántico interés—, le
mostrarán, en la Rivera de San Cosme, el sitio histórico que se designa todavía
con el nombre de «El Salto de Alvarado». Es ahora una calle ancha y urbanizada,
con su tranvía, sus hermosos edificios, animada con el vaivén de gente extraña
y contenta, sin que pueda observarse en aquel sitio nada que recuerde los
terrores de la noche más cruel que relata la historia de América: la llamada
«Noche Triste».
El salto de Alvarado se cuenta
entre las proezas más famosas de la historia, y el que lo dio fue una de las
figuras más notables entre los exploradores del Nuevo Mundo. En la primera gran
conquista se condujo gallardamente, y con el relato de las hazañas que realizó
entonces y después, podría componerse una novela fascinadora. Alto, guapo, de
rubios cabellos y encendida tez, joven, vehemente y generoso, valiente soldado
y agradable compañero, era Alvarado el amigo predilecto así de los españoles
como de los indios. Aun cuando por algún motivo no era bien quisto de Hernán
Cortés, constituía su brazo derecho, y durante la conquista de Méjico estuvo
generalmente en los puestos de mayor peligro. Habíase educado en un colegio:
escribía con letra grande y clara, lo cual no era muy común en aquella época, y
su firma era muy legible. No era un gran caudillo como Cortés, pues su valor
daba a veces al traste con su prudencia; pero, como oficial, en el campo
de batalla mostrábase tan intrépido y denodado como el que más.
Era el capitán don Pedro de Alvarado
y Contreras (Badajoz, 1485 – Guadalajara, Nueva España, 4 julio 1541) natural
de Sevilla, y fue al Nuevo Mundo en el vigor de la edad, no tardando en
señalarse en Cuba por su bizarría. En 1518 acompañó a Juan de Grijalva en el
viaje en que descubrió Méjico, y a su regreso a Cuba fue portador de los pocos
tesoros que ambos habían recogido. Al año siguiente, cuando Cortés embarcó para
ir a conquistar aquella nueva y maravillosa tierra, Alvarado le acompañó como
teniente. Tomó una parte importantísima en todos los brillantes hechos de
aquella romántica aventura. En el momento crítico en que fue necesario
apoderarse del traidor Moctezuma, fueron eficaces la actividad y cooperación de
Alvarado. Mientras el cacique estuvo retenido como rehén, Alvarado tuvo ocasión
de tratarle, y su franqueza le captó las simpatías del guerrero indio. Quedó al
mando de la pequeña guarnición de Méjico cuando Cortés marchó en su audaz pero
feliz expedición contra Pánfilo de Narváez, y desempeñó muy bien aquel delicado
cargo. Antes del regreso de Cortés, notáronse los síntomas de un levantamiento
de los indios con la famosa danza de guerra. Alvarado se hallaba solo, y tuvo
que hacer frente a la crisis bajo su propia responsabilidad. Pero estuvo a la
altura de las circunstancias. Comprendía muy bien el sangriento designio de la
ominosa danza, como lo conocen cuantos han peleado con los indios, y cuál era
el mejor modo de atajarlo. En su infortunada tentativa de apoderarse de los
exorcistas que excitaban al populacho a asesinar a los extranjeros, Alvarado
quedó mal herido. No obstante, tomó parte en la desesperada resistencia a los
asaltos de los indios, en que fueron heridos casi todos los españoles. En
aquella terrible lucha para defender su fortaleza de adobe, así como en las
audaces salidas para rechazar las sitiadoras hordas salvajes, se destacaba
siempre la figura del rubio teniente. Cuando Cortés, que había ya regresado con
sus refuerzos, vio que la situación en la capital era insostenible y que su
única salvación era intentar la retirada de la ciudad lacustre a tierra firme,
el puesto de honor le tocó a Alvarado. Había mil doscientos españoles y
dos mil aliados tlaxcaltecas, y esta fuerza se dividió en tres mandos. Dirigía
la vanguardia Juan Velázquez; la segunda división iba a las órdenes de Cortés y
la tercera, que debía sostener toda la furia de la persecución, la mandaba
Alvarado.
Reinaba la mayor inquietud
cuando salieron, gateando, los españoles de su refugio para escapar por el
malecón.
Era una noche lluviosa e
intensamente obscura, y con los cascos de los caballos y las ruedas de su
pequeño cañón cubiertos de trapos para no hacer ruido, los españoles avanzaban
lo más cautelosamente posible por la angosta lengua de tierra que unía la
ciudad del lago con el continente.
Este terraplenado viaducto
estaba cortado por tres anchos canales, y para cruzarlos llevaban los soldados
un puente portátil. Mas a pesar de su cautela, no tardaron los indios en darse
cuenta de su salida. Apenas habían abandonado el cuartel y emprendido la marcha
por el viaducto, cuando los toques del monstruoso tambor de guerra, el «tlacan
huehuetl», desde la cumbre de la pirámide de los sacrificios, rompieron el
silencio de la noche sonando a sus oídos como el toque de agonía de sus
esperanzas. Todavía infunde terror ese feroz rugido del gigantesco timbal
colocado sobre un trípode, que se usa aún y puede oírse a quince millas de
distancia; pero para los españoles anunciaba su perdición. Vieron encenderse
varias hogueras en el Teocali, y correr en su persecución numerosos enjambres
de indígenas.
Corriendo tan aprisa como se lo
permitían sus heridas y su impedimenta, llegaron los españoles salvos al primer
canal. Echaron sobre él su puente y empezaron a desfilar por éste. Entonces los
indios se agruparon en sus canoas a cada lado del viaducto, y los atacaron con
su característica ferocidad. Los soldados, rodeados por las turbas, luchaban
mientras seguían avanzando. Pero, al cruzar la artillería el puente, éste se
vino abajo, precipitando al agua cañón, hombres y caballos, que no se
levantaron más. Entonces empezaron los inenarrables horrores de la «Noche
Triste». No había retirada posible para los españoles, quienes se veían
atacados por todos lados. Los que venían detrás, empujaban a los de delante,
que no podían detenerse ni siquiera ante el canal de agua negruzca. En el borde
estaban apiñados hombres y caballos en la más densa obscuridad, y todavía
venían empujando los de detrás, hasta que, por último, el canal quedó atestado
de cadáveres, y los supervivientes tenían que pasar por encima de aquel
hacinamiento de sus muertos. Juan Velázquez, que mandaba la vanguardia, fue
herido, y españoles y tlaxcaltecas caían como mieses segadas por la hoz. El
segundo canal, lo mismo que ambos lados del viaducto, estaba bloqueado por
canoas, llenas de guerreros salvajes, y allí se produjo otra sangrienta pelea,
que duró hasta que aquel boquete quedó también atascado con los heridos,
teniendo los fugitivos que pasar por un puente de cadáveres para llegar al otro
borde del viaducto. Alvarado, luchando a retaguardia para contener a los indios
que les atacaban por el terraplén, fue el último en cruzar, y antes de que
pudiera seguir a sus camaradas, la corriente, barriendo súbitamente la macabra
obstrucción, dejó otra vez despejado el canal. Debajo de Alvarado cayó muerto
su fiel caballo; él también estaba mal herido; sus compañeros se habían alejado
y el despiadado enemigo lo rodeaba por todas partes. No podemos menos de
recordar al héroe romano...
«aquel héroe tan valiente
que defendió audaz el puente,
y a quien dedica la historia
una página de gloria».
La situación de Alvarado era
tan desesperada como la de Horacio Cocles[57],
y con el mismo varonil denuedo supo colocarse a su altura. Con una rápida
ojeada comprendió que lanzarse al agua sería una muerte segura. Entonces,
mediante un supremo esfuerzo de su vigorosa musculatura, apoyóse en la lanza y
saltó. La distancia era de diez y ocho pies
(5,5 m). Hay memoria de otros saltos bastante más largos. Nuestro propio Jorge Washington,
cuando en su juventud se dedicaba a juegos atléticos, saltó una vez más de
veinte pies tomando carrera. Pero considerando las circunstancias, la
obscuridad, sus heridas y el peso de su armadura, el prodigioso salto de
Alvarado no ha sido quizá sobrepujado por otro alguno.
Pero Alvarado saltó, y el héroe
de esa proeza subió tambaleándose por la margen opuesta, hasta ir a reunirse
con sus compatriotas.
A partir de aquel momento, los
que quedaban siguieron luchando por el viaducto hasta llegar a tierra firme.
Los indios abandonaron por fin la persecución, y los españoles, exhaustos,
pudieron respirar y contar los que se habían salvado. Muy pocos habían quedado
con vida. Nada tiene de extraño, según dice la leyenda, que su valiente
general, acostumbrado como estaba a reprimir estoicamente sus sentimientos, se
sentase bajo el ciprés que se enseña todavía con el nombre de «El árbol de la
Noche Triste», y derramase lágrimas viriles al contemplar los lastimosos restos
de su valeroso ejército. De los mil doscientos españoles que antes tenía,
ochocientos sesenta perecieron, y de los supervivientes no había uno solo que
no estuviese herido. También habían muerto dos mil indios tlaxcaltecas aliados
suyos. A no ser porque los indígenas trataban menos de matar que de aprisionar
a los españoles para darles una muerte más horrible con la cuchilla de
sacrificar, ni uno solo se hubiera salvado. Aun así, los supervivientes vieron
más tarde a unos sesenta de sus camaradas descuartizados sobre el altar del
gran Teocali.
Perdióse toda la artillería,
como también todo el tesoro. Ni un grano de pólvora quedó en condición de poder
utilizarse, y sus armaduras quedaron tan abolladas y rotas, que no parecían las
mismas. Si los indios les hubiesen perseguido entonces, los hombres, exhaustos,
hubieran sido fáciles víctimas. Pero después de aquella terrible pelea, también
descansaban los indígenas, lo cual permitió que pudiesen escapar los españoles.
Dirigiéndose al pueblo amigo de Tlaxcala, dando un rodeo para escapar de sus
enemigos; pero fueron atacados en todos los pueblos intermedios. La lucha más
desesperada tuvo efecto en las llanuras de Otumba. Rodeados y acosados por los
naturales, los españoles se consideraban ya perdidos. Afortunadamente Cortés
reconoció a uno de los exorcistas por su rico ropaje, y en una última y
desesperada carga, ayudado por Alvarado y otros pocos oficiales, derribó al
sujeto de quien los supersticiosos indios hacen depender el éxito de la guerra.
Muerto el mago, sus aterrorizados secuaces cejaron, y de nuevo los españoles se
vieron libres de las garras de la muerte.
En el sitio de Méjico, que fue
el más sangriento asedio que registra la historia de América, Alvarado fue
quizá la figura más preeminente después de Cortés. Este gran general era el
cerebro de aquella notable campaña, y un cerebro de gran valía. No hay nada en
la historia que pueda compararse con su empresa de hacer construir trece
bergantines en Tlaxcala y transportarlos a hombros de sus soldados a más de
cincuenta millas tierra adentro y por encima de las montañas, para botarlos en
el lago de Méjico a fin de que ayudasen a poner el sitio. Lo que más se le
parece es el gran hecho de Balboa transportando dos bergantines a través del
istmo. Las hazañas del gran cartaginés Aníbal en el sitio de Tarento, y las del
«Gran Capitán» español, Gonzalo Fernández de Córdoba, en la misma plaza, no son
comparables en modo alguno con aquéllas.
En los setenta y tres días que duró
el sitio, era Cortés la cabeza y Alvarado su brazo derecho. El bizarro teniente
mandaba la fuerza que atacó por el mismo viaducto por donde se retiraron en
la Noche Triste. En una de las batallas le mataron a Cortés el
caballo que montaba, y los indios se llevaban arrastrando al conquistador,
cuando uno de sus pajes se abalanzó sobre ellos y le salvó la vida. En el
asalto final y en la desesperada lucha dentro de la ciudad, Cortés iba al
frente de una mitad de los soldados españoles, y Alvarado mandaba la otra
mitad, y éste fue el que dirigió la toma por asalto del gran Teocali.
Después de la conquista de
Méjico, en que ganó tantos laureles, Alvarado fue enviado por Cortés con una
pequeña fuerza a conquistar Guatemala[58].
Marchó allá por Oaxaca y Tehuantepec[59],
encontrando la resistencia característica de los indios. Había en Guatemala
tres tribus principales: los Quiché [quiches], los Zutuhil y los Caciquel [calchiquelos].
Los Quiché le hicieron frente en campo abierto, y los derrotó. Entonces se
rindieron formalmente, hicieron la paz y le invitaron a visitarles como amigo
en su pueblo de Utatlán [Utitlán]. Cuando los españoles estaban seguros en la
ciudad y rodeados por los indios, éstos pegaron fuego a las casas y atacaron
ferozmente a sus medio asfixiados huéspedes. Después de un empeñado encuentro,
Alvarado los derrotó y dio muerte a los cabecillas. Las otras dos tribus se
sometieron, y en cosa de un año Alvarado y su pequeña fuerza habían llevado a
cabo la conquista de Guatemala. Los servicios de aquél fueron recompensados con
su nombramiento de gobernador y Adelantado de la provincia, y fundó la ciudad
de Guatemala[60], que en su tiempo
probablemente llegó a ser lo que Méjico era entonces: una ciudad de quince a
veinte mil habitantes indios y mil españoles.
El gobernador Alvarado se
ausentaba con frecuencia de la capital. Había que efectuar muchas expediciones
por aquel desierto nuevo mundo. Su más importante jornada la realizó en 1534,
cuando, construyendo sus buques como de costumbre, salió para el Ecuador y
llevó a cabo una marcha dificultosa por el interior, hasta llegar a Quito,
donde se encontró en territorio de Pizarro. Entonces regresó a Guatemala sin
provecho alguno.
Durante una de sus ausencias
prodújose el terrible terremoto que destruyó la ciudad de Guatemala y causó a
Alvarado una irreparable pérdida, a la cual nunca se resignó. Más arriba de la
ciudad se elevaban dos grandes volcanes: el Volcán de Agua y el Volcán de
Fuego. El Volcán de Agua estaba extinto y su cráter inundado por un lago. El
Volcán de Fuego estaba, y está todavía, en erupción. En aquel memorable
temblor de tierra, el borde de lava del Volcán de Agua quedó hendido por la
convulsión, y aquel volumen de agua se precipitó como un torrente sobre la
malhadada ciudad. Millares de personas perecieron bajo las paredes que se
derrumbaban y en la impetuosa corriente, y entre los que así se perdieron,
hallábase la esposa de Alvarado, doña Beatriz de la Cueva [10 de septiembre de
1541]. Su muerte causó al valiente soldado un gran desaliento, porque la amaba
tiernamente[61].
En los tiempos borrascosos que
atravesó Méjico, después que Cortés hubo terminado su conquista y empezó a
malearse en la prosperidad y a ponerse en evidencia de un modo indigno, el
apoyo de Alvarado fue solicitado y obtenido por el grande y buen virrey Antonio
de Mendoza y Pacheco, uno de los hombres de gobierno más notables de todas las
épocas. No fue eso una traición por parte de Pedro de Alvarado hacia su antiguo
jefe, pues Cortés había traicionado no solamente a la Corona, sino también a
sus amigos. La causa de Mendoza era la causa del buen gobierno y de la lealtad.
Se había hecho necesario
domeñar a los indios hostiles Nayares, quienes habían causado a los españoles
muchos trastornos en la provincia de Jalisco, y en esa campaña Alvarado se unió
a Mendoza. Los indios se retiraron a la cima del ingente, y, al parecer,
inexpugnable risco de Mixtón, y había que desalojarlos a toda costa. El asalto
de aquella roca puede compararse con el de Acoma y es uno de los más
desesperados y brillantes de que hay recuerdo. El virrey mandaba en persona;
pero la verdadera proeza la realizaron Alvarado y un oficial compañero suyo. Al
ir a escalar el risco [24 de junio de 1541], Alvarado fue herido en la cabeza
por una roca que dejaron rodar los salvajes, y murió a consecuencia de la
herida; pero no sin ver que sus compañeros alcanzaban una brillante victoria[62].
El oficial que, después de
Alvarado, merece citarse como héroe del Mixtón, fue Cristóbal de Oñate, hombre
distinguido por muchos conceptos. Era un oficial de valía, de espíritu activo y
diligente, y uno de los primeros millonarios de Norteamérica, siendo,
además, el padre del colonizador de Nuevo Méjico, Juan de Oñate. El 11 de
junio de 1548, algunos años después de la batalla de Mixtón, descubrió Oñate
las más ricas minas de plata del continente, las de Zacatecas, en la pelada y
desolada meseta donde se halla ahora la ciudad mejicana de aquel nombre. Esas
grandes venas de arseniato rubí y negro y de plata virgen, formaron los
primeros millonarios de Norteamérica, así como la conquista del Perú, hizo los
primeros del continente del sur. Las minas de Zacatecas no eran tan vastas como
las que se explotaron en Potosí, de Bolivia, las cuales produjeron, de 1541 a
1664, la inconcebible suma de 641.250.000 pesos en plata; pero las minas de
Zacatecas también fueron enormemente productivas. Su corriente de plata fue la
primera realización de los ensueños de vasta riqueza en el continente del
norte, y causó un prodigioso cambio comercial en esa parte del Nuevo Mundo. En
la localidad, el descubrimiento redujo el precio de las subsistencias cerca de un
noventa por ciento. Nunca fue Méjico un país de mucho oro; pero durante más de
tres siglos ha sido uno de los principales productores de plata. Lo es aún hoy
día, si bien su producción no es tan crecida como la de los Estados Unidos.
Cristóbal de Oñate fue, por lo
tanto, un hombre muy importante en la obra del destino. Su «bonanza» hizo de
Méjico un nuevo país comercialmente, y supo hacer de sus millones mejor uso que
el que se hace en nuestros días, pues se les empleó en la construcción de dos
de las primeras ciudades de los Estados Unidos.
IX
EL VELLOCINO DE ORO
Todos sabemos de aquel extraño
vellocino amarillo que, guardado por un dragón, estaba colgado en el sombreado
bosquecillo de Colcos, y de cómo Jasón y sus argonautas ganaron el premio,
después de muchos peligros y peripecias. Ahora bien; en nuestro propio Nuevo Mundo
hemos tenido un vellocino de oro más deslumbrador que aquel que trató de ganar
el mitológico pupilo del viejo Quirón, pero que nadie llegó a capturar, no
obstante haberlo probado hombres más valientes que Jasón. Realmente hubo
centenares de Jasones que lucharon más bravamente y sufrieron mucho mayores
contrariedades, y que, sin embargo, nunca llegaron a conseguir el premio.
Porque el dragón que guardaba el vellocino de oro americano no era un quimérico
perro faldero como el de Jasón, que se tragase una pócima, y se echase a
dormir; era un monstruo mayor que toda la tierra en que vivían los argonautas y
que todos los países en que viajaron; un monstruo que todavía no ha logrado
ningún hombre, ni toda la humanidad, hacer desaparecer: el mortífero monstruo
de los trópicos.
El mito de Jasón es uno de los
más hermosos de la antigüedad, y hasta es más que bello. Empezamos ahora a
comprender la importante influencia que puede tener un cuento de hadas sobre
conocimientos más serios. Un mito tiene siempre, en cierta parte, algún
fundamento de verdad, y esa oculta verdad puede ser de un valor perdurable.
Estudiar la historia sin fijar la atención en los mitos que relata, es
prescindir de una preciosa luz auxiliar que puede iluminar determinados
hechos. El progreso humano, en casi todas sus fases, ha sentido la influencia
de este raro pero poderoso factor. ¿Dónde imagina el lector que estaría hoy la
química, si la piedra filosofal y otros mitos no hubiesen inducido a los viejos
alquimistas a escudriñar los misterios, donde nunca hallaron lo que buscaban,
pero encontraron verdades de la mayor valía para la humanidad? La geografía en
particular, ha debido más bien a los mitos que a la invención escolástica el
llegar a ser una ciencia, y el mito de oro ha sido en todo el mundo el profeta
y la inspiración de los descubrimientos y el moldeador de la historia.
Nos hemos acostumbrado a
considerar a los españoles como los únicos que iban en busca de oro, dando a
entender que la caza del oro es una especie de pecado y que ellos eran
excesivamente propensos a cometerlo. Pero no es ese un defecto propio
exclusivamente de los españoles; esa afición es común a toda la humanidad. La
única diferencia está en que los españoles hallaron oro, lo que es un pecado
bastante grande para ciertos «historiadores», incapaces de considerar lo
que hubieran hecho los ingleses si hubiesen hallado oro en América desde un
principio.
No creo que nadie niegue que,
cuando se descubrió oro en las partes más distantes de su tierra, el sajón tuvo
piernas para llegar hasta ese metal, y hasta adoptó medidas que no eran del
todo decorosas para apoderarse de él; pero nadie es tan imbécil que hable de
«los días del 49» como de algo que nos deshonre. Hubo ciertamente algunos
lamentables episodios; pero, cuando California conmovió de pronto el
continente, haciendo llegar hasta ella la fuerza de los Estados del Este, abrió
uno de los más valientes, más importantes y más señalados capítulos de nuestra
historia nacional. Porque el oro no es un pecado: es un artículo muy necesario,
y muy digno siempre que recordemos que es un medio y no un fin, un instrumento
y no un motivo de lucro; punto de sentido común económico que solemos olvidar
tan fácilmente en el centro bursátil de Nueva York como en las minas del Oeste.
A esta universal y
perfectamente legítima afición al oro, debemos principalmente el que se
descubriese la América, como en realidad el haber civilizado muchos otros
países.
La historia científica moderna
ha demostrado plenamente cuán disparatada y errónea es la idea de que los
españoles tan sólo buscaban oro, y nos enseña de qué manera tan varonil
satisfacían las necesidades del cuerpo y del espíritu. Pero el oro era para
ellos, como sería hoy mismo para otros hombres, el principal motivo. La gran
diferencia está únicamente en que el oro no les hacía olvidar su religión. Fue
un dedo de oro el que guio a Colón hacia América; a Cortés, hacia Méjico; a
Pizarro, hacia el Perú; de igual modo que nos guio a nosotros a California, sin
lo cual no hubiera sido hoy uno de nuestros Estados. El oro que se encontró al
principio en el Nuevo Mundo era desgraciadamente poco: antes de la conquista de
Méjico sólo ascendió a 500.000 pesos; Cortés aumentó la cantidad, y Pizarro la
hizo subir a una cifra fabulosa y deslumbradora. Pero lo más curioso es que el
oro que se encontró, no representó, en la exploración y civilización del Nuevo
Mundo, un papel tan importante como el que se buscaba en vano. El maravilloso
mito que representa el vellocino de oro americano, influyó de un modo más
eficaz, en la geografía y la historia, que las verdaderas e incalculables
riquezas del Perú.
De este mito fascinador tiene
la gente escaso conocimiento, aun cuando una corruptela de su nombre anda en
boca de todo el mundo. Hablando de una región muy rica solemos decir que es
otro «Eldorado» o bien «un Eldorado», error indigno de personas cultas. El
verdadero nombre es «Dorado», y «El Dorado» es una contracción en español de
«el hombre dorado», mito que ha dado origen a una serie de proezas, al lado de
las cuales son insignificantes las de Jasón y sus compañeros semidioses.
Como todos esos mitos, éste
tuvo en realidad su fundamento. El «vellocino de Colcos» era una imagen poética
de las minas de oro del Cáucaso; pero realmente existió un «hombre dorado». Su
historia y los sucesos a que dio pie es un cuento de hadas que tiene la
ventaja de ser verdad. Es un tema sumamente complicado; pero, gracias a que el arqueólogo
Adolph Francis Bandelier ha descorrido por fin el velo que lo cubría, se puede
ahora relatar esa historia de un modo inteligible, como no se ha vulgarizado
antes de ahora.
Hace algunos años se halló en
una laguna de Siecha[63],
en Nueva Granada, un curioso y pequeño grupo de estatuas: era un trabajo tosco
y antiguo de los indios, y aún más precioso por su interés etnológico que por
el metal de que estaba hecho, que era oro puro. Este raro ejemplar, que puede
verse ahora en un museo de Berlín, es una balsa de oro, sobre la cual están
agrupadas diez figuritas de hombres del mismo metal. Representa una extraña
costumbre que en tiempos prehistóricos era peculiar de los indios de la aldea
de Guatavita[64], en las montañas de Nueva
Granada. Esa costumbre era como sigue: En cierto día uno de los jefes de la
aldea untaba su cuerpo desnudo con una goma, y después se espolvoreaba de la
cabeza a los pies con oro fino molido. Ese era «el hombre dorado». Entonces lo
llevaban sus compañeros en una balsa hasta el centro del lago que estaba cerca
de la aldea, y saltando de la balsa «el hombre dorado», se lavaba su preciosa y
extraña envoltura y la dejaba hundirse hasta el fondo del lago. Esa práctica
era un sacrificio en provecho de la aldea. La tal costumbre ha quedado
históricamente comprobada; pero se había abandonado más de treinta años antes
de que se enterasen de ella los europeos, esto es, los españoles de Venezuela
en 1527. Esa costumbre no había sido abandonada voluntariamente por la gente de
Guatavita, sino que los belicosos indios Muysca de Bogotá pusieron fin a ella,
bajando a dicha aldea y exterminando a casi todos sus habitantes. Pero el
sacrificio fue un hecho, y a tan enorme distancia y en aquellos días precarios,
los españoles supieron de esa costumbre como si todavía se practicase. La
historia del «hombre dorado», que por contracción se decía «el dorado», era
demasiado sorprendente para no causar impresión. Llegó a ser una palabra
familiar, y desde entonces un señuelo para cuantos se acercaban a la costa
del norte de la América del Sur. Nos extrañará que la tal conseja (que ya se
había convertido en un mito en 1527, desde que cesara la costumbre que le dio
pie), pudiese subsistir durante 250 años sin que se refutase por completo; pero
no nos sorprenderá tanto si tenemos en cuenta que la América del Sur era
entonces un dificultoso y vasto desierto y que aún hoy contiene muchos
misterios que no han sido explorados.
Las primeras tentativas de llegar hasta «el hombre dorado», se hicieron desde la costa de Venezuela. Carlos I de España y V de Alemania, había empeñado la costa de aquella posesión española a la opulenta familia bávara de los Welsers, concediéndoles el derecho de colonizar y «descubrir el interior». En 1529, Ambrosio Dalfinger y Bartolomé Seyler desembarcaron en Coro (Venezuela) con 400 hombres. La historia del «hombre dorado» era ya cosa corriente entre los españoles, y atraído por ella, Dalfinger se fue tierra adentro para encontrarlo. Era atrozmente cruel, y su expedición fue nada menos que una absoluta piratería. Penetró hasta el río Magdalena, en Nueva Granada, esparciendo la muerte y la devastación por donde quiera que pasaba. Encontró algún oro; pero su brutalidad hacia los indios fue tan grande y contrastaba de tal modo con el trato que estaban acostumbrados a recibir de los españoles, que los indígenas, exasperados, se rebelaron, y la marcha de aquel nombre no fue otra cosa que una continua lucha, que duró más de un año. El mal estaba en que los Welsers no tenían más empeño que encontrar tesoros para reintegrarse del dinero que habían desembolsado, y no sentían el verdadero espíritu colonizador y cristianizador de los españoles. Dalfinger no pudo hallar «el hombre dorado», y murió en 1530 de resultas de una herida que recibió durante la nefanda expedición [De Ambrosio Dalfinger (Ehinger o Alfinger) hoy se sabe que murió el 31 de mayo de 1533, cerca del actual municipio colombiano de Pamplona, unos 53 km al SO de Cúcuta, muy cerca de la frontera con Venezuela. El 8 de septiembre de 1529 fundó un establecimiento al NO del lago Maracaibo, origen de la actual ciudad homónima. Regresó a Coro el 3 de mayo de 1530, encontrándose como gobernador a Juan Seissenhofer, pues todos creían que él había muerto. Ambrosio Dalfinger fue repuesto en su cargo de gobernador de Coro, pero, al estar enfermo, decidió recuperarse en Santo Domingo, dejando como gobernador interino a Nicolás de Federmann. El 27 de enero de 1531 está Dalfinger de nuevo en Coro. El 9 de julio parte de nuevo hacia Maracaibo, abandonándolo el 1 de septiembre, en que inicia una exploración por las regiones del interior más al sur. Después de múltiples peripecias, murió por una flecha envenenada en el lugar indicado. En realidad, apenas se había alejado al sur del lago de Maracaibo].
Su sucesor en el mando de los
intereses de los Welsers, Nicolás Federmann (Ulm, 1506 – Valladolid, 1542), no
fue mucho mejor como hombre, ni tuvo mejor fortuna como explorador. En 1530
marchó tierra adentro para descubrir el Dorado; pero desde Coro se dirigió en
derechura hacia el Sur, así que no pasó por Nueva Granada. Después de una
terrible marcha por las selvas tropicales, tuvo que volverse con las manos
vacías, en el año 1531.
Desde este punto empieza a
derivar, cronológicamente, una de las curiosas ramificaciones y variaciones de
este fecundo mito. Fue al principio un hecho, durante treinta años una fábula,
y ahora, después de tres años, comenzó a ser un errante fuego fatuo, que
saltaba de un punto a otro y poco a poco se iba enredando con otros mitos. La
primera variación data de la tentativa para descubrir el origen del Orinoco,
ese gran río que se suponía que sólo podía emanar de algún gran lago. En 1530,
Antonio Sedeño salió de España con una expedición para explorar el Orinoco.
Llegó al Golfo de Paria y construyó un fuerte, con intención de continuar desde
allí sus exploraciones. Mientras ponía su proyecto en obra, Diego de Ordaz,
antiguo camarada de Cortés, había obtenido en España una concesión para
colonizar el distrito que se llamaba entonces Marañón, un territorio vagamente
definido que comprendía Venezuela, Guayana y el norte del Brasil. Salió de
España en 1531, llegó al Orinoco y se remontó por el río hasta las cataratas.
Entonces tuvo que volverse, después de dos años de tratar en vano de vencer
todos los obstáculos que se le presentaron. Pero en esta expedición oyó decir
que el Orinoco tenía su origen en un gran lago, y que el camino que a ese lago
conducía, pasaba por una provincia llamada Meta que, según se decía, era
fabulosamente rica en oro. Según el historiador Bandelier, que es autoridad en
la materia, no cabe duda que la riqueza que se atribuía a Meta era sólo un eco
del cuento del Dorado, que había llegado hasta las tribus del bajo Orinoco.
A Diego de Ordaz le siguió en
1534 Jerónimo Dortal, el cual intentó llegar a Meta, pero fracasó por completo.
Estas tentativas realizadas desde Venezuela, según demuestra Bandelier,
localizaron por fin el sitio del Dorado, limitándolo a la parte noroeste del
continente. Se le había buscado en otros puntos sin encontrarlo, y de ahí se
dedujo que debía de estar en el único sitio no explorado: la elevada
meseta de Nueva Granada.
Después de muchas infortunadas
tentativas, que no es del caso relatar aquí, Gonzalo Jiménez de Quesada
(Córdoba, ca. 1506 – Mariquita, Colombia, 16 de febrero de 1579) conquistó por
fin la meseta de Nueva Granada, en 1536-38. Este bravo soldado subió por el río
Magdalena con una fuerza de seiscientos veinte infantes y ochenta y cinco
jinetes. De éstos, sólo llegaron vivos a la meseta ciento ochenta, al principio
del año 1537. Se encontró con los indios Muysca, que vivían en aldeas
permanentes y poseían oro y esmeraldas. Le resistieron con su característica
tenacidad; pero las tribus fueron vencidas una tras otra, y Quesada fue el
conquistador de Nueva Granada.
El botín que se repartieron los
conquistadores ascendió a 246.976 pesos de oro—que valdrían ahora
1.250.000 duros—y 1.815 esmeraldas, algunas de gran tamaño y de mucho valor.
Hallaron el verdadero sitio del «hombre dorado», y hasta visitaron Guatavita, cuyos
habitantes opusieron una feroz resistencia; pero claro está que no hallaron al
«hombre», porque ya había desaparecido la famosa costumbre.
Apenas había Jiménez de Quesada
completado su gran conquista, cuando le sorprendió la llegada de otras dos expediciones
españolas, que fueron atraídas al mismo sitio por el mito del Dorado.
Dirigía una de ellas Nicolás Federmann,
el cual había penetrado en Bogotá desde la costa de Venezuela en aquella su
segunda expedición, que fue una marcha terrible. Al mismo tiempo, y sin saberlo
el uno del otro, Sebastián de Belalcázar (Belalcázar, Córdoba, 1480 – Cartagena
de Indias, 1551) había salido de Quito en busca del «hombre dorado». El cuento
del cacique cubierto de oro había llegado hasta el corazón del Ecuador, y los relatos
de los indios indujeron a Belalcázar a ir en busca del sitio en que se hallaba.
Los tres jefes hicieron un convenio en virtud del cual Jiménez de Quesada quedó
único dueño del país que había conquistado, y Federmann y Belalcázar regresaron
a sus puestos respectivos.
Mientras Federmann andaba a la
caza del mito, un sucesor suyo había ya llegado a Coro. Era el intrépido alemán
conocido por «George de Speyer», pero cuyo verdadero nombre, descubierto
por Bandelier, era George Hormuth (Georg Hohermuth von Speyer, Spira, ca. 1500
– Coro, Venezuela, 11 junio 1540). Al llegar a Coro, en 1535, no solamente oyó
hablar del Dorado, sino también de que había carneros domesticados hacia el
sudoeste, esto es, en dirección del Perú. Siguiendo estas vagas indicaciones,
salió con aquel rumbo; pero tropezó con tan enormes dificultades para llegar al
paso de la montaña que le dijeron los indios que conducía a la tierra del
Dorado, que se desvió hacia las vastas y terribles selvas tropicales del alto Orinoco.
Allí oyó hablar de Meta, y siguiendo aquel mito, penetró hasta un grado del
Ecuador. Durante veintisiete meses él y sus acompañantes españoles anduvieron
errabundos por la enmarañada y pantanosa manigua que hay entre el Orinoco y el
río Amazonas. Tropezaron con muy numerosas y belicosas tribus, de las cuales la
más notable era la de los Uaupes. No hallaron oro; pero en todas partes oyeron
contar la fábula de un gran lago relacionado con el oro. De los ciento noventa
hombres que salieron en esta expedición, sólo regresaron ciento treinta, y de
éstos sólo unos cincuenta tenían fuerzas para llevar armas. Tan indescriptible
y penoso viaje duró tres años. El resultado de sus horrores fue desviar la
atención de los exploradores del verdadero sitio del Dorado y encaminarles
hacia las selvas del río Amazonas, en la empresa quimérica de buscar un mito
que tenía mucho de geográfico. En otras palabras, preparó la exploración de la
parte norte del Brasil.
Poco después de «George de
Speyer», y sin tener la menor relación con él, Francisco Pizarro, conquistador
del Perú, había dado impulso a la exploración del Amazonas desde el lado del
Pacífico del continente. En 1538, desconfiando de Belalcázar, envió a su
hermano Gonzalo Pizarro a Quito, para reemplazar a su sospechoso teniente. Al
siguiente año, Gonzalo supo que el árbol de la canela abundaba en los bosques
de la vertiente oriental de los Andes, y que todavía más lejos moraban
poderosas tribus indias ricas en oro. Quiere decir que, mientras el mito
original y verdadero del Dorado había llegado a Quito desde el norte, el
mito de Meta, que era un eco de aquél, había llegado también allí desde el
este. Puesto que Belalcázar había ido al antiguo y verdadero lugar del Dorado,
y no había encontrado a ese individuo, se suponía que su domicilio debía
hallarse en algún otro punto, es decir, al este, en vez del norte, de Quito.
Gonzalo emprendió su desastrosa expedición a las selvas orientales con
doscientos veinte hombres. En los dos años que duró la tremebunda jornada,
perecieron todos los caballos, como también sus compañeros indios, y los pocos
españoles que llegaron vivos al Perú, en 1541, tenían la salud completamente
quebrantada. Se encontró el árbol de la canela; pero no «el hombre dorado». Uno
de los tenientes de Gonzalo Pizarro, Francisco de Orellana (Trujillo, Cáceres,
1511 – Río Amazonas, 1546), habíase adelantado por la parte superior del
Amazonas, con cincuenta hombres, en un bote desvencijado. No pudieron los dos
grupos volver a juntarse, y Orellana finalmente se dejó arrastrar por la
corriente hasta la desembocadura del Amazonas, en medio de indecibles
sufrimientos. Flotando mar adentro en el Atlántico, llegaron por último a la
isla de Cubagua (al sur de Isla Margarita, frente a las costas de Venezuela),
el 11 de septiembre de 1541. Esta expedición fue la primera que trajo al mundo
informes fidedignos respecto del tamaño y naturaleza del mayor río de la
tierra, y también dio a dicho río el nombre que hoy lleva. Encontraron tribus
indias cuyas mujeres luchaban al lado de los hombres, y por esta razón le
llamaron «río de las Amazonas».
En 1543, Hernán Pérez de Quesada
(Granada, Andalucía, ca. 1500 – Cabo de la Vela, península de La Guajira,
Colombia, 1544), hermano del conquistador, penetró en las regiones que había
visitado «George de Speyer». Fue allí desde Bogotá, por haber oído tergiversado
el mito de Meta; pero sólo encontró miseria, hambre, enfermedades e indígenas
hostiles en los diez y seis terribles meses que anduvo errante por el desierto.
Entre tanto se habían
convencido en España de que la concesión de Venezuela a los prestamistas
alemanes era un fracaso. El régimen de los Welsers sólo daño causaba. No
obstante, se resolvió hacer el último esfuerzo, y Philipp von Hutten (Baja
Franconia, 18 diciembre 1505 – Cruz de Tara-Tara, cerca de Quíbor, al NO de
Venezuela, 17 mayo 1546), joven y valiente caballero alemán, salió de Coro, en
agosto de 1541, a la caza del mito de oro, el cual por aquel tiempo había
llegado ya hasta el sur de las Amazonas. Durante diez y ocho meses anduvo
vagando en un círculo, y entonces, oyendo decir que había una tribu poderosa y
rica en oro, llamada de los Omaguas, se lanzó hacia el sur, cruzando el Ecuador
con su fuerza de cuarenta hombres. Encontró a los Omaguas; fue derrotado por
ellos y herido, y al fin pudo llegar a Venezuela después de pasar por muchos
sufrimientos durante más de tres años en las más impenetrables selvas y los
dilatados pantanos de los trópicos. A su regreso fue asesinado[65],
y así terminó la dominación alemana en Venezuela.
El hecho de que los Omaguas
pudieran derrotar a una compañía española en batalla a campo abierto, dio a
aquella tribu una gran reputación. Siendo tan fuertes en número y en valentía,
era natural suponer que también fuesen ricos en metales, aun cuando no se había
visto de ello muestra alguna.
Arrojado de su cuna, el mito
del «hombre dorado», se había convertido en un fantasma errante. Habíase
perdido de vista su primitiva forma, y de un «hombre dorado» se había
transformado, poco a poco, en una tribu de oro. Se confundieron y combinaron El
Dorado y Meta, siguiendo el curioso, pero característico curso de los mitos.
Primero, un hecho notable; después el relato de un hecho que ha dejado de
existir; luego, el eco lejano de ese cuento enteramente despojado de los hechos
fundamentales y, por último, un enredo y maraña general del hecho; la leyenda y
el eco formando un nuevo mito, difícil de reconocer.
Este mito vagabundo y variable
atrajo poderosamente la atención, en 1550, en la provincia del Perú. En aquel
año varios centenares de indios de la región central del Amazonas, esto es, del
corazón del norte del Brasil, se refugiaron en las colonias españolas de la
parte oriental del Perú. Habían sido arrojados de sus habitaciones por la
hostilidad de las tribus vecinas, y no llegaron al Perú sino después de muchos
años de penosas y azarosas marchas.
Dieron noticias exageradas de
la riqueza e importancia de los Omaguas, y esos cuentos fueron creídos con
avidez. Sin embargo, no estaba entonces el Perú en condiciones de emprender una
nueva conquista, y sólo diez años después de la llegada de aquellos indios
refugiados, se dieron algunos pasos acerca de este asunto. El primer virrey del
Perú, el bueno y gran Antonio de Mendoza, que del virreinato de Méjico había
sido ascendido a esta más alta dignidad[66],
vio en aquellas noticias la oportunidad de tomar una sabia medida. Había
librado a Méjico de unos cuantos centenares de hombres levantiscos que eran una
amenaza para el buen gobierno, enviándolos a la caza del áureo fantasma de
Quivira, aquella notable expedición de Coronado que fue tan importante para la
historia de los Estados Unidos. Entonces halló en su nueva provincia un peligro
análogo, pero mucho peor, y para librar al Perú de gente maleante y peligrosa,
Mendoza organizó la famosa expedición de Pedro de Ursúa (Tudela, Navarra, ca.
1526 – Machifaro, en la selva amazónica, Bolivia, 1 de enero de 1561,
asesinado). Fue el cuerpo más numeroso que se reunió en la América del Sur para
una empresa de esta clase en el siglo XVI; pero se componía de los
peores y más feroces elementos que jamás hubo en las colonias españolas. Las
fuerzas de Ursúa se concentraron en las márgenes del alto Amazonas, y el día 1
de julio [de 1560] el primer bergantín zarpó y tomó río abajo. El cuerpo
principal de la expedición siguió en otros bergantines el 26 de septiembre[67].
Era aquella región una inmensa
selva tropical, enteramente desierta. Pronto se hizo evidente que sus
esperanzas de oro nunca llegarían a realizarse, y empezó el descontento a
manifestarse de un modo sangriento. En aquella turba de malhechores que virtualmente
había desterrado el sabio virrey para purificar el Perú, no era de esperar que
reinase la armonía. No hallándose ya diseminados entre buenos ciudadanos que
pudiesen reprimir sus desmanes, sino unidos en descarada pillería, no tardaron,
con su conducta, en reproducir la fábula de los gatos de Kilkenny[68].
Su viaje fue una orgía imposible de describir.
Entre aquellos pillastres había
uno de condición peculiar; un sujeto deforme, pero muy ambicioso, el cual tenía
motivos para no desear volver al Perú. Llamábase Lope de Aguirre (Oñate,
Guipúzcoa, 1511 – Barquisimeto, Venezuela, 27 de octubre de 1561, asesinado).
Viendo que el objeto de la expedición no podía menos de fracasar, empezó a
formar un plan diabólico. Si no podían hallar oro de la manera que esperaban,
¿por qué no buscarlo de otro modo? En una palabra, concibió el plan audaz de
hacer traición a España y a todos y fundar un nuevo imperio. Para llevarlo a
cabo comprendió que era necesario deshacerse de los jefes de la expedición, los
cuales podrían tener escrúpulos de ser traidores a su patria. Así, mientras los
bergantines flotaban río abajo, fueron teatro de una serie de atroces
tragedias. Primero fue asesinado el comandante Pedro de Ursúa, y en su lugar
pusieron a un joven noble, muy disoluto, llamado Fernando de Guzmán. En el acto
fue elevado a la dignidad de príncipe, y ese fue el primer paso de su
manifiesta traición.
Luego fue asesinado Guzmán
(Matanza, río Amazonas, Perú, 22 de mayo de 1561), como también la infame Inés
de Atienza[69], mujer que tomó parte
vergonzosa en aquella trama, y el jorobado Aguirre se hizo jefe y «tirano».
Patentizóse su traición, y desde aquel momento mandó la expedición, no como
oficial español, sino como rebelde y pirata. Mientras hacía rumbo al Atlántico,
trazó planes de espantosa magnitud y audacia. Proyectó navegar hasta el Golfo
de Méjico, desembarcar en el istmo, apoderarse de Panamá y de allí navegar
hasta el Perú, en donde daría muerte a todos los que se le opusiesen y
establecería un imperio bajo su dominio.
Pero un curioso accidente
desbarató todos sus planes. En vez de llegar a la desembocadura del Amazonas,
la flotilla derivó hacia la izquierda, internándose en sus laberínticas
revueltas, y fueron a parar al río Negro. Las lentas corrientes les impidieron
descubrir su error, y siguiendo adelante hasta el río Casiquiare[70],
desde allí penetraron en el Orinoco. El día 1 de julio de 1561 (un año justo
estuvieron navegando por el laberinto y todos los días se señalaron con
asesinatos a diestro y siniestro), los malvados llegaron al
Océano Atlántico, pero por la desembocadura del Orinoco, y no, como ellos
esperaban, por la del Amazonas. Diez y siete días después avistaron la isla de
Margarita, donde había un puesto español. A traición se apoderaron de la isla y
proclamaron su independencia de España.
Con este acto se proveyó
Aguirre de dinero y de algunas municiones; pero le faltaban buques para hacer
un viaje por mar. Trató de apoderarse de un gran bajel que conducía a Venezuela
al provincial Francisco Montesinos[71],
misionero dominico; pero su traición se vio frustrada, y se dio la alarma al
continente. Furioso por su fracaso aquel monstruo descuartizó a los oficiales
reales de Margarita. Se desconcertó así su plan de llegar a Panamá; pero al fin
logró apresar un buque más pequeño, con el cual pudo desembarcar en la costa de
Venezuela, en el mes de agosto de 1561. Su correría por el continente dejó una
estela de crímenes y de rapiña. La gente, atacada por sorpresa y no pudiendo
oponer una resistencia inmediata a aquel malvado, huía cuando él se acercaba.
Las autoridades enviaron a pedir ayuda hasta Nueva Granada, y toda la parte
norte de la América del Sur estaba aterrorizada.
Aguirre continuó sin oposición
hasta llegar a Barquisimeto. Halló aquel pueblo desierto; pero pronto llegó el
edecán Diego García de Paredes[72]
(Trujillo, Cáceres, 1506 – Venezuela, 1563), con una fuerza leal que había
reunido precipitadamente. Al mismo tiempo, Jiménez de Quesada, conquistador de
Nueva Granada, se apresuraba a marchar contra el traidor con cuantas fuerzas
podía allegar. Aguirre se halló sitiado en Barquisimeto, y sus parciales
empezaron a desertar. Finalmente, viéndose casi solo, Aguirre mató a su hija[73]
(que había participado en todas aquellas terribles correrías) y se rindió. El
comandante español no quería ejecutar al architraidor; pero los mismos secuaces
de Aguirre insistieron en que se le diese muerte, y lo lograron.
Hiciéronse posteriormente otras
muchas tentativas para descubrir «el hombre dorado», pero fueron de poca
importancia, excepto la que realizó Sir Walter Raleigh en 1595. Solamente llegó
hasta el Salto Coroni, es decir, que no pudo llevar a cabo una empresa
tan grande siquiera como la de Ordaz; pero volvió a Inglaterra con
estupendos relatos de un gran lago interior y de ricas naciones. Había
confundido la leyenda del Dorado con noticias de los Incas del Perú, lo cual
prueba que los españoles no eran los únicos que comulgaban con ruedas de
molino. A la verdad, tanto los exploradores ingleses como los de otras
naciones, fueron igualmente crédulos y sintieron la propia ansia de llegar
hasta el oro fabuloso. El mito del gran lago, el lago de Parime, fue
absorbiendo gradualmente el mito del «hombre dorado». La tradición histórica se
fundió y perdió en la fábula geográfica. Únicamente en las selvas orientales
del Perú reapareció el Dorado al principio del siglo XVIII; pero como una ficción
tergiversada y sin fundamento. Mas el lago Parime permaneció en los mapas y en
las descripciones geográficas. Es una curiosa coincidencia que donde se creía
existían las tribus de oro de Meta, se hayan descubierto recientemente las minas
de oro de Guayana, que han sido motivo de disputa entre Inglaterra y Venezuela.
Es cierto que Meta era tan sólo un mito; pero hasta ese mito fue de utilidad.
La fábula del lago de Parime,
el cual por mucho tiempo se creyó que era un gran lago que tenía detrás grandes
cordilleras de montañas de plata, la desbarató por completo Alexander von
Humboldt (1769 – 1859) a principios del siglo XIX. Demostró que no había tal
gran lago, ni tales montañas de plata. Las anchas sabanas del Orinoco, cuando
se inundaban en la estación de las lluvias, se creyó que eran un lago, y el
fondo de plata era sencillamente el reflejo de los rayos solares en los picos
de roca micácea.
Con las investigaciones de
Humboldt desapareció la más curiosa y fantástica leyenda de la Historia. Ningún
otro mito o tradición de la América del Norte o de la del Sur llegó a ejercer
tan poderosa influencia en el curso de los descubrimientos geográficos; ningún
otro puso a prueba el esfuerzo humano de un modo tan pasmoso, y ninguno ilustró
con tanta brillantez la incomparable tenacidad y la abnegación inherentes al
carácter español. Para la mayoría de nosotros es una nueva pero una
verdadera y comprobada lección, que esa nación meridional, más impulsiva e
impetuosa que las del norte, era también más paciente y más sufrida.
Murió el mito; pero no había
existido en vano. Antes de que fuese desmentido, había dado pie a la
exploración del Amazonas, del Orinoco, de toda la parte del Brasil situada al
norte del Amazonas, de toda Venezuela, de toda Nueva Granada y del este del
Ecuador. Una mirada al mapa nos revelará lo que esto significa; y es que «el
hombre dorado» hizo que conociese el mundo la geografía de la América del Sur
que se extiende al norte de la línea ecuatorial.
III
Exploradores ejemplares
I
EL PORQUERIZO DE TRUJILLO
Allá por los años de 1471 a
1478 (no estamos seguros de la fecha exacta), nació un infortunado chico en la
ciudad de Trujillo, provincia de Extremadura (España). Era hijo ilegítimo del
coronel Gonzalo Pizarro, el cual se había distinguido en las guerras de Italia
y de Navarra. Pero su parentesco no le fue de provecho alguno. El niño bastardo
nunca tuvo hogar; hasta se dice que fue abandonado como expósito en el atrio de
una iglesia. Creció y se hizo hombre en la ignorancia y la pobreza más abyecta,
sin escuela y sin que nadie cuidase de él, y teniendo que procurarse por sí
solo la subsistencia. Únicamente podía dedicarse a las más bajas faenas; pero
parece que en ellas ponía sus cinco sentidos. ¡Cómo los muchachos de la
vecindad se hubieran reído y mofado si alguien les hubiese dicho: «Ese rapaz
sucio y harapiento que guarda puercos en los encinares de Extremadura, será un
día un grande hombre, en un nuevo mundo que nadie ha visto todavía; será un
soldado más famoso que nuestro Gran Capitán, y repartirá más oro que el Rey,
nuestro Señor!» Y no hubiese podido reprochárseles sus burlas. El hombre más
sabio de Europa en aquella época tampoco habría dado crédito a tal profecía;
porque, a la verdad, era la cosa más improbable del mundo.
Pero el mozuelo que sabía
guardar fielmente los puercos cuando no había cosa mejor que hacer, podía
dedicarse a cosas más grandes cuando éstas se le ofrecían, y salir
igualmente airoso de ellas. Afortunadamente para él, surgió muy a tiempo el
Nuevo Mundo. A no ser por Colón, hubiera sido hasta su muerte un porquerizo, y
hubiese perdido la Historia una de sus más gallardas figuras, así como otras
muchas a quienes el aventurero genovés abrió las puertas de la inmortalidad.
Para miles de hombres tan incomprendidos por sí mismos como por los demás, no
había entonces en la vida sino una abyecta obscuridad en la atestada, ignorante
y empobrecida Europa. Cuando España halló de repente nuevas tierras allende los
mares, causó el hecho un despertar de la humanidad como no se había visto ni
volverá a verse nunca. Se halló, literalmente hablando, un nuevo mundo, y con
ello se creó casi una nueva gente. No sólo se aprovecharon de tan maravillosa
novedad los grandes hombres y los de preclaro ingenio; el más pobre e ignorante
podía entonces elevarse y crecer hasta desarrollar toda la estatura del hombre
que dentro de él había. Fue, en realidad, el gran principio de la libertad del
hombre; la primera apertura de la puerta de la igualdad; la primera semilla de
las naciones libres como la nuestra. El Viejo Mundo era el campo de los ricos y
los favorecidos; pero América era ya lo que tiene el orgullo de ser hoy: la
gran oportunidad para el pobre. Y es un hecho muy notable que casi todos los
que se hicieron una gran nombradía en América, fueron no los grandes que a ella
vinieron, sino los hombres obscuros que aquí se aquistaron la admiración de un
mundo que antes ni siquiera conocía su nombre. De todos éstos y de todos los
otros, fue Pizarro el más grande explorador. El engrandecimiento del mismo
Napoleón no fue un triunfo tan sorprendente de la fuerza de voluntad y del
genio sobre todos los obstáculos, ni moralmente más digno de alabanza.
No sabemos en qué año Francisco
Pizarro, el porquerizo de Trujillo, llegó a América; pero sí que empezó a ser
hombre de importancia en 1510. En dicho año se hallaba ya en la isla La Española
y acompañó a Alonso de Ojeda en su desastrosa expedición a Urabá en el
continente[74]. Allí se mostró tan
valeroso y prudente, que Ojeda le dejó encargado de la malhadada colonia
de San Sebastián[75] mientras él regresaba a La
Española en busca de auxilios. Esta primera responsabilidad que recayó sobre
Pizarro, estaba preñada de peligros y sufrimientos; pero nuestro ex porquerizo
se mantuvo a la altura de la situación, y comenzó a desarrollarse en él aquel
raro y paciente heroísmo que más tarde debía sostenerle durante los años más
terribles que haya vivido conquistador alguno. Dos meses estuvo esperando en
aquel sitio mortífero, hasta que perecieron tantos, que los sobrevivientes
pudieron al fin salvarse apretujándose en el único bote que tenían.
Entonces Pizarro se unió con Núñez
de Balboa y participó de aquella penosa marcha a través del istmo y del
brillante honor del descubrimiento del Pacífico. Cuando la intrépida carrera de
Balboa tuvo un fin repentino y sangriento, Pizarro pasó al mando de Pedro Arias
Dávila (Pedrarias Dávila[76]),
el cual lo envió a varias expediciones de poca importancia. En 1515 cruzó de
nuevo el istmo, y probablemente oyó hablar de un modo vago del Perú. Pero no
tenía dinero ni influencia para lanzarse por sí solo a una aventura. Acompañó
al gobernador Dávila cuando éste se trasladó a Panamá y se acreditó en varias
pequeñas expediciones. Pero a la edad de cincuenta años era todavía pobre y desconocido;
no era más que un humilde «ranchero» que vivía cerca de Panamá. En aquel
pestilente y despoblado istmo, pocas oportunidades se le ofrecían para
resarcirse de la pérdida de su juventud. No había aprendido a leer ni a
escribir y, la verdad sea dicha, eso nunca llegó a aprenderlo; pero es evidente
que había aprendido cosas más importantes, y había desarrollado una virilidad
que podía servirle para hacer frente a cualquier contingencia.
En 1522, el descubridor,
conquistador y cronista Pascual de Andagoya (Andagoya, Álava, ca. 1498 – Cuzco,
18 junio 1548) hizo un pequeño viaje desde Panamá por la costa del Pacífico;
pero no fue más allá de donde había llegado Balboa algunos años antes. Su
fracaso, sin embargo, llamó de nuevo la atención hacia los países desconocidos
situados más al sur, y Pizarro ardía en deseos de explorarlos. La mente del
hombre que había sido porquerizo fue la única que supo comprender la
importancia de aquellas regiones que esperaban ser descubiertas; su valor, el
único que podía afrontar los obstáculos que para lograrlo existían. Al fin
halló dos hombres prestos a escuchar sus planes y a ayudarle a realizarlos.
Estos fueron Diego de Almagro[77]
(Almagro, Ciudad Real, 1480 – Cuzco, 8 julio 1538) y Hernando de Luque (Morón
de la Frontera, Sevilla, finales del siglo XV – Panamá, 1534). Almagro era un
soldado de fortuna, un expósito como Pizarro, pero mejor educado y de alguna
más edad. Físicamente era un hombre valeroso, aunque no tenía el elevado valor
moral ni la influencia moral de Pizarro. Era, por todos conceptos, un hombre de
más baja estofa; más bien lo que podía esperarse de ambos por su nacimiento,
que no ese carácter fenomenal del hombre que demostró hallarse tan en su centro
en las cortes y las conquistas, como guardando cerdos en su tierra. No sólo
podía Pizarro acomodarse fácilmente a cualquier rango de fortuna, sino que en
él no hacían mella ni el poder ni la pobreza. Era hombre de rectos principios,
esclavo de su palabra, inflexible, heroico, y no obstante prudente y humanitario,
generoso, justo y siempre leal; cualidades todas en que muy por debajo de él
estaba Almagro.
Hernando de Luque era un
sacerdote, vicario en Panamá. Era un hombre sabio y bueno, a quien mucho
debieron los dos soldados. Sólo tenían éstos gran valor y fuertes brazos para
la expedición, y él tuvo que aprontar los medios. Hízolo con dinero que obtuvo
del licenciado Gaspar de Espinosa (Medina de Rioseco, ca. 1483 – Cuzco, 14
febrero 1537), jurisconsulto. Era necesario, como en todas las provincias
españolas, el consentimiento del gobernador, y aunque Dávila no parecía aprobar
la expedición, se obtuvo su permiso con la promesa de darle una participación
en los beneficios, aun cuando no tenía que contribuir a los gastos. Se le dio
el mando a Pizarro, y salieron en noviembre de 1524, con un centenar de hombres[78].
Almagro se quedó para seguirles tan pronto como pudiera, con la esperanza de
reclutar más gente en la pequeña colonia.
Después de costear alguna
distancia hacia el sur, Pizarro hizo un desembarco. Era aquel un sitio
inhospitalario. Los exploradores se hallaron en un inmenso pantano tropical,
donde era imposible avanzar a causa de las ciénagas y de la espesa
manigua. Los miasmas que emanaban de aquel cenagal, eran un enemigo cruel e
intangible. Nubes de venenosos insectos se cernían sobre ellos. Pensar que las
moscas sean un peligro para la vida parecerá extraño a los que sólo conocen las
zonas templadas, pero en algunas partes de los trópicos hay insectos más
terribles que los lobos. Desde la marisma, los españoles, exhaustos, lograron
difícilmente abrirse paso hasta unos montes, cuyas aguzadas rocas (que
probablemente eran de lava) les cortaban los pies hasta los huesos. Y nada
encontraron para consolarles y alentarles; todo era un desierto sin aliciente
alguno. Con trabajo retrocedieron hasta su tosco bergantín, aplanados bajo un
sol tropical, y se embarcaron de nuevo. Aprovisionándose de agua y de madera,
continuaron su rumbo hacia el sur. Entonces sobrevinieron fuertes tormentas que
duraron diez días. Lanzado de una a otra parte por las olas, su desvencijado
barco estuvo a punto de hacerse pedazos. Escaseó el agua, y en cuanto a
alimento, tuvieron que contentarse con dos mazorcas de maíz diarias cada uno.
Tan pronto como el tiempo se lo permitió, procuraron desembarcar, pero se
hallaron de nuevo en una selva tupida e impenetrable. Aquellas extrañas,
inmensas selvas de los trópicos (selvas tan grandes como toda Europa), son la
parte más ingrata de la Naturaleza: el inmenso mar y las desiertas llanuras no
son tan solitarias ni tan mortíferas como ellas. Árboles gigantescos, algunos
de ellos de mucho más de cien pies de circunferencia, crecen apiñados y
altísimos, sumidos en eterna lobreguez, enlazados sus enormes troncos con
espesas enredaderas de tal modo que forman, no ya un bosque, sino una
impenetrable muralla. Para dar un paso hay que abrirse camino con el hacha.
Grandes y repugnantes serpientes y enormes saurios viven allí, y en aquel aire
caliente y húmedo se esconde un enemigo más mortal que la boa, el caimán o la
víbora: la pestilencia tropical.
No eran canijos aquellos
hombres; pero en tan terribles desiertos pronto perdieron toda esperanza.
Empezaron a maldecir a Pizarro por haberles llevado a tan miserable
muerte, y clamoreaban porque les volviese a Panamá. Pero eso sólo servía para
contrastar la diferencia que había entre hombres que eran valerosos físicamente
y un hombre de valor moral como Pizarro. No tuvo éste la menor idea de abandonar
la empresa; sin embargo, como sus hombres estaban dispuestos a amotinarse, era
preciso hacer algo, y tuvo una idea brillante; uno de los primeros chispazos de
aquel genio que se desarrolló de modo tan notable ante el peligro y la
necesidad. Alentaba a sus subordinados mientras trataba de desbaratar su motín.
Encargó a Hernando de Montenegro[79],
uno de sus oficiales, que se fuese en el bergantín con la mitad del pequeño
ejército a las Islas de las Perlas (en el Pacífico, cerca de la costa de
Panamá) en busca de provisiones. Esto fue parte a que no se abandonase la
expedición. Pizarro y sus cincuenta hombres no podían volverse a Panamá, porque
no tenían buque; y Montenegro y sus acompañantes no podían dejar de volver con
algunos auxilios. Pero fue muy doloroso aquel compás de espera. Durante seis
semanas, aquellos famélicos españoles anduvieron perdidos por la ciénaga, cuya
salida no podían hallar. No encontraban allí alimento alguno, excepto los
mariscos que recogían y algunas bayas, entre las cuales las había venenosas y
que causaban muchos dolores a los que las comían. Pizarro participaba de las
penalidades de sus hombres con bondadosa abnegación, compartiendo alimentos con
el más pobre soldado y trabajando como los demás, siempre animándoles con el ejemplo
y con sus buenas palabras. Más de veinte hombres, casi la mitad de aquel grupo,
murieron a consecuencia de sus privaciones, y los que sobrevivieron perdieron
toda esperanza, excepto el esforzado jefe. Cuando estaban ya a punto de
desfallecer, una luz lejana que vieron brillar a través de la selva les dio
valor, y abriéndose camino hacia ella, llegaron por fin a un campo abierto
donde había una aldea india, cuyas provisiones de maíz y de cocos salvaron a
los extenuados españoles. Tenían aquellos indios unos cuantos toscos adornos de
oro y dijeron que hacia el sur había un país muy rico en este metal.
Por fin, Montenegro regresó con
su buque y algunas provisiones al Puerto del Hambre[80],
como le llamaron los españoles. También él había sufrido mucho a causa de las
tormentas, que le retrasaron en su viaje. Unidos los dos grupos, navegaron
hacia el sur y pronto llegaron a una costa más abierta, donde encontraron otra
aldea de indios. Los habitantes habían huido; pero los exploradores hallaron
alimentos y algunos ornamentos de oro. Quedaron horrorizados, sin embargo, al
descubrir que se hallaban entre caníbales, puesto que vieron piernas y brazos
humanos que se estaban asando en las hogueras. Determinaron hacerse a la mar en
medio de una tormenta, antes que quedarse en un lugar tan repulsivo. Al llegar
a un promontorio, que bautizaron con el nombre de Punta Quemada, tuvieron que
desembarcar de nuevo, porque su pobre barco estaba tan quebrantado que había
peligro de que se fuese a pique. Mientras Pizarro acampaba en una ranchería
abandonada, envió a Hernando de Montenegro con una pequeña fuerza a hacer
exploraciones tierra adentro. Había penetrado el teniente unas cuantas millas,
cuando cayó en una emboscada que le tendieron los indígenas, y tres de sus
hombres fueron muertos. Los españoles no tenían ni siquiera mosquetes; pero con
espada y ballesta lucharon desesperadamente y por fin rechazaron a sus atezados
enemigos. Los indios, viendo allí frustrado su propósito, regresaron a marchas
forzadas a su aldea, y por serles familiares las veredas llegaron antes que Hernando
de Montenegro y le atacaron súbitamente. Pizarro, con su pequeña fuerza, salió
a su encuentro, y empezó una lucha feroz, pero desigual. Estaban los españoles
en gran minoría, y su situación era desesperada. En la primera descarga de
flechas del enemigo, Pizarro recibió siete heridas, hecho que por
sí solo basta para demostrar la escasa ventaja que la armadura de los españoles
les daba sobre los indios, mientras que era una carga muy pesada bajo el calor
de los trópicos y entre enemigos tan ágiles. Los españoles tuvieron que cejar,
y al retroceder, Pizarro resbaló y cayó. Los indios, reconociendo fácilmente
que era el jefe, dirigieron todos sus esfuerzos contra él, y varios de ellos se
lanzaron sobre el guerrero caído y ensangrentado, pero Pizarro se levantó
y haciendo un supremo esfuerzo, tumbó a dos de ellos y mantuvo a los otros a
distancia, hasta que vinieron sus hombres en su ayuda. Entonces acudió
Montenegro y atacó por detrás a los indios, viéndose pronto los españoles
dueños del campo. Pero les había costado muy caro, y el jefe comprendió
claramente que no podía permanecer en aquella tierra salvaje con tan pequeña
fuerza. Pensó, por lo tanto, en ir a buscar refuerzos.
Embarcóse de nuevo para volver
a Chicamá[81], y permaneciendo allí con
la mayoría de sus hombres, cuidando de que no tuviesen ocasión de desertar,
envió a Nicolás de Ribera (Cádiz, 1492 – Lima, 1563), con el oro que habían
recogido y un informe detallado de sus hechos, al gobernador Pedrarias Dávila,
de Panamá.
Entre tanto, Almagro, después
de muchas demoras, había salido de Panamá en otro buque y con sesenta hombres
para seguir a Pizarro. Encontró la pista por los árboles que Pizarro había
marcado en varios puntos, según lo convenido. Desembarcó en Punta Quemada, y
allí le recibieron los indios de un modo hostil. Llegaba Almagro con la sangre
ardiente y cargó contra ellos con denuedo. En esa acción, una jabalina de los
indios le produjo tan grave herida en la cabeza que, después de unos días de
intenso sufrimiento, perdió uno de sus ojos. Pero, no obstante esa gran
desgracia, continuó impertérrito su viaje. La gran resistencia física de aquel
hombre era su cualidad más admirable. Podía arrostrar el peligro y el dolor
bravamente; pero pocos días después demostró que carecía de valor moral. En el
río San Juan[82], la soledad y la
incertidumbre fueron demasiado para Almagro, y se volvió hacia Panamá.
Afortunadamente supo que su capitán estaba en Chicamá, y allí se juntó con él.
Pizarro no pensaba en abandonar la empresa, y de tal modo influyó en Almagro,
el cual sólo necesitaba ser dirigido para estar pronto a cualquier hazaña, que
los dos se juraron solemnemente llegar hasta el fin de su viaje o morir como
hombres en la empresa. Pizarro le envió a Panamá en busca de auxilios, y
él se quedó alentando a sus hombres en el pestífero Chicamá.
El gobernador Dávila, hombre
nada emprendedor y poco dado a la administración, estaba a la sazón de muy mal
humor para que le pidiesen ayuda. Uno de sus subordinados en Nicaragua merecía
ser castigado según él creía, y su fuerza no era suficiente para el caso. Se
arrepentía amargamente de haber permitido a Pizarro irse con cien hombres, que
ahora le serían muy útiles, y rehusó ayudar a la expedición y hasta permitir
que continuase. Hernando de Luque, cuyo cargo y carácter le daban influencia en
la pequeña colonia, finalmente persuadió al pusilánime gobernador a que no
estorbase la expedición. Hasta en eso mostró Dávila su codicia. Como precio de
su consentimiento oficial, sin el cual no podía hacerse el viaje[83],
exigió el pago de mil pesos de oro, renunciando todo su derecho a los
beneficios de la expedición, que estaba seguro que serían casi nulos. Un peso
de oro valía entonces mucho más de lo que vale ahora. En aquellos días era
dicho metal mucho más escaso que en la actualidad, y, por consiguiente, era
mayor su valía. Con un peso de oro podía entonces comprarse una cantidad de
cosas cinco veces mayor que ahora, de modo que lo que se llamaba un duro, y
pesaba un duro, tenía realmente el valor de cinco duros. Por consiguiente, el
dinero que exigía Pedrarias Dávila como soborno, equivalía a cinco mil duros.
Afortunadamente, por aquel
tiempo Dávila fue sustituido por otro gobernador de Panamá, don Pedro de los
Ríos[84],
el cual no puso obstáculos al gran proyecto. Con fecha 10 de marzo de 1526,
hicieron un nuevo contrato Francisco Pizarro, Diego de Almagro y Hernando de Luque.
El buen vicario había hecho un anticipo de cien mil pesos en barras de oro para
la expedición, y tenía que percibir una tercera parte de todos los beneficios.
Pero en realidad la mayor parte de ese dinero procedía del licenciado Gaspar de
Espinosa, y por medio de un contrato privado se estipuló que la participación
que correspondía a Luque se entregaría al licenciado. Se compraron y
abastecieron con provisiones dos nuevos buques, mayores y mejores que el
estropeado bergantín que había construido Núñez de Balboa. El pequeño ejército
se engrosó con reclutas hasta reunir 160 hombres, y también se adquirieron unos
cuantos caballos, quedando equipada y lista la segunda expedición.
II
EL HOMBRE IMPERTÉRRITO
Con una fuerza tan
insuficiente, aunque mucho más numerosa que antes, Pizarro y Almagro se
embarcaron de nuevo para llevar a cabo su peligrosa empresa. El piloto era
Bartolomé Ruiz[85] (Moguer, Huelva, siglo XV
– Cajamarca, Perú, ca. 1534), valiente y leal andaluz y buen marino. El tiempo
se presentaba mejor, y los aventureros iban muy esperanzados. Después de
navegar unos cuantos días, llegaron al río San Juan, que era el punto más
lejano de aquella costa a que había llegado europeo alguno: se recordará que
fue el punto donde Almagro se descorazonó y volvió hacia atrás. Allí hallaron
más soldados indios y un poco de oro; pero también allí la inmensidad y aspereza
del desierto se hizo más evidente. Nos es muy difícil concebir, en esta época
de comodidades, cuán perdidos se hallaban aquellos
exploradores. No había entonces en todo el mundo un hombre de raza blanca que
supiese lo que había más allá del sitio adonde habían llegado los aventureros
españoles; y para sentir aliento y valor es necesario saber con certeza que
existe algún objetivo en el punto a que nos encaminamos. Podemos comprender lo
que por ellos pasaría, si nos imaginamos un grupo de muchachos, valerosos pero
indoctos, conducidos con los ojos vendados a una distancia de mil millas, y
abandonados en un desierto selvático y enteramente desconocido.
Allí hizo alto Pizarro con
parte de sus hombres, y envió a Almagro a Panamá con uno de los buques en busca
de reclutas, y al piloto Bartolomé Ruiz con el otro buque a explorar la
costa más al sur. Ruiz costeó hasta llegar a la Punta de Pasado, y fue el
primer hombre blanco que cruzó la línea ecuatorial en el Pacífico, lo cual no
es menguado honor. Encontró un país de más promisión, y vio pasar una balsa
grande con velas de tela de algodón, en la cual iban varios indios. Tenían
espejos (probablemente de vidrio volcánico, como era común entre los aborígenes
del Sur) con marcos de plata, y adornos de plata y de oro, además de géneros
notables en que había entretejidas figuras de animales, pájaros y peces. El
recorrido duró varias semanas, y Bartolomé Ruiz llegó al río San Juan muy
oportunamente. Pizarro y su gente sufrieron horribles penalidades. Habían hecho
un gallardo esfuerzo para penetrar tierra adentro; pero no les fue posible
salir de la horrenda selva tropical «cuyos árboles llegaban hasta el cielo». La
espesa manigua [bosque tropical espeso y pantanoso] no era tan solitaria como
la de las otras selvas en que habían estado. Había multitud de charloteros
loros y brillantes monos, alrededor de los árboles se enroscaban perezosas
boas, y dormitaban los caimanes junto a empantanadas lagunas. Muchos de los
españoles perecieron, víctimas de aquellos horripilantes y raros reptiles:
algunos murieron hechos pulpa, estrujados por las potentes roscas de las
serpientes, y otros fueron triturados entre las mandíbulas de los escamosos
saurios. Muchos más fueron muertos por los indios que estaban en acecho: en una
sola arremetida, catorce de aquella menguante partida fueron asesinados por los
naturales que rodeaban su embarrancada canoa. Agotáronse también sus provisiones,
y los que quedaron con vida se estaban muriendo de hambre cuando llegó Bartolomé
Ruiz con escasos auxilios, pero con noticias alentadoras. Pronto llegó también
Almagro, con provisiones y un refuerzo de ochenta hombres.
Toda la expedición se hizo de
nuevo a la vela con rumbo al Sur. Pero en seguida se desencadenaron
persistentes tormentas. Después de indecibles sufrimientos, los exploradores
volvieron la proa hacia la isla del Gallo, donde permanecieron dos semanas para
reparar sus desmantelados buques y sus cuerpos, igualmente quebrantados.
Después se embarcaron otra vez, dirigiéndose a mares ignotos. El paisaje iba
presentando gradualmente mejor aspecto. Los palúdicos bosques tropicales ya no
se extendían hasta la orilla del mar. Entre los boscajes de ébanos y caobos,
había de vez en cuando algunos claros, con campos rústicamente cultivados, y
también poblados indios de bastante extensión. En aquella región había placeres
auríferos y criaderos de esmeraldas, y los indígenas tenían valiosos ornamentos.
Los españoles desembarcaron, pero fueron acometidos por un número muy superior
de indios, y sólo pudieron librarse de ellos de una manera muy curiosa. En la
desigual batalla los españoles se vieron acorralados, cuando uno de ellos cayó
de su caballo, y ese pequeño incidente puso en fuga el enjambre de indígenas.
Algunos historiadores han ridiculizado la idea de que semejante minucia pudiese
producir aquel efecto; pero esto es debido a la ignorancia de los hechos. Hay
que tener presente que aquellos indios nunca habían visto un caballo. Tomaron
al jinete español y su cabalgadura por un animal grande, raro y asaz terrible
por sí solo: trasunto del antiguo mito griego de los Centauros, este incidente
muestra el modo como nació aquel mito. Pero, luego, la gran bestia desconocida
se dividió en dos partes, que podían obrar con entera independencia la una de
la otra, y esto era demasiado para aquellos supersticiosos indios, todos los
cuales huyeron despavoridos. Los españoles salieron escapados hacia sus buques
y dieron gracias al cielo por su extraña liberación.
Pero esta escapada milagrosa
les demostró más claramente la insuficiencia de aquel puñado de hombres para
luchar contra las hordas de indios. Necesitaban más refuerzos, y otra vez se
embarcaron hacia la isla del Gallo, donde esperaría Pizarro mientras Almagro
iba a Panamá en solicitud de auxilios. Obsérvese cómo Pizarro siempre tomaba
para sí la carga más pesada y más penosa y daba la más fácil a su consocio.
Siempre era Almagro el que se enviaba a las comodidades que ofrecía la
civilización, mientras que el esforzado jefe soportaba la espera, el peligro y
el sufrimiento. El mayor obstáculo que se presentaba entonces consistía en
los mismos soldados, aun teniendo en cuenta los mortales peligros y enormes privaciones
que debían sufrir. Pero los peligros y las privaciones de por fuera son más
llevaderos que la traición y el descontento por dentro. A cada paso Pizarro
tenía que sostener moralmente a sus hombres. Sentíanse
constantemente descorazonados (y ciertamente tenían motivo para estarlo); y en
tal estado de ánimo se hallaban dispuestos a cualquier acto de violencia, y de
ningún modo a seguir adelante. Así es que Pizarro tenía constantemente que
esforzar su voluntad y su valor no solamente para él mismo, que sufría tan
cruelmente como el último, sino para todos. Era como uno de esos espíritus
vigorosos que vemos algunas veces sosteniendo un cuerpo medio muerto, cuerpo
que mucho antes se hubiera ya disgregado de un espíritu menos intrépido.
Los hombres se habían amotinado
de nuevo, y a pesar del animoso ejemplo y de los esfuerzos de Pizarro,
estuvieron a punto de hacer fracasar toda la empresa. Por conducto de Almagro
enviaron a la esposa del gobernador un ovillo de algodón como muestra de los
productos del país; pero en este al parecer inocuo regalo, los cobardes habían
escondido una carta en la cual declaraban que Pizarro los conducía a la muerte,
y amonestaban a otros que no le siguiesen. Un verso ramplón, colocado al final,
decía que Pizarro era un carnicero que esperaba más carne, y que Almagro había
ido a Panamá a recoger ovejas para llevarlas al matadero.
La carta llegó a manos del
gobernador Pedro de los Ríos, el cual se indignó mucho al leerla. Envió al
cordobés Juan de Tafur con dos buques a la isla del Gallo a recoger a todos los
españoles que allí estaban, y estorbar así una expedición cuya importancia no
era su mente capaz de comprender. Pizarro y sus hombres sufrían terriblemente,
siempre calados por las tormentas y casi muertos de hambre. Cuando llegó Tafur,
todos menos Pizarro lo acogieron como un salvador y querían volverse con él en
el acto. Pero el capitán no cejó. Con su daga trazó una raya sobre la
arena y mirando a sus hombres de hito en hito les dijo: «Camaradas y amigos: de
aquel lado está la muerte, las privaciones, el hambre, la desnudez, las
tempestades; de este lado está la comodidad y la molicie. Desde este lado vais
a Panamá a ser pobres; del otro lado vais al Perú a ser ricos. El que sea
valiente castellano, que escoja lo preferible».
Al decir esto cruzó la raya,
pasándose al sur. Bartolomé Ruiz, el bravo piloto andaluz, cruzó también detrás
de él; lo mismo hizo Pedro de Candía, el griego, y, uno tras otro, once héroes
más, cuyos nombres merecen ser recordados por cuantos aman la lealtad y el
valor. Eran Cristóbal de Peralta, Domingo de Soria Luce, Nicolás de Ribera,
Francisco de Cuéllar, Alonso de Molina, Pedro Alcón, García de Jerez, Antón de
Carrión, Alonso Briceño, Martín de Paz y Juan de la Torre.
El ruin Juan de Tafur sólo vio
en este acto de heroísmo una desobediencia al gobernador, y no quiso dejarles
uno de sus buques. Con dificultad se le pudo inducir a que les abandonase
algunas provisiones, siquiera para impedir que se murieran, y con sus cobardes
pasajeros se volvió a Panamá, dejando a los catorce solos en su pequeña isla
del desconocido mar Pacífico.
¿Tuvo nunca el lector
conocimiento de un heroísmo más grande? ¡Solos, aprisionados por el gran mar,
con muy pocos alimentos, sin buques, sin ropa, casi sin armas, había allí
catorce hombres, empeñados todavía en conquistar un país salvaje tan grande
como toda Europa! Hasta el parcial historiador William H. Prescott admite que en
todos los anales de la caballería no se encuentra nada que la aventaje.
La isla del Gallo se hizo inhabitable,
y Pizarro y sus hombres construyeron una frágil balsa y en ella navegaron
setenta y cinco millas hacia el norte, hasta llegar a la isla de Gorgona. Esa
era tierra más alta y en ella había madera, y los exploradores construyeron
chozas para resguardarse de las tormentas. Sufrieron grandemente por el hambre,
por la intemperie y por causa de los bichos venenosos, que les martirizaban
cruelmente. Pizarro reunía a su gente a diario para hacer sus devociones,
y todos los días daban gracias a Dios por conservarles la vida y le pedían que
no los desamparase. Pizarro fue siempre un hombre devoto, y nunca hacía acto
alguno sin invocar la gracia divina, ni se olvidaba nunca de dar gracias a Dios
por los éxitos que alcanzaba. Así lo hizo hasta el fin, y aun en sus
postrimerías trazó con los dedos la cruz, que tanto reverenciaba.
Durante siete inenarrables
meses, los catorce hombres abandonados esperaron y sufrieron en su solitario
arrecife. Juan de Tafur llegó salvo a Panamá, y dio cuenta de haberse negado
aquellos hombres a volver con él. El gobernador Pedro de los Ríos se irritó más
todavía y rehusó prestar auxilio a los obstinados náufragos. Pero Hernando de Luque,
recordándole que las órdenes que había recibido de la Corona eran que ayudase a
Pizarro, al fin indujo al tacaño gobernador a que permitiese enviarles un buque
con casi los suficientes marineros para tripularlo y un pequeño acopio de
provisiones. Pero con el buque se enviaron órdenes terminantes a Pizarro de
volver y presentarse en el término de seis meses, ocurriera lo que ocurriese.
Los que fueron a rescatarlos hallaron a los catorce valientes en la isla de
Gorgona; y Pizarro pudo al fin continuar su viaje con unos cuantos marineros y
un ejército de once. Dos de los catorce estaban tan enfermos que tuvieron
que quedar en la isla al cuidado de indios amigos, y con el corazón apenado sus
camaradas se despidieron de ellos.
Pizarro hizo rumbo al sur.
Pronto traspusieron el punto más lejano a que había llegado europeo
alguno—Punta de Pasado, que era el límite de las exploraciones de Bartolomé Ruiz—y
se hallaron de nuevo en mares desconocidos. Después de navegar veinte días,
entraron en el Golfo de Guayaquil (Ecuador), y anclaron en la bahía de Túmbez.
Delante de ellos vieron una gran ciudad india con casas permanentes. La bahía
azul estaba salpicada de balsas con velas indias, y en las lejanías del fondo
veían elevarse los gigantescos picos de los Andes. Podemos imaginarnos la
impresión que debió causar a los españoles la primera vista de aquellas montañas,
que tenían más de veinte mil pies ingleses de altura.
Los indios salieron en sus
balsas a contemplar a los maravillosos extranjeros, y viéndose tratados con la
mayor bondad y consideración, pronto perdieron el miedo. Los españoles
recibieron regalos de pollos, cerdos y baratijas; les trajeron plátanos, maíz,
boniatos, piñas, cocos, caza y pescado. Puede asegurarse que estos obsequios
fueron sumamente apreciados por los rudos exploradores, después de tantos meses
de pasar hambre. Los indios llevaron también a bordo varias llamas, que son los
cuadrúpedos característicos y más valiosos de la América del Sur. El ameno,
aunque mal informado historiador que ha contribuido más que otro hombre alguno
en los Estados Unidos a propagar una interesante, pero absolutamente falsa idea
del Perú, dice que la llama es el carnero peruano; pero es tan carnero como la
jirafa. La llama es el camello sudamericano, un verdadero camello, aunque
pequeño. Es el animal de carga cuyo andar lento y seguro y cuyo paciente lomo
han permitido al hombre transitar por un país tan montañoso que en algunos
sitios son inservibles los caballos. Además de hacer las veces de acémila, es
productor de materia textil: de él se saca el pelo que sirve para tejer las
prendas de ropa que usa el pueblo. Había tres clases más de camellos: la
vicuña, el guanaco y la alpaca, todos pequeños y todos apreciados por su pelo,
el cual para géneros finos es superior a la lana de los mejores carneros. Los
peruanos domesticaron la llama en grandes rebaños e hicieron de ese cuadrúpedo
su auxiliar más importante. Eran los únicos aborígenes en las dos Américas que
tenían un animal de carga antes de llegar los europeos, excepto los apaches de
las llanuras y los esquimales, los cuales utilizaban los perros y los trineos.
En Túmbez, Alonso de Molina fue
enviado a tierra para ver la ciudad. Volvió con tan sorprendentes informes de
templos dorados y grandes fortalezas, que Pizarro no le dio crédito y envió a
Pedro de Candía. Este griego, natural de la isla de Candía[86],
era hombre importante en el pequeño grupo de españoles. En todas partes
eran entonces los griegos considerados como un pueblo versado en las todavía
misteriosas armas, y toda Europa respetaba a los que habían inventado el «fuego
griego», ese maravilloso agente que ardía por debajo del agua y que nadie sabe
fabricar hoy día. Los griegos eran generalmente conocidos como «pirotécnicos»,
y eran muy solicitados como maestros de artillería.
Pedro de Candía bajó a tierra
con su armadura y su arcabuz, causando con ambas cosas el pasmo de los
habitantes; y cuando puso una tabla como blanco y de un balazo la hizo
astillas, quedaron sobrecogidos por aquel extraño ruido y por el resultado.
Candía dio informes tan encomiásticos como los de Molina, y los harapientos
españoles empezaron a creer que al fin iban a realizarse sus dorados ensueños,
y con esto cobraron nuevo aliento. Pizarro rehusó delicadamente aceptar los
regalos de oro, plata y perlas que le ofrecieron los aterrorizados indígenas, y
de nuevo volvió la proa hacia el Sur, navegando hasta cerca de los 9° de
latitud. Entonces, considerando que ya había visto bastante para justificar su
vuelta en busca de refuerzos, se dirigió a Panamá. Alonso de Molina y un
compañero se quedaron en Túmbez a petición suya, por gustarles mucho aquella
tierra. En su lugar llevóse Pizarro dos jóvenes indios para que aprendiesen la
lengua española. Uno de ellos a quien dieron el nombre de Felipillo, jugó más
tarde un papel importante pero ignominioso. Los navegantes se detuvieron en la
isla de Gorgona para recoger a sus dos camaradas que quedaron enfermos. El uno
había muerto, pero el otro se unió de buen grado a sus compañeros. Y así, con
sus doce hombres, Pizarro volvió a Panamá, después de diez y ocho meses de
ausencia, habiendo amontonado en ese lapso de tiempo todos los sufrimientos y
todos los horrores de una vida entera.
III
GANANDO TERRENO
Al gobernador Pedro de los Ríos
no le impresionó el heroísmo de aquel pequeño grupo, y rehusó prestarle
auxilio. Su situación parecía desesperada; pero el jefe no se amilanó.
Determinó ir él mismo a España y dirigirse personalmente al Rey. Esta me parece
a mí que fue una de sus más notables empresas. Aquel hombre, cuya niñez se
deslizó entre cerdos, y que en su edad viril guardó rebaños de hombres rudos y
mucho más peligrosos; que nada sabía de libros ni de etiquetas cortesanas,
presentándose confiada, pero modestamente en la deslumbradora y rígida corte de
España, mostraba otra faceta de su alto valor. Era lo mismo que si un
deshollinador de Londres fuese mañana a pedir audiencia y mercedes a la Reina
Victoria.
Pero Pizarro supo salir de
aquélla, como de todas las otras crisis de su vida, de una manera honrosa.
Estaba todavía sin ropa y sin un maravedí; pero Hernando de Luque hizo una
colecta para él de mil quinientos ducados, y en la primavera del año 1528
embarcó Pizarro para España[87].
Llevó consigo a Pedro de Candía y algunos peruanos, con varias llamas, telas
primorosamente tejidas por los indios y algunas joyas y vasijas de oro y plata
para corroborar su relato. Llegó a Sevilla durante el verano, y fue en el acto
encerrado en un calabozo por Martín Fernández de Enciso, en virtud de una cruel
y antigua ley que por mucho tiempo prevaleció en todos los
países civilizados, que permitía encarcelar por deudas. La historia de sus
hechos no tardó en divulgarse, y por orden de la Corona fue puesto en libertad
y llamado a la Corte. De pie ante el arrogante Carlos V, el analfabeto soldado
contó su historia con tanta modestia, de un modo tan varonil y con tal
claridad, que el emperador derramó lágrimas al oír el relato de tan horribles
sufrimientos y se entusiasmó ante tan heroica entereza.
El rey estaba a punto de
embarcarse para Italia en una misión importante; pero, ganado ya su corazón,
dejó a Pizarro muy recomendado al Consejo de las Indias para que éste le
ayudase en su empresa. Aquella docta, pero grave corporación, se movía
lentamente, como suelen moverse los hombres que sólo han aprendido en libros y
con teorías, y la dilación era peligrosa. Por fin la reina[88]
intervino en el asunto, y el veintiséis de julio de 1529 firmó de su propia y
regia mano el precioso documento que hizo posible una de las más grandes y más
brillantes conquistas que registra la historia de la humanidad. América debe
mucho a las animosas reinas de España, lo mismo que a sus reyes. Recordamos lo
que hizo Isabel para el descubrimiento del Nuevo Mundo, y ahora la esposa de
Carlos V contribuyó de una manera igualmente honrosa al más interesante pasaje
de la historia de América.
La capitulación o contrato en
que dos personalidades tan diferentes y distantes figuran al lado una de la
otra—la primera firmando con letra clara: Yo la Reina, y el otro
poniendo debajo: Francisco (X) Pizarro, fue la base de la fortuna
de este último. El hombre que fuera víctima de la mofa y del abandono de
espíritus mezquinos, que constantemente frustraran su más acariciada esperanza,
se había ahora aquistado el interés y el apoyo de sus soberanos, y obtenido de
ellos la promesa de un magnífico galardón; y seguros estamos de que un hombre
de su calibre tenía más lejos de su pensamiento ese galardón que la posibilidad
de realizar su soñado descubrimiento. Había tenido que atraerse auxiliares con
el cebo de doradas esperanzas; y era natural y justo que, al cabo de
cincuenta años de pobreza y privaciones, pensase también un poco en
procurar para sí un tanto de comodidad y de riqueza. Pero no ha habido ni podrá
haber hombre alguno que, por mera avaricia, lleve a cabo las proezas que
realizó Pizarro. Semejantes éxitos sólo pueden alcanzarlos los grandes
espíritus que persiguen los más altos ideales, y ciertamente la principal
ambición de Pizarro era conseguir algo más noble y perdurable que el oro.
El contrato con la Corona
concedió a Francisco Pizarro el derecho de fundar y establecer un imperio
español en el país de Nueva Castilla, que tal fue el nombre que se dio al Perú.
Se le otorgaba permiso «para explorar, conquistar, pacificar y colonizar» las
tierras desde Santiago[89]
hasta un punto distante doscientas leguas al sur, y de esa vasta y desconocida
nueva provincia sería gobernador y capitán general, que era el más elevado
cargo militar. Se le daban, además, los títulos de Adelantado y Alguacil mayor
de por vida, con un sueldo anual de 725.000 maravedises. A Diego de Almagro se
le nombraba comandante de Túmbez, con una renta anual de 300.000 maravedises y
el rango de hidalgo. El buen Padre Hernando de Luque fue nombrado obispo de
Túmbez y protector de los indios con mil ducados anuales. A Bartolomé Ruiz se
le dio el título de gran piloto de los mares del Sur; Pedro de Candía fue
nombrado comandante de artillería, y a los otros que tan bizarramente permanecieron
al lado de Pizarro en la isla solitaria, se les concedió el título de hidalgos.
A cambio de estas mercedes se
le exigió a Pizarro la promesa de observar las generosas leyes españolas para
el gobierno, protección y educación de los indios, y que llevara con él
sacerdotes expresamente para convertir los naturales al cristianismo. Tenía
además que reunir una fuerza de doscientos cincuenta hombres en seis meses, y
equiparlos bien, contando con un pequeño auxilio de la Corona; y dentro de los
seis meses de su llegada a Panamá, debía salir con la expedición para el Perú.
También se le hizo caballero de la Orden de Santiago, y, elevado así de repente
a la altiva nobleza de España, se le permitió añadir las armas reales a
las de los Pizarros, con otros timbres conmemorativos de sus proezas: una
ciudad india, con un buque en la bahía y el pequeño camello del Perú. Esto era
un sorprendente y significativo cúmulo de honores, muy difíciles de comprender
para los que sólo estamos habituados a las instituciones republicanas. Borró
para siempre la mancilla del nacimiento de Pizarro y le dio un sitio
esclarecido. Fue eso tanto más importante, por cuanto demostraba que la Corona
reconocía de este modo el rango de Pizarro en la conquista de América. Hernán Cortés
nunca ganó y nunca recibió tal distinción.
Esta división de honores dio
pie a muy serios disgustos. Almagro jamás perdonó a Pizarro su mayor
exaltamiento, y le acusó de haber procurado lo mejor para sí, egoísta y
traicioneramente. Algunos historiadores se han puesto de parte de Almagro; pero
tenemos fundados motivos para creer que Pizarro obró con rectitud e integridad.
Como él mismo expuso, hizo cuantos esfuerzos pudo para inducir a la Corona a
conceder los mismos honores a Almagro; pero la Corona se negó a ello. Mas, aun
sin tener en cuenta la palabra de Pizarro, era una medida política muy prudente
que la Corona rehusase esa petición. En cualquier parte, la coexistencia de dos
jefes constituye siempre un peligro, y España había ya tenido en tal sentido una
experiencia demasiado amarga en América, para dar lugar a una repetición.
Dispuesta estaba a conceder todos los honores y dar estímulos a los brazos;
pero debía haber solamente una cabeza, y ciertamente cualquiera que se fije en
la diferencia mental y moral que había entre los dos hombres y en lo que fueron
sus acciones y los resultados, antes y después de la regia concesión, admitirá
que la Corona de España hizo favor a Almagro en su estimación y le dio
ciertamente cuanto él valía. En todo el contrato se transparentan los esfuerzos
de Pizarro en favor de su socio, el ingrato y después traidor Almagro, y eso lo
corrobora plenamente la prolongada paciencia y la clemencia de Pizarro para con
su vulgar, innoble y cada vez más empecatado camarada. No era Pizarro de
esos hombres a quienes la fortuna les trastorna la cabeza. Ni lo aplastaba la
adversidad, ni, lo que es más raro todavía, le embriagaba el éxito más
brillante, en lo cual se elevaba a mayor altura que Napoleón, que era más
grande como genio, pero menos noble como hombre. Elevado de una abyecta y
prolongada pobreza al más alto pináculo de la riqueza y de la fama, Pizarro fue
siempre el mismo hombre tranquilo, modesto, prudente, heroico, temeroso de Dios
y agradecido a sus beneficios. El éxito sólo contribuyó a hacer más vil la naturaleza
de Almagro, y su fin fue ignominioso.
Después de firmar su contrato
con la Corona, Pizarro sintió anhelo de visitar los lugares en que
transcurriera su niñez. Aun cuando ésta fuera infelicísima, sentía una varonil
satisfacción en volver a contemplar aquellos lugares. Y el harapiento rapaz que
dejara sus cerdos en Trujillo, volvió allí siendo un héroe ennoblecido, de
cabello cano y de fama imperecedera. No creo que fuese allá por un alarde de
vanagloria ante los que pudieran recordarle. Esto no era propio del carácter de
Pizarro, el cual nunca dio muestras de vanidad ni de orgullo. Era liberal,
modesto, generoso, como el valiente William Crooks (1832 – 1907), el más grande
y el mejor de nuestros conquistadores de los indios, el cual nunca estaba más a
gusto que cuando andaba entre sus tropas sin que en su uniforme ni en sus
maneras se pudiese ver que era un mayor general del ejército de los Estados
Unidos y no un pobre scout o cazador. No; lo que llevó a
Pizarro a Trujillo fue lo que había en él de hombre, o tal vez un rasgo del
niño que siempre queda en estos grandes corazones. Por supuesto, el pueblo se
regocijó honrando al héroe de ese cuento fantástico, que tal parece la historia
de sus hechos. Pero con seguridad que el bizarro general se alegraba de
evadirse algunas veces de sus visitas, para ir a recorrer las lomas donde había
guardado cerdos muchos años antes, y a contemplar los mismos árboles y
riachuelos, y tal vez a otro harapiento e ignorante muchacho pastoreando bulliciosos
puercos. Bien pudo haberse pellizcado para cerciorarse de que
realmente estaba despierto; de que aquel rapaz que veía allá a lo lejos no
era él, Francisco Pizarro, vestido de harapos en medio de sus cerdos, y de que
aquel caballero canoso, afamado, que tanto había viajado y tantos honores
recibido, no era un sueño, como tampoco los años que habían transcurrido. Y era
él hombre capaz, sintiéndose despierto, de ir a sentarse sobre el césped junto
al desharrapado porquerizo y decirle bondadosamente: «¿Cómo vamos, amigo?» Y
cuando el asombrado y asustado mozuelo balbucease o tratase de huir del primer
gran personaje que le había dirigido la palabra, Pizarro le hablaría con tanto
cariño y le contaría cosas tan maravillosas, que el pobre rapaz le miraría con
esa adoración al héroe que es uno de los más puros y más alentadores impulsos
de nuestra naturaleza, pensando si podría él llegar a ser algún día un
personaje como aquel arrogante caballero que tranquilamente le había dicho:
«Sí, hijo mío; yo también guardé puercos en este sitio». Cuanto más pienso en
ello, por lo que sabemos de Pizarro, más seguro estoy de que realmente fue a
visitar los antiguos pastos y los cerdos y los ignorantes porqueros, y de que
habló con ellos sencilla y afablemente, y que les impresionaría de tal modo,
que resolvieron hacer algo mejor de lo que haciendo estaban.
Pero el interés que en todas
partes se atraía Pizarro no trajo reclutas a su bandera tan a prisa como él
deseaba. Muchos preferían admirar al héroe, que llegar a ser héroes a costa de
semejantes padecimientos. Entre los que le siguieron estaban sus hermanos
Hernando, Gonzalo y Juan, que debían figurar de un modo preeminente en el Nuevo
Mundo, si bien hasta entonces nunca se había oído mentar sus nombres. Hernando,
el mayor de los cuatro, era el único hijo legítimo y recibió mucha mejor
educación. Pero era también el peor, y como no profesaba los principios
estrictos de Francisco, terminó de un modo lastimoso. Juan era una figura
simpática, y se distinguió por su carácter varonil y su valor; murió
prematuramente. Gonzalo era un verdadero caballero andante, intrépido, liberal
y caballeroso, y llegó a ser tan querido en el Nuevo Mundo por los
soldados que le seguían, como por los indios que conquistaba. Hizo una de las
marchas más increíbles de que hay memoria, y probablemente hubiera adquirido
gran fama, si la muerte de su hermano y guía Francisco no le hubiese hecho caer
en manos de malos consejeros como el pícaro Francisco de Carvajal[90],
quienes llevándole por mal camino le empujaron hacia su ruina. Pero, si bien
los hermanos no eran malvados, ni cobardes, ni tontos, ninguno podía compararse
con Francisco. Era éste uno de los raros ejemplares que se han hallado
esparcidos y muy distanciados por el camino del mundo. Poseía no tan sólo las
cualidades de los héroes y que, por fortuna, son muy comunes, sino también la
intuición y la certera finalidad del genio. Con menos perspicacia que Napoleón,
porque era menos instruido, pero tan grande como él en su decisión, y más grande
que él por sus principios, fue uno de los hombres más insignes de todas las
edades.
Pero, volviendo a nuestro
relato, pasaron los seis meses, y todavía le faltaba completar los doscientos
cincuenta voluntarios que necesitaba. El Consejo estaba a punto de revistar el
contingente; pero Pizarro, por temor de que, ateniéndose estrictamente a la
letra de la ley, pudiese aquél impedirle la consumación de sus grandes planes
simplemente por la falta de unos cuantos hombres, y desesperado al pensar en
una nueva demora, no quiso aguardar el permiso oficial para salir, sino que
soltó amarras y se hizo a la mar secretamente en enero de 1530. No fue
realmente correcta semejante determinación; pero estaba convencido de que mucho
se arriesgaba por un mero tecnicismo y de que él cumplía con el espíritu ya que
no con la letra de la ley[91].
Es evidente que la Corona lo comprendió también así, puesto que ni se le mandó
a buscar ni se le impuso un castigo. Después de un viaje pesado llegó salvo a
Santa María[92]. Allí sus nuevos soldados
se asustaron al saber que iban a encontrar grandes serpientes y caimanes, y un
gran número de los más pusilánimes desertó. También Almagro levantó un
clamoreo, diciendo que Pizarro le había robado los honores que le correspondían;
pero Hernando de Luque y Gaspar de Espinosa pacificaron a los revoltosos,
ayudados por el espíritu generoso de Pizarro. Este convino en nombrar
Adelantado a Diego de Almagro y en pedir a la Corona que confirmase el
nombramiento. También prometió mirar por él antes que por sus propios hermanos.
Al comenzar enero de 1531,
Francisco Pizarro salió de Panamá en su tercero y último viaje hacia el sur.
Tenía en sus tres buques ciento ochenta hombres y veintisiete [treinta y siete]
caballos. No era, en verdad, un ejército imponente para explorar y conquistar
un gran país; pero fue todo lo que pudo reunir, y Pizarro estaba empeñado en
hacer la prueba. Llevó a cabo la verdadera conquista del Perú con un puñado de
rudos héroes; pero de todos modos lo hubiera intentado, y es muy posible que
hubiese salido airoso de la ardua empresa aun cuando no hubiese tenido más que
cincuenta soldados; porque, después de todo, él fue quien conquistó el Perú,
más que sus ciento ochenta hombres. Almagro quedó otra vez en Panamá tratando
de reclutar voluntarios.
Pizarro intentaba navegar en
derechura a Túmbez y allí efectuar el desembarco; pero las tormentas hicieron
retroceder los frágiles buques, y se vio obligado a cambiar de plan. Después de
navegar trece días, desembarcó en la bahía de San Mateo, y condujo a sus
hombres por tierra mientras los buques iban costeando hacia el sur. Fue aquella
una marcha sumamente difícil en tan inhospitalaria costa, y apenas podían los
hombres avanzar dando tumbos. Pero Pizarro les servía de guía y les animaba con
palabras y con su ejemplo. Como en otras ocasiones y en todas partes, tenía
esta vez que llevar a su gente. Sin duda tenían tan buenas
piernas como él, aun cuando debió ser Pizarro de constitución muy robusta; pero
hay un músculo mental que es más duro y más resistente y que ha sostenido a
muchos cuerpos vacilantes: el músculo del arrojo. Y el arrojo de Pizarro no ha
sido sobrepujado en el mundo. Casi puede decirse que tenía que llevar a su
ejército sobre los hombros[93].
Aun cuando la región era
selvática, tenía riqueza mineral. Según dice Pedro Pizarro (Toledo, ca.
1514 – ca. 1583, primo de Francisco Pizarro), historiador del siglo XVI y
pariente de Francisco, éste recogió doscientos mil «castellanos»[94] de
oro, que envió a Panamá en sus buques para que hablasen por él. Era la clase de
argumento que los rudos aventureros del istmo podían entender, y él confiaba
que su lógica amarilla le atrajese voluntarios. Pero, mientras los buques
realizaban esa importante misión, el pequeño ejército sufría lo indecible
caminando penosamente por la costa. Las movedizas arenas, el calor tropical, el
peso de sus armas y de la armadura, eran casi insoportables. Estalló una
extraña y horrible peste, y muchos perecieron. El país se hizo más y más inhabitable,
y de nuevo perdieron toda esperanza aquellos pacientes soldados. En Puerto
Viejo [muy poco al sur de Caraquez] se les juntaron treinta hombres al mando de
Sebastián de Belalcázar, el cual después se distinguió yendo a caza de aquella
áurea mariposa que tantos persiguieron hasta morir y nadie llegó a alcanzar: el
mito del Dorado. Avanzando siempre, Pizarro cruzó por fin la isla de Puná, para
dar descanso a sus desgarbados hombres y prepararlos para la conquista. Los
indios de la isla intentaron traicionarlos, y cuando sus cabecillas fueron
presos y castigados, todo el enjambre de naturales cayó ferozmente sobre el campamento
de los españoles. Fue una lucha muy desigual; pero al fin el valor y la
disciplina pudieron más que la fuerza bruta, y los indios fueron derrotados.
Muchos españoles quedaron heridos, entre ellos Hernando Pizarro, el cual
recibió una herida de venablo de mal cariz en una pierna. Pero los indios no
les dieron punto de reposo y les hostilizaban constantemente, apoderándose de
los que se desviaban y teniendo al campamento en continua alarma. Entonces
llegó oportunamente un refuerzo de cien hombres, con unos cuantos caballos al
mando de Hernando de Soto, el heroico pero infortunado jefe que más tarde
exploró el Misisipí.
Con este refuerzo, Pizarro
cruzó de nuevo al continente sobre unas balsas. Los indios le disputaron
el paso, mataron a tres hombres en una de las balsas y desprendieron otra
balsa, aprisionando a los soldados que en ella iban. Hernando Pizarro había ya
desembarcado, y aun cuando se interponía un peligroso lodazal, espoleó su
caballo, que lo atravesó hundiéndose hasta los ijares, y seguido de unos
cuantos compañeros, rescató a los prisioneros que estaban en peligro.
Entrando en Túmbez, los
españoles hallaron aquella linda población desguarnecida y desierta. Alonso de
Medina y su compañero habían desaparecido, y nunca se supo la suerte que
corrieron. Pizarro dejó allí una pequeña fuerza, y en mayo de 1532 marchó
tierra adentro, enviando a Hernando de Soto con un pequeño destacamento a
explorar la base de los gigantescos Andes. Desde su primer desembarco, Pizarro
impuso la más estricta disciplina. Sus soldados debían dar a los indios buen
trato, so pena de los más severos castigos. No debían ni siquiera entrar en un
hogar indio, y si se atrevían a desobedecer este mandato eran rígidamente
castigados. Este régimen liberal y bondadoso para con los indios lo adoptó
Pizarro desde un principio, y lo mantuvo con firmeza.
Después de emplear tres o
cuatro semanas en exploraciones, Pizarro escogió un sitio en el valle de
Tangara[95]
y fundó allí la ciudad de San Miguel[96].
Construyó una iglesia, un almacén, una sala de justicia, un fuerte y varias
viviendas, y organizó un gobierno. El oro que había recogido lo envió a Panamá,
y esperó varias semanas a que llegasen voluntarios. Pero no llegó ninguno, y
era evidente que tenía que abandonar la conquista del Perú, o emprenderla con
el puñado de hombres que le seguían. No le tomó a Pizarro mucho tiempo el
decidirse por una de las dos alternativas. Dejando cincuenta soldados al mando
de Antonio Navarro para guarnecer San Miguel, y dictando rigurosas leyes para
la protección de los indios, marchó Pizarro el 24 de septiembre de 1532 al
interior de aquel vasto y desconocido país.
IV
EL PERÚ TAL COMO ERA
Ahora que hemos seguido a
Pizarro hasta el Perú; ahora que va a conquistar la tierra maravillosa que tan
incomparables contrariedades y sufrimientos le costó encontrar, debemos
detenernos un momento para decir cómo era aquel país. Esto es tanto más necesario,
cuanto que se han propalado por el mundo tan falsos y tan disparatados relatos
acerca del «Imperio del Perú» y del «Reino de los Incas» y otras sandeces por
el estilo. Para comprender lo que fue la conquista tenemos que saber antes lo
que había que conquistar, y para ello es necesario esbozar en pocas palabras la
pintura del Perú, tal como nos la han dado con su autoridad algunos
historiadores grotescamente equivocados, y decir después cómo era realmente el
Perú, según se ha demostrado gracias a modernas investigaciones.
Nos han contado que el Perú era
un gran imperio, rico, populoso y civilizado, gobernado por una larga serie de
reyes, que se llamaban Incas; que tenía dinastías y nobleza; trono y corona y
corte; que sus reyes conquistaban vastos territorios y civilizaban a los
vecinos salvajes que conquistaban, por medio de sabias leyes y de escuelas y de
otros instrumentos de economía política; que tenían caminos militares mucho
mejores que los que construyeron los romanos, de mil millas de longitud y con
prodigioso pavimento y varios puentes; que aquella portentosa raza creía en un Ser
Supremo; que el rey y todos los que tenían sangre real en sus venas eran
inconmensurablemente superiores al común del pueblo, pero que eran bondadosos,
justos, paternales e ilustrados; que había regios palacios en todas partes; que
tenían canales de cuatrocientas o quinientas millas de largo, y ferias
regionales y representaciones teatrales de tragedias y comedias; que tallaban
esmeraldas con herramientas de bronce, arte que es hoy desconocido; que el
gobierno verificaba censos y educaba a las masas; y que, así como la política
de los aborígenes de Méjico era la política del odio, la de los reyes Incas era
una política de amor y de suavidad. Sobre todo, se nos ha hablado mucho del
largo linaje de monarcas incas, la familia real cuyo último rey, Huayna Capac,
murió poco antes de la llegada de los españoles. Se le representaba repartiendo
el trono entre sus hijos Atahualpa y Huascar, quienes pronto pelearon y
empezaron la guerra cruel y fratricida con ejércitos y otros procedimientos de
pueblos civilizados. Entonces, se nos dice, llegó Pizarro y se aprovechó de esa
guerra intestina; azuzó a un hermano contra el otro, y así pudo al fin
conquistar el imperio.
Todo esto, con otras mil cosas
igualmente ridículas, inexactas e imposibles, es parte de uno de los romances
históricos más fascinadores, pero más erróneos que se ha escrito. Nunca hubiera
salido de pluma alguna si entonces se hubiese conocido la hermosa y exacta
ciencia de la etnología. Esa idea del Perú que por tanto tiempo ha prevalecido,
se basaba en la más supina ignorancia de aquel país, y, sobre todo, de los
indios de todas partes. Porque hay que recordar que aquellos sorprendentes
seres, cuyo imaginado gobierno deja tamañita a cualquiera nación civilizada y
moderna, no eran más que indios. No quiero decir con esto que los
indios no sean hombres con todas las emociones, sentimientos y derechos de los
hombres, derechos que ojalá hubiésemos protegido nosotros con tan honroso
cuidado como lo hizo España. Pero los indios del Norte y los del Sur de América
se parecen mucho en su organización social, religiosa y política, y son muy
distintos de nosotros. Los peruanos ciertamente estaban algo más
adelantados que cualesquiera otros indios de América; pero de todos modos eran
indios. No tenían una idea correcta de un Ser Supremo, sino que adoraban una
deslumbradora multitud de dioses y de ídolos. No tenían rey, ni trono, ni
dinastía, ni sangre real, ni nada que fuese regio. Todas estas cosas eran aún
más imposibles entre los indios de lo que serían ahora en nuestra propia
república. No había, ni podía haber, siquiera una nación. La vida de los indios
es esencialmente de tribus. No solamente no puede haber un rey entre ellos, ni
nada que se parezca a un rey, sino que ni conocen lo que es herencia, a no ser
como algo de que conviene precaverse. El jefe (y ni siquiera reconocen un jefe
supremo) no puede transmitir su autoridad a su hijo ni a otro individuo alguno.
El sucesor lo elige el concejo de oficiales encargados de ello. Donde no hay
reyes no puede haber palacios, y no los había en el Perú. En cuanto a ferias y
escuelas y otras cosas por el estilo, son tan inexactas como imposibles. No
había Corte, ni Corona, ni nobleza, ni censos, ni teatros, ni nada que
remotamente indicase que había habido algo de todo eso; y por lo que hace a los
incas, no eran reyes, ni siquiera gobernantes, sino simplemente una
tribu de indios. Eran los únicos de esta raza en ambas Américas que sabían
fundir, y esto les permitía hacer toscos ornamentos e imágenes de oro y plata;
así es que su país era el más rico del Nuevo Mundo, y realmente hacían alarde
de un notable, aunque barbárico esplendor. Los templos de sus ciegos dioses
brillaban con ornamentos de oro, y los indios se adornaban con profusión de
metales preciosos, así como nuestros navajos y Pueblo en Nuevo Méjico y Arizona
aun hoy llevan libras y más libras de adornos de plata. También hacían
herramientas de bronce, algunas de las cuales eran de muy buen temple; pero eso
no era un arte, sino tan sólo un accidente. Nunca se hallaban dos de sus
utensilios que tuviesen la misma aleación; el artífice indio lo hacía al buen
tuntún, y por cada herramienta que le salía bien por casualidad, tenía que
desechar muchas por malas.
Eran los incas una de las
tribus peruanas, débiles al principio y muy asendereados por sus vecinos. Al
fin, arrojados de sus antiguos lares, dieron con un valle que era una fortaleza
natural. Allí construyeron la ciudad de Cuzco (pues construían ciudades lo
mismo que nuestros indios Pueblo, sólo que las suyas eran mejores). Entonces,
cuando hubieron fortificado los dos o tres pasos por donde únicamente podía
llegarse a aquella hondonada de los Andes, se consideraron seguros. Sus vecinos
ya no podían penetrar allí para matarles y robarles. Con el tiempo llegaron a
ser numerosos y confiados, y como todos los demás indios (y algunos blancos),
entonces empezaron a salir a matar y robar a sus vecinos. En esto se daban muy
buena maña, porque tenían un lugar seguro adonde retirarse, y, sobre todo,
porque sus pequeños camellos podían transportarles subsistencias para
permanecer algún tiempo fuera de su escondrijo. Habían domesticado la llama, lo
cual no había hecho ninguna de las tribus vecinas, excepto los aymaros, y esto dio
a los incas una enorme ventaja. Podían salir de su seguro valle en gran número,
con provisiones para un mes o más, y sorprender alguna aldea. Si eran batidos,
se escondían por las montañas, viviendo con las municiones de su recua y
hostilizando y atacando constantemente a los aldeanos hasta aburrirles. Vemos,
pues, el gran servicio que el pequeño camello prestó a los incas. Les permitió
hacer la guerra de un modo que hasta entonces no lo hicieran los otros indios
de América. Con esta ventaja y de este modo esta tribu guerrera había llevado a
cabo lo que pudiéramos llamar una «conquista» sobre una extensa comarca. Las
otras tribus vieron que les tenía más cuenta cejar al fin y pagar a los incas
para que las dejasen tranquilas. Estos construyeron almacenes en cada uno de
tales sitios, y pusieron un oficial en todos ellos, para la cobranza del
tributo impuesto a la tribu conquistada. Esas tribus nunca se mezclaron. No
podían entrar en Cuzco, y los incas no iban a vivir entre ellos. No
constituían, pues, una nación, sino un conglomerado de tribus indias sujetas
por el miedo a una tribu más fuerte.
La organización de los incas
era, hablando en general, igual a la de cualquier otra tribu india. El oficial
más preeminente en semejante tribu era, naturalmente, el que tenía a su cargo
la dirección de los combates, esto es, el jefe de los guerreros. Era el que
mandaba en la guerra; pero en los otros ramos del gobierno distaba de ser el
único o el hombre de más alto rango. Y eso es sencillamente lo que fueron
Huayna Capac[97] y todos esos fabulosos
reyes incas; capitanes guerreros con la misma influencia que tienen varios
capitanes de guerra indios que conozco personalmente en Nuevo Méjico.
Los hijos de Huayna Capac eran
también capitanes guerreros indios, y nada más; con la particularidad de que
eran jefes guerreros de distintas tribus, rivales y enemigas. Atahualpa bajó
desde Quito con sus guerreros indios y tuvo varios combates, haciendo
finalmente prisionero a Huascar, a quien encerró en el fuerte indio de Jauja.
Así se hallaban las cosas
cuando Pizarro se dirigió al interior. Y para que no se confunda el lector con
la aserción de que los historiadores españoles explicaban de distintos modos la
situación del Perú, conviene hacer otra aclaración. Los cronistas españoles ni
decían más mentiras ni cometían más equivocaciones que nuestros propios
exploradores que vinieron más tarde y escribieron con seriedad acerca del rey indio
Philip, del rey indio Powhatan (ca. 1547 – 1618) y de la princesa india
Pocahontas (Matoaka/Amonute, Virginia, ca. 1596 – Gravesend, NE del condado de
Kent, Inglaterra, marzo de 1617). La etnología era entonces una ciencia
desconocida. Ninguno de aquellos antiguos escritores comprendía la organización
característica de los indios. Veían un hombre ignorante, desnudo,
supersticioso, que mandaba a sus ignorantes secuaces y era persona de
autoridad, y le llamaron «rey» porque no sabían qué otro nombre darle. Lo mismo
hicieron los españoles. En aquella época no tenía el mundo más que una pequeña
regla para medir los gobiernos y las organizaciones; y por muy ridículas que
nos parezcan sus medidas, no era posible entonces medir mejor. No; las
equivocaciones de los cronistas españoles eran tan sinceras y tan ignorantes
como en las que incurriera William Hickling Prescott tres siglos después, y
a la verdad, no eran tan absurdas.
El Perú, sin embargo, era un
país muy prodigioso para haber sido formado por simples indios desprovistos
hasta de una organización o un espíritu nacional, que es el primer requisito
para formar una nación. Sus «ciudades» eran importantes, y en su construcción
notábase bastante pericia; las granjas eran mejores que las de nuestros
pueblos, porque eran allí indígenas la patata y otras plantas alimenticias
entonces desconocidas en nuestra región del sudoeste, y estaban regadas por el
mismo sistema de irrigación que era común a todas las tribus sedentarias. Eran
los únicos indios que se dedicaban al pastoreo, y sus grandes rebaños de llamas
eran un importante venero de riqueza; mientras que los géneros de lana de
camello que ellos mismos tejían, no desdeñaban usarlos las empingorotadas damas
españolas. Y, sobre todo, sus toscos hornos de fundición les permitían
presentar cierta pompa deslumbradora, que no era de esperar entre indios
americanos; la verdad, nos causaría sorpresa entrar en las iglesias de
cualquier ciudad del mundo y hallarlas tan esplendentes con placas, imágenes y
netos de oro, como eran algunos de sus barbáricos templos. No podemos afirmar
que nunca hiciesen sacrificios humanos; pero esos horrendos ritos eran raros y
no podían compararse con los horrores que a diario llevábanse a cabo en Méjico.
En los sacrificios ordinarios, la llama era la víctima.
Hacia la fortaleza de esa
extraordinaria tribu india, se dirigía Pizarro al frente de su escasa tropa.
V
LA CONQUISTA DEL PERÚ
Positivamente, ningún ejército
salió jamás a luchar con tan desproporcionadas desventajas. Contra innumerables
miles de peruanos, tenía Pizarro ciento setenta y siete hombres. De éstos, sólo
sesenta y siete iban montados. En toda la fuerza no había más que tres cañones;
y sólo veinte hombres tenían siquiera ballestas; todos los demás iban armados
de espadas, dagas y lanzas. ¡Linda hueste, en verdad, para conquistar lo que
era un imperio en vastedad, ya que no en organización!
A los cinco días de marcha
desde San Miguel [de Tangarará], Pizarro hizo alto para descansar. Allí notó
señales de descontento entre su gente, y adoptó un remedio característico de su
genio. Haciendo formar a sus hombres, les habló en términos amistosos. Díjoles
que deseaba que San Miguel estuviese mejor defendido, pues era muy pequeña la
guarnición que allí había quedado. Si algunos de los presentes preferían no
seguir adelante, ni afrontar los peligros desconocidos que hallarían tierra
adentro, quedaban en libertad de retroceder para reforzar la guarnición de San
Miguel, donde tendrían derecho a las mismas mercedes de terreno que los otros,
además de participar en los beneficios de la conquista.
Fue una medida audaz, y, sin
embargo, prudente. Cuatro infantes y cinco jinetes dijeron que se volverían a
San Miguel; y, en efecto, se volvieron, mientras que ciento sesenta y ocho
leales siguieron adelante, prometiendo de nuevo seguir a su intrépido jefe
hasta el fin.
Hernando de Soto, que había
estado explorando por espacio de ocho días, volvió entonces acompañado de un
mensajero que enviaba el capitán guerrero de los indios, Atahualpa. Traía presentes
el indio, e invitó a los españoles a visitar a Atahualpa, que estaba acampado
con sus bravos en Cajamarca. Felipillo, el joven indio de Túmbez, que fue a
España con Pizarro para aprender el español, prestó ahora útil servicio como
intérprete, y por su mediación pudieron los españoles conversar con los incas.
Pizarro trató al mensajero con su acostumbrada afabilidad, y lo despidió con
regalos, marchando después peñas arriba en dirección de Cajamarca. Uno de los
indios declaró que Atahualpa trataba simplemente de atraer a los españoles a su
fortaleza para destruirlos sin tomarse el trabajo de salir a su encuentro, lo
cual era verdad; y otro indio declaró que el jefe inca tenía a su mando una
fuerza que no bajaba de cincuenta mil hombres. Pero, sin arredrarse, Pizarro
envió un indio adelante para hacer un reconocimiento, y siguió marchando por
los temibles pasos de la cordillera, alentando a sus hombres con una de sus
características arengas. Díjoles:
«Tened todos ánimo y valor para
hacer lo que espero de vosotros y lo que deben hacer todos los buenos
españoles, y no os alarméis por la multitud que dicen tiene el enemigo ni por
el número reducido en que estamos los cristianos. Que, aunque fuésemos menos y
el ejército contrario fuese más numeroso, la ayuda de Dios es mayor todavía; y
en la hora de la necesidad Él ayuda y favorece a los suyos, para desconcertar y
humillar el orgullo de los infieles, y atraerles al conocimiento de nuestra
Santa Fe».
Al oír este animoso discurso,
los hombres gritaron que le seguirían adondequiera que les llevase. Pizarro se
puso al frente con cuarenta jinetes y sesenta infantes, dejando a su hermano
Hernando que hiciese alto con los hombres restantes hasta nueva orden. No era
juego de niños el trepar por aquellos terribles pasos. Los jinetes tuvieron que
desmontar, y, aun así, con dificultad podían llevar sus caballos por
aquellas alturas. Los angostos senderos serpenteaban por debajo de salientes
riscos y bordeaban sombrías quebradas, estrechas hendeduras de millares de pies
de profundidad, en las que el resalto que formaba la roca tenía apenas el ancho
suficiente para arrastrarse por él. Dominaban el paso dos imponentes fuertes de
piedra; pero afortunadamente estaban abandonados. Si los hubiese ocupado el
enemigo, estaban perdidos los españoles; pero Atahualpa quiso dejarles penetrar
en su trampa, en la confianza de que una vez dentro los aplastaría fácilmente.
Cuando llegaron los españoles a lo alto del paso, mandaron a buscar a Hernando,
el cual subió con su gente. Llegó entonces un mensajero de Atahualpa con regalo
de llamas, y casi al mismo tiempo volvió el espía indio que envió Pizarro y
reiteró que Atahualpa intentaba traicionarles. El mensajero peruano explicó de
un modo plausible los movimientos sospechosos que había relatado el espía. Su
explicación distaba de ser satisfactoria; pero Pizarro era demasiado listo para
mostrar su desconfianza. Sólo podían salvarse aparentando tranquilidad.
Los españoles sufrieron mucho
frío al doblar aquella empinada sierra, y hasta la misma bajada por la
vertiente oriental de la cordillera se les hizo sumamente dificultosa. Al
séptimo día llegaron a la vista de Cajamarca situada en su lindo valle ovalado,
que era una hondonada de gran extensión. A lo lejos y a un lado estaba el
campamento del jefe guerrero inca y de su ejército, que cubría una vasta
superficie. El día 15 de noviembre de 1532, los españoles entraron en la
ciudad. Hallábase enteramente desierta, lo cual era de muy ominoso agüero.
Pizarro hizo alto en la gran plaza cuadrada o comunal, y envió a Hernando de Soto
y Hernando Pizarro con treinta y cinco jinetes al campo de Atahualpa para
pedirle una entrevista. Hallaron al jefe inca rodeado de una pompa que les
pasmó; y no menos les impresionó el número abrumador de guerreros que vieron en
el campamento. A su solicitud contestó Atahualpa que aquel día estaba guardando
ayuno por ser día sagrado (lo cual ya era una circunstancia sospechosa);
pero que al día siguiente visitaría a los españoles en la ciudad. «Ocupad las
casas de la plaza, les dijo, y no entréis en ninguna otra. Aquellas son para el
uso de todos. Cuando yo vaya, daré órdenes acerca de lo que hay que hacer».
Los peruanos, que nunca habían
visto un caballo, quedaron atónitos al contemplar aquellos extranjeros
montados, y aún más se encantaron cuando Soto, que era un gran caballista,
mostró su habilidad con algunas proezas, no por vano alarde, sino porque era de
mucha importancia el causar impresión a aquellos innumerables bárbaros con las
peligrosas habilidades de los extranjeros.
Los acontecimientos del día
siguiente merecen especial mención, puesto que ellos y sus consecuencias
directas han dado pie a la injusta imputación que se ha hecho a Pizarro de ser
un hombre cruel. Los verdaderos hechos le justifican
plenamente.
En la mañana del 16 de
noviembre, después de una noche de gran ansiedad, los españoles se levantaron
al despuntar el alba. Entonces vieron claramente que se habían metido en la
trampa, y que había una probabilidad contra ciento de que pudiesen salir de
allí. Su espía indio había sido veraz en sus avisos. Allí estaban, acorralados
en la ciudad, ciento setenta y ocho hombres, y a poca distancia había
innumerables millares de indios. Pero, y esto era peor todavía, vieron que les
habían cortado la retirada; porque durante la noche Atahualpa había situado una
gran fuerza entre ellos y el paso por donde habían entrado. Estaban, pues, en
una situación enteramente desesperada: no podía salvarles más que un milagro. Pero
el milagro estaba a mano: era Pizarro.
Por una de las sabias
disposiciones de la naturaleza, las mentes mejor equipadas piensan mejor y más
rápidamente cuando más necesitan pensar a prisa y bien. En el momento supremo
todos los pensamientos que se amontonan y confunden en el excitado cerebro,
parece como si se apartasen de repente para dejar un claro por donde un gran
pensamiento pueda saltar, como el corredor que llega a la meta, o
bien como el rayo que hiende el aire manso, mientras su fuego se precipita
abriéndose paso. Las personas más inteligentes tienen a veces ese relampagueo
mental, y cuando se puede confiar en que ha de aparecer o iluminar al instante
las crisis más obscuras, es la intuición del genio. Eso es precisamente lo que
hizo de Napoleón todo un Napoleón, y de Pizarro todo un Pizarro.
Había necesidad de formular con
maravillosa rapidez un pensamiento que fuese casi sobrehumano. ¿Cómo podían
vencerse aquellas terribles desventajas? ¡Ah! Pizarro dio con ello. Él no
sabía, como sabemos ahora, las razones supersticiosas que hacían que los indios
reverenciasen tanto a Atahualpa; pero sí sabía que existía esa influencia. Algo
de lo que Pizarro era para los españoles, era para los peruanos su capitán
guerrero; no tan sólo era su jefe militar, sino que literalmente era «en sí
toda una hueste». Pues bien; si él podía hacer prisionero a aquel cacique
traidor, esto haría disminuir muchas de las desventajas; en realidad
equivaldría de un modo incruento a quitar a los enemigos algunos millares de
hombres. Además, Atahualpa quedaría como rehén para responder de la paz de su
tribu. Y como único medio de salvación, Pizarro resolvió aprisionar al cacique.
Empezó en el acto a hacer
preparativos para este brillante golpe estratégico. La caballería, dividida en dos
grupos, mandados por Hernando de Soto y Hernando Pizarro, se ocultó en dos
espaciosos zaguanes que daban a la plaza. En un tercer zaguán se colocó la
infantería, y Pizarro, con veinte hombres, ocupó una posición en otro punto
ventajoso. Pedro de Candía, con la artillería—dos pequeños falconetes—se había
situado en lo alto de un fuerte edificio. Pizarro dirigió entonces a sus
soldados una fervorosa arenga, y después de una rogativa a Dios para que les
amparase y librase de todo mal, la pequeña fuerza esperó al enemigo.
Casi había transcurrido el día
cuando Atahualpa entró en la ciudad sentado en una silla de oro que llevaban en
hombros sus servidores. Había prometido hacerles una visita amistosa e ir
desarmado; pero era de notar que aquella visita amistosa la hizo
acompañado de un séquito de varios miles de atléticos guerreros.
Ostensiblemente iban desarmados; pero debajo de sus mantos llevaban ocultos
arcos, machetes y mazas. Atahualpa no pudo resistir a la curiosidad, aun cuando
habíase mostrado indiferente. Aquella nueva clase de hombres era demasiado
interesante para exterminarlos en el acto. Quería verlos más, y así fue a
ellos; pero sumamente confiado, como pudiera estarlo un niño cruel con una
mosca. Observaría por un rato sus aleteos y zumbidos, y cuando se cansase de
ellos no tenía más que extender el pulgar y aplastar la mosca sobre el vidrio
de la ventana. Pero no contaba Atahualpa con la huéspeda. Ciento setenta
cuerpos españoles podían ser fácilmente aplastados; pero no cuando los animaba
un espíritu como el de su jefe.
Aun en aquel instante estaba
Pizarro dispuesto a adoptar procedimientos pacíficos. El bueno de Fray Vicente
de Valverde, capellán del pequeño ejército, se adelantó a recibir a Atahualpa.
Hacían un raro contraste el modesto misionero con su hábito gris y su manoseada
Biblia en la mano, frente al astuto indio sentado en su trono de oro, cubierto
de adornos del mismo metal y con un collar de esmeraldas. El padre Valverde le
dirigió la palabra. Le dijo que venían como servidores de un poderoso rey y del
verdadero Dios. Venían como amigos, y todo lo que pedían era que el cacique
abandonase sus ídolos y adorase a Dios, y aceptase al rey de España como aliado
suyo y no como soberano.
Atahualpa, después de examinar
curiosamente la Biblia (pues por descontado no había visto antes libro alguno),
la dejó caer y contestó al misionero con brevedad y casi con insolencia. Las
exhortaciones del padre Valverde sólo contribuyeron a irritar al indio, y sus
palabras y su gesto se volvieron más amenazadores. Atahualpa mostró el deseo de
ver la espada de uno de los españoles, y éste se la enseñó. Entonces quiso él
desenvainarla; pero el soldado, con mucha prudencia, se lo impidió. El padre
Valverde no recomendó entonces una matanza, como se le ha imputado;
solamente informó a Pizarro del fracaso de sus esfuerzos conciliatorios.
Había llegado la hora. Atahualpa podía dar el golpe en cualquier momento, y si
él era el primero en darlo, no había esperanza alguna para los españoles. Su
única salvación estaba en adelantársele y coger por sorpresa a los que
sorprenderles querían. Pizarro hizo una señal con su trena [banda, cinturón] a
Pedro de Candía, y el ridículo cañoncito de la azotea retumbó de uno a otro
extremo de la plaza. No hirió a nadie, ni fue esa la intención al dispararlo,
sino únicamente aterrorizar a los indios, que nunca habían oído un cañonazo, y
dar la señal a los españoles. La exactitud del relato que han hecho algunos
historiadores de cómo «el humo de la artillería llenó la plaza de nubes sulfurosas,
que cegaron a los peruanos y esparcieron una densa lobreguez», puede juzgarse
teniendo presente que toda esa mortífera nube debía salir de los cañoncetes que
se transportaban a lomo de caballo por aquellas montañas, y de tres viejos
fusiles de chispa. Sin embargo, de este ridículo modo se han descrito muchos de
los incidentes de la conquista.
No menos falsas y disparatadas
son las descripciones corrientes de la «matanza» que siguió. Los españoles
salieron todos al oír la señal, cayeron sobre los indios y finalmente los
desalojaron de la plaza. Nos resistimos a creer que murieron dos mil, pues
calculando cuántos indios puede matar un hombre con una espada o un mosquete o
una ballesta en media hora de lucha a todo correr, y multiplicando ese factor
por ciento sesenta y ocho, veremos que no es de dos mil, sino de doscientos, el
número más probable de los muertos en Cajamarca.
El principal empeño de los
españoles no era precisamente matar, sino rechazar a los otros indios y hacer
prisionero a Atahualpa. Pizarro había dado severas órdenes de no causar daño al
cacique. No quería matarle, sino únicamente retenerlo vivo como rehén, para que
respondiera de la conducta pacífica de su tribu. La guardia de corps del jefe
indio hizo una fuerte resistencia, y un español, en su excitación, lanzó a
Atahualpa un arma arrojadiza. De un salto Pizarro se puso delante y
recibió la herida en un brazo, salvando así la vida al cacique. Por fin se
apoderaron de Atahualpa, ileso, y le encerraron en uno de los edificios bajo la
vigilancia de una fuerte guardia. Él confesó—con una de esas bravatas
características de los indios, cuya costumbre tradicional es demostrar su valor
ofendiendo al que los hace prisioneros—que les había dejado entrar en la
ciudad, sintiéndose seguro por su más numerosa fuerza, con el fin de hacer
esclavos a los que mejor le cuadrase y dar muerte a los otros. Pudo haber
añadido que, si el astuto de su padre estuviese vivo, esto no hubiera ocurrido.
El experto Huayna Capac no habría dejado que los españoles entrasen en la
ciudad, sino que los hubiera enredado y aniquilado en los ásperos vericuetos de
la montaña. Pero Atahualpa, más presuntuoso y menos prudente, asumió un riesgo
innecesario, y ahora se hallaba prisionero, con su ejército derrotado. Como
vulgarmente se dice, fue por lana y salió trasquilado.
El distinguido cautivo fue
tratado con la mayor consideración y cuidado. Sólo era prisionero por cuanto no
podía salir; pero en las espaciosas y alegres habitaciones que se le asignaron
tenía todas las comodidades que apetecer podía. Su familia vivía con él; comía
en su propia vajilla los mejores alimentos que podían obtenerse, y se le
complacía en todos sus deseos, excepto el de salir para llamar a los indios a
las armas. El Padre Valverde y el mismo Pizarro trabajaron con empeño para
convertir a Atahualpa al cristianismo, explicándole la impotencia y la maldad
de sus ídolos, y el amor y bondad del verdadero Dios en cuanto les era posible
hacérselo entender a un indio, para quien naturalmente un Dios cristiano era
incomprensible. No tardó Atahualpa en reconocer la inutilidad de sus dioses, y
declaró francamente que no eran más que unos embusteros. Huayna Capac les había
consultado, y le dijeron que todavía viviría mucho tiempo; no obstante, Huayna
Capac murió en breve. El mismo Atahualpa había ido a preguntar al oráculo si
debía atacar a los españoles: el oráculo contestó que sí, y que fácilmente les
subyugaría. No es de extrañar que el cacique hubiese perdido la fe en los
que hacían semejantes predicciones.
Los españoles recogieron muchas
llamas, una considerable cantidad de oro, y un gran acopio de preciosos
vestidos de algodón y de pelo de camello. No se les hostigó más, pues los
indios sin su reconocido caudillo se hallaban más perdidos de lo que estaría un
ejército civilizado sin sus jefes, puesto que el cacique indio está investido
de un carácter sacerdotal lo mismo que militar, y su cacique estaba prisionero.
Por fin Atahualpa, ansioso de volver
a capitanear sus fuerzas a toda costa, hizo una proposición tan estupenda, que
los españoles a duras penas podían dar crédito a sus oídos. Si le dejaban en
libertad, ofrecióles llenar de oro la habitación en que se hallaba prisionero,
hasta la altura a que alcanzase con la mano, y otro aposento menor lo llenaría
igualmente de plata. La pieza que debía llenarse con vasijas y objetos de oro
(no había nada macizo como lingotes), dícese que tenía veintidós pies de largo
por diez y siete de ancho; a la altura que marcó el cacique con la mano en la
pared era de nueve pies sobre el nivel del suelo[98].
VI
EL RESCATE DE ORO
No cabe dudar que Pizarro
aceptó esta proposición de buena fe. El carácter del hombre, su religión, las
leyes de España y los indicios justificados que nos ofrece su habitual
conducta, nos inducen a creer que tenía efectivamente la intención de poner en
libertad a Atahualpa en cuanto se pagase su rescate. Pero circunstancias
posteriores, que él no pudo evitar y por las que no debe culpársele, le
obligaron a proceder de otra manera.
Los mensajeros de Atahualpa se
diseminaron por el Perú a fin de reunir el oro y la plata necesarios para el
rescate. Entre tanto Huascar, el cual se recordará que estaba prisionero en
manos de la gente de Atahualpa, al enterarse del arreglo propuesto, envió un
mensaje a los españoles exponiendo su cuita y reclamando sus derechos. Pizarro dio
órdenes de que fuese conducido a Cajamarca para que expusiese allí su
pretensión. El único modo de averiguar cuál de los dos jefes rivales tenía
razón, era carearlos y pesar sus respectivas pretensiones. Pero esto no le
convenía a Atahualpa. Antes de que Huascar pudiese ser llevado a Cajamarca, fue
asesinado por sus guardianes indios, que eran hechura de Atahualpa, y, según
opinión general, por orden del mismo Atahualpa.
El oro y la plata para el
rescate fue llegando poco a poco. Históricamente no cabe dudar cuál era el plan
de Atahualpa en aquel arreglo. Lo que hacía era simplemente ganar tiempo; hacer
que los españoles esperasen y esperasen, hasta que él tuviese reunidas
sus fuerzas para rescatarle, y entonces acabar con los invasores. De esto
empezaron a darse cuenta los españoles. Por tentador que fuese el cebo de oro,
sospecharon que detrás de él había una trampa. No tardaron en confirmarse sus
sospechas. Empezaron a enterarse de que se reunían secretamente las fuerzas
indias. Las noticias eran cada vez más ominosas, y ni siquiera el oro que
llegaba todos los días y que a veces representaba un valor de 50.000 pesos, les
cegaba hasta el punto de no ver el creciente peligro que corrían.
Era preciso conocer la
situación mejor de lo que podían, estando encerrados en Cajamarca, y al efecto
se encargó a Hernando Pizarro que fuese con un pequeño destacamento a explorar
por Guamachucho [Huamachuco, unos 50 km al SE de Cajamarca], y después por
Pachacamac [pocos km al sur de lo que después sería Lima], distante trescientas
millas. Fue aquel un reconocimiento difícil y peligroso, pero en extremo
interesante. Su marcha por la meseta de la cordillera fue sumamente penosa. El
relato de grandes vías militares, no pasaba de ser un mito, aun cuando mucho se
había hecho para mejorar las trochas; algo muy parecido al modo primitivo de
los Pueblo de Nuevo Méjico, sólo que en mayor escala. Las mejores, sin embargo,
sólo tuvieron por objeto arreglar las veredas para las pisadas firmes de las
llamas; pero con gran dificultad se podía arrastrar y empujar los caballos
españoles por los trechos más escabrosos. Lo que muy especialmente llamó la
atención de los españoles fueron los toscos, pero seguros puentes colgantes de
vástagos con que los indios salvaban angostas pero terribles quebradas; pero
todavía esos oscilantes pasos eran difíciles de cruzar para los caballos.
Después de algunas semanas de
penoso viaje el destacamento llegó a Pachacamac sin encontrar oposición alguna.
Su famoso templo había sido despojado de sus tesoros; pero su renombrado
dios—un grotesco ídolo de madera—allí quedaba. Los españoles derrocaron y
destruyeron aquel fetiche pagano, y después purificaron el templo y erigieron
en él un gran crucifijo, para dedicarlo al verdadero Dios. Explicaron a los
indígenas, lo mejor que pudieron, lo que era el cristianismo, y procuraron
inducirles a convertirse.
Allí supieron que Chalicuchima
[Chalcuchima], uno de los jefes de guerra subalternos de Atahualpa, estaba en
Jauja con una gran fuerza, y Hernando decidió ir a visitarle. Los caballos se
hallaban en mal estado para tan dura jornada, pues se habían desgastado sus
herraduras en la reciente marcha, y el herrarlos allí era un problema, porque
no había hierro en el Perú. Pero Hernando salió del apuro con un peregrino
recurso. Si no había hierro, había en cambio plata en abundancia, y al cabo de
poco tiempo los caballos españoles llevaban herraduras de ese precioso metal y
estaban en disposición de marchar a Jauja. Era una jornada difícil; pero valía
la pena de hacerla. Chalicuchima [Chalcuchima] decidió espontáneamente ir con
los españoles a Cajamarca para consultar con su jefe Atahualpa. En realidad,
era justamente lo que él deseaba. Una entrevista personal les permitiría
determinar el mejor medio de librarse de aquellos misteriosos extranjeros. Por
consiguiente, los aventureros españoles y el astuto subjefe llegaron por fin
juntos a Cajamarca.
Mientras tanto Atahualpa lo
había pasado muy ricamente en manos de sus aprehensores. Aun cuando éstos
tenían motivos para desconfiar—y en efecto desconfiaban—del indio traicionero,
no solamente le trataron humanitariamente, sino con la mayor benevolencia.
Vivía lujosamente con su familia y servidumbre y tenía mucho trato con los
españoles. Parece que hicieron cuanto pudieron para ganar su amistad, principio
que inspiró siempre la conducta de Pizarro. Los historiadores parciales no
pueden contradecir un hecho significativo. Los indios llegaron a considerar a
Pizarro y a sus dos hermanos Gonzalo y Juan como amigos, y un indio, que es
mucho más suspicaz y observador que nosotros, es una de las últimas personas a
quien se puede engañar sobre este punto. Si los Pizarro hubiesen sido los
hombres crueles y despiadados que nos han pintado algunos escritores
predispuestos y mal informados, los aborígenes hubiesen sido los primeros en
notarlo y les hubieran odiado. El hecho de que los pueblos que conquistaron
llegaran a ser sus amigos y admiradores, es el mejor testimonio de su
humanitarismo y su justicia.
Atahualpa hasta aprendió a
jugar al ajedrez y a otros juegos europeos, y aparte de procurarle esos
entretenimientos, se puso empeño en hacerle comprender cada día más y mejor los
principios del cristianismo. A pesar de todo esto, iba continuamente trabajando
en sus hostiles planes.
Hacia últimos de mayo [de 1533],
los tres emisarios que se envió a Cuzco a buscar una parte del rescate,
volvieron a Cajamarca con un gran tesoro. Solamente del famoso templo del Sol,
les habían dado los indios setecientas placas de oro, y eso no era sino una
parte del tributo de Cuzco. Los mensajeros trajeron de allí doscientas cargas
de oro y veinticinco de plata, llevando cada carga cuatro indios en una especie
de carretilla de mano. Esta enorme contribución hizo aumentar considerablemente
el tesoro destinado al rescate, si bien no se consiguió con ella llenar el
aposento hasta la señal indicada y convenida. Sin embargo, Pizarro no era un
Shylock. El precio del rescate no estaba completo, pero era bastante, y el
héroe hizo que un notario redactase un documento eximiendo formalmente a
Atahualpa de todo pago ulterior, esto es, dándole recibo y finiquito de la
cantidad estipulada. Pero se vio obligado a aplazar la liberación del cacique.
El asesinato de Huascar y otros síntomas por el estilo, indicaban que sería una
medida suicida el soltar por entonces a Atahualpa. Aun cuando disfrazaba sus
intenciones, eran éstas muy sospechosas, y Pizarro le dijo que era necesario
retenerlo algún tiempo más como rehén. Sabía muy bien que no estaría seguro
dejando libre a Atahualpa, antes de tener una fuerza mayor para resistir el
ataque que sin duda este cacique organizaría en el acto. Conocía el carácter
vengativo de los indios algo mejor que algunos historiadores de biblioteca.
Almagro, entre tanto, había por
fin conseguido salir de Panamá con ciento cincuenta infantes y cincuenta
caballos, en tres buques, y desembarcando en la costa del Perú llegó a San
Miguel [de Tangarará] en diciembre de 1532. Allí se enteró con asombro del
mágico éxito de Pizarro y del botín de oro, y al punto se puso en comunicación
con él. Al mismo tiempo su secretario envió a Pizarro una carta traicionera,
tratando de crear enemistad y vender a Almagro. Pero el secretario no conocía
al hombre a quien se dirigía, pues Pizarro rechazó la despreciable oferta.
Verdaderamente su conducta para con su poco admirable socio, desde el principio
hasta el fin, fue más que justa: fue condescendiente, amistosa y magnánima
hasta el extremo. Entonces envió a Almagro la reiteración de su amistad, y
generosamente le brindó una participación en el campo de oro que había sido
conquistado con escasa ayuda de su parte. Almagro llegó a Cajamarca en el mes
de febrero de 1533, y fue cordialmente acogido por su antiguo compañero de
armas[99].
Entonces se repartió el
cuantioso rescate, tesoro de que no se registra igual en la historia[100].
Fue aquel reparto una labor que requería no poca prudencia y pericia. El
tributo no consistía en moneda ni lingotes, sino en placas, vasijas, imágenes y
otros objetos que variaban grandemente en peso y en ley. Tuvo que reducirse y
calcularse todo de conformidad con un tipo regulador. Separáronse algunos de
los objetos más notables para enviarlos a España, y se hizo fundir los otros,
en forma de lingotes, por los artífices indios, quienes emplearon un mes en esa
tarea. El producto fue casi fabuloso. Se valuó en 1.326.539 pesos de
oro, que en aquella época valían comercialmente cinco veces lo que pesaban,
o sea en junto unos 6.632.695 pesos. Además de tan importante cantidad de oro,
había 51.610 marcos de plata, que al mismo tipo equivalían a 1.135.420 pesos de
nuestra moneda.
Los españoles se habían reunido
en la plaza pública de Cajamarca. Pizarro rogó a Dios que le iluminase para
repartir aquel tesoro equitativamente, y empezó la distribución. Ante todo, se
separó una quinta parte del peso total con destino al rey de España, de acuerdo
con lo ofrecido por Pizarro en el «contrato». Después de esto, los
conquistadores recibieron sus partes por el orden de su categoría. Pizarro
recibió 57.222 pesos de oro y 2.350 marcos de plata, además de la silla de
oro de Atahualpa, que por su peso valía 25.000 pesos. A su hermano Hernando le
tocó 31.089 pesos de oro y 2.350 marcos de plata. A Hernando de Soto le
correspondió 17.749 pesos de oro y 724 marcos de plata. Había en la tropa
sesenta jinetes y muchos de ellos recibieron 8.880 pesos de oro y 362 marcos de
plata. De los ciento cinco soldados de infantería, varios recibieron la misma
cantidad que los de caballería, y los demás una cuarta parte menos. Se
apartaron cerca de 100.000 pesos oro para dotar la primera iglesia del Perú,
que fue la de San Francisco. También se dio participación a Almagro y a su
gente, así como a los que habían quedado de guarnición en San Miguel. Que
Pizarro logró hacer un reparto equitativo lo demuestra el hecho de no haber
habido la menor queja, y no eran sus asociados hombres que se quedasen
tranquilos si se creyesen lesionados o siquiera lo imaginasen. Ni aun sus
difamadores han podido culpar de falta de integridad al valiente conquistador
del Perú.
Para dar una forma más gráfica
al resultado de tan inesperada y portentosa ganancia, haremos una lista
poniendo a cada participación el valor equivalente en dólares americanos:
A |
la
Corona de España |
1.553.623 |
dólares |
» |
Francisco
Pizarro |
462.623 |
» |
» |
Hernando
Pizarro |
209.100 |
» |
» |
Soto |
104.628 |
» |
» |
cada
jinete |
52.364 |
» |
» |
cada
infante |
26.182 |
» |
Todo esto sin contar las
fortunas que se repartieron a Almagro y a los suyos y para la iglesia.
Este es el cálculo más
aproximado que puede hacerse del valor de aquel tesoro. El estudio del muy
complicado y variable sistema de monedas de aquellos tiempos y de sus valores
relativos, sería trabajo de toda una vida; pero las cifras que acabamos de dar
son virtualmente exactas. El cálculo de William Hickling Prescott, que da
al peso de oro de aquel tiempo un valor equivalente a
once dólares de hoy, carece enteramente de fundamento: valía muy cerca de cinco
dólares. El marco de plata es mucho más difícil de apreciar, y Prescott ni
siquiera lo intenta. El marco no era una moneda, sino un peso, y su valor
comercial era entonces de unos veintidós dólares.
VII
TRAICIÓN Y MUERTE DE ATAHUALPA
Pero en medio de su gozo al ver
realizados sus dorados ensueños—y casi podemos imaginar lo grandes que se
sentirían al verse ya ricos, después de una vida de pobreza y de sufrimientos—,
los españoles se vieron bruscamente sorprendidos por menos placenteras
realidades. Las maquinaciones de los indios, de que ya se había sospechado,
ahora no daban lugar a dudas. De todas partes llegaban noticias de un
levantamiento. Se anunciaba que doscientos mil guerreros de Quito y treinta mil
de los caníbales caribes se habían puesto en camino para caer sobre la pequeña
fuerza de los españoles. Rumores de esta clase siempre suelen ser exagerados;
pero entonces tenían probablemente fundamento. No otra cosa podía esperar quien
estuviese tan familiarizado con el carácter de los indios como lo estaban los
españoles. De todos modos, nuestro juicio de lo que sobrevino debe guiarse no
solamente por lo que era cierto, sino más bien por lo que los
españoles creían que lo era. Ellos tenían motivos para
suponer, y no cabe dudar que así lo suponían, que las maquinaciones de
Atahualpa traían una fuerza muy superior contra ellos, y que su vida estaba en
inminente peligro. La inmensa riqueza que acababan de adquirir les ponía aún
más intranquilos. Es una fase curiosa pero común de la naturaleza humana, que
no nos damos cuenta de la mitad de los muchos peligros ocultos que amenazan
nuestra vida, hasta que hemos adquirido algo que nos hace la vida más
agradable. A menudo vemos cómo un hombre valiente se vuelve de pronto
cauteloso, y hasta ridículamente medroso, cuando tiene una esposa querida y
algún hijo que cuidar y proteger; y dudo que ningún muchacho travieso haya
llegado a los veinte años sin que la posesión de algún pequeño tesoro le haya
hecho pensar de momento en las muchas cosas que podrían quitarle el gusto de
disfrutarlo. Entonces ve y presiente peligros que antes nunca se le había
ocurrido suponer.
Los españoles tenían
ciertamente suficientes motivos para temer por su vida, sin pensar en otra
cosa; pero la repentina riqueza, que les prometía un brillante y bien ganado
porvenir, sin duda agudizaba más sus aprensiones y les acuciaba a hacer más
desesperados esfuerzos para salvarse.
No existe ni sombra de un
indicio de que Pizarro pensase jamás en hacer traición a Atahualpa, y hay
evidentes señales de todo lo contrario. Pero ya sus soldados empezaban a exigir
lo que parecía necesario para su protección. Creían que Atahualpa les había
traicionado. Había causado la muerte de su hermano Huascar, el cual estaba
dispuesto a ser amigo de ellos, con el fin de que aquella alianza le colocase
por encima del poder de su temido rival. Les había ofrecido como cebo un áureo
rescate, y con sus dilaciones había ganado tiempo para organizar fuerzas con
que aplastar a los españoles, y ahora ellos pedían no sólo que se le castigase,
sino que se le imposibilitase de seguir conspirando. Nadie que se hallase en
iguales circunstancias podía rebatir esa lógica; ni aun ahora me parece a mí
fuera de razón. No tan sólo creyeron que su acusación era
justa, sino que probablemente lo era; de todos modos, ellos obraron
justamente, según los informes que tenían. Tal era su alarma, que se doblaron
las guardias, los caballos estaban constantemente enjaezados y los hombres
dormían sobre las armas, mientras Pizarro hacía la ronda todas las noches para
cerciorarse de que todo estaba en disposición de resistir el ataque que se
esperaba de un momento a otro.
Y, sin embargo, en esta crisis
el jefe español mostró una varonil renuencia aun a parecer traicionero.
Era hombre de palabra, a más de ser humanitario, y le repugnaba faltar a su
promesa de poner en libertad a Atahualpa, aun cuando le eximía la conducta del
mismo Atahualpa, en completa violación del espíritu del contrato. Pero era
imposible substraerse a la exigencia de su gente: debía mirar por sus vidas
como por la suya propia y, obligado a elegir entre ellos y Atahualpa, no era
dudosa la elección. Pizarro se resistía; pero su tropa insistió, y no tuvo más
remedio que ceder. Pero, aun entonces, cuando el enemigo podía presentarse de
un momento a otro, exigió que el prisionero fuese formalmente juzgado y cuidó
de que se cumpliese este requisito. El tribunal declaró a Atahualpa convicto de
haber instigado el asesinato de su hermano y de conspirar contra los españoles,
y le condenó a ser ejecutado aquella misma noche. Si se demoraba el
cumplimiento de la sentencia, podía llegar la hueste india a tiempo para
rescatar a su cacique, y eso aumentaría grandemente la desventaja en que se
hallaban los españoles. Por lo tanto, aquella noche se le dio garrote a
Atahualpa en la plaza de Cajamarca, y al día siguiente recibió sepultura en la
iglesia de San Francisco, tributándole las honras debidas a su alto rango.
De nuevo se vieron sorprendidos
los peruanos, esta vez por la muerte de Atahualpa. Sin la dirección de su jefe
guerrero y perdida la esperanza de rescatarlo, vacilaron antes de atacar
directamente a los españoles. Se mantuvieron a una distancia segura incendiando
aldeas y escondiendo oro y otros artículos que pudieran ser útiles al enemigo;
así que, después de todo, aun cuando se había conjurado el peligro inmediato
con la ejecución del cacique, la situación presentaba todavía muy mal cariz.
Pizarro, que no tenía de los títulos peruanos una idea más exacta que algunos
de nuestros historiadores, con la esperanza de crear un ambiente de paz, nombró
capitán de guerra a Toparca[101],
otro de los hijos de Huayna Capac; pero este nombramiento no produjo el efecto
que perseguía.
Decidióse entonces emprender
larga y ardua expedición a Cuzco, residencia y principal ciudad de la
tribu inca, de la cual habían oído referir áureos portentos. A principios de
septiembre de 1533, Pizarro y su ejército, engrosado ya con el refuerzo de
Almagro hasta unos cuatrocientos hombres, salieron de Cajamarca. Fue aquella
una jornada preñada de dificultades y peligros. Los angostos y empinados
senderos conducían por vertiginosos vericuetos y por puentes colgantes tan
difíciles de atravesar como lo fuera una hamaca, y subían por elevadas peñas,
donde sólo las ágiles llamas podían hallar huecos en que sentar las patas. En
Jauja les hizo resistencia gran golpe de indios, atrincherados en la margen
opuesta de un torrente recién henchido por las lluvias. Pero los españoles
atravesaron la corriente y se lanzaron con tal furia sobre los naturales, que
éstos no tardaron en ceder.
En aquel lindo valle tuvo
Pizarro la idea de fundar una colonia: hizo allí una breve parada y envió a
Hernando de Soto con un destacamento de sesenta hombres a practicar un
reconocimiento. En el acto empezó Soto a notar señales ominosas. Halló aldeas
incendiadas y puentes destruidos, de modo que se hizo sumamente difícil cruzar
aquellas terribles quebradas. Además, donde había sido posible, se amontonaron
en el camino troncos de árboles y rocas, impidiendo de ese modo el paso de la
caballería. Cerca de Bilcas[102]
[Vilcas] tuvo una dura refriega con los indios, y aun cuando salieron
victoriosos los españoles, perdieron varios hombres. Soto, sin embargo, siguió
resueltamente adelante. Mientras la cansada tropa iba trabajosamente subiendo
por el empinado y sinuoso desfiladero de Vilcaconga[103],
oyóse el aullido de guerra de los indios, y una hueste de guerreros salió de
los escondrijos por detrás de árboles y peñascos, y arremetió furiosamente
contra los españoles. La senda era empinada y angosta; a duras penas los
caballos podían tenerse en pie, y bajo el empuje de aquel alud de indios,
jinetes y caballos fueron rodando cuesta abajo. Los aborígenes les rodearon
como un enjambre de abejas, tratando de desarzonar[104]
a los soldados y hasta agarrándose desesperadamente a las patas de los
caballos, y repartiendo fuertes porrazos con la mayor agilidad. Un poco
más arriba de la escabrosa senda había una meseta, y Soto vio claramente que, a
menos de ganar aquella posición, estaban perdidos. Con un esfuerzo supremo de
músculos y de voluntad, logró reunir en aquella altura a su pequeño grupo que
luchaba con tan tremenda desventaja, y después de un breve descanso dio una
carga contra los indios; pero no pudo quebrantar aquella horrenda, obscura
masa. Sobrevino la noche, y los españoles, exhaustos y cubiertos de sangre—pues
pocos hombres y caballos habían salido sin heridas de aquel espantoso encuentro—,
descansaron como pudieron, sin abandonar las armas. Los indios tenían la
seguridad de acabar con ellos al día siguiente, y los mismos españoles
abrigaban pocas esperanzas de salvarse. Pero ya muy avanzada la noche oyeron
toques de cornetas españolas en el paso de abajo, y poco después abrazaban a
sus inesperados compatriotas y daban gracias a Dios por haberles salvado. Y era
que Pizarro, conocedor de los primeros peligros que encontraron en su jornada,
había despachado apresuradamente a Almagro con un refuerzo considerable de
caballería para auxiliar a Hernando de Soto, refuerzo que, haciendo marchas
forzadas, llegó muy oportunamente. Los peruanos, viendo a la mañana siguiente
que el enemigo estaba reforzado, no renovaron el combate y se retiraron a las
montañas. Los españoles se trasladaron a un sitio más seguro, y allí acamparon
para aguardar a Pizarro.
Este no tardó en llegar,
después de haber dejado en Jauja el tesoro, bajo la vigilancia de cuarenta
hombres. Pero mucho le preocupó el aspecto de la situación. Aquellos
organizados y audaces ataques del enemigo, y la súbita muerte de Toparca [Tupac
Huallpa], de un modo sospechoso, le indujeron a creer que Chalicuchima
[Chalcuchima], segundo capitán de guerra, les traicionaba; y probablemente esto
era cierto. Cuando Pizarro se hubo reunido con Almagro, hizo procesar a
Chalicuchima [Chalcuchima]; y habiéndosele hallado convicto del delito de
traición, fue ejecutado sin demora. No podemos menos de horrorizarnos ante el
procedimiento empleado para su ejecución, que fue la hoguera; pero no debemos
por eso precipitarnos en juzgar como cruel al individuo responsable de tal
pena. Todos aquellos actos deben medirse por comparación y por el espíritu que
reinaba en aquella época. Entonces no consideraba el mundo como una crueldad el
suplicio de la hoguera, y más de un siglo después, cuando estaba la gente mucho
más ilustrada, los cristianos de la Gran Bretaña, de Francia y de la Nueva
Inglaterra no pusieron reparo en que se castigase algunos delitos con ese
suplicio, y seguramente no diremos que nuestros puritanos antepasados fuesen
hombres malvados o crueles. Ahorcaron brujas y azotaron herejes, no por
crueldad, sino por la ciega superstición de su tiempo. Ahora nos parece una
cosa horrenda; pero entonces no lo parecía, y no debemos esperar que Pizarro
fuese mejor y más sabio que los hombres que tenían ventajas que él nunca había
tenido. Yo ciertamente preferiría que no hubiese permitido que Chalicuchima
[Chalcuchima] pereciese en la hoguera; pero también quisiera que las repugnantes
páginas de Salem y de la esclavitud pudiesen borrarse de nuestra historia[105].
Ni en un caso ni en el otro, sin embargo, tildaría yo a Pizarro de monstruo, ni
a los puritanos de hombres crueles.
Hallándose en semejante trance,
presentóse a Pizarro el inca Manco[106],
ricamente ataviado, y le propuso una alianza. Pretendía ser el legítimo jefe de
guerra, y deseaba que los españoles como tal le reconociesen. Su proposición
fue aceptada de buen grado.
Siguiendo adelante, los
españoles cayeron en una emboscada en un desfiladero; pero rechazaron a sus
agresores, y por fin entraron en Cuzco el 15 de noviembre de 1533. Como
«ciudad» india era la mayor del nuevo hemisferio, aunque no mucho mayor que el
«pueblo» en Méjico, y sus soberbios edificios y ajuares llenaron de asombro a
los españoles. Se encontró gran cantidad de oro en cuevas y otros escondrijos.
En un sitio había varios grandes jarrones de oro, figuras de oro y plata que
representaban llamas y personas, y ropajes recamados con abalorios de oro y
plata. Entre otros tesoros, refiere Pedro Pizarro, testigo presencial y
cronista de aquellos hechos, que se hallaron diez toscas «tablas» de plata
de veinte pies de largo, un pie de ancho y dos pulgadas de grueso. La totalidad
del botín recogido se valuó en 580.000 pesos de oro y 215.000 marcos de plata,
o sea, un equivalente de 7.600.000 pesos de nuestra moneda.
Pizarro entonces coronó a Manco
como gobernador del Perú, y esto fue muy del agrado de los indígenas. El buen
Padre Vicente de Valverde fue nombrado obispo de Cuzco; se estableció una
catedral, y los devotos misioneros españoles se dedicaron activamente a educar
y convertir a los herejes, tarea que prosiguieron con su acostumbrada eficacia.
Quizquiz, uno de los capitanes
de guerra subalterno de Atahualpa y caudillo de alguna valentía, se mantuvo en
abierta rebelión. Almagro, con unos cuantos jinetes, y Manco con sus secuaces
indígenas, salieron en su persecución y derrotaron a los rebeldes; pero
Quizquiz no se rindió y fue muerto por su misma gente.
En marzo de 1534, Pedro de
Alvarado, el valeroso teniente de Cortés, a quien se había recompensado por sus
servicios en Méjico nombrándole gobernador de Guatemala, desembarcó y se
dirigió a Quito, averiguando después que pertenecía al territorio de Pizarro.
Hízose un convenio entre los dos: se le dio a Alvarado una compensación por su
infructuosa jornada, y se volvió de nuevo a Guatemala.
Dedicóse con ahínco Pizarro al
desenvolvimiento del país que había conquistado y a poner los cimientos de una
nación. El día 6 de enero de 1535 fundó la Ciudad de los Reyes, en el hermoso
valle de Rimac. Ese nombre se cambió poco después por el de Lima, y Lima,
capital del Perú, ha seguido siendo desde entonces. El insigne conquistador
empezaba a mostrar otra faceta de su carácter: su genio como organizador y
administrador. Emprendió con mucha energía la tarea de urbanizar Lima, y en la
dirección de todos los asuntos de su incipiente gobierno mostró tener mucha
previsión y prudencia.
En el ínterin, su hermano
Hernando Pizarro había sido comisionado para ir a llevar el tesoro a la Corona
de España, adonde llegó en enero de 1534. Además de la quinta parte que a
la Corona correspondía, llevó medio millón de pesos de oro, pertenecientes a
los aventureros que habían preferido gozar su dinero en casa. Hernando causó en
España muy favorable impresión. La Corona confirmó todas las mercedes que había
concedido a Francisco Pizarro y extendió su territorio setenta leguas más al
sur; mientras que a Almagro se le autorizó para conquistar Chile (que se
llamaba entonces Nueva Toledo), empezando al extremo sur del dominio de Pizarro
y hasta doscientas leguas más allá. Hernando Pizarro fue armado caballero y se
le encomendó una expedición: una de las más numerosas y mejor equipadas que
habían salido de España. Tuvieron un tiempo horrible en la travesía hasta el
Perú, y muchos perecieron durante el viaje[107].
VIII
DE CÓMO SE FUNDÓ UNA NACIÓN
SITIO DE CUZCO
Pero, antes de que Hernando
llegase al Perú, uno de su séquito llevó allá a Almagro la noticia de su
adelantamiento, y esta prosperidad le hizo perder la cabeza a aquel grosero y
poco escrupuloso soldado. Olvidándose de todos los favores de Francisco Pizarro
y de que a éste debíale cuanto era, el falso amigo en el acto se impuso como
amo y señor de Cuzco.
Fue esta una vergonzosa
ingratitud y bellaquería, y estuvo a punto de producir una guerra civil entre
los españoles. Pero la lenidad [blandura] de Pizarro orilló al fin la
dificultad, y el día 12 de junio de 1535 los dos caudillos renovaron su
amistoso convenio. Marchó poco después Almagro para emprender la conquista de
Chile, en la cual fracasó, y Francisco Pizarro dedicó de nuevo su atención al
desenvolvimiento de su conquistada provincia.
En los pocos años de su carrera
administrativa obtuvo Pizarro notables resultados. Fundó varias ciudades en la
costa, y a una de ellas le dio el nombre de Trujillo, en memoria de su pueblo
natal. Sobre todo, deleitóse en urbanizar y hermosear su predilecta ciudad de
Lima, y en fomentar el comercio y otros factores necesarios para el
desenvolvimiento de la nueva nación. Un contraste muy notable pone en evidencia
lo acertadas que eran sus disposiciones. Cuando los españoles llegaron por
primera vez a Cajamarca, un par de espuelas costaba 250 pesos oro. Unos cuantos
años antes de la muerte de Pizarro, la primera vaca que se llevó al Perú
se vendió en 10.000 pesos; y dos años después podía comprarse allí la mejor
vaca en menos de 200. La primera barrica de vino se vendió en 1.600 pesos; pero
tres años después se consumía vino del país en vez del importado, y podía
obtenerse en Lima a un precio módico. Lo mismo puede decirse de todo lo demás.
Se había vendido una espada en 250 pesos; una capa, en 500; un par de zapatos, en
200; un caballo, en 10.000; pero bastaron dos o tres años de la sorprendente
aptitud administrativa de Pizarro para poner los artículos de primera necesidad
al alcance de todo el mundo. No tan sólo fomentó el comercio, sino también la
industria del país, y desarrolló la agricultura, la minería y las artes
mecánicas. En suma, estaba poniendo en práctica con gran éxito el principio
general de los españoles de que la principal riqueza de un país no consiste en
su oro, o en sus bosques, o en sus tierras, sino en su pueblo. El
empeño de los exploradores españoles en todas partes, fue educar, cristianizar
y civilizar a los indígenas, a fin de hacerlos dignos ciudadanos de la nueva
nación, en vez de eliminarlos de la faz de la tierra para poner en su lugar a
los recién llegados, como por regla general ha sucedido con otras conquistas
realizadas por algunas naciones europeas. De vez en cuando hubo individuos que
cometieron errores y hasta crímenes, pero un gran fondo de sabiduría y
humanidad caracteriza todo el generoso régimen de España, régimen que impone
admiración a todos los hombres varoniles.
Mientras Pizarro estaba
enfrascado en su tarea, Manco se desenmascaró. No es del todo improbable que
desde un principio hubiese meditado la traición y que se aliase con los
españoles simplemente para tenerlos en su poder. De todos modos, entonces se
escabulló, sin provocación alguna, para ir a levantar gente con que atacar a
los españoles, creyendo que podría someterlos mientras se hallaban dispersos
trabajando en sus diversas colonias. Los indios leales avisaron a Juan Pizarro,
el cual capturó y aprisionó a Manco. A la sazón llegó de España Hernando
Pizarro, y Francisco le dio el mando de Cuzco. El pérfido Manco engañó a
Hernando para que le pusiese en libertad, y en el acto comenzó a reunir sus
fuerzas. Contra él se envió a Juan con sesenta jinetes, quienes por fin
hallaron en Yucay [a unos 30 km al NW de Cuzco] varios miles de indios mandados
por Manco. En un terrible combate que duró dos días, lograron los españoles
mantenerse firmes, si bien con muchas pérdidas, y entonces se alarmaron con la
noticia que les trajo un mensajero de que los indios habían sitiado a Cuzco. A
marchas forzadas llegaron aquella noche a la ciudad, que hallaron rodeada por
numerosa hueste. Los indios les dejaron entrar, sin duda en su deseo de
tenerlos a todos en la ratonera, y en seguida atacaron a la malhadada urbe.
Hernando Pizarro y Juan Pizarro
estaban, pues, encerrados en Cuzco. Tenían menos de doscientos hombres,
mientras que afuera, en las lomas de cerca y de lejos, lucían las fogatas del
enemigo, tan innumerables que parecían «un cielo estrellado». Por la mañana
temprano, en febrero de 1536, comenzó el ataque. Los indios arrojaron dentro de
la ciudad bolas de fuego y flechas ardiendo, con las cuales lograron pegar
fuego a las bardas de los techos. Los españoles no podían apagar aquel fuego,
que duró varios días. Del único modo que pudieron salvarse de perecer quemados
o asfixiados, fue apiñándose todos en la plaza pública. Hicieron varias
salidas; pero los indios habían clavado estacas y puesto otros obstáculos, que
entorpecían la marcha de los caballos.
No obstante, los españoles
desembarazaron el camino bajo un terrible fuego y dieron una valiente carga,
que fue rechazada con igual valentía.
Eran expertos los indios no tan
sólo en el manejo del arco, sino también de la reata; así es que con el lazo
lograron cazar a muchos españoles, a quienes dieron muerte. La carga hizo
retroceder un trecho a los indígenas, pero costándoles esto muy caro a los
españoles, quienes tuvieron que internarse de nuevo en la ciudad. Mas no se les
dio punto de reposo; los indios les acosaron con repetidos ataques, y la
situación tomó muy mal cariz. Francisco Pizarro estaba sitiado en Lima; Jauja
también se hallaba bloqueada, y los españoles, en las pequeñas colonias,
habían sido sometidos y asesinados. Sus ensangrentadas cabezas fueron arrojadas
al interior de Cuzco y rodaron a los pies de sus horrorizados compatriotas. Tan
desesperado les parecía el trance en que se hallaban, que muchos proponían que
saliesen todos en masa para abrirse paso a través de los indios y ganar la
costa; pero [los hermanos] Hernando y Juan [Pizarro] no quisieron escucharles.
Sobre el cerro que domina la
ciudad de Cuzco estaba la notable fortaleza inca de Sacsahuaman [Sacsahuamán o
Sacsayhuamán], que todavía existe. Es una obra ciclópea. Por el lado que mira a
la ciudad el casi inexpugnable cerro se hizo inexpugnable del todo construyendo
en él una inmensa muralla de mil doscientos pies de largo y de mucho espesor.
Al otro lado del cerro el suave declive estaba protegido por dos murallas,
levantadas una más arriba que la otra, de mil doscientos pies de largo cada
una. Las piedras de esas murallas estaban trabadas con notable pericia y
algunas de ellas medían treinta y ocho pies de largo, diez y ocho de ancho y
seis de grueso. Y lo más sorprendente era que se habían sacado de una cantera
que se hallaba a doce millas de distancia, y las habían transportado los indios
al sitio en que estaban colocadas. Finalmente, la cima del cerro estaba
defendida por dos grandes torres de piedra.
Esta imponente fortaleza de los
aborígenes se hallaba en poder de los indios y les permitía hostigar a los
españoles sitiados de un modo más eficaz. Era necesario desalojarlos de aquella
posición. Como medida preliminar para ver realizada esa última esperanza,
salieron tres destacamentos al mando de Gonzalo Pizarro, Gabriel de Rojas y
Hernando Ponce de León, para echar de allí a los indios. La lucha fue
desesperada. Los indios trataron de aplastar a sus enemigos con la furiosa
acometida de su mayor número, pero al fin los españoles obligaron a la tenaz
hueste a ceder el terreno, y se retiraron a la ciudad.
Para el asalto de la fortaleza
de Sacsahuaman se eligió a Juan Pizarro, y no podía confiarse tan aventurada
empresa a más valiente caballero. Saliendo de Cuzco a la puesta del sol
con su pequeña fuerza, Juan dio un rodeo como si fuese a forrajear; pero en
cuanto obscureció, dio la vuelta y se dirigió apresuradamente a Sacsahuaman. La
gran fortaleza estaba sumida en la obscuridad y en el silencio. Se había cerrado
su poterna [en una fortificación, puerta menor que las principales] con grandes
piedras, trabadas como las macizas murallas, y el separarlas sin hacer ruido
fue tarea muy difícil para los españoles. Cuando al fin pudieron pasar y se
hallaron entre las dos gigantescas murallas, cayó sobre ellos una horda de
indios. Juan dejó la mitad de su fuerza peleando con ellos y con la otra mitad
abrió la poterna de la segunda muralla que había sido cerrada de igual manera.
Cuando los españoles lograron apoderarse de la segunda muralla, los indios se
refugiaron en las torres, y se hizo necesario asaltar estas últimas y
peligrosísimas defensas. Los españoles acometieron con aquel característico
valor que no se rendía ante ningún obstáculo de la naturaleza o de los hombres;
pero en la primera arremetida sufrieron una pérdida irreparable. El denodado
Juan Pizarro había sido herido en la quijada, y su yelmo le molestaba tanto la
herida, que se lo quitó y dirigió el asalto con la cabeza descubierta; en la
lluvia de proyectiles que arrojaban los indios, una roca le dio con fuerza en
la cabeza y lo derribó al suelo[108].
Pero aun tendido agonizante en un charco de sangre, daba aliento a sus hombres
y les acuciaba a seguir adelante, mostrando hasta el fin su intrepidez española.
Fue cuidadosamente conducido a Cuzco, donde se le prodigó toda clase de
cuidados; pero la fractura de su cráneo no tenía remedio, y después de unos
pocos días de agonía se apagó para siempre aquella fluctuante vida.
Los indios continuaron dueños
de su fortaleza; y, dejando a su hermano Gonzalo encargado de la defensa de la
sitiada Cuzco, Hernando Pizarro salió con una nueva fuerza a dar un nuevo
ataque a las torres de Sacsahuaman. Fue aquél un asalto furibundo; pero al fin
afortunado. Pronto se apoderaron de una torre; pero en la otra, que era la más fuerte,
el resultado fue por algún tiempo dudoso. Entre sus defensores llamaba la
atención un corpulento e impertérrito indio, que arrojaba a los españoles por
encima de las escalas a medida que trepaban por ellas para tomar la torre. Su
valor llenó de admiración a los soldados. Siendo ellos mismos unos héroes,
sabían ver y respetar el heroísmo hasta en sus enemigos. Hernando dio órdenes
estrictas de que no se lastimase a aquel indio; había que sujetarlo, pero no
herirle. Colocáronse varias escalas en diferentes lados de la torre, y los
españoles acometieron simultáneamente, mientras Hernando a voces intimaba al
indio a que se rindiese, prometiéndole que no se le haría daño. Pero aquel
Hércules de color bazo [moreno tirando a amarillo], viéndolo todo perdido, se
cubrió la cara y la cabeza con el manto, y se arrojó desde lo alto de la torre,
quedando muerto en el acto.
Sacsahuaman cayó en poder de
los españoles, aunque con grandes pérdidas, y con ello disminuyó materialmente
el poder ofensivo de los indígenas. Hernando dejó en la fortaleza una pequeña
guarnición y regresó a la ciudad asediada, para sufrir allí con sus compañeros
las duras peripecias del sitio. Este duró cinco meses, que fueron cinco meses
de terribles sufrimientos y peligros[109].
Manco y su hueste rodeaban la ciudad, cuyos habitantes perecían de hambre;
caían con mortal furia sobre los grupos que, impulsados por el hambre, salían en
busca de alimento, y hostilizaban sin cesar a los supervivientes. Todos los
colonos españoles que vivían fuera de la ciudad fueron asesinados y la
situación iba de mal en peor.
Francisco Pizarro, sitiado en
Lima, había rechazado a los indios gracias a las favorables condiciones del
país; pero los naturales andaban constantemente por los alrededores. Causábanle
mucha ansiedad sus compatriotas de Cuzco, y envió cuatro expediciones
sucesivas, que en junto sumaban cuatrocientos hombres, para prestarles auxilio.
Pero éstos fueron sucesivamente sorprendidos en emboscadas en los pasos de las
montañas, y casi todos perecieron. Dícese que en aquella guerra desigual
murieron setecientos españoles. Algunos de los sitiados pedían que se les
permitiese ir hasta la costa, embarcarse y huir de aquella mortífera
tierra; pero Pizarro no consentía que se le hablase de abandonar a sus
valientes compatriotas de Cuzco, y decidió apoyarlos y salvarlos, o sufrir la
misma suerte. Para quitar a los egoístas toda tentación de fugarse, despachó
todos los buques con cartas a los gobernadores de Panamá, Guatemala, Méjico y
Nicaragua, explicando la desesperada situación en que se hallaban y pidiendo
auxilio.
Por fin, en agosto, Manco
levantó el sitio de Cuzco. Su numerosa hueste consumía los recursos del país, y
a menos que los habitantes volviesen a sus plantaciones no tardaría en dejarse
sentir el hambre. En consecuencia, envió muchos de los indios a trabajar en sus
campos; dejó una considerable fuerza para vigilar y hostilizar a los españoles
y se retiró a uno de sus fuertes con una buena guarnición. Entonces tuvieron
los españoles mejor fortuna en sus salidas para forrajear, y pudieron librarse
del hambre; pero los indios que estaban en acecho los atacaban constantemente,
copando hombres y pequeños grupos sin darles respiro. La hostilidad era tan
continua y desastrosa que, para ponerle coto, concibió Hernando el atrevido
plan de apoderarse de Manco, en su propia fortaleza. Saliendo con ochenta de
sus mejores jinetes y alguna infantería, realizó una marcha larga y tortuosa
con la mayor cautela y sin dar la alarma. Atacando la fortaleza al romper el
día, pensó tomarla por sorpresa; pero detrás de aquellas tremendas murallas los
indios lo estaban acechando, y levantándose súbitamente lanzaron sobre los
españoles una espesa lluvia de proyectiles. Con el valor de la desesperación
aquel puñado de soldados se lanzó por tres veces al asalto; pero tres veces
también el excesivo número de salvajes les obligó a retroceder. Entonces los
indios abrieron las compuertas de las presas más altas e inundaron el campo; y
los españoles, diezmados y ensangrentados se batieron en retirada, perseguidos
de cerca por los regocijados enemigos. En aquella hora terrible, Francisco Pizarro
fue traicionado por el hombre que, más que ningún otro, debió serle leal: por
el vulgar traidor Almagro.
IX
OBRA DE TRAIDORES
Almagro había penetrado en
Chile, sufriendo grandes penalidades al cruzar las montañas. De nuevo dio
muestra de cobardía, pues, descorazonado desde el principio, retrocedió,
regresando al Perú. Parece como si hubiese decidido que le sería más cómodo
robar a su camarada y bienhechor que llevar a cabo por sí mismo una conquista,
especialmente sabiendo la situación en que a la sazón se hallaba Pizarro. Este,
enterado de su regreso, salió a recibirle. Manco atacó a los españoles en el
camino; pero fue rechazado después de una encarnizada lucha.
A pesar de los sensatos
argumentos de Francisco Pizarro, Almagro no quiso abandonar su plan. Insistió
en que se le cediese Cuzco, la ciudad principal, bajo pretexto de que estaba al
sur del territorio concedido a Pizarro; en realidad se hallaba situada dentro
de los límites que a Pizarro concedió la Corona; pero esto no era óbice para un
hombre como él. Por fin se convino en una tregua hasta que una comisión pudiese
medir y demarcar la frontera sur de las tierras de Pizarro. En el ínterin se
comprometió Almagro, con un solemne juramento, a tener los cepos quedos. Pero
no era hombre capaz de mantener su juramento ni su palabra de honor; así fue
que, en la obscura y tempestuosa noche del 8 de abril de 1537, se apoderó de
Cuzco, mató a los centinelas e hizo prisioneros a Hernando y Gonzalo Pizarro.
Iba entonces Alonso de Alvarado en auxilio de Cuzco con bastante fuerza; pero,
traicionado por uno de sus oficiales, fue hecho prisionero, con todos sus
hombres, por Diego de Almagro.
En tan crítica situación, Francisco
Pizarro reanimóse con la llegada de su antiguo valedor, el licenciado Gaspar de
Espinosa, con doscientos cincuenta hombres y un cargamento de armas y
provisiones que le enviaba su primo Hernán Cortés. Salió con dirección a Cuzco;
pero al saber la pasmosa noticia de la descarada traición de Almagro, regresó a
Lima y fortificó su pequeña ciudad. Tenía verdaderos deseos de evitar un
derramamiento de sangre, y en vez de marchar con un ejército a castigar al
traidor, envió una embajada, en la que iba Gaspar de Espinosa, para tratar de
traer a Almagro a la razón y la decencia. Pero aquel vulgar soldado era
refractario a todos los argumentos. No tan sólo rehusó entregar Cuzco, sino que
con mucha frescura anunció su determinación de apoderarse también de Lima. Gaspar
de Espinosa murió repentina y oportunamente en el campamento de Almagro, y
Hernando y Gonzalo Pizarro hubieran sido ejecutados, a no ser por los esfuerzos
de Diego de Alvarado[110]
(hermano del héroe de la «Noche Triste»), el cual evitó que Almagro añadiese
esta crueldad a sus vergonzosos actos. Hacia la costa marchó después Almagro
para fundar un puerto, dejando a Gonzalo Pizarro bajo una fuerte guardia en
Cuzco y llevándose a Hernando Pizarro como prisionero. Mientras construía la
ciudad, a la que dio su nombre, Gonzalo Pizarro y Alonso de Alvarado se
escaparon y llegaron sanos y salvos a Lima.
Todavía Francisco Pizarro trató
de evitar el llegar a las manos con el hombre que, aun cuando ahora había sido
traidor, fue en otro tiempo su camarada. Al fin se concertó una entrevista, y
los dos jefes se personaron en Mala[111].
Almagro agasajó hipócritamente al hombre a quien había traicionado; pero
Pizarro era hombre de otra fibra. No deseaba tener enemistad con su antiguo
amigo; pero tampoco podía profesar amistad a semejante persona. Recibió con
digna frialdad la falsa acogida de Almagro. Acordóse someter la cuestión al
fallo arbitral de Fray Francisco de Bobadilla, y que ambos contendientes
respetasen su decisión. El árbitro falló por fin que se enviase un buque a
Santiago[112], y desde allí midiese
con dirección al sur para determinar el límite exacto de la concesión de
Pizarro por aquel lado. Entre tanto, Almagro debía entregar Cuzco y poner en
libertad a Hernando Pizarro. El usurpador rehusó acatar tan equitativo fallo,
violando nuevamente todo principio de honor. Hernando Pizarro estaba en
inminente peligro de morir asesinado, y Francisco, queriendo salvar a su
hermano a toda costa, compró su libertad a cambio de la cesión de Cuzco.
Al fin, agotada ya la paciencia
de Francisco Pizarro por los repetidos actos de traición de Almagro, le dio
aviso de que había terminado la tregua, y emprendió la marcha sobre Cuzco.
Almagro hizo cuantos esfuerzos pudo para defender su robada presa; pero a cada
paso le venció la táctica militar de Pizarro. Además, estaba minado por una
vergonzosa enfermedad, castigo de su licenciosa vida y tuvo que confiar la
campaña a su teniente Rodrigo Orgóñez. El día 26 de abril de 1538, los
españoles leales al mando de Hernando y Gonzalo Pizarro, Alonso de Alvarado y
Pedro de Valdivia, tuvieron un contacto con las fuerzas de Almagro en Las
Salinas[113]. Hernando hizo decir
misa, excitó a sus hombres exponiéndoles la conducta de Almagro y dirigió una
carga contra los rebeldes. Siguióse una terrible lucha; pero finalmente Rodrigo
Orgóñez fue muerto, y sus secuaces no tardaron en ser derrotados. Los españoles
victoriosos se apoderaron de Cuzco e hicieron prisionero al architraidor. Fue
juzgado y convicto de traición, pues traicionando a Pizarro había sido también
traidor a España, y se le sentenció a muerte. El hombre que en alguna
circunstancia mostró tener algún valor físico, fue un cobarde en el postrer
momento. Con la mayor pusilanimidad pidió que le perdonasen la vida; pero la
pena era justa, y Hernando Pizarro rehusó revocar la sentencia. Francisco
Pizarro había salido para Cuzco; pero antes de llegar, ya Almagro había sido
ejecutado[114], quedando vengada una de
las más viles traiciones que registra la historia. A Pizarro le impresionó
profundamente la noticia de su ejecución; pero no pudo menos de comprender que
se había hecho justicia. Movido de sus naturales impulsos, Pizarro se hizo
llevar a su casa a Diego de Almagro [el Mozo][115],
hijo ilegítimo del traidor, y le atendió como si fuese su propio hijo.
Hernando Pizarro volvió a
España. Allí se le acusó de haber cometido crueldades, y el Gobierno de España,
más pronto que ningún otro a castigar delitos de esta clase, le condenó a
presidio. Durante veinte años el encanecido prisionero vivió entre rejas en
Medina del Campo; y cuando salió de allí, su período de actividad se había
agotado, aun cuando llegó a vivir cien años[116].
La situación en el Perú, si
bien mejoró con la muerte de Almagro y la sofocación de su malvada rebelión,
distaba mucho de ofrecer seguridad. Manco estaba revelando lo que desde
entonces se ha considerado como táctica característica de los indios. Había visto
que el sistema primitivo de acometer al enemigo en masa para aplastarle bajo el
peso del mayor número, se estrellaba contra la disciplina. Por lo tanto, adoptó
la táctica del hostigamiento y la emboscada; la práctica de matar por detrás,
que nuestros apaches aprendieron del mismo modo. Andaba siempre atisbando a los
españoles, como un lobo a un rebaño, esperando ocasión de lanzarse sobre ellos
cuando estuviesen descuidados, o cuando unos pocos se hallasen separados del
cuerpo principal. Es ese un medio eficaz de hacer la guerra y el más difícil de
combatir. Muchos de los españoles fueron víctimas de él: de una simple redada
cogió y mató a treinta de ellos. Era inútil perseguirle: las montañas le
ofrecían un retiro inexpugnable. Como único medio de librarse de su
persecución, Pizarro adoptó un nuevo procedimiento. En los distritos más
peligrosos estableció puestos militares; alrededor de estos sitios seguros
crecieron rápidamente algunas ciudades, y así la gente pudo vivir tranquila.
Llegaban emigrantes al país, y el Perú iba formando con ellos y con los
indígenas educados una nación civilizada. Pizarro importó toda clase de
semillas de Europa, y la agricultura fue allí una nueva y adelantada industria.
Además de este desarrollo de
aquella nueva y pequeña nación, Pizarro iba ensanchando los límites de las
exploraciones y conquistas. A ellas envió el valiente Pedro de Valdivia, aquel
hombre notable que conquistó Chile e hizo allí historia, que se hallaría llena
de espeluznante interés si tuviésemos aquí espacio para narrarla. También envió
a su hermano Gonzalo como gobernador de Quito, en 1540. Esta expedición fue uno
de los hechos más asombrosos y característicos de la exploración de los
españoles en América, y quisiera disponer de espacio suficiente para relatar
aquí toda su historia. Durante dos años el caballeroso jefe y su puñado de
hombres sufrieron penalidades sobrehumanas. Algunos murieron helados en las
nieves de los Andes; otros, de calor en las desiertas llanuras, y los demás se
internaron en las pantanosas selvas de la parte superior del río Amazonas. Un
terremoto engulló una ciudad india de centenares de casas ante sus propios
ojos. Paso a paso tuvieron que abrirse camino con sus machetes por las
exuberantes selvas tropicales. Construyeron un pequeño bergantín con indecible
trabajo, prestando Gonzalo su ayuda lo mismo que los demás, y bajaron por el río
Napo hasta el Amazonas. Francisco de Orellana y cincuenta hombres no pudieron
reunirse con sus compañeros, y bajaron flotando por el Amazonas hasta el mar,
volviendo a España los supervivientes. Gonzalo tuvo por último que volver
trabajosamente a Quito, jornada que llevó a cabo en medio de incomparables
horrores. De los trescientos valientes que tan alegremente habían salido en
1540 (sin contar los cincuenta de Orellana), entraron tambaleándose en Quito,
en junio de 1542, solamente ochenta esqueletos desharrapados. Esto dará una
ligera idea de lo que habían sufrido aquellos infelices.
Entre tanto una calamidad
irreparable cayó sobre aquella joven nación, y de un golpe villano le arrebató
una de sus más heroicas figuras. Los viles secuaces que participaron en la
traición de Almagro, habían sido perdonados y se les trató bien; pero no cambió
su carácter y continuaban conspirando contra el hombre sabio y generoso que les
había dado cuanto tenían. Hasta Diego de Almagro [el Mozo], a quien
Pizarro atendiera tiernamente como a un hijo, se unió a los conspiradores. El
cabecilla se llamaba Juan de Herrada [Juan de Rada]. El domingo 26 de junio de
1541, aquella partida de asesinos se abrió paso súbitamente y penetró en la
casa de Pizarro. Las personas desarmadas que en ella se hallaban huyeron en
busca de auxilio, y los fieles servidores que opusieron resistencia fueron asesinados.
Pizarro, su hermanastro Francisco Martín de Alcántara[117]
y un probado oficial que se llamaba Francisco de Chaves, tuvieron que afrontar
solos el combate. Como fueron cogidos por sorpresa, Pizarro y Alcántara
trataron de vestirse apresuradamente la armadura, mientras ordenaban a Chaves
que cerrase la puerta. Pero, sin darse cuenta, el soldado la entreabrió para
parlamentar con los villanos, y éstos le atravesaron con la espada y a
puntapiés arrojaron su cadáver por la escalera. Alcántara se lanzó a la puerta
y luchó heroicamente, sin arredrarse por las numerosas heridas que recibía.
Pizarro, echando a un lado la armadura, que no tuvo tiempo de vestirse, se lió
una manta al brazo izquierdo para escudarse, y cogiendo con la otra la buena
espada que había blandido en tantas luchas desesperadas, saltó como un león
sobre aquella manada de lobos. Era ya viejo, y tantos años de sufrimientos y
penalidades le habían quebrantado. Pero su gran corazón no había envejecido, y
peleó con un valor sobrehumano y con sobrehumana fuerza. Su rápida espada
atravesó a los dos que iban delante, y por un momento vacilaron los traidores.
Pero Alcántara había caído, y turnándose para cansar al anciano héroe, los
cobardes le acosaron sin cesar. Durante algunos minutos prosiguió aquella lucha
desigual en el angosto pasillo, cuyo suelo hacía resbaladizo la sangre
derramada: un anciano lleno de canas y de brillantes ojos, contra una veintena
de bandidos. Al fin Herrada cogió en sus brazos a su camarada Diego de Narváez,
y, protegido por aquel escudo viviente, arremetió contra Pizarro. Este atravesó
a Narváez con varias estocadas; pero en el mismo instante uno de aquellos
asesinos le hirió en la garganta. El conquistador del Perú vaciló y cayó, y los
conspiradores hundieron en su cuerpo sus espadas. Pero aun entonces
aquella voluntad de hierro hizo que el cuerpo obedeciese el último sentimiento
de un gran corazón, e invocando a su Redentor, Pizarro mojó un dedo en su
propia sangre, trazó en el suelo una cruz, doblegóse y besando el sagrado
símbolo, expiró.
Así vivió y así murió el hombre
que empezó la vida como porquerizo en Trujillo y la acabó como conquistador del
Perú. Fue el más grande de los exploradores; un hombre que de modestos
principios se elevó más alto que nadie; un hombre en quien se ha cebado la
maledicencia y la calumnia de los historiadores apasionados; pero, un hombre a
quien la historia, sin embargo, colocará en una de sus más altas hornacinas; un
héroe a quien se gozarán algún día en venerar cuantos admiren el heroísmo.
Tal fue la conquista del Perú.
De la historia romántica que allí siguió, nada puedo decir aquí; no puedo,
pues, hablar de la lamentable caída del valiente Gonzalo Pizarro; del notable
Pedro de la Gasca; del ascenso del gran Mendoza[118]
al virreinato, ni de cien otros capítulos de una historia que fascina. Sólo he
querido dar al lector una idea de lo que era realmente una conquista española
en punto a superlativo heroísmo y sufrimientos. Fue la de Pizarro la conquista
más grande; pero no son muchas otras inferiores en heroísmo y penalidades, sino
únicamente en genio; y la historia del Perú es muy parecida a la historia de
las dos terceras partes del Nuevo Mundo.
[1] Mr. Adolph Francis Bandelier, el más erudito y mejor
documentado de los historiadores de la América española, falleció en Sevilla
durante el verano de 1914 [en realidad, el 18 de marzo], y su viuda ha
continuado allí, bajo los auspicios de la Fundación Carnegie, la labor de
investigación en que se ocupaba su esposo. (N. del T.). Bandelier, de
nacionalidad estadounidense, había nacido en Berna, Suiza, el 6 de agosto de
1840.
[2] El Reino de Nueva
Granada (1538 – 1717), con capital en Santa Fe de Bogotá, que se correspondía
territorialmente con la jurisdicción de la Real Audiencia de Santa Fe de
Bogotá. Ver el mapa de 1631, trazado por Willem Janszoon Blaeu (1571-1638):
https://www.wdl.org/es/item/15674/view/1/1/
[3] García López de Cárdenas
y Figueroa, en 1540.
[4] Apodo que se daba a un cacique de los Pieles rojas de
Pokanoket, cuyo nombre indio era Pometacom, el cual en 1676 y al frente de
varias tribus, hizo una guerra feroz y sanguinaria contra las colonias inglesas
de Massachusetts, Plymouth y Connecticut, destruyendo 13 aldeas, incendiando
600 edificios y matando a 600 colonos. (Nota del traductor).
[5] Localidad al W de
Bolivia, a unos 150 km de La Paz. La matanza de españoles tuvo lugar en agosto
de 1781.
[6] Vicente Yáñez
Pinzón, en 1499.
[7] Juan Rodríguez
Cabrillo, en julio de 1542.
[8] Corcova:
corvadura de cualquier cosa, o bulto que altera su forma normal exterior.
[9] Como decía él mismo «hasta los sastres se volvieron
exploradores».
[10] Se refiere al
fuerte de Santo Tomás, comenzado a construir, en el centro de La Española, el
17 de marzo de 1494.
[11] Juan de Aguado
llegó a Isabela en octubre de 1495.
[12] Se trataba de la
península de Paria.
[13] Los restos de
Cristóbal Colón fueron trasladados en 1795 de la Catedral de Santo Domingo a la
de La Habana, adonde llegaron en enero de 1796. Desde enero de 1899 se hallan
en la Catedral de Sevilla.
[14] Nueva Escocia,
península en el extremo SE de Canadá, al sur de Terranova.
[15] Al este de
Carolina del Norte.
[16] Al NE de Carolina
del Norte, unos 60 km al este de la ciudad de Plymouth en el mismo Estado.
[17] Al SE de Carolina
del Norte.
[18] Al SE de la
ciudad de Boston.
[19] Los Padres
Peregrinos, a bordo del Mayflower,
desembarcaron, el 21 de diciembre de 1620, en un lugar conocido como Plymouth
Rock, al SE de Massachusetts, donde, posteriormente, se levantó la ciudad de
Plymouth.
[20] Porto Seguro, el
24 de abril de 1500.
[21] En el Puerto de
Santa María. Según otros historiadores, el embarque se produjo el 18 de mayo.
[22] Ese día, según
otros historiadores, tocó tierra en las islas de Cabo Verde.
[23] Localidad en una
pequeña península del Estado de Río de Janeiro, al este de la populosa ciudad
brasileña.
[24] La reconstrucción
fidedigna de los viajes de Américo Vespucio es prácticamente imposible, dada la
poca fiabilidad de las fuentes disponibles.
[25] Nacido en
Santoña, provincia de Santander, ca. 1450/60.
[26] Hoy se admite
generalmente que lo que descubrió Gaspar de Corte-Real en 1500 fue Groenlandia,
y que, si bien avistó la península del Labrador, no le dio su nombre.
[27] Israel Putnam
(1718 – 1790), de la colonia de Massachusetts; Ethan Allen (1738 – 1789), de
Conneticut; Francis Marion (1732 – 1795), de Carolina del Sur; Daniel Boone
(1734 – 1820), de Pensilvania. Los cuatro participaron la Guerra de
Independencia de los EE UU.
[28] Según Manuel
Lucena Salmoral (Diccionario Biográfico
Español, Madrid, Real Academia de la Historia), el 1 de septiembre de 1513,
desde la ciudad de Santa María la Antigua del Darién, emprendió Núñez de Balboa,
acompañado por 190 hombres, un pequeño bergantín y varias canoas, un camino a
pie y una navegación fluvial que le llevó, por la zona del Istmo, hasta las
tierras del cacique Careta. Fue el 25 de septiembre cuando vio por vez primera
el Mar del Sur (Océano Pacífico). El topónimo Coyba (o Coiba), lo emplea Lummis
de manera dudosa. Puede suponerse que Núñez de Balboa se dirigiese a la
imprecisa región de Coyba, en la zona del Istmo, gobernada por un cacique de
igual nombre. No confundir con la isla de Coiba, en el Pacífico, muy cerca de
la costa de Panamá. En un mapa de 1631, trazado por Willem Janszoon Blaeu
(1571-1638) y titulado Terra Firma et
Novum Regnum Granatense et Popayan, puede observarse cómo el territorio de
Coyba quedaba al W del Golfo de Urabá, situándose en él el poblado llamado
Careta, justo un poco al sur de Acla. Ver este importante mapa en:
https://www.wdl.org/es/item/15674/view/1/1/
[29] La ejecución,
según Manuel Lucena Salmoral, tuvo lugar en Acla, Panamá, entre el 13 y el 19
de enero de 1519. El mes y el año, así como el lugar, no se ponen hoy en duda.
Respecto al poblado indígena de Acla, abandonado en 1532, véase su localización
en la Carta Marítima del Reyno de Tierra Firme o Castilla del Oro: Comprehende
el Istmo y Provincia de Panamá, las Provincias de Veragua, Darién y Biruquete /
Por Don Juan López, Geógrafo Pensionista de S.M., Individuo de la Real Academia
de Buenas Letras de Sevilla y de la Sociedad de Asturias. Madrid, calle de
Atocha, casa nueva de Santo Tomás, año de 1785.
[30] El historiador indio Tezozomoc describe gráficamente el
pasmo de los indígenas.
[31] En éste, como en otros juicios relativos a la conquista de
Méjico y de Hernán Cortés, muy diferentes de los conocidos por nosotros,
dejamos al autor toda la responsabilidad del criterio. (Nota del Editor).
[32] Alejandro Magno
en las costas de Fenicia.
[33] El jefe indio
Metacomet, de los Wampanoag, en lucha con los colonos de Nueva Inglaterra entre
1675-78. Metacomet, aunque la guerra prosiguió, fue ejecutado el 12 de agosto
de 1676.
[34] Localidad costera
al SE de Carolina del Sur.
[35] La muerte de
Pedro de Valdivia tuvo lugar el 25 de diciembre.
[36] Región de Méjico.
[37] En torno a
1605-1607.
[38] En el año 1503.
Gonneville tocó tierra brasileña en enero de 1504.
[39] La Bahía de
Tampa, al W de Florida.
[40] El río Washita
discurre por los Estados de Texas y Oklahoma.
[41] Luis Moscoso de
Alvarado era sobrino y yerno de Pedro de Alvarado.
[42] En Méjico, en el actual Estado de Veracruz, al W de la
ciudad de Tampico.
[43] Binot Paulmier de
Gonneville en enero de 1504.
[44] Virrey de Nueva
España desde 1535 hasta 1550 y segundo virrey del Perú entre el 12 de
septiembre de 1551 y el 21 de julio de 1552, día de su muerte por enfermedad.
Su nombramiento como virrey del Perú lo firmó Carlos V en Bruselas el 4 de
julio de 1549.
[45] En el condado de Barton, en el centro del Estado de Kansas.
[46] En un área
fronteriza entre los Estados de Nuevo México y Arizona.
[47] Al este de las
Montañas Manzano, en la zona central de Nuevo México.
[48] Helen Hunt Jackson (1830 – 1885), escritora y poeta
estadounidense. La novela Ramona es
de 1884.
[49] Pío de Jesús Pico
(Misión de San Gabriel, California, 1801 – Los Ángeles, 1894).
[50] El río Gila
discurre por Arizona y es tributario del río Colorado, que desemboca en el Golfo
de California.
[51] Otros dos han empuñado el cetro desde que se escribió este
libro. (Nota del Traductor). Se refiere a Eduardo VII y Jorge V.
[52] Pecos, en el
condado de San Miguel, Nuevo México, unos 42 km al este de Santa Fe.
[53] Acoma, al W de
Albuquerque, en el condado de Sandoval, Nuevo México.
[54] El acre es una medida agraria que equivale a 40'47 áreas. (Nota del Traductor). Es decir, la
superficie era de unos 280.000 m2 o 28 Ha.
[55] El pie inglés
mide 30,48 cm, por lo que la altura de los riscos se elevaría hasta los 108
metros.
[56] Al NE de Arizona.
[57] Legendario héroe romano del siglo VI a. C., que defendió en
solitario el puente que conducía a la ciudad de Roma, cuando intentaron tomarla
los etruscos liderados por su rey Lars Porsena; era hermano de Marco Horacio
Pulvilo, cónsul en 509.
[58] Partió el 6 de
diciembre de 1523.
[59] En el istmo
homónimo, al SE de Méjico.
[60] Santiago de los Caballeros de Guatemala (conocida
actualmente como Antigua Guatemala), en lo que entonces era Iximché, ciudad de
los indígenas cachiquel o kaqchikel, unos km al W de la capital actual de la
República; la fundación tuvo lugar el 25 de julio de 1524; la capital sufrió un
segundo traslado, y, por fin, un tercero y último hasta quedar donde hoy está
en 1543. El historiador irlandés Frederick Alexander Kirkpatrick (1861 – 1953),
en su estudio Los conquistadores
españoles (1930), afirma que Pedro de Alvarado rehusó aposentarse en
Utitlán, por precaución a caer en una emboscada, y que, por el contrario, tomó
las dos entradas de la ciudad, prendiendo posteriormente él y los suyos fuego a
la misma (Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1958, cap. IX, pág. 79). Otro estudio
histórico-biográfico destacado es el de John Eoghan Kelly, Pedro de Alvarado, conquistador (Princeton, 1932).
[61] En este punto se equivoca Charles Lummis. La esposa de
Pedro de Alvarado, que sucedió a su marido en el Gobierno de Guatemala, murió
como consecuencia del mencionado terremoto y subsiguiente inundación de la ciudad
de Santiago de los Caballeros (Antigua Guatemala), el 10 de septiembre de 1541.
En enero de 1528, en Burgos, habíase casado Pedro de Alvarado, en primeras
nupcias, con Francisca de la Cueva, hermana de Beatriz y sobrinas ambas de
Francisco Fernández de la Cueva y Mendoza, II Duque de Alburquerque, hijo
primogénito de Beltrán de la Cueva, el célebre valido de Enrique IV de
Castilla. Francisca de la Cueva falleció a finales de octubre de ese mismo año
de 1528, cuando pisó tierra americana. Pedro de Alvarado y Beatriz de la Cueva
se casaron en Úbeda el 17 de octubre de 1538.
[62] El historiador Jesús Mª García Añoveros (Diccionario Biográfico Español) precisa
que la mortal herida de Alvarado se produjo al replegarse la hueste que
mandaba, cuando uno de sus soldados apuró el caballo, rodando y cayendo éste
sobre el valeroso Adelantado. La historiadora Mª del Pilar Gutiérrez Lorenzo,
en la entrada dedicada a Cristóbal de Oñate en el mismo Diccionario, indica que la llamada «Guerra del Mixtón» concluyó
poco después, el 28 de septiembre de 1541, cuando unos cincuenta mil indígenas
que intentaron asaltar Guadalajara fueron completamente derrotados, gracias en
buena medida a la serenidad y astucia del mencionado Cristóbal de Oñate.
[63] Las tres lagunas
de Siecha, en el municipio de Guasca, departamento de Cundinamarca, antigua
Provincia de Santa Fe de Bogotá. La mayor de las lagunas de Siecha es de unos
64.000 m2, y las tres están a unos 30 km al NE de la ciudad de
Bogotá, en el Parque Nacional Natural Chingaza, en Colombia.
[64] Guatavita,
actualmente un municipio del departamento de Cundinamarca, en la provincia del
Guavio (Colombia), a unos 53 km al NE de Bogotá. Al norte de la cabecera del
municipio de Guatavita, en el municipio de Sesquilé, a unos 75 km al NE de Bogotá
y a una altitud de 3100 m sobre el nivel del mar, se encuentra la laguna de
Guatavita, donde supuestamente tendría lugar la ceremonia del «hombre dorado»
que describe Lummis.
[65] Fue decapitado
por orden de Juan de Carvajal, funcionario español que ocupó de manera interina
los cargos de teniente de gobernador general de Coro en 1544 y de gobernador de
la provincia de Venezuela desde 1545. Al regresar de su expedición Philipp von
Hutten, se produjo el enfrentamiento entre ambos, no sólo porque Hutten era el
gobernador titular, sino porque Carvajal estaba despoblando Coro, a fin de
fundar El Tocuyo, en el actual Estado venezolano de Lara. A mediados de 1546,
Carvajal fue depuesto, juzgado y ahorcado en El Tocuyo el 16 de septiembre.
[66] Se equivoca aquí
Lummis. El virrey del Perú era entonces Andrés Hurtado de Mendoza y Fernández
de Bobadilla, II Marqués de Cañete, tercer virrey del Perú entre 1556 y 1560.
Falleció en Lima el 14 de septiembre. La entrada de Pedro de Ursúa fue
autorizada en 1559. Desde agosto de 1558, debido a la irregularidad de su
gobierno, pretendía Felipe II sustituir al virrey Hurtado de Mendoza.
[67] Para ese día, 26
de septiembre de 1560, ya había fallecido el virrey Andrés Hurtado de Mendoza y
Fernández de Bobadilla, II Marqués de Cañete.
[68] Según la fábula, dos gatos cayeron en un pozo de Kilkenny
(localidad al SE de Irlanda), y se atacaron uno a otro con tanta ferocidad que
solo quedaron los rabos (Nota del
Traductor).
[69] Inés de Atienza
(Jauja, Perú, ca. 1532 – Perú, finales de la primavera o principios del verano
de 1561). Era hija del conquistador Blas de Atienza y de una india de Jauja.
Desde 1559 se convirtió en la amante de Pedro de Ursúa. Era célebre por su
belleza; de ahí que esta joven mestiza fuese conocida como la mujer más hermosa del Perú.
[70] El brazo
Casiquiare o canal del Casiquiare es un río venezolano tributario del Amazonas
a través del río Negro. Conecta el Orinoco con el río Negro, y, de este modo,
pone en contacto la cuenca hidrográfica del Orinoco con la del Amazonas.
[71] Lope de Aguirre,
una vez terminada la expedición y haber fracasado, escribió tres cartas en las
que explicaba su posición y rebelión contra la Corona. La primera, del 8 de
agosto de 1561, fue escrita en la isla Margarita, luego de enterarse de la
deserción de varios de sus marañones
(por el río Marañón donde habían estado) que habían sido comisionados para
apoderarse de un navío del provincial dominico fray Francisco de Montesinos
(residente a la sazón en Santo Domingo), así que la misiva la dirigía al prelado
y a los fugitivos que se habían puesto bajo su amparo. En sus líneas refuta que
él y sus leales puedan ser considerados traidores, explica a Montesinos las
razones de su alzamiento y le exhorta a pasarse a su bando; en cuanto a los
renegados que lo habían abandonado, les recuerda que son culpables de una doble
traición: el asesinato de Pedro de Ursúa y el juramento al príncipe Fernando de Guzmán, por lo que no alcanzarían jamás el
perdón real. Y de paso se expresa burlonamente de que «a los traidores Dios les
dará la pena y a los leales el rey resucitará. Aunque hasta ahora no veo
ninguno resucitado; el rey ni sana heridas ni da vidas». Finalmente, convencido
de que no había vuelta atrás ni salida posible, cierra su texto con la
expresión: «César o nihil», lo que claramente daba a entender que o triunfaba
en su intento o sucumbiría en él. La segunda carta, del 14 de agosto, también
redactada en la isla Margarita, fue dirigida a Felipe II. Es la más
interesante. La tercera misiva, del 22 de octubre, la escribió en Barquisimeto,
no dirigiéndola a nadie en concreto.
[72] En septiembre de
1561, García de Paredes era teniente de gobernador de la nueva ciudad de
Trujillo de Salamanca, fundada por él a finales de 1559 en la Provincia de
Venezuela, en un ancho valle próximo al río Bocaná. El cargo lo ostentó desde
ese instante. Con motivo de la rebelión de Lope de Aguirre y de que éste se
dirigiera a Barquisimeto, el gobernador Pablo Collado nombró a García de
Paredes maestre de campo, le proporcionó 150 soldados y le encomendó la captura
del criminal traidor a la Corona.
[73] Una hija pequeña
y mestiza llamada Elvira. Debía tener unos quince años y era de una extraña
belleza. El cuerpo de la joven fue piadosamente enterrado en la iglesia de
Barquisimeto.
[74] Alonso de Ojeda
fue nombrado, mediante capitulación firmada el 6 de junio de 1508, gobernador
de la Nueva Andalucía, un territorio en Tierra Firme que se extendía desde el
golfo de Urabá hasta el cabo de la Vela, en el norte de la actual Colombia. El
10 de noviembre de 1509 partió de Santo Domingo en una expedición para explorar
el área de su nueva gobernación.
[75] El fuerte de San
Sebastián de Urabá, junto al golfo homónimo, fue fundado por Alonso de Ojeda,
durante la mencionada expedición, el 20 de enero de 1510.
[76] Nombrado
Gobernador de Castilla del Oro en junio de 1513, tomando posesión en junio de
1514.
[77] Su verdadero
nombre era Diego de Montenegro Gutiérrez.
[78] Pizarro salió de
la ciudad de Panamá el 14 de noviembre de 1524, a bordo de la pequeña carabela Santiaguillo, con 112 hombres.
[79] Según Alfonso
Pardo y Manuel de Villena, Marqués de Rafal (1876 – 1955), en un artículo
publicado en el Boletín de la Real
Academia de la Historia (tomo 100, 1932, págs. 801-813), Hernando de
Montenegro, compañero de Francisco Pizarro en la conquista del Perú, debió
morir ca. 1571 con unos setenta y cinco años.
[80] En la costa
colombiana.
[81] Chicamá o
Chochama, en el Golfo de San Miguel, un golfo interior del Golfo de Panamá, al
este de Centroamérica.
[82] En Colombia.
Desemboca a unos 60 km al NO de la ciudad de Buenaventura, en el departamento
del Valle del Cauca. Fue descubierto por Diego de Almagro durante este primer
viaje en busca del Perú.
[83] Segundo viaje de
Francisco Pizarro en busca del Perú.
[84] Pedro de los Ríos
fue nombrado Gobernador de Panamá el 28 de octubre de 1525. Cuando tomó
posesión, en julio de 1526, ya había partido la segunda expedición de Pizarro y
de Almagro con destino al Perú. Según el historiador José Mª González Ochoa,
Pedro de los Ríos sí puso después obstáculos a esta segunda expedición, como se
verá más adelante en el relato de Lummis.
[85] Marino y piloto
de la segunda expedición de Pizarro, descubrió la bahía de San Mateo y las
islas del Gallo y de la Gorgona (1526). Primer marino en cruzar la línea
equinoccial.
[86] Querrá decir
natural de la isla de Creta, de la que Candía era entonces la principal ciudad,
llamada hoy Heraklion. En Candía, que se hallaba por aquellos tiempos bajo
dominio veneciano, nació también, precisamente el mismo año en que murió
Francisco Pizarro, en 1541, el extraordinario pintor Doménikos Theotokópoulos,
conocido universalmente como El Greco.
[87] Pizarro embarcó
para España desde el puerto de Nombre de Dios, en Panamá, entre septiembre y
diciembre de 1528.
[88] La emperatriz
Isabel de Portugal.
[89] Debe referirse a
Santiago de Cali (o simplemente Cali), ciudad de Colombia que fue algunos años
después fundada por Sebastián de Belalcázar el 25 de julio de 1536.
[90] Francisco López
Gascón, conocido como Francisco de Carvajal o Carbajal, el Demonio de los Andes. Nacido en Rágama, Salamanca, ca. 1470, murió
ahorcado en Jaquijaguana o Jaquijahuana, Perú, el 10 de abril de 1548, por
orden de Pedro de la Gasca, Gobernador interino del Virreinato del Perú.
[91] El historiador
Héctor López Martínez, en su artículo sobre Francisco Pizarro del Diccionario Biográfico Español, afirma
que el célebre conquistador sí encontró hombres suficientes, partiendo del
puerto de Sevilla, en cuatro barcos, a finales de diciembre de 1530. Llegaron a
Santa Marta, al NO de la actual Colombia, y a continuación a Nombre de Dios, en
Castilla del Oro. La salida del tercer y definitivo viaje hacia el Perú
efectuóse, desde la ciudad de Panamá, el 20 de enero de 1531.
[92] Lummis debe
referirse a Santa María la Antigua del Darién, pero ya hemos indicado, según
las investigaciones actuales, que el lugar de llegada fue Santa Marta.
[93] El citado
historiador Héctor López Martínez afirma que, desde la ciudad de Panamá,
Pizarro y su hueste llegaron a Atacamez o Atacames (un poco al sur de la bahía
de San Mateo, en la que sin duda recaló), Cancebí (muy poco al sur de
Atacamez), y, a finales de febrero de 1531, a Coaque o Caraquez, donde
vivaquearon durante siete meses. A finales de noviembre arribaron a la isla de
Puná, donde estuvieron varios meses. A principios de abril de 1532
desembarcaron en Tumbez. La descripción de Lummis, pues, es exacta, aunque
omite los nombres de algunos lugares.
[94] Moneda del valor de un peso duro.
[95] Lummis confunde
aquí los topónimos. Al escribir Tangara debía haber dicho Tangarará, pero el
valle donde Pizarro fundó San Miguel de Tangarará es el exuberante valle del
río Chira, cerca de la actual ciudad de Sullana.
[96] San Miguel de
Tangarará, fundada el 15 de agosto de 1532, se convirtió en la primera ciudad
del Perú fundada por los europeos. Poco después fue trasladada un poco más al
sur, convirtiéndose en San Miguel de Piura (Piura).
[97] Pachacutec o
Pachacuti (ca. 1410 – 1471), Inca entre 1438 – 1471. Le cede la jefatura a su
hijo Tupac Yupanqui.
Tupac
Yupanqui, nacido en Cuzco en 1441, fue Inca desde 1471 a 1493.
Huayna
Capac, Inca desde 1493 hasta su muerte por viruela entre 1522 y 1532. Hijo de
Tupac Yupanqui, tuvo que luchar por el poder contra su hermano Capac Huari.
Lucha
fratricida desde la muerte de Huayna Capac entre Atahualpa (quiteño) y Huascar
(cusqueño), hijos de Huayna Capac. Huascar es derrotado y ejecutado por orden
de su hermano en 1532. Ya hacía meses que había aparecido Francisco Pizarro.
[98] Como el pie
inglés es de 30’48 cm, la superficie de la habitación sería de unos 34’70 m2
y la altura a que había extendido la mano de unos 2’74 m.
[99] Según Héctor
López Martínez, en su artículo sobre Diego de Almagro [Diego de Montenegro
Gutiérrez] del Diccionario Biográfico
Español, llegó el 12 de abril.
[100] El inmenso
tesoro, después de la preceptiva fundición de las piezas, se repartió en
Cajamarca el 16 de julio de 1533. Diez días después, Atahualpa fue ajusticiado
en la plaza principal de la misma ciudad.
[101]Tupac Huallpa,
hermano menor de Huascar, llamado Toparpa por los españoles.
[102] Hoy Vilcashuamán
o Vilcas Huamán, capital de la provincia homónima, en el departamento de
Ayacucho, en Perú. Está situada a 3490 metros sobre el nivel del mar. Se halla
a unos 214 km al W de Cuzco y a unos 55 km al SE de la ciudad de Ayacucho.
[103] Vilcaconga,
desfiladero montañoso al W de Cuzco. Fueron atacados por las tropas incas de
Quizquiz (Quizquis), general afín a Atahualpa. Al NO de Cuzco está la
cordillera de Vilcabamba.
[104] Desarzonar: hacer
saltar violentamente al jinete de la silla de su cabalgadura.
[105] Por no hablar de
la muerte en la hoguera, en Ginebra y por orden directa de Juan Calvino, del
gran médico, jurista y teólogo español Miguel Servet, el 27 de octubre de 1553.
[106] Mientras que
Atahualpa pertenecía a la facción quiteña durante la guerra civil incaica,
Manco Inca Yupanqui pertenecía a la cusqueña, esto es, a la del asesinado
Huascar.
[107] Hernando Pizarro
regresó a Perú, investido como caballero de la Orden de Santiago y con el
nombramiento de teniente gobernador de Cuzco, en 1536.
[108] Principios de
mayo de 1536. Después de dictar testamento, falleció en Cuzco el día 16 del
mismo mes.
[109] Según la
cronología del historiador peruano José Antonio del Busto Duthurburu (1932 –
2006), el sitio de Cuzco se inició el 3 de mayo de 1536. Al mando de las
fuerzas sitiadoras estaba el general Inquill, asistido por el sumo sacerdote
Villac Umu y por Paucar Huaman. Los españoles contaban con la ayuda
incondicional de los indios cañaris, acaudillados por Chilche, así como por las
tribus de los indios chachapoyas y los indios huancas, todos ellos enemigos de
los incas. Según Juan Marchena Fernández, el sitio se prolongó hasta el 18 de
abril de 1537, al romper el cerco de la ciudad y entrar en ella Diego de
Almagro. Por su parte, Héctor López Martínez también admite la fecha del día 8
de abril.
[110] Diego de
Alvarado, que no era hermano, sino primo de Pedro de Alvarado y Contreras, era
partidario de Diego de Almagro, a quien había acompañado en su frustrada
expedición a Chile. Por su parte, Alonso de Alvarado (Burgos, 1490 – Lima, 18 de diciembre de 1555) era afín de los hermanos Pizarro.
[111] Actualmente Mala
es un distrito de la provincia de Cañete, en el departamento de Lima, a unos 75
km al sur de la capital del Perú. La entrevista se celebró el 13 de noviembre de
1537.
[112] Debe de referirse
a Santiago de Cali (Cali), en Colombia, cerca de la costa. Ver nota 89.
[113] La batalla de Las
Salinas, un lugar a unos 5 km de Cuzco llamado hoy San Sebastián, tuvo lugar el
día 6 de abril de 1538, según el historiador Héctor López Martínez.
[114] La ejecución tuvo
lugar el 8 de julio de 1538, después de haber estado prisionero y fuertemente
custodiado en Cuzco desde su apresamiento en Las Salinas.
[115] Diego de Almagro
el Mozo (santa María la Antigua del Darién, Panamá, 1518 – Cuzco, finales de
1542). Su madre era la india Ana Martínez. Murió ejecutado por orden de
Cristóbal Vaca de Castro, Gobernador del Perú. Algunos autores fechan la
ejecución el 27 de noviembre.
[116] Hernando Pizarro
nació en Trujillo hacia 1502, muriendo en la misma villa en sep de 1578.
Algunos biógrafos sitúan su nacimiento en 1478.
[117] Hermano de madre
de Francisco Pizarro.
[118] Se refiere a
Antonio de Mendoza y Pacheco. Ver nota 44.
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